miércoles, 12 de noviembre de 2014

PNEUMATOLOGIA

PNEUMATOLOGÍA
WILMER ALBERTO MALDONADO ARIAS
SEMINARIO MAYOR SAN JOSÉ
CURO IV DE TEOLOGÍA
CÚCUTA
2014
INTRODUCCIÓN[1]
La autorrevelación de Dios en su Espíritu: En la concepción cristiana, se entiende por revelación, la autocomunicación de Dios, que acontece y adquiere forma en el curso de su realización en la historia. Esta autocomunicación histórica de Dios Padre alcanza su punto culminante en la Encarnación de su Palabra eterna. El Dios-hombre Jesucristo es la mediación plena y perfecta entre el hombre y Dios. Pero en el acontecimiento de la revelación de Dios no se presenta al hombre sólo mediante su Palabra, sino también mediante la oferta de sí mismo, en cuanto que se hace íntimamente comunicable. Lo que sale de la esencia más íntima de Dios y se comunica y penetra en la más profunda autorrealización del hombre (en su “corazón”, Rm. 5, 5)  es el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo no es un poder, una eficiencia o una repercusión en el ámbito de la creación distinto de la esencia y la autorrealización personal de Dios. Es Dios mismo, en cuanto que actúa en la creación, en la historia de la salvación, en la redención por medio de Jesucristo y en la consumación del hombre en la resurrección de los muertos y comunica la vida de Dios. Es el Espíritu de Yahvé-Elohim, el Espíritu de Dios, Padre de Jesucristo (cf. Mt 3, 16; 10, 20; 28, 19; 1Cor 2, 11.14; 3, 16; 6, 11; 7,40; 12, 3; Jn 14, 16; 15, 26; 1Jn 4, 2; Hch 1, 4).
Es también el Espíritu Santo quien abre el acontecimiento de Jesucristo como Hijo de Dios y como mediador escatológico de la revelación. Es Él quien revela la gloria divina de Cristo y su toma de posesión del reino de Dios (cf. 1Cor 12, 3; 1Jn 4, 2). De ahí que el Espíritu de Dios, del Señor, sea también a la vez el Espíritu del Hijo, el Espíritu de Jesucristo, a quien Dios Padre ha constituido en Señor, es decir, en el titular del reino de Dios del fin de los tiempos (cf. 1Cor 12, 3; 15, 28; 1Jn 4, 2). El Espíritu de Dios, del Señor (Jue 3, 10; 6, 34; 6, 34; 1Sam 10, 6; Is 11, 2; 61, 1) es siempre el Espíritu del “Hijo único del Padre” (Jn 1, 18). Del mismo modo que el Espíritu forma parte de la esencia de Dios y es el origen de su acción, así también el Espíritu Santo es el Espíritu del Hijo, el Espíritu de Jesucristo o el Espíritu del Señor (1Cor 2, 16; 3, 17; Rom 8, 9; Flp 1, 9; Gal 4, 6; Hch 16, 7; Jn 6, 63; 14, 23).
Por tanto, la autorrealización única de Dios en su esencia interna y en su actuación externa en la creación, en la revelación histórico-salvífica y en la consumación final recibe el nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mt 28, 19).  
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones  por medio del Espíritu Santo que se nos dio” (Rom 5, 5).  “En el Espíritu clamamos, a través del Hijo: ¡Abba, Padre!” (Rom 8, 15; Gal 4, 4-6).

CAPÍTULO I
DEFINICIÓN DE LA PNEUMATOLOGÍA Y SU LUGAR EN LA DOGMÁTICA
La pneumatología es la doctrina teológica acerca de la naturaleza, de la acción y de la persona (=hipóstasis) divina del Espíritu Santo que es, con el Padre y el Hijo, el Dios uno y único[2].
Del griego pneuma “soplo”, “hálito”. El término designa la rama de la teología que se ocupa del Espíritu Santo. Las cartas de San Pablo, atestiguan el papel del Espíritu con su revelar a Dios, facilitar la fe, inspirar la oración, permanecer en la Iglesia, bendecir con diversos carismas a la comunidad y trabajar para la consumación final de todas las cosas en Cristo (Rm 8, 1-27; 1Cor 2, 10-16; 12,1-11; Gal 4, 6).
Frecuentemente, el Espíritu Santo no ha sido estudiado solo, sino en el contexto de otros principales de teología, como la Trinidad, la Iglesia y los Sacramentos. Esta negligencia tiene que ver con lo que San Juan Damasceno (675-749) llamó el carácter “kenótico” (“vaciado”) del Espíritu, quien viene anónimamente a reforzar en nosotros la imagen del Hijo. En palabras de Gustave Flaubert (1821-1880), el Espíritu Santo funciona así como un autor en su obra: está en todas partes y en ninguna en particular.
El estudio del Espíritu Santo, como bien saben los orientales, corresponden a todas las ramas de la teología y a todos los aspectos de la vida, en vez de estar limitado a un sector particular.  Por ejemplo en Concilio Vaticano II, muestra en su doctrina sobre la Iglesia (LG 3-4, 9-17) cómo las reflexiones cristológicas y pneumatológicas se requieren y complementan mutuamente[3].
La tradición occidental no ha elaborado un tratado específico sobre el Espíritu Santo. Los enunciados más importantes sobre esta materia se hallan esparcidos por todos los ámbitos temáticos de la teología que tienen, a su vez, su raíz unitaria en la doctrina de la Trinidad. La evolución del problema Pneumatológico en la historia de los dogmas tiene como meta el reconocimiento de la tercera persona divina en la esencia trinitaria del Padre, del Hijo y del Espíritu.
Frente a los pneumatómacos (negadores del Espíritu), los Santos Padres de la Iglesia: Atanasio, Basilio de Cesárea, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno, Hilario de Poitiers, Ambrosio, Agustín y otros señalan que el Espíritu Santo es de la misma y única esencia que el Padre y el Hijo. Lo que constituye la hipóstasis, la subsistencia o la persona es la diferencia relacional. En el ámbito de la teología trinitaria se registró un vivo debate entre los teólogos orientales y los occidentales en torno a la cuestión de si el Espíritu Santo procede sólo del Padre o del Padre y del Hijo. La controversia del Filioque puso los cimientos del cisma entre las Iglesias de Oriente y de Occidente. Por lo que hace a la teología occidental, se ha hablado, y no sin alguna razón, de un cierto reduccionismo cristológico y de una cierta especie de olvido del Espíritu. Pero no es admisible que, con el propósito de corregir esta evolución, se sitúe –con un movimiento pendular no menos unilateral– a la Pneumatología al lado de y con igual rango que la cristología. Pues, efectivamente, la encarnación de la Palabra divina en Jesús de Nazaret no es la revelación de una sola persona divina, ni un simple tramo temporal en la historia de la salvación. En la humanidad de Jesucristo es el Dios trino quien se ha mediado en su Palabra eterna bajo una forma encarnada, escatológica y universal.
La meta de la Pneumatología es poner en claro la interconexión global trinitaria e histórico-salvífica de todos los temas de la teología cristiana.
La Pneumatología desempeña una doble función en la cristología: Por un lado, el Espíritu fundamenta la unión y la unidad de la humanidad de Jesús con la divinidad del Logos. La relación del Padre con la humanidad del Hijo se basa en el origen en María   –causado por el Espíritu– de la naturaleza humana de Jesús (pneuma–cristología o cristología pneumática).
Por otro lado, es también el Espíritu de Dios quien mueve al hombre Jesús en su historia, en su actividad pública, en la proclamación del reino de Dios, en la soterio–praxis del mediador de la basileia, hasta su entrega en la cruz, y quien le resucita, en fin, de entre los muertos, de modo que en virtud de esta resurrección, y de acuerdo con el espíritu de santidad, es instituido como el Hijo de Dios mesiánico. El Cristo exaltado hasta el Padre transmite, en virtud de su humanidad glorificada, el Espíritu prometido para el fin de los tiempos. El Espíritu enviado por el Padre y el Hijo lleva a los hombres, en la fe, al conocimiento de la presencia escatológica de Dios en la humanidad de Jesús de Nazaret. El Espíritu universaliza e interioriza la revelación histórica de Dios en Jesús. De todo ello se sigue la fundamentación Pneumatológica de la doctrina de la gracia cristiana. El Espíritu Santo hace realidad la oferta universal de gracia de Dios en Jesucristo y media la voluntad salvífica universal divina. El Espíritu Santo muestra ser asimismo el principio inmediato de la vida en el seguimiento de Cristo.
En la sacramentología se habla del Espíritu de Dios sobre todo en conexión con la fundamentación de la existencia cristiana en el bautismo y la confirmación.
En la eclesiología se da a conocer el Espíritu Santo como la fuerza de Dios que todo lo penetra y lo vivifica. Confiere vida a la misión y a la estructura interna de la Iglesia (cf. temas tales como los carismas, el ministerio sacramental, la espiritualidad, la reforma de la Iglesia, la eficacia del Espíritu Santo en el proceso de transmisión de la revelación, la infalibilidad de la Iglesia y de su magisterio doctrinal o, en fin, el ejercicio del apostolado de los seglares en el. sacerdocio común de todos los fieles).
En la escatología debe analizarse el tema de la acción del Espíritu Santo desde el punto de vista de que sólo él puede llevar a cabo la resurrección de los muertos y la transformación definitiva del mundo hasta llegar a la comunicación eterna del amor entre Dios y las criaturas personales.
La escatología remite al origen de la creación en la presencia del Espíritu de Dios. La creación surge, en efecto, gana vida y alcanza un horizonte final en virtud de la presencia del Espíritu Santo. Desde el punto de vista global de que el Dios Uno y Trino es origen, centro y meta de todo lo creado, la Pneumatología tiene la misión de elevar hasta el plano de la conciencia la eficacia específica del Espíritu Santo en la creación, la historia de la salvación, la redención, la reconciliación y la consumación[4].
CAPÍTULO II
¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO?
Este Espíritu es ante todo el amor mutuo entre el Padre y el Hijo: es el fruto, el abrazo, el ósculo santo de ese amor. A demás, Él es la fuerza divina, celestial, que habita principalmente en el Cuerpo de Jesús resucitado y que de Él se derrama hacia nosotros para hacer gritar “Abba–Padre”.
Pero sobre todo el Espíritu de Dios, es “Ese Espíritu que viene de Dios”, que nos muestra lo más íntimo del misterio de Dios., el misterio escondido y profundo del Dios Viviente[5].  
"Espíritu Santo", tal es el nombre propio de Aquél que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. La Iglesia ha recibido este nombre del Señor y lo profesa en el Bautismo de sus nuevos hijos (Mt 28, 19).
El nombre de la tercera persona de la Trinidad, es de una naturaleza un tanto especial. Se le llama Espíritu. Pero Espíritu es el nombre traducido; cuando se ama de verdad a una persona, se desea conocer todo de ella, empezando por un verdadero nombre “de pila”. El verdadero nombre del Espíritu,  aquel por el que le conocieron los primeros destinatarios de la revelación, es ruah[6]. La otra etapa por la que el nombre del Espíritu Santo ha pasado antes de llegar a nosotros es la del pneuma. Con este nombre se le señala en los escritos del Nuevo Testamento.
¿Qué significa ruah en  hebreo? En su origen, y en su raíz, significa el espacio atmosférico entre el cielo y tierra, que puede ser  sereno o agitado: un espacio abierto, como una pradera donde se percibe más fácilmente el soplo del viento; por extensión, el “espacio vital” en que el hombre se mueve y respira. En efecto, con mucha frecuencia se habla de él, sobre todo en el Nuevo Testamento, con un adverbio de lugar. La preposición que se utiliza para hablar de él es en, así como para el Padre es de, y para el Hijo por: “por el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo”. El Espíritu Santo es el espacio espiritual, una especie de “ambiente vital”, donde se produce el contacto con Dios y con Cristo.
Ruah significa dos cosas que están estrechamente  relacionadas: el viento y la respiración. Esto vale también para el nombre griego pneuma y para el latín  spiritus. También el castellano, Espíritu, ha conservado este parentesco originario con el viento y la respiración: espíritu y espirar proceden de la misma raíz.
Viento y soplo, son por tanto meros símbolos del Espíritu Santo. En este caso, símbolo y realidad están tan ligados que se ocultan bajo el mismo nombre. Por lo tanto, no es el Espíritu Santo el que ha dado su nombre al viento, es el viento el que ha dado su nombre al Espíritu Santo. En otras palabras, el signo ha precedido el significado porque, en la experiencia humana, ni viene antes lo espiritual y después lo material, sino a la inversa: primero lo material y después lo espiritual (1 Cor 15,46)
Jesús utiliza precisamente la imagen sensible del viento para sugerir a Nicodemo la novedad trascendente del que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino (Jn 3, 5-8). Por otra parte, Espíritu y Santo son atributos divinos comunes a las Tres Personas divinas. Pero, uniendo ambos términos, la Escritura, la Liturgia y el lenguaje teológico designan la persona inefable del Espíritu Santo, sin equívoco posible con los demás empleos de los términos "espíritu" y "santo" (CIC # 691)[7].
Tercera Persona de la Trinidad, adorada y glorificada junto con el Padre y el Hijo como uno en naturaleza e igualdad en dignidad personal con el Padre y el Hijo. El Concilio de Braga (675) añadió al credo niceno–constantinopolitano que el Espíritu procede del Padre “y el Hijo” (o Filioque). Las anteriores formulaciones orientales coincidían en que el Espíritu no había sido generado como el Hijo, sino que procede del Padre “a través del Hijo” (o por Filium). La acción santificadora, común a las tres Personas es atribuida principalmente al Espíritu porque implica su autodonación (Jn 20, 22; Rm 5, 5).
San Atanasio de Alejandría (296-373) y San Cirilo de Alejandría (m. 444) argumentaban a favor  de la divinidad del Espíritu, basándose precisamente en que el Espíritu nos hace semejantes a Dios divinizándonos y santificándonos. La divinidad del Espíritu fue proclamada en el primer Concilio de Constantinopla (381)[8].
CAPÍTULO III
EL ESPÍRITU SANTO EN LA SAGRADA ESCRITURA
ü  El lenguaje bíblico sobre el Espíritu Santo
El Espíritu Santo significa la realidad personal de Dios en el sentido de que es Él el que explora las profundidades de Dios en un autoconocimiento pleno y de que Dios se comunica totalmente en su Espíritu al espíritu del hombre (1Cor 2, 10-16). Podría resumirse bíblicamente su esencia y su realidad en esta afirmación: “Dios es Espíritu” (Jn 4, 24). Respecto de la realidad de la consumación interna de Dios y de su autocomunicación vivificante y santificante, el Espíritu recibe también el nombre de Espíritu de la sabiduría (Dt 34, 9; Sab 1, 6; 7, 17; Is 11, 2; Ef. 1, 17). La teología joánica habla repetidas veces del Espíritu de la verdad  (Jn 14, 17; 15, 26; 16,13; 1Jn 4, 6). Es, además, el Espíritu de santidad y de santificación, es decir, de la comunicación de la vida santa de Dios (Rom 1, 4; 15, 16; 1 Cor 6, 11; 1Pe 1, 2). El Espíritu es el amor en Dios y la expansión del amor de Dios en nosotros (Rom 5, 5; 15, 30; Gal 5, 13.22; 2Cor 1, 22; 3, 17ss.; 1Jn 4, 8-16). El discurso sobre el Espíritu del amor o el amor del Espíritu tiene una estrecha conexión con la idea de que el Espíritu es la comunión (comunio, comunicación) en Dios mismo en la unidad del Padre y del Hijo y de que media y transmite la unión de los creyentes con el Padre y el Hijo (2Cor 13, 13, 1Jn 1, 3; 2, 20). El Espíritu de Dios lleva a cabo la justificación por la fe (Rom 5, 2; Gal 5, 5). Hace posible la realidad de la vida nueva en Cristo y la liberación del pecado y de la enemistad de Dios (Rom 7, 6; 8,2) y sustenta la filiación divina de los redimidos (Rom 8, 15s.). El primer fruto del Espíritu es el amor (Gal 5, 22).
Dios realiza la creación en su Palabra y en su Espíritu (Gn 1, 2). Y no sólo posibilita la existencia del hombre al infundir en él su Espíritu y convertirle en esencia viviente y en una existencia personal (Gn 2, 7). Es que, además, da también, en su Espíritu, la vida de la gracia y la experiencia de la vida eterna. Del mismo modo que Jesucristo fue resucitado de entre los muertos en su humanidad por el Espíritu y exaltado a la derecha del Padre, así también, tras la muerte terrena, los muertos serán resucitados en Cristo por el Espíritu en el bautismo y en la concesión definitiva de la vida eterna (Rom 1, 4; 8, 2.11; 1Cor 15, 45; 2Cor 3, 6; Gal 3, 8; Jn 3, 5.8; 6, 63; 7, 39; Ap 11, 11).
La Sagrada Escritura ilustra y aclara la actuación del Espíritu de Dios en la creación y en la revelación (Rom 8, 16; 1Cor 2, 10; Ef. 3, 5) a través de un lenguaje poblado de imágenes. Como no puede percibirse físicamente la acción de Dios en la creación ni se le puede describir bajo la forma de una visión accesible a los sentidos, se hace preciso recurrir a expresiones analógicas y a la utilización metafórica de varios conceptos del lenguaje humano.
En lo que concierne al Espíritu mismo, se dice que Dios explora en el Espíritu de Dios y de Cristo las profundidades de su esencia y conoce todo cuanto hay en Él (1Cor 2, 10s.).
Con respecto a los hombres, se habla de un envío del Espíritu a los corazones de los hombres (Gal 4, 6; Jn 14, 26). En una especie de movimiento descendente de arriba abajo. Dios infunde o derrama su Espíritu en los hombres (Is 29, 10; 32, 15; 44, 3; Joel 13, 1s; Zac 12, 10; Hch 2, 17.33; 10, 45; Rom 5, 5). El Espíritu de Dios llena con su poder y su presencia el espíritu y el corazón de los profetas, de los reyes y de otros mediadores de la salvación, y especialmente del Mesías y de los creyentes (Ex 31, 3; Dt 34, 9; Miq. 3, 8; Mc 12, 36; Lc 1, 15.41.67; 2, 25; 4, 1; 10, 21; Hch 2, 4; 7, 55; 13, 52).
Como el Espíritu es don de Dios, en el que Él mismo se da y por cuyo medio se abre a la comunión personal (Núm. 27,18; Hch 1,8; 2,33; 8,20, 1Tes 5,19; Rom 5,5; 1Cor 1,22; Jn 4,13), hace posible que Dios Padre e Hijo habiten en el corazón del hombre (Jn 14,23; Is 26,9; Ez 11,19; 36,26s.; 37,14; Ag 2,5; Rom 8; 1Cor 3,16; 2Cor 1,22; Un 3,24; Sant 4,5). El Espíritu embebe a los creyentes (1Cor 12,13) y los ilumina (Mt 22,43). Del mismo modo que los sacerdotes, los reyes, los profetas y especialmente el Hijo de Dios mesiánico han recibido la unción como señal de la presencia del Espíritu de Dios, que hace posible la percepción de su venida (cf. Is 61,1), también los cristianos reciben la unción con el Espíritu Santo como señal de su pertenencia al Ungido del Señor (Hch 10,38; 2Cor 1,21; Jn 2,20.27). Todos cuantos han recibido el Espíritu Santo y santificador como primicias de Dios (Rom 8,23; 2Cor 1,22; 5,5; Rom 8,2; 2Tes 2,13) poseen el don del Espíritu como confirmación de la acción salvífica definitiva de Dios en ellos. Los creyentes y justificados están sellados por el Espíritu Santo para el día de la redención (Ef. 4,30; cf. 1Pe 1,2).
Para describir el movimiento del Espíritu desde Dios a su creación, la Escritura utiliza un amplio repertorio de vocablos: el Espíritu “aletea” sobre las aguas del abismo primordial (Gn 1,2). Se quiere indicar así que Dios no produce el orden de la creación al modo como un artesano realiza una obra. Crea de la nada y del caos con su poderosa palabra y con la fuerza de su espíritu. El Espíritu se identifica con el poder divino santificador y vivificador, es la fuerza de lo alto (Lc 24,49). Por el Espíritu son resucitados los muertos (Rom 8,17). El Espíritu desciende sobre los profetas o sobre el Mesías, o los llama. Esto significa que el Señor, Dios, que está junto a su enviado, le mueve y le llena (Num 24,2; Jue 3,10; 6,34; 1Sam 10,6; 16,13; Is 11,2; 42,1; 61,1; Ez 11,5; Lc 1,35; 2,25; Jn 1,32; 1Pe 4,14).
La paloma en la escena del bautismo de Jesús sirve de imagen del descenso del Espíritu al mundo. La alegoría se apoya, en este caso, en la capacidad del ave de posarse con facilidad, bajando desde la altura, sobre la superficie de la tierra. Se trata, pues, de la mediación entre dos esferas del ser, la del mundo celeste de Dios y la del mundo terrestre del hombre (cf. Mc l, 10; cf. Gn 1,2). Bajo este aspecto básico recurre la iconografía cristiana a la paloma como símbolo del Espíritu Santo[9].


