jueves, 29 de noviembre de 2012


EL PADRE

Sólo existen dos procesiones inmanentes en Dios: la del Hijo y la del Espíritu  Santo. El Padre no procede de ninguna Persona. Tampoco procede de la esencia divina. Por esta razón se le llama principium sine principio. Él  es el principio de todo en el más absoluto y universal de los sentidos: es el principio del misterio trinitario; es también   el principio de la creación y de la historia de la salvación. Todo procede de Él  y todo es llamado hacia Él. De Él  recibe su realidad toda otra paternidad en el cielo y en la tierra (cfr. Ef 3, 15).

La paternidad de Dios se extiende a todos los hombres, pero, en Jesucristo, esta paternidad se revela en una forma radicalmente nueva y con una profundidad inabarcable. Dios es el Abbá  de Jesús  hasta el punto de que la Iglesia entiende que la filiación de Jesús  implica que, en el seno de la divinidad, se dan en su forma más absoluta y profunda las relaciones de paternidad y de filiación.
La relación filial de Jesús  al Padre es tan absoluta que todo el ser de Jesús en su divinidad y en su humanidad no es otra cosa que filiación. Su modo de ser personal consiste exclusivamente en esta filiación. En unión con Jesucristo, la vida cristiana está  completamente orientada hacia el Padre, pues tiene como fundamento nuestra filiación divina. Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu  Santo (cfr. Mt 28, 19); la oración cristiana comienza en el nombre del Padre y se dirige a Él  por medio de nuestro Señor Jesucristo.
La historia de la salvación tiene su origen en el Padre. También  el misterio de la redención es iniciativa del Padre: es el Padre quien envía  al Hijo y quien le señala el camino a seguir. Durante su caminar terreno, el Hijo, obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Fil 2, 8), no tiene otra comida que dar cumplimiento a la voluntad del Padre (cfr. Jn 4, 34).
La persona del Padre nos resulta misteriosa, como es misterioso el abismo insondable del primer principio. Pero, en el Hijo, el Padre se ha revelado definitivamente a los hombres. Cuando Felipe pide a Jesús  que le muestre al Padre, el Señor responde a la petición diciendo: Felipe, quien me ha visto a mi ha visto al Padre (Jn 14, 9). Quien quiera conocer al Padre, encuentra su viva y perfecta Imagen en Jesús. En Él  especialmente en el misterio de su muerte y resurrección se revela en forma inefable el rostro de Dios.

Tendremos en cuenta lo que dice   la Sagrada Escritura sobre el Padre y el desarrollo que esta enseñanza ha encontrado en la tradición de la Iglesia. Algunas de las cuestiones se han  considerado en el contexto en que surgieron, como respuesta los herejes durante el periodo patrístico y posteriormente.
En este capítulo presento un resumen de las principales afirmaciones teológicas en torno a la Persona del Padre.

EL PADRE, FUENTE Y ORIGEN DE TODA LA TRINIDAD

La primera afirmación es que el Padre es fuente y origen de toda Trinidad. El Padre no procede de otra persona divina. Tampoco procede de la esencia divina, como si ésta fuese un principio impersonal que, al engendrar, se multiplicase dividiéndose en Padre e Hijo. El Padre es principio sin principio. Los textos del Magisterio son suficientemente explícitos a este respecto y, al enumerarlos, encontramos ya en esbozo los principales rasgos de la teología  del Padre:

Atanasio confiesa que el Padre no es hecho, ni creado, ni engendrado. El Concilio XI de Toledo añade que el Padre no recibe su origen de ninguno y, por lo tanto, es fuente y origen de toda la Trinidad. El Padre engendra al Hijo de su propia sustancia, que es inefable; engendra a alguien que es Dios igual que Él. Él  es Padre antes de todos los siglos, de forma que no hay un momento en que el Padre esté sin el Hijo; tampoco hay un momento en que el Hijo no haya existido. El Padre es Dios, pero no recibe su divinidad de nadie; el Hijo es Dios pero recibe su divinidad del Padre. El Concilio IV de Letrán precisa que no es la esencia divina la que engendra, sino el Padre. El Concilio de Florencia añade que todo cuanto es o tiene el Padre, no lo recibe de otro, sino que lo tiene de si mismo, pues es principio sin principio.

