RESUMEN DE JESÚS, EL CRISTO DE WALTER KASPER
La cristología
es el tratado teológico que da cuenta y razón de la confesión de fe: “Jesús es
el Cristo, el Hijo de Dios” (Mc 8, 29; Jn 20,31; 1 Jn 2,22; Hch 9,22) mediante
la narración de los hechos de su vida particular (facta) y la
proposición de su verdad universal (λόγος). Con estas tres palabras está
indicado su objeto propio: la realidad histórica a la que remite el nombre
propio (Jesús); su función como Salvador de los hombres en la historia de parte
de Dios (Mesías, Cristo); la relación específica que le une con Dios (Hijo).
Cristo es, a la vez, el fundamento y el
contenido de la fe del creyente. El contenido de la cristología es el ser y el
tiempo, el hacer y el padecer, la vida y la muerte de Cristo, lo que Dios y los
hombres hicieron con él y lo que él hizo ante Dios y para los hombres. Con ella
se propone comprender la persona de Cristo, que, como la de todo hombre, es
historia y trasciende a la historia. Y lo que Cristo trae a los hombres en su
historia, es la salvación para la humanidad, Cristo, en su humanidad creada y
concreta, es el anticipo de lo que Dios quiere ser para nosotros y el prototipo
causante de la nueva humanidad. Él es el último Adán, espíritu vivificante,
primicia de la humanidad resucitada (1 Cor 15,45-49). Desde la cristología se
va a la soteriología. Pero también desde la soteriología se va a la
cristología. El ser de Cristo funda nuestra salvación y desde nuestra
existencia salvada podemos conocer al que la funda y nos la otorga. En este
sentido, cristología y soteriología forman el anverso y el reverso de una misma
realidad.
La confesión de
Jesús como Cristo y, por tanto, la totalidad de la cristología como reflexión
de la fe en Cristo se apoyan en el carácter indeducible de un hecho histórico
contingente. En las apariciones pascuales se revela Jesús a sus discípulos como
viviendo junto a Dios y como mediador del reino escatológico divino atestiguado
y respaldado por Dios, a quien llamaba su Padre. A la luz de aquella experiencia
pascual pudieron sus seguidores identificar al Señor elevado hasta Dios y
resucitado de entre los muertos con el Jesús de Nazaret, que se había
presentado y actuado como mediador del reino de Dios del fin de los tiempos.
La cristología
debe iniciar su recorrido a partir de esta síntesis de los enunciados
valorativos originarios de los discípulos. Consigue así una vía de acceso hacia
el acontecimiento, testificado en esta experiencia, de la identificación de
Jesús con Dios y, con ello, también hacia el acontecimiento pascual, hacia la
revelación de Jesús como el Hijo de Dios mesiánico del fin de los tiempos y
hacia el Hijo del Padre que es parte constitutiva de la consumación
esencial de Dios (Gal 1,16). Y, a la inversa, en la revelación de Jesús, Dios se
comunica a sí mismo como el “Abba” de
Jesús y como el origen intradivino (= Padre) de la Palabra divina esencial,
ahora presente en el mundo en y por el hombre Jesús de Nazaret, tanto
escatológicamente como en su realidad encarnada (Rom 1,1-4; 8,3; Gal 4,4-6; Heb
1,1-3; Jn 1,14-18). El acontecimiento de Pascua es el fundamento de la fe
pascual. La fe pascual es el origen del mensaje pascual. Este mensaje pascual
único está presente en los diferentes testimonios pascuales.
El primitivo
kerygma apostólico confirma que sólo hay una vía de acceso a la persona del
Jesús histórico y a su significación soteriológica: la que lleva de la
confesión de fe de los discípulos hasta Jesús (cristología explícita). Sólo
porque Dios se revela en el acontecimiento de la resurrección y en las
apariciones pascuales como el Padre de Jesús pueden interpretar adecuadamente
los discípulos la relación de Jesús con Dios que podía percibirse ya también en
la historia y en las actividades del Jesús prepascual (cristología implícita).
Es a partir de la fe apostólica, donde se constituye el acceso primordial a
Jesús. Gonzales de Cardenal llega a afirmar: “La Iglesia es el legítimo y necesario lugar en donde surge, se vive y
se piensa la fe en Cristo, pero no es objeto de fe como lo es Cristo”. Aún más: la base y sentido de la iglesia es
una persona con un nombre totalmente concreto: Jesucristo.
CRISTO HISTÓRICO-CRISTO
DE LA FE
Una Cristología desde abajo
En la edad moderna
reviste una importancia capital el problema de los fundamentos de la
cristología. La cristología clásica de la Sagrada Escritura, de la Patrística, de
la Escolástica medieval, de la Escolástica católica del Barroco y de la
Neoescolástica, al igual que la teología de la escuela de la reforma luterana y
calvinista hasta muy entrado el siglo XVIII, se apoya, en su conjunto, en el
concepto epistemológico de la filosofía óntica. El giro antropocéntrico de la
filosofía moderna condiciona, en cambio, el problema del conocimiento a las
posibilidades y el alcance de la razón humana en relación a la realidad
trascendental de Dios y a su automediación en el ámbito de la experiencia
histórica y mundana del hombre. El hombre no parte ya de la validez objetiva de
los principios ontológicos y epistemológicos de las condiciones de su
conocimiento. Y esto significa, para la teología, que ya no se puede iniciar el
discurso asumiendo, sin más, que el conocimiento de la verdad encerrada en la
palabra divina y en el dogma es independiente del hombre y de los
condicionantes de su conocimiento.
La cristología
no puede partir sencillamente de la revelación y del dogma para deducir, por
así decirlo como “desde arriba”, los enunciados cristológicos concretos. Tiene
que iniciar su andadura a partir del hombre “desde abajo”, con una reflexión
sobre las condiciones de posibilidad de un conocimiento humano de la
autorrevelación de un Dios trascendente para descubrir luego, mediante un
análisis de la existencia histórica concreta de Jesús de Nazaret, las
perspectivas que revelan su trascendencia a Dios, a quien llamaba Padre.
Las afirmaciones
dogmáticas acerca de Jesús en cuanto Palabra eterna de Dios hecha carne y
redentor enviado por Dios no admiten una verificación empírica. La revelación
no acontece en el ámbito de la conciencia puramente espiritual del hombre,
separado de la naturaleza y de la historia. Bajo el punto vista histórico lo
máximo que se puede constatar es que tales sentencias son la autodesignación de
un hombre o bien los enunciados de fe de sus seguidores. Sobre este telón de
fondo se produce la diástasis entre el “Jesús de la historia y el Cristo de la
fe”.
Por
consiguiente, la confesión de Cristo no podría tener su base en una realidad revelada
por Dios. La figura histórica de Jesús se reduce a ser objeto de la
investigación histórica, junto a otras muchas (prescindiendo, por tanto, de la
trascendencia por él afirmada y en la que sus discípulos creían). Adolf von
Harnack, llega a afirmar: “El dogma es, tanto en su concepción como en su
estructuración, obra del espíritu griego sobre el suelo del evangelio”.
El dogma sólo podría ser “revestimiento” de un contenido ideal general, de un
imperativo ético, de una experiencia religiosa o de una disposición psíquica o
social del hombre.
Los contenidos
concretos del dogma de Cristo como producto de una razón todavía no
críticamente ilustrada acerca de sí misma. No puede demostrarse, en el ámbito
empírico histórico, que Jesús haya desbordado el campo de las interrelaciones
accesibles a la descripción científica de las causas y los efectos empíricos.
Todo lo que se salga de aquí es mera opinión subjetiva, no metafísica
demostrable y, por tanto, dogmática. En
oposición a la reconstrucción racionalista del dogma de Cristo. En la estela de esta separación total entre
el Jesús de la historia y el Cristo del dogma surgió toda una serie de reconstrucciones
históricas de su “auténtica” biografía.
El Cristo
verdadero es el Cristo predicado
La causa del fracaso de las investigaciones sobre la vida de Jesús
radicaba en su falta de familiaridad con las fuentes históricas. Se advirtió
claramente que no se les puede imputar a los evangelistas, en el plano
histórico y hermenéutico, una comprensión positivistamente reducida de la
realidad. No puede establecerse una clara y nítida separación entre el
contenido de un testimonio sobre una situación histórica y su transmisión a
través de los testigos. Sólo a través del testimonio de la Iglesia primitiva se
tiene acceso a la figura de Jesús, a las intenciones que le movían y a las
acciones que llevó a cabo. En el kerygma de la comunidad no se encuentra sólo
la fe de los discípulos, sino que es el mismo Jesús el que se hace accesible en
aquel kerygma de la proto-Iglesia.
Al descartar las
fuentes de revelación, Cristo no es sino el contenido de una idea racional general
en el marco de una religión natural, mientras que el Jesús de la historia real sólo
puede ser el catalizador histórico para esclarecer la relación -dada a una con la
naturaleza espiritual, ética y afectiva del hombre- a la incondicionalidad de
su existencia intelectual y moral.
El aporte de
Martin Kähler, es bastante meritorio para los “conflictos” de la época: “El
Cristo verdadero es el Cristo predicado”. La
vía de acceso al Jesús de la historia no se descubre a través de
reconstrucciones históricas, sino a través del testimonio, digno de fe, de sus
discípulos.
Tareas de la
cristología hoy
A partir de la
reflexión de fe (trascendental), donde se puede llegar a profesar “Jesús es el
Cristo” la cristología se remite a una historia totalmente concreta (antropológico)
y a un destino único. Esa cristología no se puede deducir ni de las necesidades
del hombre ni de la sociedad, ni antropológica ni sociológicamente. Lo que
tiene que hacer es más bien mantener vivo y actualizar un recuerdo concreto,
único. H. U. von Balthasar ha llamado
la atención sobre el peligro inmanente a todos estos enfoques. El peligro consiste en que aquí Jesucristo es
introducido en un esquema precedente y en que de una fe así reducida
cosmológica, antropológicamente o al punto de vista de la historia universal,
lo que resulta es una filosofía o una ideología. Precisamente a esta tendencia
quiere salir al paso otra gran corriente de la nueva reflexión actual en
cristología, donde se reconoce que si la
profesión cristológica no tuviera un soporte en el Jesús histórico, la fe en
Cristo sería pura ideología, una visión general del mundo sin fundamento
histórico.