Símbolos que “representan” la acción del Espíritu Santo
La Biblia utiliza muchos símbolos, que representan mejor la acción del Espíritu de Dios. Entre ellos, encontramos:
a)                Viento: Ésta es la imagen más común del Espíritu, la que el mismo nombre de “espíritu” insinúa. Espíritu, la ruah (femenino en hebreo), el pneuma (neutro en griego) y el spiritus (masculino en latín).
Es el viento que, como soplo de vida, se cernía y aleteaba sobre las aguas al comienzo de la creación, cuando la tierra todavía era caos, confusión y oscuridad (Gn 1, 2).
Es el aliento de vida que Yahvé Dios insufló en el primer ser humano, formado del polvo de la tierra, para hacer de él un ser viviente (Gn 2, 7). La respiración es signo de vida.
Es el murmullo de una brisa suave en la que Elías descubre el paso de Yahvé (1 Re 19, 12).
Es el viento del profeta anuncia que soplará sobre un campo de huesos para hacer que los muertos revivan (Ez 37, 9).
Es el aliento de Yahvé por el que todas las cosas son creadas, que renueva la faz de la tierra (Sal 104, 30), pero hace que todo expire y retorne al polvo cuando se retira (Sal 104, 29).
Es el aliento vital que Dios infundió al ser humano cuando lo modeló al comienzo, y del que Israel se ha olvidado al acudir a los ídolos (Sab 15, 11).
Es el viento que sopla donde quiere, pero no sabe adónde va, como le dice Jesús a Nicodemo en aquella conversación nocturna que nos relata el evangelista Juan (3, 8).
Es el último suspiro de Jesús en la cruz, que al inclinar la cabeza y entregar su espíritu (Jn 19, 30) preludia la efusión de una vida nueva.
Es el soplo de Jesús resucitado sobre los discípulos en la mañana de Pascua, que hace de ellos una nueva creación y les da el poder de perdonar pecados (Jn 20, 22).
Es el viento huracanado que, con estrépito de ráfaga impetuosa, invade el recinto donde está reunida la primera comunidad el día de Pentecostés y que transforma a aquellos temerosos y cobardes discípulos y discípulas en valientes anunciadores de la Palabra (Hch 2, 2).
En síntesis, el viento significa el poder y la fuerza vital de Dios, su acción creadora y vivificadora en el mundo y en la historia, invisible pero real. Sin Él, sólo hay muerte y caos. El Espíritu es viento de libertad y fuente de vida.  
b)               Fuego: Es a la vez es luz y calor, ardor y amor, al mismo tiempo abraza y purifica.
Es el misterioso fuego de la zarza ardiente ante la cual Moisés no se atreve a acercarse y se descalza, pues es un lugar sagrado donde Dios se manifiesta (Ex 3,3).
Es el fuego del Sinaí que acompaña la teofanía de Yahvé a Moisés (Ex 19, 18).
Es el bautismo de fuego que, anuncia según San Juan Bautista, Jesús habrá de realizar (Lc 3, 16).
Es el fuego que Jesús dice que ha venido a traer a la tierra (Lc 12, 49).
Son las lenguas de fuego que se posan sobre los discípulos y María en el día de Pentecostés y que significa el inicio de la Iglesia y de su misión a todos los pueblos (Hch 2, 1-4).
Es el fuego que Pablo en su primera carta a los Tesalonicenses pide que no lo extingan (5, 19).
De este modo, el fuego simboliza la luz, la fuerza, y la energía del Espíritu; su calor que caldea y hace arder el corazón frío; su capacidad de comunicación humana; el principio de comunión que, como el fuego, reúne junto al hogar; su expansión interna por el dinamismo del amor.  
c)                Agua: Es el agua pura que Yahvé derramará sobre el pueblo, le purifica de toda inmundicia, le creará un corazón nuevo y le infundirá un espíritu nuevo (Ez 36, 25-28).
Es el agua que brota del templo hacia el oriente y desemboca en el mar y todo lo sana y vivifica (Ez 47, 1-12).
Es el agua que purifica y lava (Is 1, 18; Sal 51, 9; Mc 7, 3-4; Jn 2, 6).
Es el agua viva que brota hasta la vida eterna, es el don de Dios que Jesús ofrece a la samaritana junto al pozo de Jacob (Jn 4, 10-14).
Es el manantial de agua que brota del seno del Mesías y que Juan interpreta como referido al Espíritu que recibirán los que crean en Jesús resucitado (Jn 7, 37-39). Es el agua misteriosa que mana del costado herido de Jesús crucificado, junto con su Sangre, y que el evangelista enfatiza con fuerza (Jn 19, 34).
Esta agua, simboliza la vida, la fuerza y la fecundidad del Espíritu  frente al poder destructor del mal (aguas de muerte del Diluvio y del Éxodo).
En síntesis, a través del símbolo del agua se significa que Dios quiere ofrecer una vida nueva a nuestros corazones de piedra, transformar el mundo reseco y estéril en la tierra viva. Es un agua que quita la sed. Es la vida del Espíritu que recibe en las aguas del bautismo el que entra en la Iglesia.
d)               Unción de aceite, con él eran ungidos los reyes de Israel, como Saúl (1 Sm 10, 1), David (1 Sm 16, 13), Salomón (1 Re 1, 39), Jehú (2 Re 9,6), y en virtud de la cual reciben el Espíritu en orden al desempeño de su función regia. Por esta unción son constituidos mesías.
Esta unción del Espíritu se orienta a que el rey practique el derecho y la justicia con los pobres (Sal 72, 1).
Esta unción del Espíritu anunciada por los profetas es la que Jesús en Nazaret reconoce que se cumple en Él hoy (Lc 4, 21). Esta unción con el Espíritu es la que mueve a Jesús a realizar su misión de transformar un mundo destrozado por el egoísmo en un mundo fraterno, libre de toda exclusión y opresión.
Jesús será llamado “el Cristo”, es decir, el Ungido por el Espíritu (Mt 27, 12), aquel a quien a Dios ungió con el Espíritu Santo y que pasó por el mundo haciendo el bien y liberando a los oprimidos (Hch 10, 38).
Los cristianos hemos recibido la unción del Espíritu, que nos instruye interiormente (1 Jn 2, 20.27; cf. Jn 14, 26).
Así la unción del aceite significa la fuerza del Espíritu que consagra para la misión, una misión que tiene que ver con la práctica del derecho y la justicia con los pobres y los oprimidos. Los cristianos hemos recibido esta unción del Espíritu en el sacramento de la confirmación, que nos da fuerza para proseguir la función mesiánica de Jesús en nuestro mundo: hacer el bien y practicar el derecho y la justicia con los pobres. Otros sacramentos también utilizan  el simbolismo de la unción para significar la fuerza del Espíritu que consagra para el ministerio pastoral en la Iglesia (orden sacerdotal) y que da fuerza al enfermo para mantener la esperanza en la situación de debilidad corporal y de enfermedad (unción de los enfermos).
e)                Paloma: La paloma que llega al arca después del diluvio significa el Espíritu de la paz (Gn 8, 11).
La paloma (en forma como de) que desciende sobre Jesús en el bautismo (Jn 1, 32-33; Lc 3, 22; Mt 3, 16) significa el Espíritu. Los evangelistas al narrarnos cómo en el bautismo de Jesús se abren los cielos, se oye la voz del Padre y se ve al Espíritu Santo descender en forma como de paloma, lo que quiere decirnos es que el Hijo del Carpintero de Nazaret, que aparecía por primera vez en público a orillas del Jordán, era el Mesías tan esperado, el prometido, el portador del Espíritu, el Hijo del Padre.
El simbolismo de la paloma, que la iconografía cristiana utilizará con profusión para referirlo al Espíritu, significa una serie de rasgos del Espíritu: la blancura y pureza, la ternura, la sencillez (Mt 10, 16), la paz, que debían ser características del Pueblo de Dios y deben serlo, en concreto, de la Iglesia., Nuevo Pueblo de Dios. Por eso los Padres de la Iglesia, concretamente San Agustín, aplica el símbolo de la paloma al Espíritu y a la Iglesia, una y santa, ya que ven una estrecha relación entre ambas realidades (cf. Cant 2, 14; 5, 2).
f)                 Nube: Ella, simboliza al Espíritu en cuanto que vela y revela la presencia de Dios en nuestras vidas, que nos acompaña, guía y fecunda.
La que guio al pueblo en desierto (Ex 40, 34-38).
La que envolvió el Sinaí (Ex 24, 15-18).
La del Espíritu que cubrió con su sombra el seno de María para que concibiera al Hijo de Dios (Lc 1, 35-36).
La que aparece en la transfiguración cubriendo a Jesús y a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan (Mc 9, 7).
La que esconde a Jesús a los ojos de los discípulos en el día de la ascensión (Hch 1, 9).  
g)               Perfume: El perfume que el Antiguo Testamento significa una evocación agradable, una presencia amorosa (Gn 27, 27; Cant 1, 3.12; 4, 10-11) y un signo de nuestra adoración a Dios a través del olor del incienso (Ex 30, 34-37: Ecl 24, 15; 39, 14). En el Nuevo Testamento se relaciona con el olor de una acción buena que perfuma toda la casa, como la unción de Betania (Jn 12, 3) y con el buen olor de Cristo que hemos de difundir los cristianos a través de nuestro testimonio de vida (2 Cor 2, 14-16).
De este modo, significa al Espíritu en cuanto signo de una presencia sutil que todo lo penetra y que se esparce por todas partes, evocando un lenguaje de amor, de belleza y de elevación espiritual.
En el Sacramento de la Confirmación, el aceite para la unción (Sato Crisma) se impregna con el aroma del bálsamo para significar este buen olor del testimonio cristiano en un mundo que a veces está marcado por el olor de la muerte.
h)               Abogado: El Espíritu, sobre todo en los escritos joánicos, es el abogado o defensor (paráclito) enviado por el Padre después de la partida de Jesús (Jn 16, 7), que estará junto a los discípulos (Jn 14, 15-17), los cuales, de este modo no quedarán huérfanos (Jn 14, 18). El Espíritu de la verdad (Jn 14, 17) vendrá para recordar y completar la enseñanza de Cristo (Jn 14, 25-26), convencer al mundo sobre el pecado (Jn 16, 8), llevar a los discípulos la verdad completa y explicarles el sentido de los acontecimientos futuros (Jn 16, 12-15); glorificará a Cristo (Jn 16, 14), en el sentido de que atestiguará que su misión venía del Padre (Jn 15, 26-27; 1 Jn 5, 6-7), mientras que el mundo se ha equivocado creyendo al Príncipe de este mundo, padre de la mentira, y no creyendo en Jesús (Jn 16, 7-11). Este Abogado nos defenderá en el tribunal del Padre contra las acusaciones de Satán (1 Jn 2, 1-29), gracias a su sacrificio (Ap. 12, 9-11).
i)                 Otros simbolismos: Hay otra serie de simbolismos menos usados, pero que también son significativos:
ü    Vino, fiesta, alegría: como el simbolizado en el vino nuevo de Caná (Jn 2, 1-2).
ü    El sello o señal: con que se firma o se señala algo. El Espíritu imprime su marca en nosotros y nos señala como hijos de Dios (Ef. 1, 13; 4, 30; 2 Cor 1, 22).
ü    Las arras o prendas de futuro: el Espíritu constituye en nosotros las arras, primicias del Reino (Ef. a, 14; 2 Cor 1, 22; Rom 6, 23).
ü    El dedo de Dios: su poder, con el que Jesús expulsa demonios (Mt 12, 28; Lc 11, 20; cf. Ex 8, 15; Sal 8, 4).
Recapitulando estos símbolos, el Espíritu aparece como dinamismo de vida y fuerza (viento, fuego, agua, sello) y como dulzura y suavidad penetrante (perfume, vino, unción, paloma). Pero hay que notar que estos simbolismos no tienen rostro ni contenido propio, sino que se orienta a Otro; son dinamismos que mueven hacia Otro y ese Otro es Jesús, su vida y su misión. El Espíritu no tiene otro contenido que el de Jesús. Por eso para conocer y discernir un espíritu hay ver si conduce a Jesús o no. Si el agua, el fuego, la unción, el perfume, llevan a Jesús, son signos del verdadero Espíritu; en caso contrario no lo son[10].