Así pues, el Padre es la fuente de toda la Trinidad y el fundamento y el principio de su unidad. Esta unidad es la consecuencia de que el Padre entregue al Hijo y al Espíritu  Santo su propia sustancia totalmente sin división alguna, de forma que el Hijo y el Espíritu  tienen la misma sustancia en número que el Padre. El Padre es la plenitud Fontal, que se comunica tan ’íntimamente a los que proceden de Él , que Éstos constituyen con El un mismo y único Dios. El Padre se identifica con la esencia divina y, sin embargo, no es la esencia la que engendra al Hijo, sino el Padre, que engendra al comunicar su esencia al Hijo. La persona del Padre es quien engendra al Hijo (principium quod) entregándole su propia sustancia (principium quo), es decir, la esencia divina.
En la infinitud de Dios, su paternidad es infinita. Él  es Padre infinitamente. Esto quiere decir que el ser del Padre está  embarcado totalmente en la generación del Hijo. A su vez, el Hijo no existe más que en este engendramiento. La paternidad del Padre es absoluta y la filiación del Hijo es también   total. En el misterio de la paternidad divina, el Hijo es esencial a la vida del Padre, a su subsistencia eterna como Padre, es decir, como persona. La relación del Padre con Cristo, su Hijo encarnado, es a su vez la expresión, en el interior del mundo, de este misterio eterno, pues el Verbo comunica a su humanidad su propio  modo personal de existir en la Trinidad. Lo mismo cabe decir de la procesión del Espíritu. En esta inefable procesión, el Padre entrega indivisiblemente su ser al Espíritu  Santo que, por esta misma razón, es también   Dios.

LOS NOMBRES DE LA PRIMERA PERSONA

La fe cristiana afirma rotundamente la unidad de las Personas, pues se identifican con la esencia divina; afirma con igual fuerza la distinción personal existente entre ellas. Existe un solo Dios en tres personas realmente distintas. Esta distinción real lleva consigo el que también   nosotros podamos distinguir las Personas utilizando unos nombres que, en su sentido nocional, sólo convienen a una persona divina. Con respecto al Padre, estos nombres son los de Principio, Padre, Ingénito.

a) Principio

El término  principio se puede entender en sentido esencial o en sentido nocional, es decir, puede entenderse de la esencia divina o de la persona del Padre. Dios es, en efecto, principio y causa de todo el mundo extradivino. Las tres Personas son un único principio de la criatura. Tomado en sentido nocional, el término  principio sólo se aplica con propiedad al Padre por ser principio no principiado. El Hijo, en cambio, es principio principiado. Conviene subrayar que, cuando se dice, que el Espíritu  Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio, se está  considerando que el Espíritu  procede del Hijo en cuanto Hijo, es decir, en cuanto principiado, pues el Hijo es principium de principio.
La Sagrada Escritura no aplica el término  principio al Padre. Sin embargo, sí enseña claramente que de El proceden las otras dos Personas. De ahí que la teología, tanto griega como latina, haya utilizado el nombre de principio para referirse a lo propio del Padre. Al Padre corresponde en forma única  el nombre de principio.
Este nombre ha de entenderse despojado de toda imperfección, tanto con respecto al Padre como con respecto a las otras dos Personas. Al aplicarlo al Padre sólo se significa que de Él  proceden el Hijo y el Espíritu  Santo. No se significa, en cambio, que haya en Dios prioridad y posterioridad, superioridad o inferioridad; sólo se significa que entre las Personas hay una relación eterna de origen.
Nos es conocida ya la diferencia existente entre griegos y latinos a la hora de utilizar los nombres de causa y principio. Los griegos utilizan casi sinónimamente los nombres de principio y causa, aunque dejando claro que, en Dios, no hay ni antes ni después, y que la generación del Verbo y la procesión del Espíritu  son eternas. Causa aparece así como sinónimo de principio.

 Con este uso, ponen de relieve la radicalidad con que se dice del Padre que es el principio de toda la Trinidad. Los latinos evitan casi siempre aplicar al Padre el nombre de causa, pues entre ellos este término  designa usualmente aquello que procede como un efecto y que, por tanto, se distingue realmente de su causa en cuanto a su esencia y a su ser.
Los griegos no sólo llaman al Padre principio o causa, sino que también   llaman al Hijo y al Espíritu  principiados y causados. Pero puntualizan que tanto el Hijo como el Espíritu  Santo carecen de un principio creacional: Ser sin principio de origen sólo corresponde al Padre; pero ser sin principio de creación, sin principio de tiempo, conviene también   al Hijo, que no ha sido hecho, ni creado, y que no tiene comienzo. He aquí  el fondo de la cuestión, más allá  de las cuestiones de lenguaje. El Hijo procede del Padre en un proceder sin comienzo temporal, en un proceder auténtico  e increado. Se trata de una procedencia real, que está  por encima de los límites  con que nosotros concebimos la relación entre el principio y su principiado. Una procedencia que exige que se tome en toda su fuerza la afirmación agustiniana de que el Padre es el principio de toda la divinidad, es decir, es principio del Hijo y del Espíritu  Santo. Pero es principio eterno, pues el Hijo y el Espíritu  también   son eternos.

