EL
PADRE
Sólo
existen dos procesiones inmanentes en Dios: la del Hijo y la del Espíritu Santo. El Padre no procede de ninguna
Persona. Tampoco procede de la esencia divina. Por esta razón se le llama principium sine principio. Él es el principio de todo en el más absoluto y
universal de los sentidos: es el principio del misterio trinitario; es
también el principio de la creación y
de la historia de la salvación. Todo procede de Él y todo es llamado hacia Él. De Él recibe su realidad toda otra paternidad en el
cielo y en la tierra (cfr. Ef 3, 15).
La
paternidad de Dios se extiende a todos los hombres, pero, en Jesucristo, esta
paternidad se revela en una forma radicalmente nueva y con una profundidad
inabarcable. Dios es el Abbá de
Jesús hasta el punto de que la Iglesia
entiende que la filiación de Jesús
implica que, en el seno de la divinidad, se dan en su forma más absoluta
y profunda las relaciones de paternidad y de filiación.
La
relación filial de Jesús al Padre es tan
absoluta que todo el ser de Jesús en su divinidad y en su humanidad no es otra
cosa que filiación. Su modo de ser personal consiste exclusivamente en esta
filiación. En unión con Jesucristo, la vida cristiana está completamente orientada hacia el Padre, pues
tiene como fundamento nuestra filiación divina. Los cristianos son bautizados
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cfr. Mt 28, 19); la oración cristiana
comienza en el nombre del Padre y se dirige a Él por medio de nuestro Señor Jesucristo.
La
historia de la salvación tiene su origen en el Padre. También el misterio de la redención es iniciativa del
Padre: es el Padre quien envía al Hijo y
quien le señala el camino a seguir. Durante su caminar terreno, el Hijo,
obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Fil 2, 8), no tiene otra comida que
dar cumplimiento a la voluntad del Padre (cfr. Jn 4, 34).
La
persona del Padre nos resulta misteriosa, como es misterioso el abismo
insondable del primer principio. Pero, en el Hijo, el Padre se ha revelado
definitivamente a los hombres. Cuando Felipe pide a Jesús que le muestre al Padre, el Señor responde a
la petición diciendo: Felipe, quien me ha visto a mi ha visto al Padre (Jn 14,
9). Quien quiera conocer al Padre, encuentra su viva y perfecta Imagen en Jesús.
En Él especialmente en el misterio de su
muerte y resurrección se revela en forma inefable el rostro de Dios.
Tendremos
en cuenta lo que dice la Sagrada Escritura sobre el Padre y el
desarrollo que esta enseñanza ha encontrado en la tradición de la Iglesia. Algunas
de las cuestiones se han considerado en
el contexto en que surgieron, como respuesta los herejes durante el periodo
patrístico y posteriormente.
En
este capítulo presento un resumen de las principales afirmaciones teológicas en
torno a la Persona del Padre.
EL PADRE, FUENTE Y
ORIGEN DE TODA LA TRINIDAD
La
primera afirmación es que el Padre es fuente y origen de toda Trinidad. El
Padre no procede de otra persona divina. Tampoco procede de la esencia divina,
como si ésta fuese un principio impersonal que, al engendrar, se multiplicase
dividiéndose en Padre e Hijo. El Padre es principio sin principio. Los textos
del Magisterio son suficientemente explícitos a este respecto y, al
enumerarlos, encontramos ya en esbozo los principales rasgos de la teología del Padre:
Atanasio
confiesa que el Padre no es hecho, ni creado, ni engendrado. El Concilio XI de
Toledo añade que el Padre no recibe su origen de ninguno y, por lo tanto, es
fuente y origen de toda la Trinidad. El Padre engendra al Hijo de su propia sustancia,
que es inefable; engendra a alguien que es Dios igual que Él. Él es Padre antes de todos los siglos, de forma
que no hay un momento en que el Padre esté sin el Hijo; tampoco hay un momento
en que el Hijo no haya existido. El Padre es Dios, pero no recibe su divinidad
de nadie; el Hijo es Dios pero recibe su divinidad del Padre. El Concilio IV de
Letrán precisa que no es la esencia divina la que engendra, sino el Padre. El
Concilio de Florencia añade que todo cuanto es o tiene el Padre, no lo recibe de
otro, sino que lo tiene de si mismo, pues es principio sin principio.