ü  El Espíritu Santo en el Antiguo Testamento[11]
(Catequesis del Papa Juan Pablo II del miércoles 13 de mayo de 1998.)
Una primera alusión, aunque velada, al Espíritu se encuentra ya en las primeras líneas de la Biblia, en el himno a Dios creador con que comienza el libro del Génesis: “el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1, 2). Para decir “espíritu” se usa aquí la palabra hebrea ruah, que significa “soplo” y puede designar tanto el viento como la respiración. Como ya es sabido, este texto pertenece a la así llamada “fuente sacerdotal”, que se remonta al periodo del destierro en Babilonia (siglo VI, antes de Cristo), cuando la fe de Israel había llegado explícitamente a la concepción monoteísta de Dios. Israel, al tomar conciencia, gracias a la luz de la revelación, del poder creador del único Dios, llegó a intuir que Dios creó el universo con la fuerza de su Palabra. Unido a ella, aparece el papel del Espíritu, cuya percepción se ve favorecida por la misma analogía del lenguaje que por asociación, vincula la palabra al aliento de los labios: “La palabra del Señor hizo el cielo, el aliento (ruah) de su boca sus ejércitos” (Sal 33, 6). Este aliento vital y vivificante de Dios no se limitó al instante inicial de la creación, sino que sostiene permanentemente y vivifica todo lo creado, renovándolo sin cesar: “Envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra” (Sal 104, 30).
La novedad más característica de la revelación bíblica consiste en haber descubierto en la historia el campo privilegiado de la acción del Espíritu de Dios. En cerca de cien pasajes del Antiguo Testamento el ruah de Yahveh indica la acción del Espíritu del Señor que guía a su pueblo, sobre todo en las grandes encrucijadas de su camino. Así, en el periodo de los jueces, Dios enviaba su Espíritu sobre hombres débiles y los transformaba en líderes carismáticos, revestidos de energía divina: así aconteció con Gedeón, con Jefté y, en particular, con Sansón (Jc 6, 34; 11, 29; 13, 25; 14, 6. 19).
Con la llegada de la monarquía davídica, esta fuerza divina, que hasta entonces se había manifestado de modo imprevisible e intermitente, alcanza cierta estabilidad. Se puede comprobar en la consagración real de David, a propósito de la cual dice la Escritura: «A partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh» (1 S 16, 13).
Durante el destierro en Babilonia, y también después, toda la historia de Israel se presenta como un largo diálogo entre Dios y el pueblo elegido, «por su espíritu, por ministerio de los antiguos profetas» (Za 7, 12). El profeta Ezequiel explícita el vínculo entre el espíritu y la profecía, por ejemplo cuando dice: “El espíritu de Yahveh irrumpió en mí y me dijo: “Di: Así dice Yahveh” (Ez 11, 5).
Pero la perspectiva profética indica sobre todo en el futuro el tiempo privilegiado en el que se cumplirán las promesas por obra del ruah divino. Isaías anuncia el nacimiento de un descendiente sobre el que «reposará el espíritu (...) de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh» (Is 11, 2-3). “Este texto -como escribí en la encíclica Dominum et vivificantem- es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico de espíritu entendido ante todo como aliento carismático, y el “Espíritu” como persona y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de David (“del tronco de Jesé”) es precisamente aquella persona sobre la que se posará el Espíritu del Señor” (n. 15).
Ya en el Antiguo Testamento aparecen dos rasgos de la misteriosa identidad del Espíritu Santo, que luego fueron ampliamente confirmados por la revelación del Nuevo Testamento.
El primero es la absoluta trascendencia del Espíritu que por eso se llama “santo” (Is 63, 10.11; Sal 51, 13). El Espíritu de Dios es «divino» a todos los efectos. No es una realidad que el hombre pueda conquistar con sus fuerzas, sino un don que viene de lo alto: sólo se puede invocar y acoger. El Espíritu, infinitamente diferente con respecto al hombre, es comunicado con total gratuidad a cuantos son llamados a colaborar con él en la historia de la salvación. Y cuando esta energía divina encuentra una acogida humilde y disponible, el hombre es arrancado de su egoísmo y liberado de sus temores, y en el mundo florecen el amor y la verdad, la libertad y la paz.
El segundo rasgo del Espíritu de Dios es la fuerza dinámica que manifiesta en sus intervenciones en la historia. A veces se corre el riesgo de proyectar sobre la imagen bíblica del Espíritu concepciones vinculadas a otras culturas como, por ejemplo la idea del espíritu como algo etéreo estático e inerte. Por el contrario, la concepción bíblica del ruah indica una energía sumamente activa, poderosa e irresistible: el Espíritu del Señor, leemos en Isaías, “es como torrente desbordado” (Is 30, 28). Por eso, cuando el Padre interviene con su Espíritu, el caos se transforma en cosmos, en el mundo aparece la vida, y la historia se pone en marcha.
ü  El Espíritu Santo en el Nuevo Testamento[12]
(Catequesis del Papa Juan Pablo II del miércoles 20 de mayo de 1998.)
La revelación del Espíritu Santo, como persona distinta del Padre y del Hijo, vislumbrada en el Antiguo Testamento, se hace clara y explícita en el Nuevo.
Es verdad que los escritos neotestamentarios no nos brindan una enseñanza sistemática sobre el Espíritu Santo. Sin embargo, recogiendo los numerosos datos presentes en los escritos de san Lucas, san Pablo y san Juan, se puede apreciar la convergencia de estos tres grandes filones de la revelación neo testamentaria sobre el Espíritu Santo.
El evangelista san Lucas, con respecto a los otros dos sinópticos, nos presenta una pneumatología mucho más desarrollada.
En el evangelio quiere mostrar que Jesús es el único que posee en plenitud el Espíritu Santo. Ciertamente, el Espíritu actúa también en Isabel, Zacarías, Juan Bautista y, especialmente, en la Virgen María, pero sólo Jesús, a lo largo de toda su existencia terrena, posee plenamente el Espíritu de Dios. Es concebido por obra del Espíritu Santo (Lc 1, 35). De él dirá el Bautista: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo (...). Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16).
Jesús mismo, antes de bautizar en Espíritu Santo y fuego, es bautizado en el Jordán, cuando baja “sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 22). San Lucas subraya que Jesús no sólo va al desierto “llevado por el Espíritu”, sino que va “lleno de Espíritu Santo” (Lc 4, 1), y allí obtiene la victoria sobre el tentador. Emprende su misión «con la fuerza del Espíritu Santo” (Lc 4, 14). En la sinagoga de Nazaret, cuando comienza oficialmente su misión, Jesús se aplica a sí mismo la profecía del libro de Isaías (cf. Is 61, 1-2): “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva” (Lc 4, 18). Así, toda la actividad evangelizadora de Jesús se realiza bajo la acción del Espíritu.
Este mismo Espíritu sostendrá la misión evangelizadora de la Iglesia, según la promesa del Resucitado a sus discípulos: “Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24, 49). Según el libro de los Hechos, la promesa se cumple el día de Pentecostés: “Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2, 4). Así se realiza la profecía de Joel: “En los últimos días dice Dios, derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas” (Hch 2, 17). San Lucas considera a los Apóstoles como representantes del pueblo de Dios de los tiempos finales, y subraya con razón que este Espíritu de profecía se derrama en todo el pueblo de Dios.
San Pablo, a su vez, pone de relieve la dimensión renovadora y escatológica de la acción del Espíritu, que se presenta como la fuente de la vida nueva y eterna comunicada por Jesús a su Iglesia.
En la primera carta a los Corintios leemos que Cristo, nuevo Adán, en virtud de la resurrección, se convirtió en “Espíritu que da vida” (1 Co 15, 45), es decir, se transformó por la fuerza vital del Espíritu de Dios hasta llegar a ser, a su vez, principio de vida nueva para los creyentes. Cristo comunica esta vida precisamente a través de la efusión del Espíritu Santo.
La vida de los creyentes ya no es una vida de esclavos, bajo la Ley, sino una vida de hijos, pues han recibido en su corazón al Espíritu del Hijo y pueden exclamar: ¡Abbá, Padre! (Ga 4, 5-7; Rm 8, 14-16). Es una vida “en Cristo”, es decir, de pertenencia exclusiva a él y de incorporación a la Iglesia. “En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo” (1 Co 12, 13). El Espíritu Santo suscita la fe (cf. 1 Co 12, 3), derrama en los corazones la caridad (Rm 5, 5) y guía la oración de los cristianos (Rm 8, 26).
El Espíritu Santo, en cuanto principio de un nuevo ser, suscita en el creyente también un nuevo dinamismo operativo: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25). Esta nueva vida se contrapone a la de la “carne”, cuyos deseos no agradan a Dios y encierran a la persona en la cárcel asfixiante del yo replegado sobre sí mismo (Rm 8, 5-9). En cambio, el cristiano, al abrirse al amor donado por el Espíritu Santo, puede gustar los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad... (Ga 5, 16-24).
Con todo, según san Pablo, ahora sólo poseemos una “prenda” o las primicias del Espíritu (Rm 8, 23; 2 Co 5, 5). En la resurrección final, el Espíritu completará su obra de arte, realizando en los creyentes la plena espiritualización de su cuerpo (1 Co 15, 43-44) e incluyendo, de alguna manera, en la salvación al universo entero (Rm 8, 20-22).
En la perspectiva de san Juan, el Espíritu es, sobre todo, el Espíritu de la verdad, el Paráclito.
Jesús anuncia el don del Espíritu en el momento de concluir su misión terrena: “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio” (Jn 15, 26-27). Y, precisando aún más la misión del Espíritu, Jesús añade: “Os guiará hasta la verdad plena; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará” (Jn 16, 13-14). Así pues, el Espíritu no traerá una nueva revelación, sino que guiará a los fieles hacia una interiorización y hacia una penetración más profunda en la verdad revelada por Jesús.
¿En qué sentido el Espíritu de la verdad es llamado Paráclito? Teniendo presente la perspectiva de san Juan, que ve el proceso a Jesús como un proceso que continúa en los discípulos perseguidos por su nombre, el Paráclito es quien defiende la causa de Jesús, convenciendo al mundo “en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio” (Jn 16, 7 ss). El pecado fundamental del que el Paráclito convencerá al mundo es el de no haber creído en Cristo. La justicia que señala es la que el Padre ha hecho a su Hijo crucificado, glorificándolo con la resurrección y ascensión al cielo. El juicio, en este contexto, consiste en poner de manifiesto la culpa de cuantos, dominados por Satanás, príncipe de este mundo (Jn 16, 11), han rechazado a Cristo (Dominum et vivificantem, 27). Por consiguiente, el Espíritu Santo, con su asistencia interior, es el defensor y el abogado de la causa de Cristo, el que orienta las mentes y los corazones de los discípulos hacia la plena adhesión a la “verdad” de Jesús.