b) Padre

También   el nombre de Padre puede tomarse en sentido esencial o en sentido nocional. Dios es Padre de los hombres, especialmente, del pueblo elegido, del rey, del Mesías. Así se lo hemos visto utilizado con frecuencia en la Sagrada Escritura. También   aparece utilizado a nivel distinto por Jesucristo. Jesús, al utilizar la expresión Padre dirigiéndose a Dios, significa la paternidad intratrinitaria de la primera Persona, hasta el punto de que este nombre sólo puede aplicarse a ella.
La primera Persona es llamada Padre exclusivamente con respecto al Hijo. Aunque también   sea principio del Espíritu  Santo, no se le puede llamar padre del Espíritu  Santo. El nombre de Padre significa no sólo que el Padre es principio del Hijo, sino también   la forma en que la primera Persona es principio de la segunda: mediante una auténtica generación. El Padre engendra verdaderamente al Hijo en un acto vital análogo a la generación humana. Más aún lo engendra perfectísimamente.

El Padre engendra con perfección infinita al Hijo no sólo porque esta generación es eterna y sin mutación alguna, sino porque esta generación tiene como término  un hijo tan perfectamente igual al Padre que es un mismo y único Dios con El.
Se ha dicho repetidamente que nunca estuvo el Padre sin el Hijo ni el Hijo sin el Padre. Esta afirmación comporta el hecho de que la paternidad no se puede concebir como algo que adviene al Padre ya constituido en su ser personal, sino que el Padre existe como persona en tanto en cuanto engendra al Hijo. La Persona del Padre está  constituida por su relación al Hijo de igual forma que la persona del Hijo está  constituida por su relación al Padre. El Padre se nos aparece así vuelto en toda su majestad hacia el Hijo. Él  es y vive por y para el otro.
En la generación eterna, el Padre entrega toda la divinidad al Hijo, de forma que el Hijo posee a su vez la totalidad de la divinidad; el Hijo no participa de la divinidad del Padre, sino que posee plenamente por donación la misma divinidad y única  divinidad del Padre. La perfecta igualdad entre Padre e Hijo brota no sólo de la infinita simplicidad de la sustancia divina que el Padre entrega al Hijo al engendrarle, sino también   de la infinita perfección del acto paterno de engendrar. El Padre se entrega totalmente al Hijo de forma que el Hijo tiene todo cuanto tiene el Padre. Cuando Jesús  afirma quien me ha visto a mí a visto al Padre (Jn 14, 9) está  afirmando que su ser de Hijo refleja fidelísimamente al Padre y que esta filiación se expresa también   en su vivir humano.

El amor del Padre que se despliega en la generación provoca como respuesta el amor del Hijo: el Hijo se adhiere al Padre tan completamente como el Padre se adhiere a Él . Este amor que une al Padre y al Hijo constituye la tercera persona divina, el Espíritu  Santo. El Espíritu  Santo surge como persona comunión, persona en la que se consuma el amor más perfecto. El Espíritu  Santo también   posee toda la perfección divina del Padre. Él  la recibe del Padre y del Hijo, pues el Hijo es en sí mismo don del Padre. Por esta razón se puede decir que en Él  se consuma el amor: toda la fuerza del amor divino, el del Padre y del Hijo, concluye en Él. La persona del Espíritu  resulta del don que el Padre hace de sí mismo a través de su Hijo.
Ya Santo Tomás advierte que el Padre engendra al Hijo con voluntad, es decir, ni obligado, ni forzado por una necesidad natural. El amor acompaña, pues, la generación del Verbo. De ahí que San Buenaventura considera que la caridad debe ser apropiada al Padre. La maternidad divina es la participación creada más próxima a la Paternidad del Padre celestial con respecto a Jesucristo, pues su término  es idéntico.

La palabra Padre es exclusivamente relacional: el Padre es Padre con respecto al Hijo. La generación activa es propia y exclusiva de la primera Persona, de ahí que el nombre de Padre sea propio de Él . Aquello por lo que la Persona del Padre se distingue de todas las otras es la paternidad. Por tanto, el nombre propio del Padre es este Padre que significa la paternidad.