Así
pues, el Padre es la fuente de toda la Trinidad y el fundamento y el principio
de su unidad. Esta unidad es la consecuencia de que el Padre entregue al Hijo y
al Espíritu Santo su propia sustancia
totalmente sin división alguna, de forma que el Hijo y el Espíritu tienen la misma sustancia en número que el
Padre. El Padre es la plenitud Fontal, que se comunica tan ’íntimamente a los
que proceden de Él , que Éstos constituyen con El un mismo y único Dios. El
Padre se identifica con la esencia divina y, sin embargo, no es la esencia la
que engendra al Hijo, sino el Padre, que engendra al comunicar su esencia al
Hijo. La persona del Padre es quien engendra al Hijo (principium quod)
entregándole su propia sustancia (principium quo), es decir, la esencia divina.
En
la infinitud de Dios, su paternidad es infinita. Él es Padre infinitamente. Esto quiere decir que
el ser del Padre está embarcado
totalmente en la generación del Hijo. A su vez, el Hijo no existe más que en
este engendramiento. La paternidad del Padre es absoluta y la filiación del
Hijo es también total. En el misterio
de la paternidad divina, el Hijo es esencial a la vida del Padre, a su
subsistencia eterna como Padre, es decir, como persona. La relación del Padre
con Cristo, su Hijo encarnado, es a su vez la expresión, en el interior del
mundo, de este misterio eterno, pues el Verbo comunica a su humanidad su
propio modo personal de existir en la
Trinidad. Lo mismo cabe decir de la procesión del Espíritu. En esta inefable
procesión, el Padre entrega indivisiblemente su ser al Espíritu Santo que, por esta misma razón, es
también Dios.
LOS NOMBRES DE LA
PRIMERA PERSONA
La
fe cristiana afirma rotundamente la unidad de las Personas, pues se identifican
con la esencia divina; afirma con igual fuerza la distinción personal existente
entre ellas. Existe un solo Dios en tres personas realmente distintas. Esta
distinción real lleva consigo el que también
nosotros podamos distinguir las Personas utilizando unos nombres que, en
su sentido nocional, sólo convienen a una persona divina. Con respecto al
Padre, estos nombres son los de Principio, Padre, Ingénito.
a) Principio
El
término principio se puede entender en
sentido esencial o en sentido nocional, es decir, puede entenderse de la
esencia divina o de la persona del Padre. Dios es, en efecto, principio y causa
de todo el mundo extradivino. Las tres Personas son un único principio de la
criatura. Tomado en sentido nocional, el término principio sólo se aplica con propiedad al
Padre por ser principio no principiado. El Hijo, en cambio, es principio
principiado. Conviene subrayar que, cuando se dice, que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un
solo principio, se está considerando que
el Espíritu procede del Hijo en cuanto
Hijo, es decir, en cuanto principiado, pues el Hijo es principium de principio.
La
Sagrada Escritura no aplica el término
principio al Padre. Sin embargo, sí enseña claramente que de El proceden
las otras dos Personas. De ahí que la teología, tanto griega como latina, haya
utilizado el nombre de principio para referirse a lo propio del Padre. Al Padre
corresponde en forma única el nombre de
principio.
Este
nombre ha de entenderse despojado de toda imperfección, tanto con respecto al
Padre como con respecto a las otras dos Personas. Al aplicarlo al Padre sólo se
significa que de Él proceden el Hijo y
el Espíritu Santo. No se significa, en
cambio, que haya en Dios prioridad y posterioridad, superioridad o
inferioridad; sólo se significa que entre las Personas hay una relación eterna
de origen.