CAPÍTULO IV
EL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA
El Espíritu Santo no es enviado a una Iglesia ya constituida antes de su misión. La misión del Espíritu Santo es constitutiva de la Iglesia. La Iglesia existe porque le ha sido enviado el Espíritu Santo. Surge a partir de este don. Por tanto, la acción del Espíritu Santo no está determinada por la acción de la Iglesia. No es la Iglesia la que muestra los destinos del Espíritu Santo. Al revés, la Iglesia tiene que seguir y solamente existe en la medida en que sigue los rumbos del Espíritu Santo. Él, hace de la Iglesia su instrumento y su mediación para actuar en el mundo[13].
ü  La confesión vinculante de la Iglesia sobre el Espíritu Santo
La confesión de fe del niceno-constantinopolitano del año 381 significó el punto final del proceso de formación del dogma trinitario y Pneumatológico: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre (y del Hijo), que con el Padre y el Hijo es justamente adorado y glorificado, que habló por los profetas.” En el artículo segundo se establece la conexión entre la Pneumatología y la cristología mediante la afirmación: “Se encarnó de María Virgen por obra del Espíritu Santo y se hizo hombre.”
Con la denominación de Señor y la mención de la adoración y la glorificación –que sólo pueden tributarse a la divinidad se acentúa la unidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en la única naturaleza divina. La expresión vivificante señala que el Espíritu es fuente de toda la actuación salvífica de Dios en la creación, la redención y la consumación. El hecho de que haya hablado por los profetas y haya sido la causa de la encarnación es prueba de la eficacia universal del Espíritu Santo, que se identifica con la revelación y la autocomunicación del Dios Trino. Pero no por ello puede decirse que el Espíritu Santo sea el «Padre» de Jesús, pues el Logos y la humanidad de Jesús unida a él poseen, respecto del Padre, la filiación divina, mientras que el Espíritu Santo representa el principio de la unión de las dos naturalezas y de la íntima compenetración de la humanidad.
La concepción, basada en la teología trinitaria occidental, de que el Espíritu del Padre y del Hijo procede de ambos (ab utroque: XI concilio de Toledo, D H 527; DHR 277) debe interpretarse en el sentido de que procede del Padre y del Hijo como de un único principio y una sola espiración (II concilio de Lyon del 1274, DH 850; DHR 460; concilio de Florencia, Decreto para los griegos, del año 1439, DH 1300; DHR 691). No existe contradicción entre la concepción griega, según la cual el Espíritu procede del Padre por el Hijo, y la fórmula latina de que procede del Padre y del Hijo (DH 1301s., DHR 691). La unidad del origen del Espíritu sucede de tal modo que el Padre es el principio sin principio (principium sine principio) de la procesión del Hijo, mientras que el origen del Espíritu desde el Hijo acontece según la participación del Hijo en la procesión del Espíritu (principio de principio), de acuerdo con la fórmula del concilio de Florencia, del año 1442, en su Decreto para los jacobitas (DH 1331; DHR 704)[14].
ü  El Espíritu Santo, alma de la Iglesia
(Catequesis del Papa Juan Pablo II del miércoles 8 de julio de 1998.)
“Si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma”. Así afirmaba mi venerado predecesor León XIII. Y después de él, Pío XII explicitaba: el Espíritu Santo en el cuerpo místico de Cristo es “el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo místico”.
Después del acontecimiento de Pentecostés, el grupo que da origen a la Iglesia cambia profundamente: primero se trataba de un grupo cerrado y estático, cuyo número era de «unos ciento veinte» (Hch 1, 15); luego se transformó en un grupo abierto y dinámico al que, después del discurso de Pedro, “se unieron unas tres mil almas” (Hch 2, 41). La verdadera novedad no es tanto este crecimiento numérico, aunque sea extraordinario, sino la presencia del Espíritu Santo. En efecto, para que exista la comunidad cristiana no basta un grupo de personas. La Iglesia nace del Espíritu del Señor.
Este nacimiento en el Espíritu, que tuvo lugar para toda la Iglesia en Pentecostés, se renueva para cada creyente en el bautismo, cuando somos sumergidos “en un solo Espíritu”, para ser injertados «en un solo cuerpo” (1 Co 12, 13). Leemos en san Ireneo: “Así como de la harina no se puede hacer, sin agua, un solo pan, así tampoco nosotros, que somos muchos, podemos llegar a ser uno en Cristo Jesús, sin el agua que viene del cielo” El agua que viene del cielo y transforma el agua del bautismo es el Espíritu Santo.
San Agustín afirma: “Lo que nuestro espíritu, o sea, nuestra alma, es para nuestros miembros, lo mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”.
El concilio ecuménico Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la Iglesia, recurre a esta imagen, la desarrolla y la precisa: Cristo «nos dio su Espíritu, que es el único y el mismo en la cabeza y en los miembros. Éste de tal manera da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, que los santos Padres pudieron comparar su función a la que realiza el alma, principio de vida, en el cuerpo humano» (Lumen Gentium, 7).
La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia hace que ella, aunque esté marcada por el pecado de sus miembros, se preserve de la defección. En efecto, la santidad no sólo substituye al pecado, sino que lo supera. También en este sentido se puede decir con san Pablo que donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia (Rm 5, 20).
El Espíritu Santo habita en la Iglesia, no como un huésped que queda, de todas formas, extraño, sino como el alma que transforma a la comunidad en «templo santo de Dios» (1 Co 3, 17; cf. 6, 19; Ef. 2, 21) y la asimila continuamente a sí por medio de su don específico que es la caridad (Rm 5, 5; Ga 5, 22).
ü  El Espíritu Santo en el misterio eclesial
San Pablo, destaca que toda la actuación del Espíritu Santo, puede comprobarse viendo si en la comunidad, Jesús es considerado como Señor y si se va edificando dicha comunidad (1 Cor 12, 3.7; 14, 1-5). Para San Juan, el criterio es si la gente conoce que Cristo “se hizo carne”, es decir, Jesús y toda su actuación en la tierra (1 Jn 4, 1-6). Según Mt 7, 21-23, lo que importa es si uno que está movido por el Espíritu que vive  toda su vida según la voluntad de Dios[15].
ü  El significado de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia
¿Qué significa en la Iglesia la presencia del Espíritu Santo?: La Iglesia no nace solamente de Cristo, nace también del Espíritu Santo. Pues bien, el Espíritu Santo actúa no desde fuera, como Cristo, sino desde dentro. Él, penetra en el santuario interior del ser humano y hace brotar de él su acción. La acción humana no se distingue de la acción del Espíritu Santo, es decir, lo que procede de Él, aparece como acto humano. Si el Espíritu Santo reside o habita en la iglesia, esto no quiere decir que ella lo “posea”, sino que es poseída por Él[16].

