domingo, 28 de octubre de 2012


ESCATOLOGIA

I. INTRODUCCIÓN

1. La temática y el lugar de la escatología en el cuerpo de la dogmática

     En los manuales de dogmática de cuño neoescolástico se entendía la escatología (siguiendo a Eclo 7,40 Vg; Mt 12,45 Vg) como la doctrina de «las últimas cosas». Se la conceptuaba, por tanto, como el tratado último de la dogmática (de novissimis) y abarcaba los temas de la muerte y el juicio (de las personas concretas después de su muerte), del cielo y el infierno (en cuanto estados escatológicos últimos tras el fin del mundo y la celebración del juicio universal).

   Nosotros, en cambio, situamos la escatología a continuación de la mariología. En la exposición global hemos tomado como punto de partida la antropología y .a doctrina de la creación como el lugar originario de la autorrevelación de Dios y hemos avanzado, paso a paso, hasta el momento culminante, a saber, hasta la reflexión sobre la revelación histórica y su conexión sistemática con la doctrina trinitaria.El predicado escatológico no sirve tan sólo para calificar todas aquellas realidades que acontecen «en último lugar», después de la muerte, sino que se refiere sobre todo al análisis de la autorrevelación del Dios trino bajo el punto de vista de su autoapertura definitiva para la salvación de los hombres. Dios se ha prometido a sí mismo escatológicamente, es decir, de una manera válida para siempre e irrevocable, como horizonte, contenido y consumación de la existencia humana, y ha revelado que la referencia trascendental del hombre, fundamentada en la creación, constituye su origen y su meta. En la creación y la consumación Dios se revela como él mismo, como «el Primero y el Ultimo» (Is 41,4), como el «Viviente» (Ap 1,18) como «el alfa y la omega», «el principio y el fin» (Ap 22,13).

De donde se sigue que la «escatología» no es tan sólo un tratado particular de la teología sino también, y a la vez, el principio general de la estructura de la revelación y de la respuesta de la existencia cristiana. En la fe, en la esperanza y en la caridad se encuentra el hombre, en efecto, ya ahora, en unión con Dios y participa, ya ahora, definitivamente, de la vida del Dios trino. De todas formas, esta concepción de lo escatológico como una cualidad actual (presente) de la revelación y de la respuesta creyente del hombre no excluye el horizonte futuro de la plenitud y la consumación del mundo y del hombre. Pero no debe entenderse en el sentido de que se da un enfrentamiento externo entre la dimensión presente y la futura de la escatología. La escatología de presente es el principio dinámico mediante el cual el creyente se deja mover por Dios hacia su meta final futura

Se evita así, ya de entrada, la errónea intelección de que la escatología —come doctrina de las últimas cosas— ofrece, por así decirlo, una especie de física o de topografía del estado del hombre después de la muerte en un más allá —espacial mente concebido— respecto del mundo accesible al conocimiento empírico, o que es una información anticipada, presentada en lenguaje teológico, sobre el estado final del cosmos, que debería ser descrito, propiamente hablando, en términos materiales y empíricos.
     
        La escatología debe ser expuesta desde la perspectiva estricta de la teología de la revelación, en el horizonte de la autocomunicación de Dios al hombre. Encuentra su punto culminante en Jesucristo como el «hombre último» (esjatos adam ... ICor 15,45ss.). Los ejes y los puntos cardinales de la escatología cristiana son la fe en la autocomunicación definitiva de Dios en su Hijo y la efusión del Espíritu de Dios en «los últimos días» (Act 2,17; cf. ICor 15,52; ITim 4,1; 2Tim 3,1; Jn 5.3: IPe 1,5.20; Ap 15,1). Esta escatología, fundamentada en la teología de la revelación y explicitada desde un ángulo de visión cristológico y pneumatológico, sirve para poner bajo clara luz todas las consecuencias de la autorrevelación del Dios trino ya insertas desde ahora en la vida y las obras, en la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret. En la autocomunicación escatológica de Dios en Jesucristo se revela, en efecto, el creador y consumador del mundo y del hombre. Por eso puede decirse:
La escatología es teología concreta de la creación. Se mueve en el horizonte de la autocomunicación de Dios llegada a su plenitud en el acontecimiento de Cristo Caracteriza —bajo el punto de vista del «de una vez para siempre» (Heb 7,27)— la autopromesa irreversible de Dios en su Hijo en esta etapa final (cf. Heb 1,1-3). de su obediente autoentrega en la cruz por nosotros y en la comunicación de su Santo Espíritu.

1.1. Los interrogantes de la escatología

En el contexto de la secuencia dramática del encuentro humano-divino en Jesucristo se perfilan tres círculos de problemas, estrechamente relacionados entre  sí:

      1. La escatología individual, es decir, el modo como la autocomunicación de Dios afecta a cada ser humano concreto desde el punto de vista de su decisión libre de su autodisposición. Este aspecto abarca la totalidad de la existencia terrena de cada persona y también su muerte, el juicio universal y (eventualmente) la  purificación y la consumación en el amor («purgatorio»). Incluye asimismo su destino último, ya sea en la unión amorosa con Dios (= cielo) o en la oposición definitiva a este amor divino (= infierno). En este apartado debe analizarse  el problema del «estado intermedio» entre la muerte de cada persona concreta y la resurrección universal al final de los tiempos.
   