Este
planteamiento antropológico-trascendental de la cristología puede mostrar que
las afirmaciones dogmáticas sobre Jesús no son una verdad complementaria -que
deba ser creída por simple autoridad- respecto de la experiencia mundana
objetivamente verificable. Se trata, por el contrario, de un enfoque que
configura la base para un análisis profundizado de los constitutivos
antropológicos y puede proporcionar la mediación interna entre la trascendencia
de Dios y la demanda humana de la salvación en el contexto de la historia. Y
así es como la cristología puede evitar dos extremos que se excluyen
mutuamente: por un lado, el de una intelección objetivista de la revelación,
fundamentada en la autoridad (positivismo de la revelación, exégesis
fundamentalista) y, por el otro, el de un subjetivismo transcendentalista
formal, en el que la figura histórica de Jesús aparece caprichosamente
recargada de rasgos morales, místicos, poéticos o míticos. Sólo una reflexión
histórico-trascendental es capaz de superar la moderna escisión sujeto-objeto
y, a una con ello, también la oposición entre historia y dogma, entre el “Jesús
de la historia” y el “Cristo de la fe”.
Podemos definir
que la cristología sistemática no puede ya seguir aceptando la alternativa “Jesús
histórico” o “Cristo de la fe” como punto de arranque. Se trata más bien de
asumir las dos dimensiones, mutuamente referidas, de una síntesis constituida,
en definitiva, por Dios y accesible a los hombres en el acto de la fe. E l
hombre es en sí mismo la unidad de la referencia a la historia por un lado y de
la capacitación, por el otro, para el análisis trascendental de la verdad y la
libertad de la autocomunicación de Dios que acontece en el medio de la
historia. La historia se convierte en lenguaje y gramática, a través de los
cuales se comunica Dios. Y es también, por otra parte, el lugar concreto de la
referencia trascendental del hombre al misterio de toda la realidad en Dios.
LA PERSONA DE
JESUCRISTO
Hace
casi dos mil años interrogó Jesucristo a
los discípulos que estaban con Él. En un momento decisivo de su vida, como
narra el evangelio de Marcos: “¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos le
dijeron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los
profetas. Y él les preguntaba: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. (Mc, 8,
27-28). A Pedro por la iluminación divina y por su fe dijo: “Tú eres el Cristo”
(Mc, 8, 28). Respuesta que también brotó
después de un largo período de estar cerca de la persona de Jesús, de escuchar
su palabra y de observar su vida y su ministerio (cf. Mt 16, 21-24).
Esta pregunta de Jesucristo ha recorrido
tiempos y circunstancias interpelando a cada generación de hombres y mujeres.
Llegando al público una gran cantidad de respuestas de todos los tipos. (Según Schweitzer, han tenerse muy en cuenta
las concepciones ideales del autor y de su época, que luego se proyectaban
sobre Jesús y se identificaban con el “Jesús histórico” de donde habrían
salido, entre otros ejemplos, Jesús como romántico soñador de la naturaleza,
como educador idealista, como revolucionario fracasado, como el primer
socialista o el primer liberal, el inconformista, el gurú religioso, el hippie, el psicoterapeuta o el
taumaturgo).
Con mucha razón inicia Gonzales Faus su libro humanidad Nueva: ¿es posible conocer a Jesús de Nazaret?, una objeción de la que no se
puede rehuir tan fácilmente. Y otra pregunta que podemos encontrar es la de el
teólogo Walter Kasper: ¿Quién es para nosotros Jesucristo hoy?. Muchas
respuestas son valiosas, que ayudan en el acercamiento sobre la identidad de
Jesucristo y del sentido de su obra.
Partiendo de la respuesta
de Pedro, manifiesta como profesión de fe de la Iglesia. Y percibiendo la
cristología no como un centro estático, sino expresión de la dinámica interna
en el movimiento de Dios y el hombre en medio del mundo histórico vital. Se
debe iniciar en el acceso a: Jesús en su realidad histórica y en su condición
mesiánica trascendente, hijo del hombre e hijo de Dios; Jesús en su identidad
de verdadero Dios y verdadero hombre, en profunda comunión con el Padre y
animado por la fuerza del Espíritu Santo, tal y como se nos presenta en el
Evangelio; Jesús en su vida y en sus obras, Jesús en su pasión redentora y en
su glorificación, que ascendió a la diestra de su Padre. Jesús en medio de
nosotros y dentro de nosotros, en la historia y en su Iglesia hasta el fin del
mundo (cf. Mt 28, 20).
Jesús de Nazaret
como figura histórica
Jesús de Nazaret
fue un hombre inserto en el ámbito de la historia, no en la esfera del mito o de
la leyenda religiosa. Vivió gran parte de su vida en la pequeña localidad de
Nazaret, en Galilea (Mc 1,9). Aunque los evangelistas no pretenden escribir una
biografía de índole histórico- psicológica, están indudablemente interesados
por la secuencia de los hechos históricos. Jesús es “el hijo de María” (Mc 6,3;
según Gal 4,4 el hecho de “haber nacido de mujer” demuestra que es verdadero
hombre.
Al ser adoptado
por José, “esposo de María, de la que nació Jesús, el Cristo y Mesías” (cf. Mt
1,16), Jesús se inscribe en la línea de la promesa del esperado Mesías real, de
la descendencia de David (cf. Lc 1,32; Rom 1,3). De ahí que en su primera
aparición en público se le tuviera por hijo del carpintero José (cf. Lc 3,23;
Jn 1,45). En el árbol genealógico de Jesús de Mateo se le presenta, en sentido
teológico, como “hijo de David, hijo de Abraham” (Mt 1,1), mientras que Lucas
remonta su origen inmediatamente hasta Adán, el primer hombre creado por Dios,
y le testifica, por tanto, como el “hombre nuevo” que procede directamente de
Dios (Lc 3,38).
Jesús nació
entre el año 7 y el 4 antes de la era cristiana (así llamada en honor del
propio Cristo). Reinaba por entonces en Judea Herodes el Grande (37-4 a.C.) y
estaba al frente del Imperio Romano Octavio Augusto (27 a.C.-14 d.C). Según las
indicaciones de los evangelistas Mateo y Lucas, su nacimiento fué en Belén de
Judá (Mt 2,1), debido a que varias disposiciones para el registro estadístico
de la población del Imperio Romano obligó a sus padres a trasladarse, por el
tiempo de su nacimiento, a aquella antigua ciudad real de David (cf. Miq 5,1-3;
1 Sam 17,12s.; Rt 4,11-18; Lc 2,1-7).
Hasta el
comienzo de sus actividades públicas, Jesús vivió en su pueblo (Mc 6,1), donde se
había criado (Lc 4,16). Se le tenía por carpintero (Mc 6,3) o por el hijo del
carpintero (Mt 13,55; cf. Lc 3,23; Jn 6,42). El contenido de su mensaje y de
sus acciones fue el establecimiento del señorío de Yahvéh, del reino de Dios.
Proclamó la cercanía inminente de este reino. Invitó a responder a su llamada
mediante la conversión y la fe en el evangelio de Dios, sobre todo en Galilea,
Judea y Jerusalén (aunque también en la Decápolis, Traconítide, Iturea y
TransJordania), cumplió su destino en Jerusalén, centro religioso de Israel.
Murió en cruz, tras haber sido condenado a la pena capital por el gobernador
romano Poncio Pilato (26-36 d.C), durante el reinado del emperador romano
Tiberio (14-36 d. C ) . El cargo de sumo sacerdote recaía sobre Caifas (18-36 d
. C ) . Fue ajusticiado porque las autoridades judías le acusaron de blasfemo y
falso mesías y las romanas de sedicioso político. Goza de certeza histórica el
rótulo de la acusación colgado de la cruz: “Rey de los judíos”(Mc 15,26). Dado
que los sumos sacerdotes y los letrados de la ley se mofaban de Jesús
crucificado como del “mesías y rey y de Israel” (Mc 15,32), es patente que
Jesús fue condenado a muerte porque al identificar el reino de Dios con su
persona se le consideraba un falso “pretendiente a mesías”.
El origen judío
de Jesús y las concepciones de la fe
Jesús fue un
judío de Palestina. Su lengua materna fue el arameo. Pero también podía leer y
entender la Biblia hebrea. El origen judío de Jesús reviste interés no tanto
por razones étnicas cuanto más bien teológicas. El centro de sus convicciones
lo constituía Yahvéh, el Dios de Israel, el Dios que libró de la esclavitud de
Egipto, el Dios de la alianza y de las promesas mesiánicas, el “Dios y Salvador”
(Lc l,46s.). Yahvéh es el Dios de la compasión, “como había prometido a
nuestros padres, en favor de Abraham y de su linaje para siempre” (Lc 1,55). Al
proclamar el reino de Dios, Jesús no fundaba una religión nueva. Lo que
pretendía era cumplir radicalmente las más hondas intenciones mesiánicas y
escatológicas de la autorrevelación histórico salvífica de Dios. Se orientó no
por una recopilación de pasajes bíblicos y por su interpretación oficializada,
sino por Dios mismo, tal como ha dado testimonio de sí en la historia de Israel
consignada por escrito en los libros sagrados. Jesús confiesa a Dios, creador y
señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25; Lc 10,21).
Este Dios a
quien Jesús se dirige como Abba y de quien se siente Hijo no es otro
sino el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob (Mc 12,26). De él
esperaba Jesús el establecimiento del reino de Dios en el presente histórico y
en la consumación escatológica. Jesús creía en la resurrección de los muertos
al fin de los tiempos. En esta resurrección se consuma para siempre la relación
filial del pueblo de la alianza con Yahvéh y de todos y cada uno de los
miembros de este pueblo, que “son hijos de Dios, pues son hijos de la
resurrección” (Lc 20,35s.). El reino de Dios es la unidad esponsalicia de
Yahvéh e Israel en el banquete eterno (Lc 14,15), esa comunión de Dios y de su
pueblo en el Reino celestial (Lc 22,30).
El
acontecimiento pascual como “encendido de arranque” de la repercusión histórica
de Jesús de Nazaret
Con la muerte de
un ser humano desaparece toda posibilidad de comunicación personal con él.
Puede registrarse, a lo sumo, una historia de la repercusión de sus ideas o de
sus acciones, cuando han modificado el curso de los acontecimientos. Pero en lo
que atañe a Jesús, la comunidad de los que creían en él afirmaba que ella misma
era producto de la eficacia de un hombre que continuaba viviendo y actuando.
En opinión de
sus adversarios, la muerte de Jesús constituía, la prueba de que él era un
impostor, era un criminal colgado del madero de la cruz, lo que lo convertía en
un “maldito de Dios” (Dt 21, 23; Gal 3, 13). Aquellas ideas también compartidas
por sus discípulos, desmoronaron en ellos sus ilusiones, el viernes de pasión,
terrible para sus vidas. Pero al cabo de muy corto tiempo, descubren que el
Dios de los patriarcas de Israel, ha dado testimonio, a favor de Jesús, el que
había sido crucificado: “Dios le ha resucitado de entre los muertos” (Rom 4,
24; 10, 9; Hch 2, 32). La resurrección de Jesús es, por tanto, el punto
culminante de la autorrevelación del Dios y Padre de Jesús y, a la vez, de
Jesucristo como “Hijo del Padre”.