ü  La historicidad de la Iglesia, procede del Espíritu Santo
Si la Iglesia fuera solamente una creación de Cristo, si hubiera sido solamente fundada por Él, en su vida mortal o después de su resurrección, sería únicamente una continuación del mismo en el tiempo. No cambiaría ni podría cambiar. Lo que le añadiría la historia sería accidental y sin valor alguno. Se quedaría próxima a la historia, acompañándola, pero sin penetrar en ella sin ser penetrada por ella.
Si la Iglesia procede del Espíritu Santo, su condición es diferente. En una infinita variedad de situaciones humanas, la Iglesia surge como comunidad, y como comunidad de comunidades, de la fe, de la esperanza y de la caridad de muchos. La Iglesia, única fundada por Cristo, es también millones de pequeñas comunidades cristianas o eclesiales de base fundadas por el Espíritu Santo a través de la historia[17].
ü  La Iglesia, instrumento del Espíritu Santo
Los autores contemporáneos subrayan los dos grandes aspectos complementarios de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia: el “ético” y el “estético”. La Iglesia, en primer lugar, está llamada a actuar: llamada a realizar la misión del Espíritu Santo. Él, “utiliza” a todas las creaturas y actúa por medio de ellas. Pero “usa” más específicamente a la Iglesia, porque ha sido fundada y sigue siendo para esta finalidad. El Espíritu Santo le ha sido enviado para suscitar el reino de Dios en el mundo. Por tanto, la Iglesia está al servicio de esta tarea.
Pues bien, la presencia del Espíritu Santo en la comunidad se manifiesta por los movimientos hacia fuera; ya no para conquistar otros miembros u otros pueblos, sino para compartir con ellos los dones del Espíritu Santo. Él, es el que abre puertas y ventanas, el que lanza a los cristianos hacia el mundo.  La comunidad existe para estar al servicio suyo (del Espíritu Santo) en la misión al mundo[18].
ü  La Iglesia como experiencia del Espíritu
La Iglesia vive la resurrección por el don del Espíritu Santo. Por Él, la Iglesia participa del mundo futuro. Anticipa este mundo. La liturgia y la oración constante, pública o personal, constituyen el modo de vivir ya desde ahora más allá de los límites de esta vida. La venida del Espíritu Santo y la fiesta del mundo. Recapitula todo el sentido de la fiesta. Es la celebración de la victoria de Dios por la resurrección de Jesús. El Espíritu Santo crea la experiencia de esta victoria. Animadas por el Espíritu Santo, las comunidades celebran su victoria incluso en medio de las aflicciones  y de las persecuciones. Solamente el Espíritu Santo, da energías para vivir la resurrección de este mundo. El Espíritu Santo, celebra la llegada del reino, pero alimenta al mismo tiempo la esperanza en dicho reino[19].
ü  El Espíritu Santo, fuente de la unidad de la Iglesia
(Catequesis de 5 de Diciembre de 1990)
Si el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, según la tradición cristiana fundada en la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles, como hemos visto en la catequesis precedente, debemos añadir de inmediato que san Pablo, al establecer su analogía de la Iglesia con el cuerpo humano, quiere subrayar que "en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13). Si la Iglesia es como un cuerpo, y el Espíritu Santo es como su alma, es decir, el principio de su vida divina; si el Espíritu, por otra parte, dio comienzo, el día de Pentecostés, a la Iglesia al venir sobre la primitiva comunidad de Jerusalén (Hch 1, 13), él ha de ser, desde aquel día y para todas las generaciones nuevas que se insertan en la Iglesia, el principio y la fuente de la unidad, como lo es el alma en el cuerpo humano.
Es el saludo y el deseo que en la liturgia renovada tras el Concilio se dirige a los fieles al comienzo de la misa, con las mismas palabras de Pablo: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2 Co 13, 13). Esas palabras encierran la verdad de la unidad en el Espíritu Santo como unidad de la Iglesia, que san Agustín comentaba así: "La comunión de la unidad de la Iglesia es casi una obra propia del Espíritu Santo con la participación del Padre y del Hijo, pues el Espíritu mismo es en cierto modo la comunión del Padre y del Hijo. El Padre y el Hijo poseen en común el Espíritu Santo, porque es el Espíritu de ambos". Por desgracia, esta unidad del Espíritu Santo y en el Espíritu Santo, que es propia del Cuerpo de Cristo, es obstaculizada por el pecado.
ü  El Espíritu Santo y la Iglesia en los últimos tiempos
Pentecostés, nacimiento de la Iglesia - La Iglesia de Cristo y el Espíritu Santo
(Catequesis del papa San Juan Pablo II del 30 de Agosto de 1989)
El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo
Ya en las catequesis del ciclo cristológico hemos demostrado que Jesucristo, trasmitiendo a los apóstoles el reino recibido del Padre (Lc 22, 29; y también Mc 4, 11), coloca los cimientos para la edificación de su Iglesia. En efecto, Él no se limitó atraer oyentes y discípulos mediante la palabra del Evangelio y los "signos" que obraba, sino que también anunció claramente su voluntad de "edificar la Iglesia" sobre los Apóstoles, y en particular sobre Pedro (Mt 16, 18). Cuando llega la hora de su pasión, la tarde de la víspera, Él ora por su "consagración en la verdad" (Jn 17, 17), ora por su unidad: "para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti,... para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21-23). Finalmente da su vida "como rescate por muchos" (Mc 10, 45), "para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).
La Constitución conciliar "Lumen Gentium" subraya el vínculo que existe entre el misterio pascual y Pentecostés: "Como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre, y derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre" (Lumen Gentium, 5). Esto se realizó en conformidad con los anuncios dados por Jesús en el Cenáculo antes de su pasión, y renovados antes de su partida definitiva de esta tierra para volver al Padre: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén... y hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8).
Este hecho es culminante y decisivo para la existencia de la Iglesia. Cristo la anunció, la instituyó, y luego definitivamente la "engendró" en la cruz mediante su muerte redentora. Sin embargo, la existencia de la Iglesia se hizo patente el día de Pentecostés, cuando vino el Espíritu Santo y los Apóstoles comenzaron a "dar testimonio" del misterio pascual de Cristo. Podemos hablar de este hecho como de un nacimiento de la Iglesia, como hablamos del nacimiento de un hombre en el momento que sale del seno de la madre y "se manifiesta" al mundo.
En la Encíclica "Dominum et Vivificantem" escribí: "La era de la Iglesia empezó con la ‘venida’, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor. Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los Apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia... El Espíritu Santo asumió la guía invisible - pero en cierto modo ‘perceptible’- de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores" (n. 25).
El nacimiento de la Iglesia es como una "nueva creación" (Ef. 2, 15). Se puede establecer una analogía con la primera creación, cuando "Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida" (Gn 2, 7). A este "aliento de vida" el hombre debe el "espíritu", que en el compuesto humano hace que sea hombre-persona. A este "aliento" creativo hay que referirse cuando se lee que Cristo resucitado, apareciéndose a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo "sopló sobre ellos y les dijo: ‘recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’" (Jn 20, 22-23). Este acontecimiento, que tuvo lugar la tarde misma de Pascua, puede considerarse un Pentecostés anticipado, aún no hecho público. Siguió luego el día de Pentecostés, cuando Jesucristo, "exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís" (Hch 2, 33). Entonces por obra del Espíritu Santo se realizó "la nueva creación" (Sal 103/104, 30).
ü  El Espíritu Santo protagonista de la evangelización
(Catequesis del papa San Juan Pablo II del 1 de julio de 1998)
Apenas el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, el día de Pentecostés, "se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse" (Hch 2, 4). Por tanto, se puede decir que la Iglesia, en el momento mismo en que nace, recibe como don del Espíritu la capacidad de anunciar "las maravillas de Dios" (Hch 2, 11): es el don de evangelizar.
Este hecho implica y revela una ley fundamental de la historia de la salvación: no se puede ni evangelizar ni profetizar, en una palabra, no se puede hablar del Señor y en nombre del Señor sin la gracia y la fuerza del Espíritu Santo. Sirviéndonos de una analogía biológica, podríamos decir que, así como la palabra humana se difunde por el soplo humano, así también la palabra de Dios se transmite por el soplo de Dios, de su ruah o pneuma, que es el Espíritu Santo.
Evangelizar con la fuerza del Espíritu quiere decir estar revestidos de la fuerza que se manifestó de modo supremo en la actividad evangélica de Jesús. El Evangelio nos dice que los oyentes se asombraban de él, porque "les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas" (Mc 1, 22). La palabra de Jesús expulsa a los demonios, aplaca las tempestades, cura a los enfermos, perdona a los pecadores y resucita a los muertos.
En fin, el Espíritu acompaña y estimula a la Iglesia a evangelizar en la unidad y construyendo la unidad. Pentecostés tuvo lugar cuando los discípulos "estaban todos reunidos en un mismo lugar" (Hch 2, 1) y "todos ellos perseveraban en la oración" (Hch 1, 14). Después de haber recibido al Espíritu Santo, Pedro pronuncia su primer discurso a la multitud, "presentándose con los Once" (Hch 2, 14): es el ícono de un anuncio coral, que debe seguir siendo así, aun cuando los heraldos estén dispersos por el mundo.
Predicar a Cristo bajo el impulso del único Espíritu, en el umbral del tercer milenio, requiere de todos los cristianos un esfuerzo concreto y generoso con vistas a la comunión plena. Se trata de la gran empresa del ecumenismo, que hay que secundar con esperanza siempre renovada y con empeño concreto, aunque los tiempos y el éxito estén en las manos del Padre, que nos pide humilde prontitud para acoger sus designios y las inspiraciones interiores del Espíritu.
ü  El Espíritu Santo, El Don de Dios
 "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8. 16) y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor "Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5). Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.
Él nos da entonces las "arras" o las "primicias" de nuestra herencia (Cf. Rm 8, 23; 2 Co 1, 21): la Vida misma de la Santísima Trinidad que es amar "como él nos ha amado" (Cf. 1 Jn 4, 11-12). Este amor (la caridad de 1 Co 13) es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos "recibido una fuerza, la del Espíritu Santo" (Hch 1, 8). Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos "el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza"(Ga 5, 22- 23). "El Espíritu es nuestra Vida": cuanto más renunciamos a nosotros mismos (Cf. Mt 16, 24-26), más "obramos también según el Espíritu" (Ga 5, 25): Por la comunión con Él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).
ü  El Espíritu Santo y la Iglesia
La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den "mucho fruto" (Jn 15, 5. 8. 16).
Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo): Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí... y hace que todos aparezcan como una sola cosa en Él. Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual (San Cirilo de Alejandría, Jo 12).
Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo.  Estas "maravillas de Dios", ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu. "El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración.[20]
ü  El Espíritu Santo, fuente de la santidad de la Iglesia
(Catequesis del papa San Juan Pablo II del 12 de Diciembre de 1990)
El Concilio Vaticano II puso de relieve la estrecha relación que existe en la Iglesia entre el don del Espíritu Santo y la vocación y aspiración de los fieles a la santidad: "Pues Cristo, el Hijo de Dios, que con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado ‘el único Santo’, amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (Ef. 5, 25-26), la unió así como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia todos, están llamados a la santidad. Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de lo que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida" (Lumen Gentium, 39).
Es éste otro de los aspectos fundamentales de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia: el ser fuente de santidad.
La santidad de la Iglesia, como se puede ver por el texto del Concilio que acabamos de referir, tiene su inicio en Jesucristo, Hijo de Dios que se hizo hombre por obra del Espíritu Santo y nació de la Santísima Virgen María. La santidad de Jesús en su misma concepción y en su nacimiento por obra del Espíritu Santo está en profunda comunión con la santidad de aquella que Dios eligió para ser su Madre. Como advierte también el Concilio: "Entre los Santos Padres prevaleció la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo" (Lumen Gentium, 56). Es la primera y más alta realización de santidad en la Iglesia, por obra del Espíritu Santo que es Santo y Santificador. La santidad de María está totalmente ordenada a la santidad suprema de la humanidad de Cristo, que el Espíritu Santo consagra y colma de gracia desde su comienzo en la tierra hasta la conclusión gloriosa de su vida, cuando Jesús se manifiesta "constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 4).
Esta santidad eclesial, el día de Pentecostés, resplandece no sólo en María, sino también en los Apóstoles y en los discípulos que, juntamente con ella, "quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 4). Desde entonces hasta el fin de los tiempos esta santidad, cuya plenitud es siempre Cristo, del que recibimos toda gracia (Jn 1, 16) es concedida a todos los que, mediante la enseñanza de los Apóstoles, se abren a la acción del Espíritu Santo, como pedía el apóstol Pedro en el discurso de Pentecostés: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hch 2, 38).
Aquel día comenzó la historia de la santidad cristiana, a la que están llamados tanto los judíos como los paganos, ya que, como escribe San Pablo, "por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef. 2, 18).
ü  El Espíritu de Cristo en la plenitud de los tiempos
Juan, Precursor, Profeta y Bautista: "Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. (Jn 1, 6). Juan fue "lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre" (Lc 1, 15. 41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La "visitación" de María a Isabel se convirtió así en "visita de Dios a su pueblo" (Lc 1, 68). Juan es "Elías que debe venir" (Mt 17, 10-13): El fuego del Espíritu lo habita y le hace correr delante [como "precursor"] del Señor que viene. En Juan el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de "preparar al Señor un pueblo bien dispuesto" (Lc 1, 17). Juan es "más que un profeta" (Lc 7, 26). En él, el Espíritu Santo consuma el "hablar por los profetas". Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (Cf. Mt 11, 13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la "voz" del Consolador que llega (Jn 1, 23; Cf. Is 40, 1-3). Como lo hará el Espíritu de Verdad, "vino como testigo para dar testimonio de la luz" (Jn 1, 7; Cf. Jn 15, 26; 5, 33). Con respecto a Juan, el Espíritu colma así las "indagaciones de los profetas" y la ansiedad de los ángeles (1 P 1, 10-12): "Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo... Y yo lo he visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios... He ahí el Cordero de Dios" (Jn 1, 33-36).
En fin, con Juan Bautista, el Espíritu Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo: volver a dar al hombre la "semejanza" divina. El bautismo de Juan era para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo nacimiento (Cf. Jn 3, 5).