    2. La conexión entre la Iglesia y la escatología, es decir, el interrogante de hasta qué punto y en qué medida la autocomunicación escatológica de Dios afecta a la iglesia como un todo — dado que, en definitiva, esta Iglesia «es en Cristo como el sacramento y el instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). La consideración escatológica remite a la Iglesia como comunidad de fe, de esperanza y de caridad, así como de oración de los unos por los otros y comunión de los santos, que abarca tanto a la Iglesia terrestre como a la perfecta y consumada. Deben abordarse también aquí, y no en último lugar, las cuestiones relativas a los estilos de vida cristianos, ya sea que se elige el matrimonio como sacramento de la fidelidad inquebrantable y definitiva de Dios a la alianza o que se renuncia al mismo para dedicarse al servicio exclusivo del reino de Dios escatológico.

      3. La escatología universal: el problema de cómo se ve afectado el hombre, en cuanto ser dotado de una orientación a la historia universal y en cuanto existencia corpóreo-espiritual creada, en el horizonte de la nueva venida de Cristo, del Juicio final universal, de la resurrección general de los muertos, del fin de la historia y de la fe, en definitiva, en el acto trascendental de la nueva creación y de la fundamentación de nuevo cielo y tierra nueva, para que al fin Cristo sea todo en todo (Col 3,11) y Dios domine en todos y sobre todo (I Cor 15,28).


1.2 Principales declaraciones del magisterio sobre la escatología

Las siguientes declaraciones del magisterio deben ser interpretadas, histórica y objetivamente, dentro del conjunto total de la fe cristiana (respetando la jerarquía de las verdades), en su pertinente contexto histórico y de acuerdo con el propósito perseguido por cada uno de los enunciados (hermenéutica de los dogmas).

1.2.1 El destino del hombre como persona concreta

1. La muerte es consecuencia del pecado (Decreto sobre el pecado original del concilio de Trento, 1546: DH 1512, remitiéndose a Rom 5,12; DHR 789: GS IM.

2. La muerte es el fin del estado de peregrinación. Tras la muerte, el hombre no puede ya influir en su destino definitivo con nuevos méritos (cf. propositio 38 de los errores de Martín Lulero en la bula Exsurge Domine de 1520: DH 1488; DHR 778).

3. Con la muerte de Cristo ha quedado definitivamente vencido el dominio de la muerte en cuanto expresión de la ausencia de la gracia (todas las confesiones de fe).

4. Tras la muerte, sigue inmediatamente el juicio individual, en el que se decide el destino eterno bien a la felicidad (cielo), bien a la purificación en el purgatorio o a la condena en el infierno (ya antes de la resurrección corporal y de la parusía). Así, pues, el estado final no se inicia en el último día, una vez transcurrido un período intermedio en el sheol (cf. la bula Benedictas Deus del papa Benedicto XII, 1336: DH 1000-1002; DHR 530-531; la bula de la unión Laetentur coeli del concilio de Florencia de 1439: DH 1304-1306; DHR 691-693).

5. De la bienaventuranza celeste se enseña que consiste en la fruición, la visión y el amor de la divina esencia (fruitio, visio et dilectio essentiae divinae). Existen varios nombres para designar este estado de felicidad, tales como cielo, paraíso celaste, patria eterna (DH 839,1000; DHR 530). Se conoce a Dios en su unidad, en su trinidad y en las procesiones de las personas divinas, y ello de una manera clara, abierta y directa, sin mediaciones creadas. No se pretende afirmar, por supuesto, que alcancemos la visión de Dios, mediada por la naturaleza humana asumida por el Logos, bajo una modalidad distinta de la correspondiente al modo creaturae. Las almas separadas de los cuerpos (es decir, las personas que no tienen ya conexión con la vieja figura del mundo ni se encuentran ya en el status vitae), contemplan a Dios tal como es y según corresponde al estado de cada una de ellas, aunque esperan todavía la consumación futura en la comunión de todos los santos en la nueva figura del mundo del final (cf. la bula Benedictas Deus).

        La visión de Dios es sobrenatural. Sólo en virtud del lumen gloriae, infundido por la gracia en sustitución del lumen fidei, pueden el espíritu y la voluntad ser elevados a la contemplación de la esencia divina (cf. la constitución Ad nostrum qui del concilio de Vienne de 1312: DH 895; DHR 475).

La visión de Dios tiene diversos grados, de acuerdo con los méritos de cada persona. Los bienaventurados la disfrutan con seguridad plena, es eterna y nunca se perderá (bula Benedictus Deus).
         Sólo quien muere en posesión de la gracia justificante y en el amor de Dios y está enteramente libre de la culpa y de las penas merecidas por los pecados puede alcanzar, inmediatamente después de la muerte, aquella contemplación (Decreto sobre la justificación del concilio de Trento de 1547: DH 1546,1582; DHR 809, 842; cf. también el concilio de Vienne: DH 894; DHR 474).

6. Del purgatorio se dice que existe y que es el «lugar» (status) donde el hombre se purifica (purgatorio) de los castigos de los pecados que aún le restan por cumplir. Sólo afecta a los cristianos que mueren en estado de gracia santificante pero que arrastran todavía reliquias de pecados que les impiden la plena unión con Dios en el amor (I concilio de Lyon de 1254: DH 838; DHR 456; II concilio de Lyon de 1274, confesión de fe del emperador Miguel Paleólogo: DH 856-885; DHR 464; bula Benedictus Deus; concilio de Florencia de 1439, Laetentur coeli: DH 1304-1306; DHR 693; concilio de Trento, Decretum de purgatorio de 1563: DH 1820; DHR 983). Las almas en el purgatorio están seguras de su salvación (en contra de los errores de Martín Lutero, propositio 38: DH 1488; DHR 778). En relación al purgatorio se utiliza la expresión simbólica bíblica del «fuego» (ignis transitorias o temporaneus: DH 838; DHR 456).