Así, pues, la
única posibilidad de referirse a la figura histórica de Jesús y a su pretensión
de ser el mediador salvífico definitivo del Reino del Padre es a través de los
testigos del acontecimiento pascual.
Cristo, por la
Resurrección, plenitud de la Revelación
La experiencia
de Jesús vivo y resucitado es el momento históricamente segundo y objetivamente
primero para la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios. La resurrección es el inicio y fundamento de la
cristología. Ella obligó a releer la historia de Jesús como historia del Hijo;
a comprender su ser como ser del Encarnado; a exponer su misión como revelador
del Padre y emisor del Espíritu.
La cristología
del NT ve a Cristo en la luz de esos dos polos: su venir de Dios para los
hombres-su volver con los hombres a Dios (Cf. Jn 16,27-28; 16,30; 17,8). Tenemos
así una tensión dialéctica: lo que Jesús es, sólo se conoce descifrando su
vivir y morir, pero el último sentido de ese vivir y morir sólo se descubre
sabiendo de dónde viene y adonde vuelve. Al llegar a la consumación de su obra
(la elevación en cruz: muerte-glorificación) Jesús llega como hombre al lugar
donde está siempre como Hijo. El lugar personal de Jesús es el seno del Padre
(Jn 1, 1.18). Hay identidad de persona (el Hijo único del Padre) y hay diversidad
de realización, ya que sin dejar de ser el Hijo, lleva a cabo una nueva
realización de su ser filial siendo hombre (hijo de María). En esa existencia humana revela su persona
divina. La verdad de su humano vivir nos abre a su condición divina y su origen divino nos hace plenamente
inteligible su realización humana.
“No es hacia
atrás hacia donde hay que mirar, sino hacia delante...Origen y fin se
corresponden... Movimiento paradójico... Jesús "elevado" en cruz,
sube hasta el cielo y manifiesta así de dónde viene, porque "nadie ha
subido al cielo sino el que bajó del cielo" (Jn 3,13); la gloria que él
recibe es la que tenía antes de la creación del mundo (17,5). Para Juan como
para los sinópticos, lo que Jesús era ha sido revelado por lo que él ha llegado
a ser. Los hechos han desvelado el misterio de la persona”.
Su novedad era su propia persona: era Hijo de Dios, el Hijo unigénito
que confiere a los hombres la
posibilidad de ser con él hijos de Dios. Cristo es definido a partir de
un momento como el Hijo y Dios es definido como el Padre de Nuestro Señor
Jesucristo.
Origen: el Hijo de Dios
Filiación divina
Aunque
en los Evangelios sinópticos Jesús jamás se define como Hijo de Dios (lo mismo
que no se llama Mesías), sin embargo, de diferentes maneras, afirma y hace
comprender que es el Hijo de Dios y no en sentido analógico o metafórico, sino
natural.
Subraya incluso
la exclusividad de su relación filial con Dios. Nunca dice de Dios: “nuestro
Padre”, sino sólo “mi Padre”, o distingue: “mi Padre, vuestro Padre”. No duda
en afirmar: “Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Mt 11, 27).
La verdad sobre
Cristo como Hijo de Dios es el punto de convergencia de todo el Nuevo
Testamento. Es importante constatar que la convicción de la Filiación divina de
Jesús se confirmó con una voz desde el cielo durante el bautismo en el Jordán
(cf. Mc 1, 11) y en el monte de la Transfiguración (cf. Mc 9, 7). En ambos
casos, los Evangelistas nos hablan de la proclamación que hizo el Padre acerca
de Jesús “(su) Hijo predilecto” (cf. Mt 3, 17; Lc 3, 22).
Si luego
escuchamos el testimonio de los hombres, merece especial atención la confesión
de Simón Pedro, junto a Cesarea de Filipo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo” (Mt 16, 16). Confesión confirmada de forma insólitamente solemne por
Jesús: “Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre
quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos” (Mt 16, 17).
No se trata de un hecho aislado. En el mismo Evangelio de Mateo se encuentra
que, al ver a Jesús caminar sobre las aguas del lago de Genesaret, calmar al
viento y salvar a Pedro, los Apóstoles se postraron ante el maestro, diciendo:
“Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios” (Mt 14, 33).
Así, pues, lo
que Jesús hacía y enseñaba, alimentaba en los Apóstoles la convicción de que Él
era no sólo el Mesías, sino también el verdadero “Hijo de Dios”. Y Jesús
confirmó esta convicción.
Incluso se puede
llegar a decir que Jesús murió en la cruz a causa de la verdad de su Filiación
divina (Cf. Mt 26, 63-64; Jn 5, 18, 19, 7). Aunque la inscripción colocada
sobre la cruz con la declaración oficial de la condena decía: “Jesús de
Nazaret, el Rey de los judíos”, sin embargo -hace notar San Mateo-, “los que
pasaban lo injuriaban moviendo la cabeza y diciendo... si eres el Hijo de Dios,
baja de la cruz” (Mt 27, 39-40.43).
Esta verdad se
encuentra en el centro del acontecimiento del Gólgota. Donde el centurión
romano, que vigila a agonía de Jesús y escucha las palabras con las cuales Él
se dirige al Padre, en el momento de la muerte, a pesar de ser pagano, da un
último testimonio sorprendente en favor de la identidad divina de Cristo: “Verdaderamente
este hombre era hijo de Dios” (Mc 15, 39).
La Preexistencia
En la reflexión
eclesial sobre la relación de Jesús con Dios en el tiempo, llevó a descubrir que
esa relación de Hijo-Padre no se iniciaba en el tiempo, ni estaba condicionada
por la acción salvífíca sino que pertenecía a su ser mismo (Cf. Jn 10, 30). El
descubrimiento bajo la acción del Espíritu Santo dentro de la Iglesia y en la
luz de la fe sobre cómo, en Cristo, Dios nos estaba dado tan irrevocablemente
que en él se consumaban las mediaciones salvíficas conocidas del AT, llevó a la
afirmación de que Cristo preexistía en Dios antes de la creación del mundo, que
había sido enviado por él, que su obediencia y fidelidad prolongaban en el
tiempo su filiación eterna.
La preexistencia
es un enunciado que refiere a la
subsistencia relacional del Hijo-Logos del Padre eterno se presenta como la portadora
de la naturaleza humana de Jesús asumida en el tiempo y en la historia. Las
afirmaciones sobre la preexistencia tienen un fundamento histórico y una
finalidad soteriológica, tienden a explicar el sentido de la existencia de
Cristo en carne y sobre todo de su muerte Todas las formulaciones del “envío
del Hijo” van acompañadas de la preposición ἵνα (= para, para que), siendo enunciadas
como el fundamento de la redención y de la filiación que Cristo hace posible a
los hombres por sí mismo y por el Espíritu:
— “Al llegar la
plenitud de los tiempos Dios envío a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la
ley, para (ἵνα) redimir a los que estaban bajo la ley, a fin de que
recibiésemos la filiación” (Gal 4,4-5)
— “Dios enviando
a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado y por el pecado condenó al
pecado en la carne, para que (ἵνα) la justicia de Dios se
cumpliese en nosotros” (Rom 8,3-4)
— “Porque tanto
amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que (ἵνα) todo
el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16)
— “Dios envió al
mundo a su Hijo Unigénito, para que (ἵνα) nosotros vivamos por él”
(1 Jn 4,9)
Los otros textos
fundadores de la idea de preexistencia aparecen en los himnos cristológicos, especialmente Flp 2,6-11. Pero
en definitiva el texto central para afirmar la preexistencia de Cristo es el
prólogo de San Juan, que se ha apropiado
los conceptos veterotestamentanos de Sabiduría, Palabra, Shekinah, transponiendo
todas sus resonancias y eficiencias al termino griego Logos.
Los dos
versículos primeros y los dos últimos dan las claves del prólogo y se
corresponden: El Logos estaba en Dios, y por él fueron hechas todas las cosas. El
Logos estaba en el seno del Padre y por él han sido reveladas y comunicadas al
mundo la verdad y fidelidad de Dios. A la preexistencia en el origen como
creador (1,3) y hontanar de la vida-luz (1,4), corresponde la preexistencia en
el final como revelador y redentor escatológico (1,16-18).
Así podemos
determinar, que al hablar de preexistencia, no es una afirmación sobre el
tiempo sino sobre el ser de Cristo: él pertenece a Dios. Dios le constituye a
él y él constituye a Dios. En su forma de relación subsistente (= persona)
Cristo y el Padre forman una unidad (a la que llamamos esencia).
Consiguientemente el Hijo eterno es Dios, está donde está el Padre, actúa
siempre como actúa y cuando actúa el Padre. Engendrado por el Padre desde toda
la eternidad, comienza a existir humanamente, siendo engendrado de María. No
surge por primera vez cuando es concebido y nace de María porque su persona es
anterior a su historia humana. Así aparece la categoría de encarnación: el que
era Hijo desde siempre con el Padre, comienza a ser hombre, tomando nuestra
forma de existencia, nuestra carne. Cristo llega a ser como hombre lo que ya
era desde siempre como Hijo.
La encarnación
El Símbolo
Apostólico proclama: - Creo... en Jesucristo su único Hijo (de Dios). Este símbolo,
después de haber definido con precisión aún mayor el origen divino de Jesucristo
como, continúa declarando que este Hijo de Dios -por nosotros los hombres y por
nuestra salvación bajó del cielo y... se encarnó-. El núcleo central de la fe
cristiana está constituido por la doble verdad de que Jesucristo es Hijo de
Dios e Hijo del hombre (la verdad cristológica) y es la realización de la
salvación del hombre, que Dios Padre ha cumplido en El, Hijo suyo y Salvador
del mundo (la verdad soteriológica).
Cabe destacar la
identificación del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios con la
concepción prodigiosa sucedida por obra del Espíritu Santo en el instante en
que María pronunció su -sí- “Hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,
38). El testimonio evangélico de la concepción virginal de Jesús por parte de
María es de gran relevancia teológica. Pues constituye un signo especial del
origen divino del Hijo de María.
Sólo es posible
salvar la infinita distancia entre Dios y el hombre si el mismo Dios asume, en
su Palabra eterna y en su Hijo, la existencia humana y se hace carne (=
hombre). De este modo la encarnación, como acto y como estado, es el resultado
histórico del envío de su Hijo por el Padre al mundo para hacer a los hombres partícipes
de su filiación y rescatarlos de la situación de muerte consiguiente al pecado.