Nos
es conocida ya la diferencia existente entre griegos y latinos a la hora de
utilizar los nombres de causa y principio. Los griegos utilizan casi
sinónimamente los nombres de principio y causa, aunque dejando claro que, en
Dios, no hay ni antes ni después, y que la generación del Verbo y la procesión
del Espíritu son eternas. Causa aparece
así como sinónimo de principio.
Con este uso, ponen de relieve la radicalidad
con que se dice del Padre que es el principio de toda la Trinidad. Los latinos
evitan casi siempre aplicar al Padre el nombre de causa, pues entre ellos este
término designa usualmente aquello que
procede como un efecto y que, por tanto, se distingue realmente de su causa en
cuanto a su esencia y a su ser.
Los
griegos no sólo llaman al Padre principio o causa, sino que también llaman al Hijo y al Espíritu principiados y causados. Pero puntualizan que
tanto el Hijo como el Espíritu Santo
carecen de un principio creacional: Ser sin principio de origen sólo
corresponde al Padre; pero ser sin principio de creación, sin principio de
tiempo, conviene también al Hijo, que
no ha sido hecho, ni creado, y que no tiene comienzo. He aquí el fondo de la cuestión, más allá de las cuestiones de lenguaje. El Hijo procede
del Padre en un proceder sin comienzo temporal, en un proceder auténtico e increado. Se trata de una procedencia real,
que está por encima de los límites con que nosotros concebimos la relación entre
el principio y su principiado. Una procedencia que exige que se tome en toda su
fuerza la afirmación agustiniana de que el Padre es el principio de toda la
divinidad, es decir, es principio del Hijo y del Espíritu Santo. Pero es principio eterno, pues el Hijo
y el Espíritu también son eternos.
b) Padre
También el nombre de Padre puede tomarse en sentido
esencial o en sentido nocional. Dios es Padre de los hombres, especialmente,
del pueblo elegido, del rey, del Mesías. Así se lo hemos visto utilizado con
frecuencia en la Sagrada Escritura. También
aparece utilizado a nivel distinto por Jesucristo. Jesús, al utilizar la
expresión Padre dirigiéndose a Dios, significa la paternidad intratrinitaria de
la primera Persona, hasta el punto de que este nombre sólo puede aplicarse a
ella.
La
primera Persona es llamada Padre exclusivamente con respecto al Hijo. Aunque
también sea principio del Espíritu Santo, no se le puede llamar padre del
Espíritu Santo. El nombre de Padre
significa no sólo que el Padre es principio del Hijo, sino también la forma en que la primera Persona es
principio de la segunda: mediante una auténtica generación. El Padre engendra
verdaderamente al Hijo en un acto vital análogo a la generación humana. Más aún
lo engendra perfectísimamente.
El
Padre engendra con perfección infinita al Hijo no sólo porque esta generación
es eterna y sin mutación alguna, sino porque esta generación tiene como
término un hijo tan perfectamente igual
al Padre que es un mismo y único Dios con El.
Se
ha dicho repetidamente que nunca estuvo el Padre sin el Hijo ni el Hijo sin el
Padre. Esta afirmación comporta el hecho de que la paternidad no se puede
concebir como algo que adviene al Padre ya constituido en su ser personal, sino
que el Padre existe como persona en tanto en cuanto engendra al Hijo. La
Persona del Padre está constituida por
su relación al Hijo de igual forma que la persona del Hijo está constituida por su relación al Padre. El
Padre se nos aparece así vuelto en toda su majestad hacia el Hijo. Él es y vive por y para el otro.
En
la generación eterna, el Padre entrega toda la divinidad al Hijo, de forma que
el Hijo posee a su vez la totalidad de la divinidad; el Hijo no participa de la
divinidad del Padre, sino que posee plenamente por donación la misma divinidad
y única divinidad del Padre. La perfecta
igualdad entre Padre e Hijo brota no sólo de la infinita simplicidad de la
sustancia divina que el Padre entrega al Hijo al engendrarle, sino también de la infinita perfección del acto paterno
de engendrar. El Padre se entrega totalmente al Hijo de forma que el Hijo tiene
todo cuanto tiene el Padre. Cuando Jesús
afirma quien me ha visto a mí a visto al Padre (Jn 14, 9) está afirmando que su ser de Hijo refleja
fidelísimamente al Padre y que esta filiación se expresa también en su vivir humano.