Esto lleva consigo el subrayar la paternidad como constitutiva de la Persona del Padre y ciertamente en su aspecto de donación total y perfecta, como es perfecta en todos los aspectos la filiación del Hijo. El Padre es esencial e infinitamente Padre. No puede admitirse que haya habido un momento en el que el Padre no tuviese un Hijo. Padre e Hijo son coeternos; sin el Hijo, el Padre no sería persona. La posición de Ario y de Eunomio afirmando que hubo un momento en el que el Hijo no existía carece de todo sentido no sólo desde el punto de la filiación, sino incluso desde el punto de vista de la paternidad divina. El Padre no ha comenzado a ser Padre; es Padre en toda la eternidad.
Se evidencia así el carácter analógico de cuanto venimos diciendo. En el terreno humano, la paternidad adviene al hombre cuando ya la persona ha llegado a su perfección; en el ámbito divino, la persona del Padre se constituye por su paternidad, es decir, por la generación del Hijo. La paternidad no es algo que adviene al Padre, sino que lo constituye. El es esencial y absolutamente paternidad. La paternidad en Dios es tan excelsa que supera todo conocimiento. El Padre es Aquel que existe total y absolutamente para el Otro. Puede decirse que el Padre es Padre en la medida en que se entrega, pues es en la generación del Hijo donde se constituye la Persona misma del Padre. Por eso escribe San Gregorio de Nacianzo:
El Padre es más Padre que los demás que conocemos como tales. Él  es Padre de manera única  y singular, no corporal. Sólo Él  es Padre sin ninguna conjunción. Él  es Padre de uno solo, el Unigénito. Sin haber sido antes hijo, Él  es solamente Padre. Él  es Padre en todo y totalmente, cosa que no se puede afirmar de nosotros. Él  es Padre desde el principio hasta al fin.
Paternidad esencial, el Padre es donación amorosa al Hijo, al que comunica su amor. El Padre es amor que se entrega; el Hijo es amor recibido. En su unión mutua espiran al Espíritu.

c) Ingénito

Al Padre se le llama también   agánnetos, ingénito o inengendrado, porque El no procede de nadie. Hemos tratado este nombre, sobre todo con motivo de la controversia eunomiana. En sí mismo significa lo que no es engendrado. se aplica al Padre significando con este término  no sólo que Él  no es engendrado, sino que tampoco procede de ninguna otra Persona. Desde esta perspectiva, sólo el Padre es ingénito. A este respecto, es esencial la distinción que hace San Basilio entre nombres absolutos y nombres relativos: los nombres absolutos designan la esencia divina; los nombres relativos designan lo propio de cada Persona. En este contexto, agennétos es un nombre relativo, es decir, un nombre referido a la Persona del Padre, y no a la esencia divina.
Eunomio aplicaba este término  por igual a la esencia divina y a la persona del Padre. Más aún, decía que la agennesía definía adecuadamente la esencia divina. De hecho hacía sinónimos los conceptos de agennesía y aseidad, identificando la innascibilidad del Padre con el hecho de que en Dios no hay nada causado, de que Él  existe por sí mismo. Tras esta identificación, el resultado era lógico: el Hijo es engendrado, luego no puede ser Dios. Sólo lo innascible es Dios; el Engendrado, por tanto, sólo puede ser la primera criatura del Padre. Eunomio negaba no sólo la filiación del Hijo, sino la paternidad del Padre. Los  Padres griegos, especialmente los Capadocios, mostraron que la agennesía no equivale a la aseidad y que, por tanto, la innascibilidad es nota característica del Padre, sin que por eso haya que decir que el Hijo es un Dios de segunda categoría. Al engendrarle, El Padre no entrega al Hijo su innascibilidad, pero si le entrega su aseidad.
Tras la controversia eunomiana, el término  agénnetos quedó reservado para la persona del Padre como nombre propio. Pero en la controversia eunomiana, al aplicar agénnetos a la esencia divina, surgió otra cuestión. Se debe entender la agennesía en sentido negativo como mera significación de que el Padre no tiene origen, o en sentido positivo, es decir, como apuntando dentro de su lenguaje negativo, a una propiedad positiva del Padre? La diversa respuesta a esta pregunta marca una de las más típicas diferencias de enfoque de la teología  trinitaria por parte de los teólogos griegos y de los teólogos latinos.