La idea está implicada en los textos bíblicos, que hablan del Hijo enviado por
el Padre, del acontecimiento por el cual él comienza a existir en la carne, de
su estado de igualdad de naturaleza y de solidaridad de destino con los
humanos, existiendo en la forma de esclavo y sometido a todas sus
determinaciones (Rom 1,1-4; 2 Cor 5,21; 8,9; Gal 3,13; 4,4-5; Flp 2,6-11). El
texto considerado central ha sido Jn 1,14: “Y el Verbo se hizo carne, puso su
tienda entre nosotros, y hemos visto su
Gloria: la Gloria que recibe del Padre el Hijo único; en él todo era don
amoroso y verdad”.
El único motivo
de la encarnación es el amor de Dios. El fin que Dios se propone en la
encarnación es que el hombre y el mundo compartan su vida eterna (Jn 3,14-21;
6,51). Esa finalidad se concreta en dos formas: restaurando lo que por el
pecado había sido alterado, a la vez que
recapitulando en él toda la creación, ya que el Hijo ha sido predestinado para
ser el centro realizador del mundo. Así vemos un misterio no en sentido puntual
sino diferido; no acontece en un instante sino a lo largo de toda la historia de
Jesús. “La encarnación se inicia en las entrañas de María y se consuma sobre
los brazos de la cruz”.
Esta unión de
Jesucristo con la humanidad es la expresión fundamental de su solidaridad con
todo hombre. El amor es reconfirmado aquí de una manera del todo particular: “Él
tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias” (Mt 8, 17; cf. Is
53, 4). Es aquí donde podemos resaltar que la encarnación del Hijo se realiza
históricamente como kénosis. Según
San Pablo, Él, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a
Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a
sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 6-8). La
encarnación permite la redención, por amor a la humanidad y obediencia al Padre
misericordioso.
Acción: Anunciar y realizar la Salvación
La actividad
pública de Jesús se concentra en dos actividades principales, “hacer y enseñar”
(Hch 1,1). Predicación del Reino de Dios y operación de milagros: “Recorría
toda Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Reino de Dios, y curando
en el pueblo toda enfermedad y toda dolencia” (Mt 4,23; 9,35).
Anuncio
del Reino de Dios
Descubrimos un
Jesús de Nazaret al servicio de transmitirnos y hacernos partícipes de su
filiación, inaugurando un modo nuevo de “ser para Dios”. La revelación y la
puesta en práctica del don de la filiación, viviendo sus consecuencias de
fraternidad, es el contenido del Reino, es decir, de este modo Dios reina como
Padre. La vida de Jesús, por tanto, todo lo que dijo e hizo está al servicio de
la irrupción del señorío de Dios en cuanto Padre, y él, su Hijo obediente hasta
la muerte en cruz. De este modo, el Reino acontece cuando -por su ministerio-
el Hijo nos hace partícipe de su relación paterno-filial, relación que es
modelo y fuente para los que son de Jesús en su trato con su propio Padre.
Estos aspectos
se traducen en títulos de la teología tradicional sobre la realeza de Dios que
Jesús nunca empleó. El no habla de Dios como “Rey y Señor todopoderoso” (Is
6,5), “Rey de la gloria..., héroe poderoso, héroe de las batallas” (Sal 24,8), y
varios otros títulos. Poco y nada hay en Jesús de esta teología real. Según Jesús,
Dios sí quiere reinar, pero no ejerciendo
un poderío de dominio y esplendor, sino su paternidad. Dios busca reinar como Abbá, por lo que su soberanía es el
dominio de su vida y amor en cuanto Padre, y este reinado no es otra cosa que
la revelación de un acontecimiento íntimamente familiar: su relación de Padre
con su Hijo primogénito, a quien pone en la historia como fuente de filiación y
fraternidad.
La aceptación de
esta revelación y acontecimiento es fuente de comunión, perdón y misericordia, recreando
a la humanidad oprimida. Por tanto, cuando Jesús anuncia la llegada del Reino
de Dios, proclama que el Rey que llega tiene por nombre Abbá o "Padre". Ambos aspectos (realeza y
paternidad-filiación) íntimamente imbricados constituyen una única realidad en
la propuesta de Jesús. Es decir, Dios no puede sino reinar conforme a su
identidad de Padre de todos y mediante su Hijo, razón por la que Jesús pide fe
a todo quien quiera entrar en el Reino, como adhesión íntima a él, y conversión
de vida para cumplir la voluntad de Dios en cuanto Padre.
Se entiende que
a este Reino de Dios, anunciado e inaugurado por su Hijo y Mesías, estén
invitados sobre todo los carentes de vida digna, de misericordia y perdón, los
pobres y marginados... todos aquellos
que la sociedad de Jesús no tiene por “hijos” ni “hermanos”, sino por “pecadores”
y “enfermos”. Por la vinculación de fe
con el Hijo, en cuanto revelador de su vida de filiación y de la misericordia
de su Padre, se hace realidad la soberanía de Dios, poniendo en toda realidad,
sea humana o no, un dinamismo divino de transformación que busca su plenitud escatológica. De este modo, la realidad que
inaugura el Reino queda abierta, en el Hijo y por la acción del Espíritu, a la
plenitud en Dios, a su poder y sabiduría, a su fuerza creadora y liberadora, a
su creciente inserción en la vida trinitaria, no como realidad por venir aún
desconocida e increada, sino como despliegue creciente en perfección de la
vocación profunda del hombre y de la historia.
Por esto
construir el Reino en este tiempo histórico, siempre en tensión escatológica,
es disponer a este ser humano y su mundo, su tiempo y acontecimientos para la
plena soberanía de Dios Padre quien, por la redención del Hijo y la acción del
Espíritu, hace que el “todavía no” se transforme en progresivo “ya” en busca de
su plenitud.
Según lo
anterior podemos decir que el Reino tiene por origen y contenido a Dios, y por
sujeto introductor en la historia a Cristo, que afecta decisivamente al tiempo
y pone al hombre ante nuevas posibilidades, exigencias y amenazas. Lo central
es la innovación teológica (mostración de Dios), a la que sigue la innovación
escatológica (sentido de la historia), la transformación del corazón del hombre
(moral) y la exigencia de configurar la vida en correspondencia con la forma en
que Dios se ha manifestado (proyecto social).
Los milagros
de Jesús como signo de su divinidad
Varones
israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios
entre vosotros con milagros, prodigios y señales…a éste..., después de fijarlo
(en la cruz)..., le disteis muerte. Al cual Dios lo resucitó después de soltar
las ataduras de la muerte (Hch 2, 22-24).
Los relatos de
milagros son posteriores a la muerte y resurrección de Jesús y reciben de ellas
una luz que permite a los evangelistas interpretarlos como anticipaciones de la
potencia con que Dios actuó definitivamente en la resurrección, como signos
reveladores de la identidad de Jesús y expresivos del Reino que llega con él.
Los milagros de Jesús tienen su fuente en el corazón
amoroso y misericordioso de Dios que vive y vibra en su mismo corazón humano.
Jesús los realiza para superar toda clase de mal existente en el mundo: el mal
físico, el mal moral, es decir, el pecado, y, finalmente, a aquél que es -padre
del pecado en la historia del hombre: a Satanás. Son obras de Jesús que, en
armonía con la finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí donde
se anida el mal, causa de desorden y desconcierto. Quienes los reciben, quienes
los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo que, según Marcos, -sobremanera
se admiraban, diciendo: -Todo lo ha hecho bien, a los sordos hace oír y a los
mudos hablar- (Mc 7, 37). Los milagros son entonces
motivos de credibilidad porque previamente son realidad salvífica en acto. Como
consecuencia son pruebas para creer en Cristo.
Constatando que están ordenados y estrechamente ligados en la
llamada a la fe. Esta llamada con relación al milagro tiene dos formas: la fe
precede al milagro, más aún, es condición para que se realice; la fe constituye
un efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en aquellos de
quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos de él.
Los milagros
incitaron a las personas a acoger a Cristo, creyéndole. Milagros y fe se exigen
en reciprocidad: donde hay signos para
creer nace la fe, y donde hay fe se pueden percibir los signos de Dios. “Tu fe
te ha salvado” (Cf. Mc 5, 34; 10, 52; Mt 9,22; Lc 17, 19). Donde Jesús no halla
esta fe, tampoco puede obrar milagros (Cf. Mc 6, 5 s; Mt 13, 58). Por
consiguiente, se asume que la fe de los milagros no lo es de portentos, sino
que constituye una confianza en la omnipotencia y providencia de Dios. El
contenido propio de esta fe no son ciertos fenómenos extraordinarios, sino
Dios. Por eso lo que los milagros de Jesús dicen, en definitiva, es que en
Jesús Dios realizaba su plan, que Dios actuó en él para salvación del hombre y
del mundo.
Queda por
comprender que la posibilidad fundamental del milagro depende de nuestra
comprensión de la realidad, del hombre y de Dios. Los milagros no son una
violación o suspensión de las leyes de la naturaleza, sino su extensión significativa
y dinámica, realizada por Dios para significar su voluntad y comunicar su
gracia al hombre. El mundo, que es creación de Dios para el hombre, puede ser
elevado por Dios en un momento concreto a signo de revelación y medio de gracia
para el mismo hombre. Por eso el
milagro deriva de la potencia creadora de Dios, de la potencia obediencial de
la creatura, de la capacidad receptiva de ésta y de la confianza que el hombre
otorga a su creador
SACRIFICIO
Y GLORIFICACIÓN
Muerte de Jesús: “Obediente hasta la
muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 8)
Cuestión
histórica
Todos
los testimonios neotestamentarios concuerdan en que la muerte en cruz de Jesús
fue un hecho histórico. Jesús fue injustamente condenado y sufrió la afrentosa muerte
en cruz. Este género de ejecución de una sentencia capital se reservaba,
en la legislación romana, a los crímenes políticos y a los esclavos carentes de
derechos. Aplicándose no sólo por especialmente cruel, sino también por una
pena sumamente infamante. Cicerón escribe: “La idea de la cruz tiene que
mantenerse alejada no sólo del cuerpo de los ciudadanos romanos, sino hasta de
sus pensamientos, ojos y oídos”
Por tanto, Jesús fue ejecutado como rebelde político. Lo prueba también el título
de la cruz: “Rey de los judíos”
(Mc 15, 26)
Más
difícil que la cuestión de por qué fue condenado Jesús por Pilato, lo es esta
otra: cuál fue la razón de que lo condenara el sanedrín. Pero parece que en el
proceso de Jesús ante el sanedrín (Mc 14, 53-65) jugaron dos cosas: la cuestión
mesiánica, importante para la acusación ante Pilato, y la palabra de Jesús sobre
la destrucción del templo. Con ello se debía probar que Jesús era un falso
profeta y blasfemo, contra lo que existía la pena de muerte (Cf. Lv 24, 16; Dt
13, 5 s; 18, 20; Jer 14, 14s; 28, 15-17). La condena como falso profeta y
blasfemo enlaza con la conducta de Jesús: quebrantamiento del precepto sabático
judío, de las prescripciones sobre pureza, trato con pecadores y eventualmente
impuros y, finalmente, su crítica a la ley. Todo esto socava los fundamentos
del judaísmo. Puesto que en tiempos de Jesús el sanedrín mismo no podía
ejecutar la pena de muerte, se llegó a una mañosa colaboración con la potencia romana ocupante tan odiada
por otra parte. Así que Jesús cayó prácticamente entre el aparato de los poderosos.