El
amor del Padre que se despliega en la generación provoca como respuesta el amor
del Hijo: el Hijo se adhiere al Padre tan completamente como el Padre se
adhiere a Él . Este amor que une al Padre y al Hijo constituye la tercera
persona divina, el Espíritu Santo. El
Espíritu Santo surge como persona
comunión, persona en la que se consuma el amor más perfecto. El Espíritu Santo también posee toda la perfección divina del Padre.
Él la recibe del Padre y del Hijo, pues
el Hijo es en sí mismo don del Padre. Por esta razón se puede decir que en
Él se consuma el amor: toda la fuerza
del amor divino, el del Padre y del Hijo, concluye en Él. La persona del
Espíritu resulta del don que el Padre
hace de sí mismo a través de su Hijo.
Ya
Santo Tomás advierte que el Padre engendra al Hijo con voluntad, es decir, ni
obligado, ni forzado por una necesidad natural. El amor acompaña, pues, la
generación del Verbo. De ahí que San Buenaventura considera que la caridad debe
ser apropiada al Padre. La maternidad divina es la participación creada más
próxima a la Paternidad del Padre celestial con respecto a Jesucristo, pues su
término es idéntico.
La palabra Padre es
exclusivamente relacional: el Padre es Padre con respecto al Hijo. La
generación activa es propia y exclusiva de la primera Persona, de ahí que el
nombre de Padre sea propio de Él . Aquello por lo que la Persona del Padre se
distingue de todas las otras es la paternidad. Por tanto, el nombre propio del
Padre es este Padre que significa la paternidad.
Esto
lleva consigo el subrayar la paternidad como constitutiva de la Persona del
Padre y ciertamente en su aspecto de donación total y perfecta, como es
perfecta en todos los aspectos la filiación del Hijo. El Padre es esencial e
infinitamente Padre. No puede admitirse que haya habido un momento en el que el
Padre no tuviese un Hijo. Padre e Hijo son coeternos; sin el Hijo, el Padre no
sería persona. La posición de Ario y de Eunomio afirmando que hubo un momento
en el que el Hijo no existía carece de todo sentido no sólo desde el punto de
la filiación, sino incluso desde el punto de vista de la paternidad divina. El
Padre no ha comenzado a ser Padre; es Padre en toda la eternidad.
Se
evidencia así el carácter analógico de cuanto venimos diciendo. En el terreno
humano, la paternidad adviene al hombre cuando ya la persona ha llegado a su
perfección; en el ámbito divino, la persona del Padre se constituye por su
paternidad, es decir, por la generación del Hijo. La paternidad no es algo que
adviene al Padre, sino que lo constituye. El es esencial y absolutamente
paternidad. La paternidad en Dios es tan excelsa que supera todo conocimiento.
El Padre es Aquel que existe total y absolutamente para el Otro. Puede decirse
que el Padre es Padre en la medida en que se entrega, pues es en la generación
del Hijo donde se constituye la Persona misma del Padre. Por eso escribe San
Gregorio de Nacianzo:
El
Padre es más Padre que los demás que conocemos como tales. Él es Padre de manera única y singular, no corporal. Sólo Él es Padre sin ninguna conjunción. Él es Padre de uno solo, el Unigénito. Sin haber
sido antes hijo, Él es solamente Padre.
Él es Padre en todo y totalmente, cosa
que no se puede afirmar de nosotros. Él
es Padre desde el principio hasta al fin.