ü  “Alégrate, llena de Gracia”:
(Catequesis del papa San Juan Pablo II del  4 de Abril de 1990)
María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres. Por ello, los más bellos textos sobre la sabiduría, la tradición de la Iglesia los ha entendido frecuentemente con relación a María (Cf. Pr 8, 1-9, 6; Si 24): María es cantada y representada en la Liturgia como el trono de la "Sabiduría". En ella comienzan a manifestarse las "maravillas de Dios", que el Espíritu va a realizar en Cristo y en la Iglesia: El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese "llena de gracia" la madre de Aquél en quien "reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente" (Col 2, 9). Ella fue concebida sin pecado, por pura gracia, como la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la "Hija de Sión": "Alégrate" (Cf. So 3, 14; Za 2, 14). Cuando ella lleva en sí al Hijo eterno, es la acción de gracias de todo el Pueblo de Dios, y por tanto de la Iglesia, esa acción de gracias que ella eleva en su cántico al Padre en el Espíritu Santo (Cf. Lc 1, 46-55).
En María el Espíritu Santo realiza el designio benevolente del Padre. La Virgen concibe y da a luz al Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. Su virginidad se convierte en fecundidad única por medio del poder del Espíritu y de la fe (Cf. Lc 1, 26-38; Rm 4, 18-21; Ga 4, 26-28). En María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre hecho Hijo de la Virgen. Ella es la zarza ardiente de la teofanía definitiva: llena del Espíritu Santo, presenta al Verbo en la humildad de su carne dándolo a conocer a los pobres (Cf. Lc 2, 15-19) y a las primicias de las naciones (Cf. Mt 2, 11). En fin, por medio de María, el Espíritu Santo comienza a poner en Comunión con Cristo a los hombres "objeto del amor benevolente de Dios" (Cf. Lc 2, 14), y los humildes son siempre los primeros en recibirle: los pastores, los magos, Simeón y Ana, los esposos de Caná y los primeros discípulos. Al término de esta Misión del Espíritu, María se convierte en la "Mujer", nueva Eva "madre de los vivientes", Madre del "Cristo total" (Cf. Jn 19, 25-27). Así es como ella está presente con los Doce, que "perseveraban en la oración, con un mismo espíritu" (Hch 1, 14), en el amanecer de los "últimos tiempos" que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia.

ü  Cristo Jesús
Toda la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la plenitud de los tiempos se resume en que el Hijo es el Ungido del Padre desde su Encarnación: Jesús es Cristo, el Mesías. Todo el segundo capítulo del Símbolo de la fe hay que leerlo a la luz de esto. Toda la obra de Cristo es misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. Aquí se mencionará solamente lo que se refiere a la promesa del Espíritu Santo hecha por Jesús y su don realizado por el Señor glorificado. Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo (Cf. Jn 6, 27. 51.62-63). Lo sugiere también a Nicodemo (Cf. Jn 3, 5-8), a la Samaritana (Cf. Jn 4, 10. 14. 23-24) y a los que participan en la fiesta de los Tabernáculos (Cf. Jn 7, 37-39). A sus discípulos les habla de él abiertamente a propósito de la oración (Cf. Lc 11, 13) y del testimonio que tendrán que dar (Cf. Mt 10, 19-20).
Solamente cuando ha llegado la Hora en que va a ser glorificado Jesús promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres (Cf. Jn 14, 16-17. 26; 15, 26; 16, 7-15; 17, 26): El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en nombre de Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque él ha salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de él; nos conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo acusará en materia de pecado, de justicia y de juicio.
Por fin llega la Hora de Jesús (Cf. Jn 13, 1; 17, 1): Jesús entrega su espíritu en las manos del Padre (Cf. Lc 23, 46; Jn 19, 30) en el momento en que por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, "resucitado de los muertos por la Gloria del Padre" (Rm 6, 4), enseguida da a sus discípulos el Espíritu Santo dirigiendo sobre ellos su aliento (Cf. Jn 20, 22). A partir de esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21; Cf. Mt 28, 19; Lc 24, 47-48; Hch 1, 8)[21].

ü  El Espíritu Santo, autor de la unión hipostática
(Catequesis del papa San Juan Pablo II del 23 de Mayo de 1990)
En el Símbolo de la Fe afirmamos que el Hijo, consubstancial al Padre, se ha hecho hombre por obra del Espíritu Santo. En la Encíclica Dominum et vivificantem escribí que "la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la suprema gracia, ‘la gracia de la unión’, fuente de todas las demás gracias, como explica santo Tomás (Summa Theol., III, q.7, a. 13)... A ‘la plenitud de los tiempos’ corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. ‘Por obra del Espíritu Santo’ se realiza el misterio de la ‘unidad hipostática’, esto es, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo" (n. 50; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de junio de 1986, pag. 12).
Se trata del misterio de la Encarnación, a cuya revelación está ligada -al inicio de la Nueva Alianza- la del Espíritu Santo. Lo hemos visto en anteriores catequesis, que nos han permitido ilustrar esta verdad en sus diversos aspectos, comenzando por la concepción virginal de Jesucristo, como leemos en la página de Lucas sobre la anunciación (cf. Lc 1, 26-38). Es difícil explicar el origen de este texto sin pensar en una narración de María, única que podía dar a conocer lo que había acontecido en Ella en el momento de la concepción de Jesús. Las analogías que se han propuesto entre esta página y las demás narraciones de la antigüedad, y especialmente de los escritos veterotestamentarios, no se refieren nunca al punto más importante y decisivo, a saber, el de la concepción virginal por obra del Espíritu Santo. Esto constituye, en verdad, una novedad absoluta.
Es verdad que en la página paralela de Mateo leemos: "Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel" (Mt 1, 22-23). Pero, el cumplimiento supera las expectativas. Es decir, el evento comprende elementos nuevos, que no habían sido manifestados en la profecía. Así, en el caso que nos interesa, el oráculo de Isaías sobre la virgen que concebirá (cf. Is 7, 14) permanecía incompleto y, por tanto, susceptible de diversas interpretaciones. El evento de la Encarnación lo "cumple" con una perfección que era imprevisible: una concepción realmente virginal es realizada por obra del Espíritu Santo, y el Hijo dado a luz, en consecuencia, es verdaderamente "Dios con nosotros". No se trata sólo de una alianza con Dios, sino de la presencia real de Dios en medio de los hombres, en virtud de la Encarnación del Hijo eterno de Dios: una novedad absoluta.
La concepción virginal, por lo tanto, forma parte integrante del misterio de la Encarnación. El cuerpo de Jesús, concebido de modo virginal por María, pertenece a la persona del Verbo eterno de Dios. Precisamente esto es lo que realiza el Espíritu Santo al bajar sobre la Virgen de Nazaret. Él hace que el hombre (el Hijo del hombre) concebido por Ella sea el verdadero Hijo de Dios, engendrado eternamente por el Padre, consustancial al Padre, de quien el eterno Padre es el único Padre. Aun naciendo como hombre de María Virgen, sigue siendo el Hijo del mismo Padre por quien es engendrado eternamente.
De esta forma la virginidad de María pone de relieve, de modo particular, el hecho de que el Hijo, concebido de Ella por obra del Espíritu Santo, es el Hijo de Dios. Sólo Dios es su Padre.
La iconografía tradicional, que representa a María con el niño Jesús entre los brazos y no representa a José junto a Ella, constituye un silencioso pero insistente testimonio de su maternidad virginal y, por eso mismo, de la divinidad del Hijo. En consecuencia, esta imagen podría muy bien llamarse el icono de la divinidad de Cristo. La encontramos ya a fines del siglo II en un fresco de las catacumbas romanas y, sucesivamente, en innumerables reproducciones. En particular, es representada con toques de arte y de fe tan eficaces por los iconos bizantinos y rusos que se remontan a las fuentes más genuinas de la fe: los evangelios y la tradición primitiva de la Iglesia.
Lucas refiere las palabras del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús por obra del Espíritu Santo: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1, 35). El Espíritu del que habla el evangelista es el Espíritu "que da vida". No se trata sólo de aquel "soplo de vida" que es la característica de los seres vivos, sino también de la Vida propia de Dios mismo: la vida divina. El Espíritu Santo que está en Dios como soplo de Amor, Don absoluto (no creado) de las divinas Personas, en la Encarnación del Verbo obra como soplo de este Amor para el hombre: para el mismo Jesús, para la naturaleza humana y para toda la humanidad. En este soplo se expresa el amor del Padre, que amó tanto al mundo que le dio a su Hijo unigénito (cf. Jn 3, 16). En el Hijo reside la plenitud del don de la vida divina para la humanidad.
En la Encarnación del Hijo-Verbo se manifiesta, por tanto, de modo particular el Espíritu Santo como aquel "que da vida".
Es lo que en la Encíclica Dominum et vivificantem llamé: "una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo" (n. 50). Es el significado más profundo de la "unión hipostática", fórmula que refleja el pensamiento de los Concilios y de los Padres acerca del misterio de la Encarnación y, por tanto, acerca de los conceptos de naturaleza y de persona, elaborados y usados sobre la base de la experiencia de la distinción entre naturaleza y sujeto, que todo hombre percibe en sí mismo. La idea de persona nunca había sido tan netamente determinada y definida como sucedió gracias a los Concilios, después de que los Apóstoles y los evangelistas dieron a conocer el acontecimiento y el misterio de la Encarnación del Verbo "por obra del Espíritu Santo".
En consecuencia, se puede decir que en la Encarnación el Espíritu Santo pone también las bases de una nueva antropología, que se ilumina en la grandeza de la naturaleza humana tal cual resplandece en Cristo. En Él, en efecto, alcanza el vértice más alto de la unión con Dios, "habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo de forma tal que un mismo sujeto fuese hijo de Dios y del hombre" (santo Tomás, Summa Theol., III, q.2, a. 12, ad 3). No era posible al hombre ascender más arriba de este vértice, así como tampoco es posible al pensamiento humano concebir una unión más profunda con la divinidad.