En definitiva, lo asesinaron: malentendido, cobardía, odio, mentira, intrigas y
emociones.
La muerte de
Jesús, ajusticiado como un malhechor, constituyó la denegación de todas sus
pretensiones mesiánicas. Las esperanzas puestas en él quedaban truncadas, ya
que nada más contrario a la idea judía del Mesías que un crucificado. La muerte
fue la desacreditación de todo lo que él significó. Él había religado su
mensaje a su persona: las palabras y las acciones recibían del sujeto su última
verdad y credibilidad. Anulada la persona, no quedaba un cuerpo de doctrina ni
unos resultados prácticos, que pudieran subsistir sin él, ni un grupo de
seguidores que pudieran prolongar la acción del maestro. La eliminación del
pastor llevó consigo la dispersión del rebaño. No perduraba nada capaz de ser
prolongado sin la persona. Sin Jesús, su movimiento y su mensaje no tenían
capacidad de continuar.
Su muerte fue
resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo proceso de
gestación, que le permitieron a él percibirla como posible, columbrarla como
inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las actitudes que
iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como expresión
suprema de su condición de mensajero del Reino, cuando trató de mostrar que
éste no sólo estaba llegando al mundo, sino enfrentándose con el supremo poder
negativo: la violencia y el pecado de los hombres, la muerte misma, la lejanía
de Dios.
La muerte de
Jesús tiene, por tanto, que ser leída y entendida desde su condición de
mensajero del Reino, a la vez que desde la experiencia de la resurrección, o
acreditación de ese mensajero por Dios más allá de la desacreditación que los
hombres hicieron de él. Reino, muerte
y resurrección constituyen el triángulo
hermenéutico desde dentro del cual hay que comprender el destino y la
persona de Jesús.
Jesús se
entrega para la Salvación de la humanidad
A
partir del acontecimiento pascual, los testigos neotestamentarios atribuyen a
la muerte en cruz de Jesús una importancia salvífica universal. Jesús aceptó la
muerte, por obediencia a la voluntad de su Padre, como un sacrificio en virtud
del cual se expía el pecado y se abre la nueva alianza como comunión eterna de
vida de los hombres para todos cuantos se abren a su vez, en la fe y en el
amor, al reino de Dios.
Estos
testigos han conseguido descubrir la importancia salvífica de la cruz: “Cristo
murió por nuestros pecados” (1 Cor 15,3). La entrega del Hijo es la revelación
del ser-para del Padre. Esta entrega tiene su correspondencia y encuentra su
figura histórica en la autoentrega libre y espontánea del Hijo al Padre para
implantar el reino de Dios como magnitud definitivamente aceptada por los
hombres. Es el Hijo de Dios “que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal
2,20; cf. 1 Tim 2,5) “como ofrenda y víctima agradable a Dios” (Ef 5,2.25).
Cuando Jesús dice: “El Hijo del hombre... no ha venido a ser servido, sino a
servir y dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45) resume en estas
palabras el objetivo esencial de su misión mesiánica: “dar su vida en rescate”
es una misión redentora.
De
muchas maneras se intenta probar que Jesús mismo atribuyó a su muerte un
significado soteriológico. Los Evangelios presentan otros momentos y palabras,
de los que resulta la orientación de la conciencia de Jesús hacia la muerte
sacrificial. …en aquella imagen de los amigos del esposo, sus discípulos, que
no debían "ayunar" mientras el Esposo está con ellos: “Días vendrán
en que les será arrebatado el Esposo, prosigue Jesús y en aquel día ayunarán”
(Mc 2, 20). Es una alusión significativa que deja traslucir el estado de
conciencia de Cristo en el momento en que los Apóstoles parecían haber llegado
a la convicción de que Jesús era el verdadero Mesías (el “Cristo”), convicción
expresada por aquella exclamación de Simón Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo
de Dios vivo” (Mt 16, 16), que podía considerarse como el punto culminante del
camino de maduración de los doce en la ya notable experiencia adquirida en el
seguimiento de Jesús. Y he aquí que, precisamente tras esta profesión, Cristo
habla por primera vez de su pasión y muerte: “Y comenzó a enseñarles que el
Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Mc 8, 31;
cf. también Mt 16, 21; Lc 9, 22).
A la luz del
final, hay que afirmar que Jesús supo, de manera radical y fundamental, cuál
era la valencia salvífica que Dios otorgaba a su muerte por todos los hombres,
y que integraba su adhesión al proyecto paterno, de forma que la salvación
ofrecida no sólo fuera un don del Padre a los hijos sino una conquista del
Primogénito en favor de sus hermanos.
Lo
que más destaca en la pasión y muerte de Cristo es su perfecta conformidad con
la voluntad del Padre, con aquella obediencia que siempre ha sido considerada
como la disposición más característica y esencial del sacrificio. San Pablo dice de Cristo que se “hizo obediente
hasta la muerte de Cruz” (Flp 2, 8), 8). Pero es Él mismo el que en vida y en
muerte, según los Evangelios, se ofreció a sí mismo al Padre en plenitud de obediencia. “No sea lo que yo
quiero sino lo que quieras Tú” (Mc 14, 36). “Padre en tus manos pongo mi
espíritu” (Lc 23, 46).
Esta
obediencia y servicio suyos hasta la muerte se convirtieron en el único lugar,
en que la llegada prometida del reino de Dios pudo hacerse realidad de un modo
que hizo saltar todos los esquemas existentes hasta entonces. La muerte obediente de Jesús es, pues,
resumen, concreción y cima definitiva y superadora de todo respeto de toda su
actividad. La significación salvífica de Jesús no se limita exclusivamente a su
muerte. Pero tal significación experimenta en la muerte de Jesús su claridad y
definitividad última. Von Balthasar,
menciona al respecto: “Al morir Jesús debió saber de modo misterioso pero real
por quién entregaba su vida, pues en caso contrario no sería él el que nos
salva, y su muerte no sería para nosotros más que un acontecimiento extrínseco”.
Si
en cuanto obra de los hombres la muerte de Jesús es un crimen y en cuanto obra
del propio Jesucristo es un servicio y sacrificio por sus hermanos, en cuanto
obra de Dios es el Don del Padre, que se entrega a sí mismo entregando su
Primogénito a todos los hermanos para que la vida de él se convierta en la vida
de ellos, para que con su potencia santificante y sanadora destruya sus
pecados, los integre a la filiación y les confiera el Espíritu.
La
muerte de Jesús permite así tres lecturas: a) Es la muerte de un
judío, situable dentro de la historia de su pueblo, como un particular en
un marco particular, b) Es la muerte del Mesías, que realiza su
destino en clara conciencia y decidida libertad, c) Es la muerte del
Hijo en la que Dios como Padre está implicado, compartiendo desde dentro el
destino de la creatura, sabiendo así de la soledad del pecador, de la agonía en
la existencia y del abismo en el morir. En este sentido es también la muerte
que Dios muere, la que le tiene como sujeto activo y no sólo como objeto
pasivo; así es muerte de Dios. Como poder aniquilador la muerte
no tiene capacidad para actuar sobre Dios. Pero Dios tiene capacidad de
compartir lo que es el humano morir como acontecer, pasión, expolio y tránsito. Para ser fiel a la alianza con sus
creaturas, que saben del morir y padecen la muerte; para compartir destino con
cada hombre y por cada hombre.
Así
puede Santo Tomás afirmar que la primera razón de conveniencia que explica la
liberación humana mediante la pasión y muerte de Cristo es que "de esta
forma el hombre conoce cuánto lo ama Dios, y el hombre, a su vez, es inducido a
amarlo: en tal amor consiste la perfección de la salvación humana" (III,
q. 46, a. 3). Aquí el Santo Doctor cita al Apóstol Pablo que escribe: "La
prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores,
murió por nosotros" (Rom 5, 8)
Resurrección: “Resucitado por nuestra
justificación” (Rm 4, 25)
La Resurrección de Jesús como proeza escatológica de
Dios
La
resurrección invierte el juicio histórico de los hombres, en cuanto que ella es
la acción, el juicio y la manifestación escatológica de Dios que afirma a
Cristo en la vida frente a la muerte, lo hace partícipe de su poder y gloria,
reúne a los discípulos, legitima la historia anterior, e identifica al
protagonista como el Hijo. Si la muerte significó la negación de la propuesta
mesiánica, la resurrección significa la negación de la muerte y la devolución
de todas las esperanzas que Jesús había suscitado en los hombres, a la vez que
otras que entonces no habían podido percibir. Con la resurrección da comienzo el
lento y duro esfuerzo de interpretación de la muerte de Jesús en el horizonte
de Dios. Los creyentes en él la vieron prevista en el plan divino de salvación,
y comprendieron que los hombres fueron agentes de algo que excedía su
conocimiento y, sin saberlo, ejecutaron ese proyecto de salvación.
El origen de la fe pascual debe situarse en un suceso
fuera del alcance de las posibilidades humanas, a través del cual da Dios a
conocer su unidad con Jesús y le reconoce como a su Hijo y heraldo escatológico
del Reino. En la resurrección revela Dios su nombre, a saber: “El que ha
resucitado a Jesús de entre los muertos” (Gal 1,1; Rom 4,24; 2 Cor 4,14; Ef
1,20; Col 2,12). El Dios de la creación y de la alianza, “que da vida a los
muer tos y a la misma nada llama a la existencia” (Rom 4,17), se revela en la
resurrección del Hijo como “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (2 Cor
1,3; 11,31; Ef 1,3; Col 1,3; 1 P 1,3).