7. El pecado original es castigado con la pérdida de la visión de Dios. Quien muere sin haber alcanzado mediante el bautismo la gracia plena de la justificación sólo sufre la poena damni, que se identifica con la privación de la visión divina y que, en el caso de los no bautizados que no han cometido pecados personales, es compatible con una situación de felicidad natural, es decir, no sufren la poena sensus, castigo sensiblemente perceptible tras la resurrección del cuerpo (cf. la discusión en torno al problema de los niños muertos sin bautizar y la teoría del limbus infantium, carta del papa Inocencio III a Umberto de Arles, de 1201: DH 780; DHR 410; concilio de Florencia: DH 1306; DHR 693).

Frente a estos enunciados, de escasa fuerza vinculante, debe considerarse la reciente concepción del II concilio Vaticano acerca de la posibilidad de salvación también de las personas que no han recibido el bautismo. Quedan así superadas todas las teorías acerca del limbo.

8. Del infierno se enseña que entra en él quien se obstina en el pecado mortal hasta la muerte (Benedictus Deus: DH 1002; DHR 531; concilio de Florencia: DH 1306; DHR 693).
     Es importante la doctrina de la «eternidad» de los castigos del infierno. El sínodo de Constantinopla del 543 hizo suyos los anatemas del emperador Justiniano contra Orígenes que, en el marco de su teoría de la apocatástasis, había hablado de la posibilidad de una conversión final de los demonios y de los condenados (DH 409, 411; DHR 211).
    
El fundamento de la condenación eterna se encuentra en la libre voluntad de las personas (fides Pelagii papae del 557: DH 443; DHR 228a) que, en virtud de sus facta capitalia (sínodo de Arles del 473: DH 342; DHR 160b), atrae sobre sí la reprobación divina, porque persevera hasta la muerte, sin arrepentimiento y penitencia, en el estado de pecado mortal actual (Valence 885: DH 627;
DHR 321; 1 concilio de Lyon del 1245.

1.2.2 La comunión de vivos y muertos en Cristo

1. Entre cuantos pertenecen a Cristo existe una verdadera comunión en la salvación, ya sean los santos en el cielo, los fieles todavía peregrinos en la tierra o las almas que se purifican en el purgatorio (papa León XIII, encíclica Mime charitatis de 1902: DH 3360-3364; cf. también, y especialmente, los capítulos 7 y 8 de la Constitución sobre la Iglesia Lumen gentium de 1964, el inciso sobre la communio sanctorum del símbolo apostólico.

2. Los santos en el cielo interceden por los hombres de la tierra (Tridentino: DH 1821. 1867; DHR 894, 998). El culto de dulía que se les tributa (no el cultus latriae, o la adoración, que compete sólo a Dios) tiene como finalidad última la gloria del Dios trino, que es honrado en los hombres a quienes ha concedido su gracia (II concilio de Nicea: DH 601; DHR 302; concilio de Trento: DH 1821-25; DHR 984-988).

3. Las almas en el estado de purificación comparten la comunión de los santos, pero por sí mismas no pueden hacer nada en su propio beneficio. Los todavía peregrinos en la tierra pueden prestarles ayuda intercediendo por ellas, por ejemplo mediante la celebración de la misa, la oración, las acciones de amor activo al prójimo y otras obras piadosas (Tridentino, cánones sobre el sacrificio de la misa: DH 1753; DHR 950; Decreto sobre el purgatorio: DH 1820; DHR 983). Se les pueden asimismo aplicar indulgencias per modum suffragii (Sixto IV, bula Salvator noster de 1476: DH 1398; DHR 723a. Cf., para su explicación, la encíclica Romani Pontificis provida de 1477: DH 1405-1407; León X, Decreto Cum postquam de 1518: DH 1447-1449; DHR 740a y b). La Carta de la Congregación de la fe Recentiores episcoporum synodi, de 17 de mayo de 1979, a todos los obispos, sobre la escatología, destacaba, en este contexto, que la oración de la Iglesia, «sus ritos funerarios y culto a los difuntos» son loci theologici y que deben rechazarse las teorías teológicas que los describen como carentes de sentido (DH 4654).

1.2.3 La escatología universal

1. Al final de los tiempos, vendrá por segunda vez Cristo en la naturaleza humana que ha asumido como propia (todos los credos). Se rechaza el quiliasmo o milenarismo, teoría según la cual antes del Último Juicio Cristo implantará en este tiempo y este mundo un reino visible de mil años de duración (Decreto del Santo Oficio de 1944: DH 3839; DHR 2296).

2. A la resurrección de los muertos sigue el Juicio universal sobre todo el género humano y sobre su historia (todos los símbolos y documentos precedentes).
Nadie, ni los hombres ni los ángeles, conoce este día. Cristo lo conoce en su naturaleza humana, pero no desde ella, sino sólo en virtud de su naturaleza divina (papa Gregorio I, Carta Sicut aqua del 600: DH 474; DHR 248).
Sigue la consumación material del mundo. Se rechaza estrictamente una teoría sobre el modo de esta consumación (papa Pío II, Proposición I de los errores de Zanino de Solcia, el 1459: DH 1361; DHR 717a).