Paternidad
esencial, el Padre es donación amorosa al Hijo, al que comunica su amor. El
Padre es amor que se entrega; el Hijo es amor recibido. En su unión mutua
espiran al Espíritu.
c) Ingénito
Al
Padre se le llama también agánnetos,
ingénito o inengendrado, porque El no procede de nadie. Hemos tratado este
nombre, sobre todo con motivo de la controversia eunomiana. En sí mismo
significa lo que no es engendrado. se aplica al Padre significando con este
término no sólo que Él no es engendrado, sino que tampoco procede de
ninguna otra Persona. Desde esta perspectiva, sólo el Padre es ingénito. A este
respecto, es esencial la distinción que hace San Basilio entre nombres
absolutos y nombres relativos: los nombres absolutos designan la esencia
divina; los nombres relativos designan lo propio de cada Persona. En este
contexto, agennétos es un nombre relativo, es decir, un nombre referido a la
Persona del Padre, y no a la esencia divina.
Eunomio
aplicaba este término por igual a la
esencia divina y a la persona del Padre. Más aún, decía que la agennesía
definía adecuadamente la esencia divina. De hecho hacía sinónimos los conceptos
de agennesía y aseidad, identificando la innascibilidad del Padre con el hecho
de que en Dios no hay nada causado, de que Él existe por sí mismo. Tras esta identificación,
el resultado era lógico: el Hijo es engendrado, luego no puede ser Dios. Sólo
lo innascible es Dios; el Engendrado, por tanto, sólo puede ser la primera
criatura del Padre. Eunomio negaba no sólo la filiación del Hijo, sino la
paternidad del Padre. Los Padres
griegos, especialmente los Capadocios, mostraron que la agennesía no equivale a
la aseidad y que, por tanto, la innascibilidad es nota característica del
Padre, sin que por eso haya que decir que el Hijo es un Dios de segunda
categoría. Al engendrarle, El Padre no entrega al Hijo su innascibilidad, pero
si le entrega su aseidad.
Tras
la controversia eunomiana, el término
agénnetos quedó reservado para la persona del Padre como nombre propio.
Pero en la controversia eunomiana, al aplicar agénnetos a la esencia divina,
surgió otra cuestión. Se debe entender la agennesía en sentido negativo como
mera significación de que el Padre no tiene origen, o en sentido positivo, es
decir, como apuntando dentro de su lenguaje negativo, a una propiedad positiva
del Padre? La diversa respuesta a esta pregunta marca una de las más típicas
diferencias de enfoque de la teología
trinitaria por parte de los teólogos griegos y de los teólogos latinos.
En
líneas generales, los teólogos griegos entienden la innascibilidad del Padre en
sentido positivo: no la entienden negativamente, como sencilla negación de que
la primera Persona tenga origen, sino que consideran esa innascibilidad del
Padre como el fundamento de las actividades vitales de la generación y la
aspiración. Según esta concepción, el Padre sería Padre por el hecho de ser
innascible, es decir, no estaría constituido por su paternidad, sino por una
nota distinta. Este planteamiento es recogido por Ricardo de San Víctor
(+ 1173), Alejandro de Hales (+ entre 1231 y 1237) y San
Buenaventura (+ 1274), que entienden el término ingénito como la razón subyacente a la
paternidad del Padre. San Buenaventura entiende la innascibilitas del Padre
como la plenitud original de su fecundidad intratrinitaria. Por eso prefiere
hablar de la primacía del Padre (primitas) a hablar de su innascibilidad.
San Agustín, en
cambio, interpreta la innascibilidad en sentido negativo: no significaría otra
cosa que mera negación de que el Padre proceda de otro. Según esto, el Padre es
Padre porque engendra, no porque es innascible. La innascibilidad no indicaría
más que el sencillo no ser engendrado. Éste es también el sentido en que lo entiende Tomás de Aquino.
Según Él, ingénito significaría únicamente que el Padre no procede de ninguna
persona.