La resurrección de Jesús representa no sólo la decisiva acción
escatológica de Dios, sino su autorrevelación escatológica; en ella se revela definitiva e insuperablemente quién es Dios: aquel cuyo poder abarca vida y muerte, ser y no ser, aquel que es amor
y fidelidad creadoras, el poder
de la nueva vida. La resurrección de Jesús es revelación y realización
del reino de Dios anunciado por Jesús. En la resurrección de Jesús de entre los
muertos manifestó Dios su fidelidad en el amor y se identificó definitivamente con Jesús y su causa. La fe en la resurrección de
Jesucristo se funda, pues, en la profesión más fundamental de la fe como tal,
en la fe en la posibilidad creadora y en la fidelidad de Dios.
Dado que esta poderosa acción escatológica de Dios en
favor de Jesús, muerto en la cruz, se sustrae a todo género de verificación
empírica, tan sólo el autotestimonio de Jesús, en cuanto mediador del reino
divino que vive junto a Dios, puede ser el factor desencadenante del kerygma de
Pascua y de la confesión pascual de los discípulos. A través del testimonio de
los discípulos se les abre a los destinatarios de su predicación una vía de
acceso al acontecimiento pascual y a la persona de Jesús de Nazaret resucitado.
La resurrección: evento histórico y al mismo tiempo
meta-histórico, permite la afirmación de la fe.
Podemos ver en la resurrección un evento
histórico, en el sentido que sucedió en una circunstancia precisa de lugar y
tiempo: El tercer día después de la crucifixión, en Jerusalén, en el sepulcro
que José de Arimatea puso a disposición (cf. Mc 15, 46), y en el que había sido
colocado el cuerpo de Cristo, después de quitarlo de la cruz. Precisamente se
encontró vacío este sepulcro al alba del tercer día.
Pero la resurrección, aún siendo un evento determinable
en el espacio y en el tiempo, trasciende y supera la historia. Nadie vio el
hecho en sí. Nadie pudo ser testigo ocular del suceso. Fueron muchos los que
vieron la agonía y la muerte de Cristo en el Gólgota, algunos participaron en
la colocación de su cadáver en el sepulcro, los guardias lo cerraron bien y lo
vigilaron, estaba allí. A continuación fueron muchos los que vieron a Jesús
resucitado. Pero ninguno fue testigo ocular de la resurrección. Ninguno pudo
decir cómo había sucedido en su carácter físico. Y menos aún fue perceptible a
los sentidos su más íntima esencia de paso a otra vida.
En efecto, la resurrección de Cristo no fue una vuelta a
la vida terrena, como habla sucedido en el caso de las resurrecciones que él
habla realizado en el período prepascual: la hija de Jairo, el joven de Naím,
Lázaro. Estos hechos eran sucesos milagrosos (y, por lo tanto,
extraordinarios), pero las personas afectadas volvían a adquirir, por el poder
de Jesús, la vida terrena-ordinaria. Al llegar un cierto momento, murieron
nuevamente (Cf. Jn 12, 10).
En el caso de la resurrección de Cristo, todo es
esencialmente distinto. En su cuerpo resucitado. El pasa del estado de muerte a
otra vida, ultra-temporal y ultra-terrestre. El cuerpo de Jesús es colmado del
poder del Espíritu Santo en la resurrección, es hecho partícipe de la vida
divina en el estado de gloria (cf. 1 Co 15, 47 ss.).
En este sentido, la resurrección de Cristo se
encuentra más allá de la pura dimensión histórica, es un suceso que pertenece a
la esfera meta-histórica, y por eso escapa a los criterios de la mera
observación empírica del hombre. Es verdad que Jesús, después de la
resurrección, se aparece a sus discípulos, habla, conversa y hasta come con
ellos, invita a Tomás a tocarlo para que se cerciore de su identidad: pero esta
dimensión real de su humanidad total encubre la otra vida, que ya le pertenece
y que le aparta de lo normal de la vida terrena ordinaria y lo sumerge en el
misterio.
Testimonios sobre la resurrección de Cristo
La convicción de que verdaderamente Dios ha resucitado a Jesús
para nuestra salvación es el contenido y presupuesto de todo el NT, de forma
que no es que en él encontremos afirmaciones que hablen aisladamente de la resurrección sino que ella es el presupuesto de todos los relatos
históricos, de todas las confesiones de fe, de todo el anuncio a los paganos,
de todas las discusiones con los judíos, de su relectura del AT, de la propia
existencia de la Iglesia y de su acción misionera.
El primero y más antiguo testimonio escrito sobre la
resurrección de Cristo se encuentra en la primera Carta de San Pablo a los
Corintios. En ella el Apóstol recuerda a los destinatarios de la Carta (hacia
la Pascua del año 57 d. C.): Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi
vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que
fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se
apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos
hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron.
Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los Apóstoles. Y en último
término se me apareció también a mí, como a un abortivo (1 Co 15, 3-8).
Se tiene claro que las fuentes que nos transmiten la
noticia de la resurrección son de distinta índole:
— confesiones de fe (simples [Flp 2,11; Rom
10,9-11]; ampliadas [1 Tes 1,9-10; Rom 1,1-4]; completas [1 Cor 15,1-11]);
— kerigmas de Pedro y Pablo en Hechos (2,14-36;
3,12-26; 4,8-12; 5,29-32; 10,34-43; 13,16-41);
— textos narrativos de cristofanías personales (Mt
28,9-10; Lc 24,13-55; Jn 20,11-18.24-29) y apostólicas (Mt 28,16-20; Le
24,36-53; Jn 20,19-25);
— himnos (Flp2,6-11;
Col 1,15-20; Ef 1,20-22; 1 Tim3,16; 1 Pe 3,18-22; Heb 1,3-4).
Hay varios tipos de confesiones.
— Existen las formas brevísimas, que unen el nombre de Jesús
con un predicado nominal: “Jesús Señor”, o verbal: “El Señor vive”, “Dios lo ha
resucitado”.
— Existen también las fórmulas de varios miembros, que
unen la muerte con la significación salvífica (1 Tes 4,14; Rom 4,25; 8,34; 2
Cor 5,15), con el poder que tiene el Crucificado como Resucitado (Rom 1,3;
10,9), junto con el Maranathá (1 Cor 16,22; Ap 22,20); con la conversión
y el bautismo (Rom 6,3; Col 2,12); con la vida presente y futura del bautizado
(Rom 6,8-11; 1 Tes 4,14).
La verdad sobre la
resurrección no es un producto de la fe de los Apóstoles o de los demás
discípulos pre o post-pascuales. De los textos resulta más bien que la fe
prepascual de los seguidores de Cristo fue sometida a la prueba radical de la
pasión y de la muerte en cruz de su Maestro. La fe de los discípulos es el
signo históricamente verificable que remite al acontecimiento pascual, un signo
a través del cual se hace accesible este mismo acontecimiento.
Del mismo modo que el Padre
resucitó de entre los muertos, por el poder del Espíritu, al mediador mesiánico
de su reino y reveló de este modo su palabra divina (es decir, al Hijo
intradivino del Padre) en la humanidad de Jesús (Rom 1,3; 8,11), así también,
sólo por medio del Espíritu Santo puede llegarse al enunciado de fe humano de
la unidad de Jesús con el Padre y de su entronización en el reino de Dios:
“Nadie puede decir "Jesús es el Señor" sino en el Espíritu Santo” (1
Cor 12,3).
La corporeidad pneumática de Cristo resucitado
La fe parte del hecho de que Dios ha actuado en favor de
Jesús, ya muerto, y confiesa la salvación y la consumación del hombre Jesús en
todos los elementos metafísicos materiales y espirituales constitutivos de la
esencia humana. Pero este contenido de fe no puede traducirse a un continuum
espacio-temporal visible, en el que fuera posible comprobar su veracidad o
su falsedad según criterios objetivos y empíricos.
A la pregunta de cómo puede ser posible una resurrección
corporal responde Pablo a los corintios que muere un cuerpo corruptible y es
resucitado en la incorruptibilidad. El principio vital natural donado por Dios
en el acto creador es abarcado por el Pneuma
santo de Dios, es decir, por la vida divina que se autocomunica. “Se siembra un
cuerpo animal, y despierta un cuerpo espiritual. Pues si los cuerpos con vida
animal son una realidad, también lo son los cuerpos espirituales.” ( l Cor 15,44).
A diferencia del primer hombre, Adán, Jesucristo existe como el hombre del eskhaton
en virtud del Pneuma divino de
Dios (cf. 1 Cor 15,45).
Ya la constitución de la humanidad de Jesús por medio del
Espíritu Santo y la conexión de su divinidad y la humanidad en virtud de este
mismo Espíritu indican una relación íntima entre su corporeidad y su alma
espiritual y la voluntad salvífica de Dios, de tal suerte que Jesús se ha
convertido, precisamente en virtud de su corporeidad terrena y transfigurada,
en el símbolo real del nuevo cielo y la nueva tierra del Reino escatológico.
No se pretende con ello afirmar que la actividad
trascendente de Dios quede sometida a los procedimientos de verificación en el
nivel de la causalidad de la materia, entendida ésta en el sentido metodológico
de la cantidad. Esto equivaldría a rebajar a la revelación a la condición de un
proceso natural. La fe apoyada en el Espíritu Santo parte de que Dios no salva
al hombre, por encima de toda la capacidad de comprensión humana, en un espacio
situado más allá de la creación, sino que en el acontecimiento redentor abarca
también al mundo creado, incluida la materia.
Hechos y Signos de la Resurrección
El kerygma pascual está testificado en el Nuevo Testamento
en dos contextos de transmisión. Se distingue entre:
1. Los relatos de las apariciones pascuales de Jesús a
los discípulos. Esta tradición está centrada en Galilea, adonde habían
huido los seguidores de Jesús tras la prisión y muerte del Maestro.
2. Los relatos sobre el sepulcro vacío, que
apuntan a Jerusalén como su lugar de Origen. A diferencia de la tradición
originaria del kerygma pascual de las fórmulas de confesión -que se limitan a
testificar el hecho del acontecimiento y las apariciones pascuales de Jesús-
los evangelios sinópticos y Juan aportan una proclamación pascual de tendencia
más narrativa.
Apariciones (La
autorrevelación del Señor resucitado)
Las apariciones son el lugar concreto donde el Resucitado
se inserta en la historia, dándose a ver a hombres concretos, que por haberle
conocido antes pueden reconocerle, percibiendo la identidad personal entre el
anterior y el presente (Lc 24,39).