      Al final se implantará el reino de Dios y de Cristo. Los bienaventurados tendrán vida eterna, fruto de la justificación, de la gracia y de los méritos por las buenas obras (concilio de Trento, Decreto sobre la justificación: DH 1545-1547; DHR 809-810).

La Iglesia pasa al reino «celeste». Llegará a su fin en cuanto medio de salvación, pero continuará existiendo como fruto de esta salvación (VI concilio de Toledo del 638: DH 493). Todos los santos reinarán con Cristo en la eternidad (= unidos con la voluntad de Dios, es decir, según el amor, XI concilio de Toledo del 675: DH 540; DHR 287; XVI concilio de Toledo del 693: DH 575; concilio de Trento: DH 1821; DHR 984; II concilio Vaticano, LG 7 y 8).
«... su reino no tendrá fin» (cuius regni non erit finís: cf. Dan 7,14; Le 1,33; todos los símbolos, especialmente el niceno-constantinopolitano del 381: DH 150; DHR 86).


1.3 La escatología cristiana como lugar de confluencias y divergencias

En la escatología se condensa la visión cristiana de la realidad en su conjunto. Así se explica que en las declaraciones concretas sobre el destino del hombre y del mundo reaparezcan una y otra vez todos los problemas básicos: la concepción de Dios, la idea de la revelación, la intelección del mundo como creación y, en especial, la imagen del hombre, llamado, como criatura, a la plenitud sobrenatural en la gracia de Dios y a la comunión sobrenatural con la vida divina, en la que está inserto, ya desde ahora, en su existencia natural (cuerpo y alma) en el acontecimiento trascendente de la consumación.

A pesar de algunas diferencias básicas respecto de la concepción de Dios, del hombre y del mundo, también fuera del cristianismo se encuentran esquemas de esperanza —basados en la antropología general— de una consumación trascendente, por ejemplo, la idea de la inmortalidad del alma o de una disolución mística de la existencia individual en el nirvana o la esperanza de una plenitud inmanente en virtud de la participación en el progreso del género humano o merced a la vinculación de la materia propia con el ciclo cósmico vital de la naturaleza.

1.3.1 La fe en la inmortalidad en la filosofía griega

La mitología griega (Hornero, Hesíodo) conoce la idea de una existencia en sombras de los muertos en el Hades, o el traslado de algunos predilectos de los dioses a los felices campos del Elíseo.

    Tras los primeros pasos de las enseñanzas orfeas y pitagóricas, halló acogida en la gran filosofía ática la antropología dualista, según la cual el ser humano se compone de dos naturalezas completamente distintas, a saber, el alma y el cuerpo. La caducidad y la mortalidad atañen al cuerpo, enredado en la materia, mientras que el alma es portadora de la esperanza de inmortalidad. A partir de la idea de la participación, Platón entiende el alma como aquella realidad que es capaz de concebir las ideas de belleza, verdad, justicia y bondad. Y como estas ideas son eternas e independientes de los cambios de las apariencias exteriores, y teniendo en cuenta que el alma alcanza el conocimiento de lo eterno, puede concluirse que también ella tiene un contenido de eternidad. El alma, según esto, habría preexistido en el reino de las ideas ya antes de su unión con el cuerpo, en el que entra y en el que se encuentra como en una «mazmorra». Platón desarrolló su teoría de la inmortalidad del alma derivada de su naturaleza interna divina en los grandes diálogos Menón, Fedón, Fedro y República.

«El camino para ello es asemejarse a Dios en la mayor medida posible; y esta semejanza (consiste) en ser justo y piadoso con comprensión... mientras que desearíamos presentar lo verdadero del siguiente modo: Dios no es nunca y bajo ningún aspecto injusto, sino en grado sumo absolutamente justo. Pues bien, nadie es más parecido a él que el que entre nosotros es el más justo» (Teeteto 176b).


Platón conoce también, de la mano del mito, un juicio de los muertos. Se llevará a cabo de acuerdo con el grado de libertad interna frente al mundo adquirido mediante la contemplación —para dedicarse a las ideas y a la correspondiente práctica del bien (o respectivamente del mal). Para las trasgresiones ligeras en el curso de una vida por lo demás buena cabe alimentar la esperanza de una «purificación» en el más allá.

     La doctrina de Aristóteles presenta diferencias esenciales respecto de la de Platón. Para él, todo conocimiento se inicia con las percepciones sensoriales. Rechaza la concepción del conocimiento como recuerdo por parte del alma de las ideas que tuvo en su pre-existencia. En su escrito Sobre el alma entiende que el cuerpo y el alma son la unidad sustancial de una única naturaleza. El alma es la entelequia (la orientación al fin) que lleva a cabo y consuma lo que es el cuerpo en potencia. En la filosofía aristotélica no cabe imaginar una existencia del alma separada del cuerpo. El alma surge y muere con el cuerpo. Las ideas sobre migraciones o metempsicosis del alma le parecen pura fantasía. Y como la diferencia de los cuerpos cuanto a la figura y el número se fundamenta en el alma propia de cada uno de ellos, tampoco es posible que un alma tenga varios cuerpos diferentes.
   