En líneas generales, los teólogos griegos entienden la innascibilidad del Padre en sentido positivo: no la entienden negativamente, como sencilla negación de que la primera Persona tenga origen, sino que consideran esa innascibilidad del Padre como el fundamento de las actividades vitales de la generación y la aspiración. Según esta concepción, el Padre sería Padre por el hecho de ser innascible, es decir, no estaría constituido por su paternidad, sino por una nota distinta. Este planteamiento es recogido por Ricardo de San Víctor (+  1173), Alejandro de Hales (+  entre 1231 y 1237) y San Buenaventura (+  1274), que entienden el término  ingénito como la razón subyacente a la paternidad del Padre. San Buenaventura entiende la innascibilitas del Padre como la plenitud original de su fecundidad intratrinitaria. Por eso prefiere hablar de la primacía del Padre (primitas) a hablar de su innascibilidad.

San Agustín, en cambio, interpreta la innascibilidad en sentido negativo: no significaría otra cosa que mera negación de que el Padre proceda de otro. Según esto, el Padre es Padre porque engendra, no porque es innascible. La innascibilidad no indicaría más que el sencillo no ser engendrado. Éste es también   el sentido en que lo entiende Tomás de Aquino. Según Él, ingénito significaría únicamente que el Padre no procede de ninguna persona.
Y sin embargo, también   San Agustín y Santo Tomás enseñan que Ingénito es nombre propio del Padre, pues nosotros entendemos las cosas simples en forma negativa: El Padre, con respecto a las Personas procedentes de El, se conoce por la paternidad y la común espiración; mas en cuanto es principio sin principio, se conoce porque no procede de otro; y esto es lo que corresponde a la propiedad de la innascibilidad, significada con la palabra ingénito.
El Padre es el principio sin principio, el principio de la Vida que Dios tiene en Sí mismo. Esta vida es decir, la misma divinidad, la posee el Padre en comunión con el Hijo y con el Espíritu, que son consustanciales con El, porque El les ha donado su propia sustancia.

Revelación de Dios Padre en la Sagrada Escritura
La enseñanza del NT sobre Dios hunde sus raíces en las enseñanzas del AT. Cuando en el NT se habla de Dios, se está pensando en Yahvé, es decir, en el Dios único, que se manifestó a Moisés y que habló por medio de los profetas. Los atributos con que se les describe son iguales. Sin embargo no es casual que sea aquí, en la cuestión de Dios, donde persisten las diferencias más fundamentales entre judíos y cristianos. La explicitación del concepto de Dios que tiene lugar en el NT, a pesar de asumir los rasgos esenciales de la enseñanza del AT, implica una novedad radical, que va más allá de un desarrollo o evolución del concepto veterotestamentario.
Esta radical novedad brota de una nueva revelación que, en cierto sentido, supera infinitamente todas las revelaciones anteriores. Dios se ha revelado personalmente en Cristo como Padre, en el Hijo. En Jesús, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob desvela definitivamente su vida íntima y su plan de salvación sobre los hombres.
La enseñanza de Jesús sobre Dios Padre encuentra su punto culminante precisamente en la revelación del misterio de la Trinidad, revelación que implica junto a la afirmación de que no existe más que un solo Dios, la afirmación de que este Dios único es a la vez Padre, Hijo y Espíritu. Aquí se encuentra lo más específico del Dios que se revela en Cristo. Esta revelación del misterio trinitario de Dios, a su vez, constituye parte esencial de la mediación salvadora de Jesucristo, pues la salvación del hombre se produce precisamente en su inserción inefable en la vida intima de Dios. El hombre es hecho hijo de Dios en el Hijo por el Espíritu Santo.
La novedad principal del mensaje de Jesús sobre Dios estriba en la forma en que le llama Padre y, en consecuencia, revela el misterio trinitario. Dios es el Padre de Nuestro Señor Jesucristo en una forma especial y única. Llama a Dios Padre en una forma que nadie ha hecho jamás. Dios es el Abbá de Jesús.

La expresión Abbá en labios de Jesús tiene una gran importancia teológica y marca definitivamente la comprensión cristiana de Dios. En ella se expresa antes que nada una confianza total en el Padre. La expresión Abbá en cuanto testimonio de la íntima relación de Jesús con el Padre tiene también una clara incidencia en la cristología. En dependencia de esta forma nueva con que Jesús llama Padre suyo a Dios, se encuentra la fuerza y el realismo con que Jesús proclama que Dios es Padre de todos los hombres. Gracias a Cristo nos atrevemos a llamar a Dios Padre nuestro.
Jesús de Nazaret lleva a plenitud la enseñanza veterotestamentaria sobre los atributos divinos. Se ve con especial claridad a la hora de tratar de la bondad de Dios. Jesús revela en su propia persona la bondad del Padre. En Cristo, Hijo natural del Padre, se revela el amor del Padre hacia aquellos que predestinó a hacerse conformes a su Hijo. La misma actuación de Jesús es transparencia del amor universal de Dios Padre a todos los hombres. Su trato con pecadores y publicanos para perdonarles y acogerles son el signo visible del abrazo amoroso de Dios, abierto a todos los hombres como Padre.