Y
sin embargo, también San Agustín y
Santo Tomás enseñan que Ingénito es nombre propio del Padre, pues nosotros
entendemos las cosas simples en forma negativa: El Padre, con respecto a las
Personas procedentes de El, se conoce por la paternidad y la común espiración;
mas en cuanto es principio sin principio, se conoce porque no procede de otro;
y esto es lo que corresponde a la propiedad de la innascibilidad, significada
con la palabra ingénito.
El
Padre es el principio sin principio, el principio de la Vida que Dios tiene en
Sí mismo. Esta vida es decir, la misma divinidad, la posee el Padre en comunión
con el Hijo y con el Espíritu, que son consustanciales con El, porque El les ha
donado su propia sustancia.
Revelación de Dios
Padre en la Sagrada Escritura
La
enseñanza del NT sobre Dios hunde sus raíces en las enseñanzas del AT. Cuando
en el NT se habla de Dios, se está pensando en Yahvé, es decir, en el Dios
único, que se manifestó a Moisés y que habló por medio de los profetas. Los
atributos con que se les describe son iguales. Sin embargo no es casual que sea
aquí, en la cuestión de Dios, donde persisten las diferencias más fundamentales
entre judíos y cristianos. La explicitación del concepto de Dios que tiene
lugar en el NT, a pesar de asumir los rasgos esenciales de la enseñanza del AT,
implica una novedad radical, que va más allá de un desarrollo o evolución del
concepto veterotestamentario.
Esta
radical novedad brota de una nueva revelación que, en cierto sentido, supera
infinitamente todas las revelaciones anteriores. Dios se ha revelado
personalmente en Cristo como Padre, en el Hijo. En Jesús, el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob desvela definitivamente su vida íntima y su plan de salvación
sobre los hombres.
La
enseñanza de Jesús sobre Dios Padre encuentra su punto culminante precisamente
en la revelación del misterio de la Trinidad, revelación que implica junto a la
afirmación de que no existe más que un solo Dios, la afirmación de que este
Dios único es a la vez Padre, Hijo y Espíritu. Aquí se encuentra lo más específico
del Dios que se revela en Cristo. Esta revelación del misterio trinitario de
Dios, a su vez, constituye parte esencial de la mediación salvadora de
Jesucristo, pues la salvación del hombre se produce precisamente en su
inserción inefable en la vida intima de Dios. El hombre es hecho hijo de Dios
en el Hijo por el Espíritu Santo.
La
novedad principal del mensaje de Jesús sobre Dios estriba en la forma en que le
llama Padre y, en consecuencia, revela el misterio trinitario. Dios es el Padre
de Nuestro Señor Jesucristo en una forma especial y única. Llama a Dios Padre
en una forma que nadie ha hecho jamás. Dios es el Abbá de Jesús.
La
expresión Abbá en labios de Jesús tiene una gran importancia teológica y marca
definitivamente la comprensión cristiana de Dios. En ella se expresa antes que
nada una confianza total en el Padre. La expresión Abbá en cuanto testimonio de
la íntima relación de Jesús con el Padre tiene también una clara incidencia en
la cristología. En dependencia de esta forma nueva con que Jesús llama Padre
suyo a Dios, se encuentra la fuerza y el realismo con que Jesús proclama que
Dios es Padre de todos los hombres. Gracias a Cristo nos atrevemos a llamar a Dios
Padre nuestro.
Jesús
de Nazaret lleva a plenitud la enseñanza veterotestamentaria sobre los
atributos divinos. Se ve con especial claridad a la hora de tratar de la bondad
de Dios. Jesús revela en su propia persona la bondad del Padre. En Cristo, Hijo
natural del Padre, se revela el amor del Padre hacia aquellos que predestinó a
hacerse conformes a su Hijo. La misma actuación de Jesús es transparencia del
amor universal de Dios Padre a todos los hombres. Su trato con pecadores y
publicanos para perdonarles y acogerles son el signo visible del abrazo amoroso
de Dios, abierto a todos los hombres como Padre.
La Revelación del Padre en Jesucristo
La
paternidad de Yahvé sobre el pueblo de Israel se basa en el hecho de su
elección y de su liberación. Se basa pues en el compromiso histórico que Yahvé
ha contraído libremente al elegir a Israel y al prometerle su protección
continua.