     En la Edad Media se libraron vivas discusiones acerca de la recta interpretación de la doctrina del alma aristotélica. El filósofo islámico y comentarista de Aristóteles Averroes (1126-1198) negaba la inmortalidad individual y sólo admitía la indestructibilidad de una razón universal. Tomás de Aquino criticó esta exégesis del pensamiento aristotélico y afirmó que la inmortalidad del alma es una verdad al alcance de la razón. Esta declaración no se refiere expresamente a la inmortalidad del alma en cuanto tal, sino a su inmortalidad individual (DH: 1440s.: DHR738).

Para Aristóteles es un factum incuestionable que el cuerpo del hombre está sujeto a la ley del nacimiento y la muerte. También el intelecto, en cuanto unido a los sentidos corporales, es capaz de sufrimiento (intellectus passibilis) y está, por consiguiente, sujeto a la caducidad. Tal vez, pues, en la concepción aristotélica existe un solo intellectus agens que actúa en todos y cada uno de los hombres y que es inmortal. Queda sin respuesta la pregunta sobre una existencia posterior de los hombres concretos e individuales, porque no cabe imaginar una individualidad fuera de o sin la corporeidad.
Cuando la mirada se dirige a las concepciones extra cristianas acerca del destino final del hombre se descubre una cierta continuidad respecto de la cristología del cristianismo, en el sentido de que se plantean los mismos interrogantes existenciales básicos acerca del sentido de la vida frente al sufrimiento, la enfermedad y la muerte individual, y acerca del fin de la historia y del mundo. Pero se percibe también una discontinuidad, porque la concepción cristiana de la consumación del hombre está exclusivamente fundamentada en la autocomunicación de Dios y la doctrina de la resurrección individual presupone un concepto de la persona adquirido a través de la teología de la creación que es desconocido fuera del ámbito de la tradición judeo-cristiana.



1.3.2 La destrucción de la escatología en la crítica moderna del cristianismo

Según el diagnóstico de Karl Löwith (1897-1973), las posiciones anticristianas de la crítica de la religión de Feuerbach, del marxismo, del evolucionismo materialista y del positivismo constituyen «una secularización de su modelo escatológico».

La crítica destructora contra la escatología cristiana se sitúa en el contexto de una visión antropocéntrica del mundo y de la desaparición de una orientación antropocéntrica e inmanentista del mundo y de la desaparición de una orientación teocéntrica básica. Las grandes ideas Dios, libertad e inmortalidad se coordinan funcionalmente con la autoconcepción del hombre como condiciones que deber ser promovidas  y fomentadas para que los seres humanos puedan evolucionar como una naturaleza ética. Ya en la época del renacimiento se anunciaba esta nueva imagen, que entiende que el hombre alcanza su plenitud en el ámbito de la cultura, la ciencia, y el trabajo y que sólo concibe a Dios como enfrentado al hombre y compitiendo con él.

En la ilustración, frente a la pretensión de verdad religiosa y metafísica, se fueron abriendo paso un escepticismo y un agnosticismo de hondo calado. En los espacios vitales del estado, la administración de justicia, la moral pública y el ordenamiento económico se formó un sistema natural del conocimiento y de la conducta de tipo pragmático. Se rechazo la idea de una recompensa o de un castigo en el más allá como indigna de una verdadera moralidad y se intentó incluso, a veces, desenmascararla como instrumento al servicio de una ideología de dominio ( la del clero).

El deísmo ingles se propuso despojar  a la religión revelada de su pretensión heterónoma (es decir, de su recurso a una autoridad sobrenatural), e insertarla, desde la raíz, en el marco de una razón autónoma, como religión natural (M. Tindal). En opinión de Herbert de  Cherbury (1581-1648), todas las religiones históricas concretas se basan en un arsenal de cinco convicciones básicas, entre las que se encuentra la aceptación de la existencia de una esencia suprema buena y de una justicia remuneradora después de la muerte que funciona según los principios de premio y castigo.

Mientras que Kant, Hegel y Schleiermacher todavía habían intentado llevar a cabo una tarea de mediación entre los enunciados cristianos escatológicos clásicos y la nueva concepción del mundo surgida de las ciencias naturales empíricas y del racionalismo filosófico —si bien se mostraban indecisos en el tema de la inmortalidad individual o la rechazaban de plano— en el curso del siglo XIX se produjo el abandono definitivo de la escatología cristiana bajo los ataques de la crítica de la religión.
En su libro Gedanken über Tod una Unsterblichkelt (1830) negaba Ludwig Feuerbach sin ambages la «inmortalidad individual del hombre». Sólo sería inmortal la esencia general humana, porque es divina. Pero esta inmortalidad no acontece en un más allá de la historia, sino en su inmanencia. La esencia general humana se manifestaría como la tendencia —en constante superación de sí misma— a un objetivo inmanente. El hombre viviría una anticipación de este objetivo escatológico inmanente allí donde está más inmediatamente cercano a su naturaleza, esto es, en la vivencia sensible-sexual de la unidad de espíritu y naturaleza o, en un nivel más elevado, en la unión sexual del varón y la mujer. Aquí, pues, la experiencia trascendental de la unión amorosa con Dios se transforma en el sentimiento de una unión sensible empírica. Por tanto, el reino escatológico de Dios se traspone a la naturaleza general del hombre convertida en realidad y al placer sexual, en el que se experimenta la unión de lo individual con lo universal.
       Karl Marx (1818-1886) criticó tanto la idea de la reconciliación de la filosofía idealista con el cristianismo como la concepción popular cristiana de un paraíso ultraterreno, espacialmente entendido, del que afirmaba ser una estrategia de con-suelo con la que los usufructuarios de las injustas condiciones socioeconómicas intentan engañar a los explotados acerca de las verdaderas causas de la miseria actual y paralizan así el potencial de cambio. La escatología cristiana no sería sino la confirmación de un mundo doble. Aquí no sólo no se superaría la alienación del hombre, sino que se le proporcionaría una fundamentación ideológica. La crítica a la religión del más allá sería, por tanto, el presupuesto para asumir una postura comprometida en favor de un mejor más acá.