CAPÍTULO V
LAS ANTÍTESIS HERÉTICAS
Se oponen a los enunciados de la Iglesia sobre la Persona, la esencia y la acción divina del Espíritu Santo las tres siguientes proposiciones:
1.                El modalismo: Esta posición, también conocida como sabelianismo, por el nombre de su autor, Sabelio, en los inicios del siglo III, rechaza las hipóstasis del Hijo y del Espíritu. El Padre, el Hijo y el Espíritu no serían sino distintas manifestaciones o modalidades (=modi) del Dios monopersonal, que surgen como consecuencia de las diferentes actividades en la creación, la redención y la santificación, vistas desde la perspectiva humana, algo así como el triple reflejo de la única realidad divina en la conciencia finita del hombre. En este proceso, se deducen erróneamente las personas divinas a partir de una naturaleza divina abstracta, en lugar de hacerlo a partir de la persona del Padre, que posee originariamente la naturaleza de Dios y se la comunica eternamente al Hijo y al Espíritu.
2.                Los pneumatómacos: (=macedonianos, eunomianos/arrianos). Todas estas corrientes, derivadas del arrianismo, tienen en común que afirman que tanto el Hijo como el Espíritu son seres creados. No es sólo que estén subordinados al Padre, sino que son esencialmente distintos y existe entre ellos la distancia que media entre el Creador y las criaturas. En la confesión eclesial de la naturaleza divina del Espíritu se incluye la afirmación de su hipóstasis, es decir, de su diferencia relacional respecto del Padre y del Hijo en la unidad y unicidad de la esencia divina.
3.                Los exaltados: Bajo esta denominación genérica pueden agruparse movimientos sumamente dispares y hasta contradictorios. Su característica común es que, bajo la invocación de la acción inmediata del Espíritu (p. ej., mediante revelaciones privadas, experiencias entusiásticas, etc.), contraponen el Espíritu Santo a la mediación cristológica de la revelación y a su forma eclesial de actualización (oposición entre la institución y el ministerio y los carismas). Pueden citarse aquí, en primer término, los “entusiastas” de Corinto (1Cor 14), el montañismo, los cataros y valdenses, las enseñanzas del abad cisterciense Joaquín de Fiore (muerto en 1212) acerca del evangelium aeternum y de las tres edades sucesivas del Padre, el Hijo y el Espíritu (DH 803-808; DHR 431-433), los baptistas de la Reforma y, en fin, las sectas espiritualistas y pentecostalistas de muy diversa índole y origen[22].  

CAPÍTULO VI
EL ESPÍRITU SANTO EN LA DOCTRINA DE LOS SANTOS PADRES                                          Y EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA
Principales documentos del Magisterio sobre la Pneumatología
Pueden articularse esquemáticamente en tres secciones los documentos del magisterio de la Iglesia concernientes a la Pneumatología:
Hasta la formulación definitiva del dogma trinitario, los enunciados se centraron en el problema de la divinidad o, respectivamente, de la esencia increada y de la persona del Espíritu Santo.
En la Edad Media ocupó el primer plano la controversia del Filioque. Las declaraciones modernas giran básicamente en torno a aspectos eclesiológicos y espirituales.
1.                La Carta del obispo Dionisio de Roma al obispo Dionisio de Alejandría, del año 260, previene frente a una distinción demasiado acentuada de las personas divinas, para poder salvaguardar tanto la Trinidad como la monarquía divina (DH 112-115; DHR 48-51).
2.                En el Escrito del sínodo alejandrino a los antioquenos, del año 362, la Iglesia reconoce expresamente por vez primera la subsistencia personal del Espíritu Santo (tzt/Dogmatik 7,2,24s.).
3.                En su Carta a los obispos orientales del 374, el papa Dámaso I enseña que el Espíritu Santo tiene naturaleza divina y que no es una criatura: D H 144-147.
4.                El Credo de san Epifanio de Salamina (hacia el 374) testifica la igualdad esencial entre el Espíritu y el Padre y el Hijo: D H 42-45; DHR 13-15.
5.                El Símbolo niceno-constantinopolitano del 381 precisa más la Confesión de fe del 325 mediante las adiciones: “... Señor y vivificante, que procede del Padre (y del Hijo), que con el Padre y el Hijo es justamente adorado y glorificado, que habló por los profetas” (DH 150; DHR 86).
6.                En el Tomus Damasi del 382 la Iglesia de Occidente admite expresamente los concilios de Nicea y Constantinopla y enseña la divinidad y la personalidad del Espíritu Santo: D H 152-177; DHR 58-82.
7.                La Carta sinodal de Constantinopla al sínodo romano del 382 confirma la confesión de los concilios de Nicea y Constantinopla, ambos reconocidos como ecuménicos: tzt/Dogmatik 7,2,31s.
8.                El Decretum Gelasianum, de inicios del siglo VI, agrupa en su primera parte decisiones acerca de la doctrina del Espíritu Santo y su relación trinitaria e historicosalvífica con Cristo y sus nombres, que pueden remontarse a un sínodo romano (381), bajo el pontificado de Dámaso I: Decretum Damasi seu de Explicatione fidei (DH 178; DHR 83).
9.                La Carta 15 de León I al Obispo Toribio de Astorga toma posición contra el priscilianismo, que propugnaba una doctrina trinitaria de índole modalista: D H 284.
10.            El Símbolo atanasiano (siglos IV - VI) ofrece una precisa explicación de los misterios de la Trinidad y de la encarnación: D H 75s.; DHR 39s.
11.            El Credo del XI concilio de Toledo (675) expone una importante síntesis de la tradición doctrinal occidental: D H 525-541; DHR 275-287.
12.            El II concilio de Lyon, en la constitución Fideli ac Devota (1274), reafirma la fe de que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque): DH 850- DHR 460.
13.            Tras difíciles discusiones, los representantes de las Iglesias griega y latina convinieron en que la diferente interpretación de las procesiones trinitarias no ponía en peligro la unidad de la fe: bula Laetentur coeli de 1439 (DH 1300-1303; DHR 691-694 y con mayor detalle tzt/Dogmatik 7,2,38ss.).
14.            El Concilio de la unión de Florencia, del año 1442, llegó a un acuerdo con los coptos acerca de la procesión del Espíritu Santo (bula Cántate Domino): DH 1330-1353; DHR 703-715.
15.            Hasta algunos siglos más tarde no volvió a pronunciarse el magisterio doctrinal acerca de la Pneumatología. El Papa León XIII, en la encíclica Divinum illud, de 9 de mayo de 1897, habla de la inhabitación del Espíritu Santo en los justos (DH 3329-3331).
16.            El Papa Pío X II afirma, en su encíclica Mystici Corporis Christi, de 29 de junio de 1943, que el Espíritu Santo es el “alma” de la Iglesia: DH 3807s.; DHR 2288s.
17.            Todos los documentos del II concilio Vaticano responden a una concepción trinitaria. Se refieren de manera especial al Espíritu Santo y a su eficacia las constituciones dogmáticas sobre la Iglesia (Lumen genlium) y sobre la revelación divina (Dei Verbum).

18.            El Papa Juan Pablo II ofrece en su encíclica Dominum et vivificantem, de 18 de mayo de 1986, empleando un lenguaje espiritual, una exposición resumida de la renovación Pneumatológica en la Iglesia y la teología del Occidente latino: DH 4780s[23].
Además, los  antiguos símbolos de la fe, unían la fe en el Espíritu Santo a la fe de la Iglesia. Decían: “Creo en el Espíritu Santo, en la santa madre Iglesia católica”, juntando las dos realidades. Más tarde, se separó la Iglesia del Espíritu Santo, formando un artículo separado. Los Concilios Occidentales, invocaron al Espíritu Santo. Pero Él, viene para apoyar y confirmar las decisiones conciliares. No hubo una doctrina sobre el Espíritu Santo en la Iglesia. El Concilio Vaticano II, ha abierto radicalmente nuevo en la Iglesia de Occidente. Todavía se necesita una larga evolución para que el Espíritu Santo sea reconocido como viviente. En el numeral 4 de la Lumen Gentium (LG 4) del Concilio Vaticano II, se ha recogido algunos textos bíblicos sobre la Iglesia y el Espíritu Santo, pero sin una elaboración sistemática. En el numeral 4 del Decreto Ad Gentes (AG 4), expone algunos temas sobre Pentecostés y la misión del Espíritu Santo.  El Encíclica Mystici Corporis, del Papa Pío XII se afirma: “el Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia”. Cumple las funciones del alma en el cuerpo. La Iglesia es como el alma que el Espíritu Santo anima, lo mismo que hace el alma con el cuerpo[24].
ü  El Espíritu Santo en la Doctrina de los Santos Padres
No hay nada tan constante y tan tradicional como la unión de la Iglesia y el Espíritu Santo en los Santos Padres de la Iglesia. El texto más famoso es el San Ireneo: “Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia. Y el Espíritu es la verdad”. San Ireneo responde al montanismo, que quiere solo una Iglesia profética, distinta a la organización ya bien montada sobre la base de los Obispos y del Obispo de Roma. San Ireneo, no niega el Espíritu Santo, ni lo minimiza. Para él, el Espíritu Santo es una realidad concreta. El Espíritu Santo es un don hecho a la Iglesia. San Hipólito de Roma es discípulo de San Ireneo, y mira también al Espíritu Santo como un don hecho a la Iglesia.
Expresamente, en los Santos Padres de la Iglesia, el Espíritu Santo está ligado al Bautismo y a la Eucaristía. Estos dos sacramentos que engendran a la Iglesia, son testimonios del don del Espíritu Santo dado a la Iglesia. El Bautismo y la Eucaristía son celebraciones de la Iglesia, y no simplemente gracias dadas al individuo. Manifiestan la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia. Hasta el siglo IV, el Espíritu Santo es un don que es recibido en la Iglesia y habita en ella. A partir de este siglo, el Espíritu Santo se hace menos concreto y más personal. Ya no hay experiencia del Espíritu Santo, sino especulación trinitaria. Según San Cirilo, el Espíritu Santo es “el guardián y el santificador de la Iglesia”, “el santificador, ayudante y maestro de la Iglesia”. Es una persona que dirige a la iglesia, y no solo un don que reside en ella.
A lo largo de la historia siguiente, se aplican a la Iglesia las dos series de atributos: el Espíritu Santo es don, es recibido, es acogido, habita en la Iglesia. Y el Espíritu Santo es guía que dirige e ilumina, etc., a la Iglesia. La Iglesia Oriental se ha mantenido más fiel a esta concepción de los Santos Padres, porque ha conservado una idea de la Iglesia más amplia y más concreta. En Oriente la Iglesia existe ante todo en la celebración litúrgica. Pues bien, ésta ha constituido siempre una verdadera experiencia espiritual. La liturgia Oriental es ya una presencia del Reino de Dios; allí, el Espíritu Santo realiza el acceso a Cristo Resucitado y por Él al Padre[25]
CAPÍTULO VII
LA CUSTIÓN DEL “FILIOQUE”
ü  Filioque: Voz latina que significa “y (de) el Hijo”. Fue añadida al credo niceno-constantinopolitano durante el cuarto sínodo de Braga (675), es decir, de la España visigoda (a causa de lo que parece una interpolación, la adición ha sido atribuida también al tercer sínodo de Toledo, de 589).
Con el Filioque, se quiere indicar:
a)      Que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y
b)      Que las tres Personas de la Trinidad son completamente iguales.[26].
La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu "procede del Padre y del Hijo (Filioque)". El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: "El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración...Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente" (DS 1300-1301).
La afirmación del Filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa S. León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (Cf. DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo de Nicea-Constantinopla por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.
La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como "salido del Padre" (Jn 15,26), esa tradición afirma que este procede del Padre por el Hijo (Cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice "de manera legítima y razonable" (Cc. de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que "principio sin principio" (DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Único, sea con él "el único principio de que procede el Espíritu Santo" (Cc. de Lyon II, 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado[27].