 La Revelación del Padre en Jesucristo

La paternidad de Yahvé sobre el pueblo de Israel se basa en el hecho de su elección y de su liberación. Se basa pues en el compromiso histórico que Yahvé ha contraído libremente al elegir a Israel y al prometerle su protección continua.
La idea de Dios Padre fluye espontánea en los textos proféticos referida no sólo al pueblo, sino también al justo desvalido: los que temen a Dios, huérfanos, viudas, etc. La paternidad de Yahvé reviste sus tonos más fuertes al ser referida al Mesías, el cual es rey y sacerdote para siempre, precisamente porque es Hijo de Yahvé. El mensaje de Jesús sobre Dios como Padre sorprendió a sus oyentes y, en cierto sentido, era inaudito, pero había tenido una preparación en la afirmación de la paternidad de Dios con respecto al pueblo y, en especial, con respecto al Mesías.
En el NT, la enseñanza de Jesús sobre la paternidad de Dios entraña una radical novedad basada en la consciencia de su filiación al Padre, pues a su luz adquiere una nueva y definitiva perspectiva cuanto el Antiguo Testamento ha dicho sobre la paternidad de Dios. Jesús llama Padre suyo a Dios en una forma totalmente nueva que, a su vez incide decisivamente en el modo con que los demás podemos llamar Padre a Dios. La filiación de los hombres a Dios es ahora consecuencia y aplicación de nuestro enraizamiento en Cristo, que es el Hijo eterno del Padre. La Buena Noticia no es que Dios sea como un Padre, sino que Dios es, con toda propiedad, Padre de Jesús, y que en Jesús somos hechos realmente hijos de Dios.
Esto es lo más esencial del mensaje del NT sobre Dios: que Dios tiene un Hijo, el cual es eterno y es Dios como el Padre. Esta radical novedad gravita sobre lo que Jesús ha dicho de su filiación divina, es decir, sobre la conciencia que Jesús tiene de su ser y de su origen. Existen muchos textos en que Jesús se dirige a Dios llamándole Padre suyo en un sentido de inmediatez completa: Ya Jesús niño dice de sí mismo que tiene que estar en las cosas de su Padre (Lucas 2, 49), y advierte de que no todos entrarán en el reino de los cielos sino sólo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mateo 7,21). Jesús se siente tan unido al Padre, que éste le ha entregado todo poder; más aún, que sólo Él conoce al Padre y, a su vez, sólo el Padre le conoce a Él: Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar Mateo (11,27).
Esta intimidad entre Jesús y el Padre se manifiesta con rasgos inconfundibles en la forma en que Jesús ora: al orar siempre llama Padre a Dios (salm 21, Mateo 27,46). Jesús se dirige a Dios llamándole Abbá (Marcos 14,36). La tradición cristiana ha entendido la exclamación Abbá de Jesús como expresión de su singular conciencia de filiación al Padre. Además, Jesús nunca puso su filiación al Padre al mismo nivel que la nuestra. Así nunca le llamo nuestro Padre sino que utilizó la expresión mi Padre y vuestro Padre (Juan 20,27) sin incluirse jamás en nuestra filiación.
Este comportamiento de Jesús justifica el que la primera comunidad cristiana haya entendido esta singular expresión -Abba- como manifestación de una consciencia singular de su filiación es decir como manifestación de su consciencia de una intima relación con Dios en cuanto hijo en sentido pleno.
Apoyados en esta conciencia de filiación de Cristo al Padre es como los Apóstoles confiesan a Jesús como el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y era Dios (Juan 1,1), como imagen de Dios invisible ( Col 1,15) y como resplandor de su gloria y la impronta de su esencia (Hebreos 1,13). Más tarde, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesará en el Concilio de Nicea que el Hijo es consustancial al Padre, es decir, un solo Dios con él.


Bibliografía

Misterio salutis
www aciprensa.com , apuntes de teología y patrología
Sagrada Escritura, Biblia de Jerusalén

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