También en la filosofía marxista se registran intentos por convertir en inmanente la esperanza de una identidad escatológica del hombre.
Frente a la finitud, radicalmente sentida, del hombre, Martin Heidegger describe la vida como una carrera constante hacia la muerte o hacia el hundimiento en el «man». Al hombre se le invita a llegar a la autenticidad de su existencia.
La única salida frente a la inautenticidad de la existencia es, según Jaspers, la experiencia trascendental como iluminación existencial. El hombre no es capaz de introducir modificaciones sustanciales en su situación, sino sólo de hacerla más tolerable mediante su interpretación.
Sigmund Freud intentaba mostrar al hombre el camino hacia sí mismo al aludir a la necesidad de la concienciación psicoanalítica de la no identidad y a la posibilidad de reelaborar la experiencia negativa que subyace en el fondo de esta no identidad.

Tal vez nadie ha sabido expresar con tan clara luz la desescatologización del sentimiento de la vida y, con ello, el fin de las esperanzas, como Friedrich Nietzsche, en su lapidaria afirmación de que «Dios ha muerto». Martin Heidegger la interpreta en el siguiente sentido:
«El fundamento suprasensible del mundo suprasensible se ha convertido, en cuanto realidad eficaz de todo lo real, en irreal. Éste es el sentido, metafísica-mente reelaborado, de la sentencia. "Dios ha muerto"» (Holzwege, F 51972, 249. Traducción castellana Sendas perdidas, Buenos Aires 1960).

Frente a esta historia de crisis, la escatología cristiana sólo puede avanzar y desarrollarse desde un interrogante más radicalizado del hombre sobre sí mismo.
La experiencia de la dialéctica de la Ilustración proporcionó un firme impulso al nacimiento de la esperanza de una realidad trascendente. Los objetivos mundanos inmanentes de la razón y el progreso han desembocado, en efecto, en masificación, tendencia al totalitarismo y sometimiento del espíritu a los dictados de la economía. La inconcebible desmesura de las aberraciones humanas ha encontrado su expresión en Auschwitz, convertido ya en el símbolo del mayor grado posible de perversión humana (Th. W. Adorno). Ernst Bloch ha podido hablar de un Prinzip Hoffnung que orienta las actividades y los proyectos humanos concretos hacia una utopía.
La vivencia de los insondables abismos humanos en la práctica de la maldad y en los sufrimientos de las víctimas ha permitido comprender desde una nueva perspectiva el «anhelo de lo totalmente Otro» (Marx Horkheimer) y, con ello, la teología judeocristiana como expresión de «la esperanza de que no se mantenga esta injusticia que caracteriza al mundo, de que no sea la injusticia la última palabra.

II  LA ESCATOLOGÍA EN LA HISTORIA

2.1 Los problemas en la Patrística

2.1.1 Escatología y teología de la historia

Uno de los más sólidos elementos constitutivos de los enunciados de fe escatológicos es la creencia en la nueva venida de Cristo, juez de vivos y muertos, en la resurrección universal de los hombres al fin del mundo, la consumación de la creación en el Dios trino, la comunión con Dios y la vida eterna.
Aunque considerada en su conjunto la idea de la escatología tiene una clara concentración cristológica, se han registrado a lo largo de la historia algunos cambios en las perspectivas de su percepción. Así, la concepción dinámica del tiempo y de la historia prevalente en la mentalidad semita fue sustituida a menudo por contraposiciones más bien estáticas entre tiempo y eternidad, entre el más acá y el más allá.
Tras el final de la etapa de la espera próxima de la parusía, se convirtió en tema específico propio de la teología de la historia cristiana el período histórico comprendido entre el envío del Espíritu por el Señor exaltado y la nueva venida de Cristo al final de los tiempos. A partir del acontecimiento de Cristo como cambio de visión, o respectivamente como centro y plenitud de los tiempos, se distinguieron varios períodos, marcados por fechas teológicas básicas tales como la creación, la santificación, el pecado de Adán, el don de la ley, la plenitud de la gracia en Cristo y la consumación final.

     En su escrito Praeparatio evangélica, Eusebio de Cesárea (265-339) agrupó todos los vestigios del conocimiento de Dios y de la moralidad que afloran en la historia precristiana y que aluden a Cristo. Pudo así descubrir en la filosofía pagana y en sus grandes figuras una preparación para Cristo querida por Dios comparable a la que el Antiguo Testamento ofrecía a los judíos.
En su gran obra histórico-teológica De civitate Dei, Agustín (354-430) ve en la fe y la incredulidad, o respectivamente en la gracia y el pecado, los motivos contrapuestos que, en su mutuo enfrentamiento, empujan hacia adelante el curso de la historia. Sólo en Cristo quedan superados el ateísmo, la amoralidad y la ceguera del paganismo. Pero sigue en pie o incluso se agudiza la oposición radical, aunque al final la civitas Dei se alzará con la victoria sobre la civitas terrena.