 CONCLUSIÓN[28]
En el tratado, relativamente reciente, de la Pneumatología no han llegado a trazarse todavía coordenadas de general aceptación que permitan esbozar una síntesis. En todo caso, no debería buscarse el punto de arranque sistemático en la doctrina de la Trinidad inmanente. Está aquí implicado el problema, absolutamente fundamental, de si el Espíritu Santo es –en el sentido de la tradición occidental– la comunión del Padre y el Hijo, es decir, su «nosotros», o si se acentúa con mayor determinación, de acuerdo con la tradición oriental, su procedencia del Padre y su envío para la santificación del hombre (cf. a este propósito la controversia del Filioque, Cap. VII).
Se ofrece como punto de partida la experiencia protoeclesial de la revelación historicosalvífica de Dios tanto en la encarnación de la Palabra como en la efusión escatológica del “Espíritu del Padre y del Hijo”.
Pascua y Pentecostés son el lugar originario del conocimiento de la divinidad y de la hipóstasis del Espíritu Santo. No quiere esto decir que el Espíritu Santo no haya actuado ya antes y que no haya dado testimonio de sí, por ejemplo, en la creación, en la mediación de la presencia de Dios en el mundo y en cada hombre concreto y, de manera especial, a través de su acción sobre las figuras de mediadores mesiánicos del pueblo de Dios, de los profetas, los reyes y los sacerdotes.
Del mismo modo que la PALABRA eterna había actuado salvíficamente ya antes de la encarnación y se reveló escatológicamente en la humanización de Dios en Jesucristo, también se conoce y se confiesa al Espíritu de Dios como portador –distinto  del Padre y del Hijo– de la común esencia divina a través de la efusión escatológica de los acontecimientos de Pascua y Pentecostés.
El Espíritu Santo es el don en el que Dios se da como el que es: como el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu (Rom 5,5; Un 4,8-16 et passim). El Espíritu Santo revela su nombre en su acción; es koinonia (comunión) y ofrece a todos y cada uno de los hombres la más intimísima comunión con Dios en la participación y la correalización de las relaciones divinas del Padre, el Hijo y el Espíritu. Sacramentalmente, la koinonia se concreta en la vida comunitaria de los discípulos (1 Jn 1,1-3). Con razón se dice, pues, del Espíritu Santo, que es el “alma” del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
La Pneumatología alcanza su culminación última en la doctrina de la gracia. La gracia es la cifra y síntesis de la inclinación amorosa e irreversible de Dios al hombre. En la gracia, Dios penetra en lo más profundo del hombre, en su “corazón” –el hombre adornado con la gracia se convierte en “templo del Espíritu Santo”– y le une con él en la más intimísima comunión en el amor.
Una Pneumatología sistemática no debería partir ni de los resultados de la evolución de algunos dogmas concretos ni tampoco de una concepción especulativa específica de la doctrina trinitaria.
Debe tomarse como punto de arranque a Dios Padre, el principio sin principio de Dios e iniciador de la creación, de la historia de la salvación y de la consumación definitiva del hombre y del mundo.
Dios Padre comparte eternamente con el Hijo y el Espíritu su vida divina. Pero quiere compartirse también con sus criaturas mediante el envío del Hijo y del Espíritu al mundo.
En la resurrección de Jesús de entre los muertos se confirma la misión del Hijo y se revela la filiación eterna de la PALABRA.
Ahora bien, no se puede llegar a conocer la revelación de la relación intradivina Padre-Hijo y de la acción poderosa de Dios en favor de Jesús crucificado sin la revelación del Espíritu Santo.
El Espíritu de Dios media la relación filial del hombre Jesús con el Padre del mismo modo que es, intradivinamente, la unidad del Padre y el Hijo. Se entiende que Jesús es el Hijo de Dios porque, en cuanto niño que tiene su origen en el cuerpo de María, ha sido concebido por la acción del Espíritu (Mt 1,18; Lc 1,35). En el inicio de las actividades públicas de Jesús, en el bautismo en el Jordán, desciende sobre él el Espíritu y así se da a conocer Dios como Padre de su Hijo Jesús (Mc 1,9-11). También en la resurrección, en la que se manifiesta en la historia salvífica la communio del Padre y del Hijo hecho hombre, es el Espíritu Santo el mediador de su unidad. Al consumar el Espíritu la misión del Hijo, lleva a cabo, en la economía de la salvación, la plenitud del ser filial de Cristo en relación al Padre. Y así, una fórmula prepaulina de la proclamación del evangelio de Dios y de su Hijo Jesucristo dice: «Ha sido constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4). Al Espíritu de Dios se le considera básicamente como vivificador, donador de vida (cf. 2Cor 3,6; Gal 6,8). Es, de forma especial, el que ha llevado a Jesús, mediante la resurrección, al modo existencial del Kyrios exaltado y glorificado de la comunidad y el que nos lleva también a nosotros a la resurrección, es decir, al modo existencial de la filiación divina:
“Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo dará vida también a vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros” (Rom 8,11).
El Espíritu revela al Señor resucitado como el Hijo de Dios que, tras su humillación, es ahora eternamente confesado en la gloria como Señor y como Mesías (cf. Flp 2,9-11; Hch 2,33.36; 13,33; Rom 14,9; Heb 1.1-5).
Resumiendo, entendemos los acontecimientos de la cruz, la resurrección y el envío del Espíritu como la consumación histórico-salvífica de la autocomunicación del Dios trino. Se trata de la consumación vital económica del Hijo eterno de Dios como auto-don del Padre amoroso y como respuesta agradecida y obediente del Hijo al Padre en el amor. Se trata de su amor que se confirma y se une una y otra vez infinitamente en el Espíritu Santo.
El Espíritu es el Espíritu de Dios que sale del Padre (Jn 15,26). Pero es también el Espíritu del Señor Jesucristo (1Cor 2,16; 2Cor 3,17; Flp 1,19), el Espíritu del Hijo (Gal 4,6) y se halla en el contexto inmediato de su común actividad reveladora. En la acción reveladora del Hijo se descubre, como centro de la misma, la acción del Espíritu. La secuencia es irreversible. La acción del Espíritu se distingue de la del Hijo, pero no se las debe separar (como si se pudiera utilizar la cristología contra la Pneumatología, y viceversa). Es, por el contrario, una acción que lleva a los creyentes al Hijo y, por el Hijo, a la comunión de Padre e Hijo: “Yo rogaré al Padre y él os dará otro Paráclito que estará para siempre con vosotros. El es el espíritu de la verdad” (Jn 14,16s.). Es también, en cuanto tal, el Espíritu del amor del Padre y del Hijo. Lleva a la comunión del Padre y el Hijo. Y entonces el Padre y el Hijo vendrán al creyente y habitarán en él (Jn 14,23). “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará cuanto yo os he dicho” (Jn 14,26). Este Paráclito, enviado por el Hijo y que procede del Padre, dará testimonio del Hijo (Jn 15,26). No elimina, por tanto, ni el teocentrismo de Jesús ni el cristocentrismo del Padre. Los confirma y los revela. Sólo a través del Espíritu de Dios se nos descubre el misterio de la sabiduría de Dios y de su proyecto salvífico. Sólo el Espíritu, en efecto, puede descubrirlo, porque sólo él explora los abismos de la divinidad (1Cor 2,10). Este Espíritu, que procede de Dios y es Dios (cf. Jn 4,24) es enviado por Dios, para que conozcamos a Dios Padre y al Hijo (1Cor 2,12). Así, pues, el Espíritu es el mismo Dios que, al final de los tiempos, se ha derramado con sobreabundante medida sobre toda carne (Hch 2,33).
Él es el don salvífico escatológico de Dios (Hch 2,38) que el Hijo nos da sin limitación ninguna (Jn 3,34). Es el amor del Padre y el Hijo. Llena nuestro más hondo anhelo de amor eterno. Por él y en él somos aceptados en la comunión del Padre y el Hijo: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos dio” (Rom 5,5). «Y es Dios quien a nosotros, juntamente con vosotros, nos asegura en Cristo y nos ungió, y también nos marcó con su sello y puso en nuestros corazones la fianza del Espíritu» (2Cor l, 21s.; Ef 1,13). Así acontece en el Espíritu Santo el renacimiento y la renovación en Cristo (Jn 3,5; Tit 3,5; Heb 6,6). Este Espíritu Santo ha derramado el Padre, con abundante medida, sobre nosotros, por Jesucristo nuestro Redentor, para justificarnos por su gracia y para que heredemos la vida eterna que esperamos (Tit 3,6).
Ahora bien, la profundidad de la existencia cristiana en el Espíritu Santo consiste en el amor de Dios. De este amor se dice: «En esto hemos conocido el amor: en que dio su vida por nosotros» (Un 3,16). Reconocemos que Cristo es el Hijo del Padre cuando hacemos nuestra su pro-existencia mediante el cumplimiento de sus mandamientos. Y así permanecemos nosotros en Dios y Dios en nosotros por el Espíritu que nos ha sido dado (Jn 3,24).
Se llega a una insuperable innexión mutua de Dios y el hombre:
“En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu. Y nosotros hemos visto y atestiguamos que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo.... Y nosotros hemos llegado a conocer y creer el amor que Dios tiene por nosotros. Dios es amor: y quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él” (Un 4,13-16).
Hay en el Nuevo Testamento una fórmula de confesión sintetizadora en la que se expresa la triple actividad salvífica del Padre, el Hijo y el Espíritu:
“Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de operaciones, pero Dios es el mismo, el que lo produce todo en todos…” (1Cor 12,4ss.).
También en la siguiente fórmula de bendición se resume la totalitad del acontecimiento salvífico:
“La gracia de nuestro Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros” (2Cor 13,13).
El don escatológico salvífico se transmite especialmente en los sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía y en la realización carismática y sacramental de la totalidad de la existencia (cf. 1Cor 12,4). La misión salvífica de la Iglesia de Dios está marcada, en su conjunto, por el Hijo y el Espíritu (Hch 20,28):
“Bautizad a todos los hombres en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo... Y mirad: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,19s.).
La Iglesia es, como casa de Dios, Iglesia del Padre; como cuerpo de Cristo, Iglesia del Hijo; como creación del Espíritu templo e Iglesia del Espíritu Santo. El Hijo transmite su misión a sus discípulos. Les confiere el Espíritu Santo para que la Iglesia, al perdonar los pecados, lleve a cabo la salvación de Jesucristo:
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos” (Jn 20,21-23).
En resumen, puede decirse, enlazando con la confesión de fe niceno-constantinopolitana:
El Espíritu Santo es Señor y dador de vida divina. Es Señor, porque es Dios con una diferencia personal respecto al Padre y al Hijo y en divina koinonia con ellos. Se manifiesta a través de sus acciones salvíficas, especialmente como el don de la vida y como el dador de la vida divina que nos ha sido dada escatológica e históricamente en Jesucristo, Hijo del Padre y que permanece eficazmente en la Iglesia hasta la nueva venida de Cristo. El Espíritu lleva a la Iglesia de Cristo, Cordero de Dios, a su comunión esponsalicia con Dios Padre (Ap 22,17).

 BIBLIOGRAFÍA

·                 COMBLIN J., El Espíritu y la liberación, Paulinas, Sao Paulo 1987.
·          VELÁSQUEZ F., El Santo Espíritu como fuente de la Evangelización, Colección V Centenario (23) de evangelización en América Latina – CELAM, Bogotá, 1988. 
·       SCHWEIZER E., El Espíritu Santo, Ediciones Sígueme, Salamanca 1984.
·       CODINA V, SJ., “No extingáis el Espíritu” (1 Ts 5, 19), Una iniciación a la Pneumatología, Editorial SAL TERRAE, Santander 2008.
·       LUDWIG G, Dogmática, Teoría y práctica de la teología, Biblioteca Herder, Barcelona, 1998.






[1] LUDWIG G, Dogmática, Teoría y práctica de la teología, Tomado del Primer Apartado (Temas y perspectivas de la Doctrina sobre el Espíritu Santo) p. 391.
[2] LUDWIG G, Dogmática, Teoría y práctica de la teología, 393.
[3] Diccionario Abreviado de Teología, 315-316.
[4] LUDWIG G, Dogmática, Teoría y práctica de la teología, 394-395.
[5] VELÁSQUEZ F., El Santo Espíritu como fuente de la Evangelización, 17-18.
[6] CANTALAMESA, Raniero. Ven Espíritu Creador. Paulinas. 2011. P. 19-22.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, numeral 691.
[8]Diccionario Abreviado de Teología, 138-139.
[9] Cf. LUDWIG G, Dogmática, Teoría y práctica de la teología, 392-393.
[10] Cf. CODINA V, SJ., “No extingáis el Espíritu” (1 Ts 5, 19), Una iniciación a la Pneumatología, 27-33.
[12] Ibídem
[13] Op cit. p. 107.
[14] Cf. LUDWIG G, Dogmática, Teoría y práctica de la teología, 395-396.
[15] SCHWEIZER E., El Espíritu Santo, 12.
[16] Cf. Ibídem, 115-116.
[17] Cf. Ibídem, 121-122.
[18]  Ibídem, 115-116.
[19] Ibídem, 124-125.
[20] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, numerales del 731 al 741.
[21] Ibídem, numerales del 717 al 730.
[22] Cf. LUDWIG G, Dogmática, Teoría y práctica de la teología, 396-397.
[23] Ibídem, 397-398.
[24] Cf. COMBLIN J., El Espíritu y la liberación, 112-113.
[25] Cf. Ibídem, 110-112.
[26] Cf. Diccionario Abreviado de Teología, 154-155. 
[27] Catecismo de la Iglesia Católica, numerales del 246 al 248.
[28] Tomado del IV Apartado (Exposición Sistemática) de LUDWIG G, Dogmática, Teoría y práctica de la teología, 410-413.

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