La
idea de Dios Padre fluye espontánea en los textos proféticos referida no sólo
al pueblo, sino también al justo desvalido: los que temen a Dios, huérfanos,
viudas, etc. La paternidad de Yahvé reviste sus tonos más fuertes al ser
referida al Mesías, el cual es rey y sacerdote para siempre, precisamente
porque es Hijo de Yahvé. El mensaje de Jesús sobre Dios como Padre sorprendió a
sus oyentes y, en cierto sentido, era inaudito, pero había tenido una
preparación en la afirmación de la paternidad de Dios con respecto al pueblo y,
en especial, con respecto al Mesías.
En
el NT, la enseñanza de Jesús sobre la paternidad de Dios entraña una radical
novedad basada en la consciencia de su filiación al Padre, pues a su luz
adquiere una nueva y definitiva perspectiva cuanto el Antiguo Testamento ha
dicho sobre la paternidad de Dios. Jesús llama Padre suyo a Dios en una forma
totalmente nueva que, a su vez incide decisivamente en el modo con que los
demás podemos llamar Padre a Dios. La filiación de los hombres a Dios es ahora
consecuencia y aplicación de nuestro enraizamiento en Cristo, que es el Hijo
eterno del Padre. La Buena Noticia no es que Dios sea como un Padre, sino que
Dios es, con toda propiedad, Padre de Jesús, y que en Jesús somos hechos
realmente hijos de Dios.
Esto
es lo más esencial del mensaje del NT sobre Dios: que Dios tiene un Hijo, el
cual es eterno y es Dios como el Padre. Esta radical novedad gravita sobre lo
que Jesús ha dicho de su filiación divina, es decir, sobre la conciencia que
Jesús tiene de su ser y de su origen. Existen muchos textos en que Jesús se
dirige a Dios llamándole Padre suyo en un sentido de inmediatez completa: Ya
Jesús niño dice de sí mismo que tiene que estar en las cosas de su Padre (Lucas
2, 49), y advierte de que no todos entrarán en el reino de los cielos sino sólo
aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mateo 7,21).
Jesús se siente tan unido al Padre, que éste le ha entregado todo poder; más
aún, que sólo Él conoce al Padre y, a su vez, sólo el Padre le conoce a Él:
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y
nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar Mateo (11,27).
Esta
intimidad entre Jesús y el Padre se manifiesta con rasgos inconfundibles en la
forma en que Jesús ora: al orar siempre llama Padre a Dios (salm 21, Mateo
27,46). Jesús se dirige a Dios llamándole Abbá (Marcos 14,36). La tradición
cristiana ha entendido la exclamación Abbá de Jesús como expresión de su
singular conciencia de filiación al Padre. Además, Jesús nunca puso su
filiación al Padre al mismo nivel que la nuestra. Así nunca le llamo nuestro
Padre sino que utilizó la expresión mi Padre y vuestro Padre (Juan 20,27) sin
incluirse jamás en nuestra filiación.
Este
comportamiento de Jesús justifica el que la primera comunidad cristiana haya
entendido esta singular expresión -Abba- como manifestación de una consciencia
singular de su filiación es decir como manifestación de su consciencia de una
intima relación con Dios en cuanto hijo en sentido pleno.
Apoyados
en esta conciencia de filiación de Cristo al Padre es como los Apóstoles
confiesan a Jesús como el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y era
Dios (Juan 1,1), como imagen de Dios invisible ( Col 1,15) y como resplandor de
su gloria y la impronta de su esencia (Hebreos 1,13). Más tarde, siguiendo la
tradición apostólica, la Iglesia confesará en el Concilio de Nicea que el Hijo
es consustancial al Padre, es decir, un solo Dios con él.
Bibliografía
Misterio
salutis
www
aciprensa.com , apuntes de teología y patrología
Sagrada
Escritura, Biblia de Jerusalén
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