2.1.2 La tensión entre la escatología individual y la general (El estado intermedio)

Hasta bien entrada la Edad Media (p. ej., en Bernardo de Claraval), la perspectiva predominante fue la escatología universal. Resultaba inimaginable una consumación del individuo separado del resto de la comunidad. Se planteaba, de todas formas, el problema del estado o situación de los muertos en la fe antes de el fin general de la resurrección universal (status intermedius). Desde una intelección de la muerte como separación del alma y el cuerpo, prevalecía la convicción de que el hombre, centrado en su alma, llegaba, inmediatamente después de morir, ante el tribunal de Dios. Allí recibía la sentencia sobre su destino eterno, la recompensa por las buenas obras o el castigo por las malas. En este estado intermedio el alma moraría en el Sheol. Pero aquí se anticipaba ya el estado definitivo de la bienaventuranza eterna en el cielo (en especial, se creía que los mártires estaban ya en comunión con Cristo) o el castigo eterno en el infierno. En el juicio universal, con la parusía de Cristo, se ratificaría la sentencia emitida en el juicio individual. Con la resurrección del cuerpo queda el hombre totalmente restaurado, se hace partícipe de la vida eterna y queda incluido en la comunión de los santos.

        La problemática del estado intermedio está vinculada a la aceptación y la esencial transformación cristiana de la doctrina griega sobre la inmortalidad del alma. Al principio se había rechazado esta doctrina de la inmortalidad porque en la filosofía griega se entendía al alma como algo sustancialmente divino, lo que no sólo contradecía la convicción cristiana de que es una realidad creada sino que, además, hacía superfina la resurreción como acción poderosa de Dios en el cuerpo y el alma.
Los filósofos del Areópago de Atenas se burlaron de la idea de una resurrección de los muertos (Act 17,32). El concepto de alma sólo pudo ser asumido en la teología tras una profunda modificación de su contenido: el alma es ahora el principio de identidad creado de la existencia en su etapa terrena, en el acontecimiento de la muerte y en la consumación del hombre en la vida de ultratumba. La indestructibilidad del alma significa —en su sentido cristiano— el principio sustentador de la naturaleza humana creada, que es el presupuesto para la recepción de la acción salvífica sobrenatural de la autocomunicación de Dios en la resurrección de Jesús. El cuerpo, como expresión del alma, será restablecido y llevado a su plenitud cuando, al final de la historia, se renueve la creación entera, también en su dimensión material, y se convierta en el lugar de la comunicación perfecta de los espíritus personales.


Ya en la primera monografía acerca de La resurrección de los muertos, de Atenágoras (hacia 170-180), se percibe con total claridad la línea argumentativa.
El fundamento de la resurrección es la voluntad de Dios, que ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha destinado a una «duración eterna». La resurrección significaba para Atenágoras «transformación en mejor». La intención primera de la resurrección no sería aquí el juicio, sino la imposición de la voluntad salvífica divina en la consumación de la naturaleza humana. Una naturaleza espiritual y dotada de libre albedrío, compuesta de alma y cuerpo, sólo puede subsistir y permanecer eternamente porque Dios la resucita de la muerte y la hace partícipe, para siempre, de su vida divina, de suerte que el hombre continúa existiendo en la eternidad en la visión y en el gozo de Dios.

El hombre recibe y ciertamente asume la gracia a través del alma racional, pero de tal modo que queda lleno de esta gracia y de la previa determinación a la vida eterna no sólo el alma, sino el hombre total, en alma y cuerpo:


«Si existe una sola meta final de todo, esta meta [...] no puede encontrarse ni en esta vida, mientras los hombres están todavía en la tierra, ni tampoco cuando el alma está separada del cuerpo, porque tras la disolución y la dispersión total del cuerpo el hombre ya no existe —aunque permanezca el alma— tal como debería existir de acuerdo con la constitución de su esencia. Es, pues, absolutamente necesario que la meta final del hombre se manifieste en un nuevo ensamblamiento de su esencia, de nuevo constituida por las dos partes».

Las ideas tradicionales de una morada del alma en un estadio intermedio fueron definitivamente superadas, al cabo de una etapa evolutiva de la teología medieval occidental, por la declaración del papa Benedicto XII en la constitución
Benedictus Deus (DHR 530s.).

Las almas de los difuntos, que partieron de este mundo dotadas de la gracia de la justificación, se hacen partícipes, inmediatamente después de su muerte, de la bienaventuranza celeste. También las de aquellos que aún están aquejados de pequeñas manchas o defectos participan, tras un período de purgación y purificación, de la plena visión de Dios. Las almas de quienes mueren en pecado mortal serán entregadas a la perdición por ellas mismas elegida.
Finalmente, en el juicio universal y en la resurrección general de los muertos, en el último día del tiempo, todos los hombres serán restablecidos plenamente en sus propios cuerpos.

2.1.3 La oración por los difuntos, la comunión de los santos, la purificación (el purgatorio)

La concepción católica del purgatorio declara que tras la muerte de los bautizados que mueren en posesión de la gracia justificante, en el caso de que aún arrastren residuos temporales de los castigos por los pecados o pecados veniales, existe todavía una última purificación que capacita para la visión plena de Dios mediante un padecimiento (satisfactio) impuesto por el benévolo juicio de Dios. La Iglesia puede, tanto oficial como privadamente, apoyar, mediante la plegaria, las obras de caridad con el prójimo (limosnas) y el sacrificio de la misa, el proceso de expiación doliente de los obstáculos residuales que se oponen a la unión con Dios (Tertuliano, monog. 10,4; Agustín).