El conocimiento de la realidad del acontecimiento
trascendente fue provocado por las apariciones pascuales. Cuando el resucitado
se dio a conocer como el crucificado y se identificó con él, comprendieron los
discípulos la unidad de la revelación de Dios y Jesús y entraron a participar
en la unidad vital del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo a través de la
mediación del Señor crucificado y resucitado (cf. Gal 4,4-6; Jn 4,2)
Aquí es Jesús mismo el sujeto que se da a conocer a los
discípulos. No se pone al alcance de la vista al modo de las cosas accesibles a
la experiencia natural. Es necesario que
sea él mismo quien tome la iniciativa de abrirse al conocimiento de los
discípulos y de crear los presupuestos cognitivos que surgen de Dios mismo y en
el marco de los cuales pueden ellos identificarle con Jesús de Nazaret
crucificado. Jesús sale de la realidad de Dios y se sitúa en el horizonte de
comprensión de sus seguidores, un horizonte iluminado por la presencia del
Espíritu Santo (1 Cor 12,3).
Los relatos de las apariciones constituyen el punto de
inserción de Jesús en el mundo y la referencia a nuestra historia, en clara conciencia
de que la realidad del Resucitado no es descriptible ni fijable. Quienes han
recibido las apariciones-autorrevelaciones de Jesús no han intentado
demostrarlas ni han tratado de revivirlas después sino sólo testimoniarlas,
reconstruyendo todo lo anterior a la luz del Resucitado, iniciando una historia
nueva y poniéndose a su servicio.
La
tumba vacía
La primitiva tradición de las apariciones pascuales no se
planteó, en un primer momento, el sepulcro vacío como tema de reflexión
específico, aunque se le puede deducir, de forma implícita, de las fórmulas de
confesión prepaulinas (1 Cor 15,3-5). E n ella se habla del sujeto Cristo, que
murió, fue sepultado y al tercer día fue resucitado. El término
metafórico “resurrección” alude inequívocamente al acto de “ponerse en pie”, de
“levantarse” el cuerpo muerto y salir del sepulcro. El “sepulcro” es, en
efecto, el sello de la muerte de Jesús y el cadáver la prueba de que realmente
había muerto. Así, pues, la resurrección no acontece más allá del mundo, sino
que está referida a la historia y el ser de Jesús, de los que sus restos mortales
representan el último recuerdo.
A medida que pasó el tiempo, junto a las apariciones se
tienen los relatos de la tumba vacía. Los evangelios relatan el hecho
juntamente con las apariciones, sin intentar fundar la realidad positiva de la
resurrección sobre el hecho negativo de la ausencia del cadáver. La ausencia
del cadáver es un signo que, en la luz de anteriores y posteriores experiencias
del encuentro con el Jesús vivo, recibe un peso propio. Por eso San Juan: “Vio
y creyó” (20,8). Ahora bien, un signo nunca es una prueba automática de
la realidad hacia la que orienta o abre.
La resurrección es una verdad que, en su dimensión más
profunda, pertenece a la Revelación divina: en efecto, fue anunciada
gradualmente de antemano por Cristo a lo largo de su actividad mesiánica
durante el período prepascual. Muchas veces predijo Jesús explícitamente que,
tras haber sufrido mucho y ser ejecutado, resucitaría. (Mc 8, 31-32) (Mc 9, 11;
Mc 9, 31-32). Mc 10, 33-34). En el ámbito de los acontecimientos pascuales, el
primer elemento ante el que nos encontramos es el sepulcro vacío.
En efecto, se nos dice que las mujeres, y sucesivamente
los Apóstoles, se encontraron ante un signo particular: el signo de la victoria
sobre la muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba
la muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer anuncio de
que allí había sido derrotada la muerte. se decían entre sí: “¿Quién nos
retirará la piedra de la puerta del sepulcro?” (Mc 16, 3)
Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto
por el signo se concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la
percepción aún tímida e incierta se convierte en convicción y, más aún, en fe
en Aquel que ha resucitado verdaderamente.
La exaltación de
Jesús a la derecha del Padre
La ascensión al cielo constituye la etapa final de la
peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios, consustancial al Padre, que se
hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece
estrechamente conectada con la primera, es decir, con su descenso del cielo,
ocurrido en la encarnación. Cristo “salido del Padre” (Jn 16, 28) y venido al mundo
mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, “deja el mundo
y va al Padre” (cf. Jn 16, 28). La humanidad abandonada a sí misma, a sus
fuerzas naturales, no tiene acceso a esa casa del Padre (Jn 14, 2), a la
participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al
hombre este acceso: Él, el Hijo que bajó del cielo, que salió del Padre
precisamente para esto.
Precisamente hacia el final de su ministerio, cerca ya la
Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el que abriría a la humanidad el
acceso a la “casa del Padre” por medio de su cruz: “cuando sea levantado en la
tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). La elevación en la cruz es el
signo particular y el anuncio definitivo de otra “elevación”, que tendrá lugar
a través de la ascensión al cielo. El Evangelio de Juan vio esta “exaltación”
del Redentor ya en el Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.
Esta exaltación de Jesús a la derecha del Padre se
identifica de modo más pleno con el acontecimiento de la resurrección. Pero
aquí, las expresiones acerca de la “exaltación” acentúan el aspecto de que el
Mesías comparte el trono con Dios (cf. Sal 110,1-4). Pablo y Juan renuncian a
exponer esta idea a través de imágenes. Cuanto al contenido, ambos dicen lo
mismo cuando hablan de la unidad de la acción soteriológica del Padre y del
Hijo. La marcha de Jesús al Padre le lleva “al cielo”.
La expresión no se refiere a un lugar espacial situado
más allá del mundo, sino a la comunión de vida de Jesús con el Padre y al
ejercicio compartido del reinado divino del Padre y del Hijo. En la cristología
lucana se abre un intervalo de 40 días entre la resurrección y la ascensión al
cielo, pero no se establece una separación objetiva entre ambos sucesos. La ascensión
coincide con la última aparición pascual (Lc 24,51; Hch 1,1-4; cf. Mc 16,19; 2 Re
2,3.11; 1 Pe 3,22; 1 Tim 3,16; Col 1,16; 1 Tes 1,9). Esto no excluye una autorrevelación del resucitado a Pablo en un
momento posterior (Hch 9,4; Gal 1,16).
Lucas no entiende la ascensión de Jesús al cielo (Hch
1,9-11) como un movimiento físicamente comprobable, sino como un acontecimiento
de la revelación. La “nube”, la sombra (cf. Lc 1,35) tras la que se oculta la
luz gloriosa de Dios, significa el límite de la experiencia mundana natural
frente a la experiencia trascendental del poder y de la presencia de Dios en el
mundo transmitida por la fe (cf. Éx 13,21).
El resucitado no se aleja, en ascensión vertical, de la
superficie de la tierra. Al contrario,
en la historia plena y consumada del hombre Jesús está por siempre presente aquí
“por nosotros”, los hombres (Mt 28,20). Ciertamente, cuando Cristo subió al
cielo, esta coexistencia e intersección entre el Ahora eterno y el tiempo
terreno se disuelve, y queda el tiempo de la Iglesia peregrina en la historia.
La presencia de Cristo es ahora invisible y “supratemporal”, como la acción del
Espíritu Santo, que actúa en los corazones.
Aún más, la presencia invisible de Cristo se actúa en la
Iglesia también de modo sacramental. En el centro de la Iglesia se encuentra la
Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos “se
escandalizaron” (cf. Jn 6, 61), ya que hablaba de “comer su Cuerpo y beber su
Sangre”. Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: “¿Esto os escandaliza? ¿Y
cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?... El Espíritu es
el que da la vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6, 61-63).
MISIÓN DE
JESUCRISTO
Jesús anuncia la
Buena Nueva y Revela al Padre
Hasta ahora
hemos intentado demostrar quién es Jesucristo. Lo hemos hecho, en un primer
momento, a la luz de la Sagrada Escritura. Jesucristo -verdadero Dios y
verdadero hombre-, consubstancial al Padre (y al Espíritu Santo) en cuanto a la
divinidad; consubstancial a nosotros en cuanto a la humanidad: Hijo de Dios y
nacido de María Virgen.
Él, desde el
comienzo de su actividad mesiánica, manifiesta en primer lugar su misión de
anunciar el evangelio. Él mismo dice que “ha venido” (del Padre) (cf. Mc 1,
38), que “ha sido enviado” para “anunciar la Buena Nueva del reino de Dios”
(cf. Lc 4, 43). Aunque Jesús afirma claramente que su misión está ligada a la “casa
de Israel”, al mismo tiempo, da a entender, que la doctrina predicada por Él -la
Buena Nueva- está destinada a todo el género humano.
El término mismo
“Buena Nueva” indica el carácter fundamental del mensaje de Cristo. Dios desea
responder al deseo de bien y felicidad, profundamente enraizado en el hombre.
Se puede decir que el Evangelio, que es esta respuesta divina, posee un
carácter “optimista”. Sin embargo, no se trata de un optimismo puramente
temporal, un eudemonismo superficial; no es un anuncio del “paraíso en la
tierra”. La “Buena Nueva” de Cristo plantea a quien la oye exigencias
esenciales de naturaleza moral; indica la necesidad de renuncias y sacrificios;
está relacionada, en definitiva, con el misterio redentor de la cruz. Efectivamente,
en el centro de la “Buena Nueva” está el programa de las bienaventuranzas (cf.
Mt 5, 3-11).
Este es, pues,
“el Evangelio del reino”, anunciado al hombre, (en este sentido, se puede decir
que es “antropocéntrica”) visible en toda la misión de Cristo, está enraizada
en una dimensión “teocéntrica”, que se llama precisamente reino de Dios. Jesús
anuncia el Evangelio de este reino, y, al mismo tiempo, realiza el reino de
Dios a lo largo de todo el desarrollo de su misión, por medio de la cual el
reino nace y se desarrolla ya en el tiempo, como germen inserto en la historia
del hombre y del mundo. Esta realización del reino tiene lugar mediante la
palabra del Evangelio y mediante toda la vida terrena del Hijo del hombre,
coronada en el misterio pascual con la cruz y la resurrección.
Esta es la
verdad clave para comprender la misión de Cristo: Jesús revela a Dios del modo
más auténtico, porque está fundado en la única fuente absolutamente segura e
indudable: la esencia misma de Dios. El testimonio de Cristo tiene, así, el
valor de la verdad absoluta.
En el Evangelio
de Juan encontramos al final del prólogo: “A Dios nadie le ha visto jamás. El
Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1, 18). Si la
misión esencial de Cristo es revelar al Padre, que es “nuestro Dios” (cf. Jn
20, 17) al propio tiempo Él mismo es revelado por el Padre como Hijo. Este Hijo
“siendo una sola cosa con el Padre” (cf. Jn 10, 30), puede decir: “El que me ha
visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9). En Cristo, Dios se ha hecho
“visible”: en Cristo se hace realidad la “visibilidad” de Dios. Lo ha dicho
concisamente San Ireneo: “La realidad invisible del Hijo era el Padre y la
realidad visible del Padre era el Hijo” (Adv. haer., IV, 6, 6).
Así, pues, en
Jesucristo, se realiza la autorrevelación de Dios en toda su plenitud. En el
momento oportuno se revelará luego el Espíritu que procede del Padre (cf. Jn
15, 26), y que el Padre enviará en el nombre del Hijo (cf. Jn 14, 26).
Como “testigo
fiel” Jesús cumple la misión recibida del Padre en la profundidad del misterio
trinitario. Era una misión eterna, incluida en el pensamiento del Padre que lo
engendraba y predestinaba a cumplirla “en la plenitud de los tiempos” para la
salvación de todo hombre y para el bien perfecto de toda la creación. Jesús
tenía conciencia de esta misión suya en el centro del plan creador y redentor
del Padre; y, por ello, con todo el realismo de la verdad y del amor traídos al
mundo, podía decir: “Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia
mí” (Jn 12, 32).
La salvación de
de Dios otorgada en Cristo
El Símbolo de la
fe apostólica expresa con estas palabras: “Por nosotros los hombres y por
nuestra salvación bajó del cielo”. Lo esencial en toda la misión de Cristo es
la obra de la salvación, que está indicada “en el mismo nombre de Jesús”
(Yeshûa' = Dios salva), que se le puso en la anunciación del nacimiento del
Hijo de Dios, cuando el Ángel dijo a José: “(María) dará a luz un hijo, y tú le
pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,
21). Con estas palabras, que José oyó en sueños, se repite lo que María había
oído en la Anunciación: “Le pondrás por nombre Jesús” (Lc 1, 31). Muy pronto
los ángeles anunciaron a los pastores, en los alrededores de Belén, la llegada
al mundo del Mesías (= Cristo) como Salvador: “Os ha nacido hoy, en la ciudad
de David, un salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 11): “...porque él
salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21).
Jesús es el
salvador absoluto y el portador de la esperanza de la humanidad que atrae a
todos a sí. En él ha alcanzado la universalidad de la voluntad salvífica
divina, en la singularidad de un hombre histórico, una concreción insuperable y
ya irrevocable. Jesús es, a través de su humanidad, el camino por el que
la Palabra de Dios llega a los hombres en el curso de la historia, y el camino
asimismo por el que los hombres pueden llegar a Dios. La redención acontece
como una historia humano-divina de comunicación en el amor. Dios Padre se
revela a sí mismo en el Hijo por medio del Espíritu Santo para que los hombres
puedan decir a través del Espíritu y junto con el Hijo Abba, Padre (cf. Gal 4,4-6; Rom 8,15.
29).
La salvación no es, pues, una situación anímica humana distinta de
Dios. La salvación, en su sentido universal, es más bien el mismo Dios en
cuanto que está presente en la autorrealización creada del hombre como centro y
como meta de la vida (en la comunión del amor trinitario). La salvación designa
la relación personal entre Dios y el hombre, que había llegado a su ruptura por
el pecado, pero restablecida en Cristo al aceptar sobre sí, siendo
inocente, los pecados de todos los hombres, al sepultarlos consigo en su muerte
y al revelar y hacer accesible en su resurrección la nueva vida de comunión con
Dios en el amor (cf. Rom 4,25; 8,3; 2Cor 5,21; Gal 3,13; Heb 4,15).
Por
consiguiente, la caída generalizada, fundamentada en Adán, en la muerte, el más
cruel enemigo del hombre, ha quedado superada en Cristo. Con su resurrección ha
ganado la vida nueva para todos nosotros. Adentrando a la humanidad en la
relación filial con el Padre y de la vida interna de Dios como amor (cf. Gal
4,4-6; Rom 8,29; Col 1,18; Ef 1,5).
La liberación
del hombre realizada por Cristo
“Salvar” quiere
decir: liberar del mal. Jesucristo es el Salvador del mundo porque ha venido a
liberar al hombre de ese mal fundamental, que ha invadido la intimidad del
hombre a lo largo de toda su historia, después de la primera ruptura de la
alianza con el Creador.
Jesucristo es el
Salvador en este sentido fundamental de la palabra: llega a la raíz del mal que
hay en el hombre, la raíz que consiste en volver las espaldas a Dios, aceptando
el dominio del “padre de la mentira” (cf. Jn 8, 44) que, como “príncipe de las
tinieblas” (cf. Col 1, 13) se ha hecho, por medio del pecado (y siempre se hace
de nuevo), el “príncipe de este mundo” (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11).
El significado
más inmediato de la obra de la salvación, que ya se ha revelado con el
nacimiento de Jesús, lo expresará Juan el Bautista en el Jordán. Pues, al señalar
en Jesús de Nazaret al que “tenía que venir”, dirá: “He aquí el cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). En estas palabras se contiene
una clara referencia a la imagen de Isaías del Siervo sufriente del Señor. El
Profeta habla de Él como del “cordero” que es llevado al matadero, y Él, en
silencio (“oveja muda”: Is 53, 7), acepta la muerte, por medio de la cual “justificará
a muchos, y las culpas de ellos él soportará” (Is 53, 11). Así la definición “cordero
de Dios que quita el pecado del mundo”, enraizada en el Antiguo Testamento,
indica que la obra de la salvación -es decir, la liberación de los pecados-se
llevará a cabo a costa de la pasión y de la muerte de Cristo. El Salvador es al
mismo tiempo el Redentor del hombre. Realiza la salvación a costa del
sacrificio salvífico de Sí mismo.
El “rescate por
todos” -el infinito “coste” de la Sangre del Cordero-, la redención “eterna”:
este conjunto de conceptos, contenidos en los escritos del Nuevo Testamento,
nos hace descubrir en sus mismas raíces la verdad sobre Jesús (= Dios salva),
el cual, como Cristo (= Mesías, Ungido) libera a la humanidad del mal del
pecado, enraizado por herencia en el hombre y cometido siempre de nuevo. Cristo-liberador:
El que libera ante Dios. Y la obra de la redención es también la
“justificación” obrada por el Hijo del hombre, como “mediador entre Dios y los
hombres” (1 Tim 2, 5) con el sacrificio de Sí mismo, en nombre de todos los
hombres.
Salvación realizada
por amor, permite la reconciliación
El testimonio
del Nuevo Testamento es particularmente fuerte. Contiene no sólo una limpia
imagen de la verdad revelada sobre la “liberación redentora”, sino que se
remonta a su altísima fuente, que se encuentra en el mismo Dios. Su nombre es
Amor.
Esto es lo que
dice Juan: “En esto consiste el amor: No en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados” (1 Jn 4, 10). En esto precisamente se contiene la revelación más
completa del amor con que Dios amó al hombre: esta revelación se ha realizado
en Cristo y por medio de Él. “En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él
dio su vida por nosotros...” (1 Jn 3, 16).
Así, pues, el
hombre liberado por Cristo, no sólo recibe la remisión de los pecados, sino que
además es elevado a “una nueva vida”. Cristo, como autor de la liberación del
hombre, es el creador de la “nueva humanidad”. En Él nos convertimos en “una
nueva creación” (cf. 2 Cor 5, 17). La liberación salvífica, obra completa de
Cristo. Ella pertenece a la esencia misma de su misión mesiánica. Jesús hablaba
de ello, por ejemplo, en la parábola del Buen Pastor, cuando decía: “Yo he
venido para que (las ovejas) tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,
10). Se trata de esa abundancia de vida nueva, que es la participación en la
vida misma de Dios.
La humanidad
entera es creada nuevamente como el “Hombre Nuevo... según Dios, en la justicia
y santidad de la verdad” (Ef 4, 24). La reconciliación de todos con Dios por
medio de Cristo tiene que ser la reconciliación de todos entre sí; una
dimensión comunitaria y universal de la redención, plena expresión del “ethos
de la redención”.
La Salvación
alcanzada por la mediación de Cristo
Él es nuestra
Salvación en la medida en que en el encuentro con él participamos en su
relación con Dios. De esta forma el hombre participa de la vida y del futuro de
Dios. Podemos concluir con un aporte de Olegario Gonzales de Cardenal:
La salvación puede ser comprendida como don de Dios a los hombres en Cristo
(mediación descendente: Dios actor en Cristo) o como acción de Cristo por los
hombres delante de Dios (mediación ascendente: Cristo actor y los hombres
recibiendo-realizando en él y por él su propia salvación). Cristo es el lugar
común de estos dos movimientos: como Hijo media el don divino a la historia; y
una vez hecho partícipe de nuestra naturaleza y destino de humanidad bajo el
pecado, se hace responsable de nuestra situación y se devuelve como Hijo-Hermano
en súplica y ofrenda al Padre por todos. Su acción en un sentido versa sobre
Dios, haciéndose cargo y presentándole los hermanos “refiliados” con él, y por
ello gratos a sus ojos como le es grato él. En otro sentido la acción de Cristo
versa sobre el poder del pecado y de la muerte para destruirlos; sobre los
hombres para reconciliarlos con Dios, devolviendo la luz y la libertad a los
que están en tinieblas y, por vivir sin Dios, están sin esperanza en el mundo
(Ef 2,12).
B. Sesboüé
ha organizado la soteriología con este esquema de la doble mediación de Cristo.
A la mediación descendente, en la que Dios es oferente de la salvación
al hombre, asigna las siguientes afirmaciones del NT. En ellas Cristo aparece
como:
— Iluminador, y
la salvación como revelación e ilustración.
— Vencedor del
pecado y de la muerte, y la salvación como precio y victoria sobre ellos.
— Liberador de
las situaciones en las que el pecado actúa como señor.
— Divinizador, y
la salvación aparece como integración en la vida de Dios.
— Justificación,
y la salvación como reconstrucción del hombre pecador.
A la
mediación ascendente, en la que está en primer plano la libertad, acción y
pasión del hombre Cristo, corresponderían las siguientes categorías:
— Sacrificio.
— Expiación-propiciación.
— Satisfacción.
— Sustitución,
solidaridad.
— Reconciliación
Así la Encarnación
del Hijo de Dios tiene su fruto en la redención. En la noche de Belén “nació”
realmente el “Salvador” del mundo (Lc 2, 11)
Ibidem,268. “Se advierte bien aquí cómo en la cristología, es decir, en la
configuración de la confesión de fe en Jesús como el Cristo y el Hijo eterno
del Padre, se plantea inevitablemente la problemática básica del cristianismo
como religión revelada”.