La doctrina sobre el purgatorio se deduce de tres experiencias básicas enraizadas en la Biblia: 1. de la unidad de gracia y penitencia; 2. de la Iglesia como comunidad de salvación y como comunión de los santos; 3. de la distinción (a partir del siglo XI) entre la escatología individual y la general.

1. Tras la muerte, el hombre debe asumir, ante el tribunal de Dios, la responsabilidad de sus actos (2Cor 5,10). Esta afirmación está asociada a la idea de una purificación más allá de la tumba (sobre la metáfora del fuego, cf. Dt 4,24; Is 66,15; Heb 12,29; Ap 1,14; Mt 5,26; 12,31 y ICor 3,15, que es el pasaje clásico de la doctrina sobre el purgatorio). Los Padres hablaron del «fuego purificador» (Orígenes, 29,15 etpassim; Ambrosio, in Ps. 36,26; Lactancio, inst. 7,21,7; Agustín, enchir. 69 etpassim; Cesáreo de Arles, serm. 104, 2ss.; Gregorio Magno, dial. 4,39). De la unidad de la gracia y la conversión se deriva la pregunta de lo que acontece en el juicio individual con los difuntos que, en el caso de culpa grave (después del bautismo), obtuvieron, a través de los procedimientos penitenciales de la Iglesia, la plena reconciliación con Dios, pero que no cumplieron, antes de su muerte, todas las cargas de penitencia que les fueron impuestas (y que, propiamente hablando, son en el mencionado proceso penitencial, el factor que borra los pecados y es un «anticipo del pago» de la culpa).

Es aquí importante la distinción entre el pecado de muerte (cf. Un 5,16), que excluye del reino de Dios (Gal 5,21; Mt 12,32), y pecado leve o venial, que puede ser superado mediante las oraciones diarias en súplica de perdón y las obras de caridad con el prójimo. Tiene también importancia la diferencia entre el pecado como culpa grave, que sólo puede borrarse mediante el bautismo o la reconciliación eclesial, y las consecuencias, que pueden permanecer incluso después de la recuperación de la gracia de la justificación y que requieren agotadores esfuerzos para ser superadas. La expiación que debe aportarse por las consecuencias del pecado fue entendida en Occidente en un sentido vindicativo/punitivo (en referencia a Mt 5,26; cf. Tertuliano; Cipriano), mientras que en Oriente tenía un carácter más medicinal/curativo (Clemente de Alejandría,  Orígenes).

2. La oración por los difuntos surge como consecuencia espontánea de la conexión natural y de la convicción de fe de que la muerte no elimina totalmente la unión de los miembros del pueblo de Dios, así como de la esperanza en la restauración escatológica de la comunión (cf. 2Mac f 2,45; Rom 14,8; Flp 3,21; 2Cor 5,9; Jn 11,25). Esta oración espontánea se asocia a la oración expresa por los penitentes. Debe ayudárseles a acortar su penitencia y beneficia también a quienes han muerto antes del cumplimiento total de la penitencia que les fue impuesta por la Iglesia. Existen, desde el siglo XIV, pruebas documentales a favor de la práctica de la concesión de indulgencias en favor de los difuntos.

3. Respecto del tema de la situación de los muertos (estado intermedio), la Iglesia asumió ideas bíblico-judías relativas a una morada de los muertos más allá de la tumba (Hades, paraíso, cielo). Allí esperan, tanto los bienaventurados como los necesitados de purificación y los condenados, la consumación en el juicio final. Avanzando un paso más, el papa Benedicto XII declaraba, en la constitución Benedictus Deus (1336), que todos los creyentes bautizados que mueren en estado de gracia justificante participan, «inmediatamente» a continuación del juicio individual, de la visión beatífica de Dios y entran en la comunión de los santos. Quienes mueren en pecado mortal reciben al instante la sentencia de condenación. Quienes mueren en estado de gracia justificante, pero necesitan purgar los pecados veniales y los castigos temporales de los pecados, alcanzan la visión divina «después de» una purificación. Al final, todos resucitarán corporalmente para el juicio universal  (DH 1000-1002; DHR 530-531). En los concilios de la unión de Lyon (1274) y de Florencia (1439) menciona por vez primera el magisterio de la Iglesia la existencia de penas purgatorias (Poenae purgatoriae seu catharterii: DH 856,1066, 1304; DHR 464, 693). Se utiliza también, aunque con menor frecuencia, la expresión ignis purgatorius o purgatorium, porque podía empujar hasta el primer plano concepciones espacio-temporales (DH 1820,1867, 2616; DHR 983, 998).

Las Iglesias ortodoxas de Oriente recelaban aquí algún tipo de contacto con la doctrina de la apocatástasis de Orígenes. No forma parte del dogma el «tormento» del fuego, sea espiritual o material (cf. 1 Cor 3,15: «quasi» per ignem). El sufrimiento consiste más bien en la ausencia de la visión de Dios (poena damni), o bien en la ausencia de la consumación plena interior del hombre ya definitivamente salvado  (poena sensus).

      La razón formal es que carece de apoyos bíblicos; la razón objetiva es la opinión de que la doctrina del purgatorio se apoya en la justificación por las obras y que la misa por los difuntos sería un simple sacrificio humano que cuestionaría la justificación sólo por la gracia y la fe, o que aquí se oculta la pretensión de ganar méritos, para sí o para los demás, a través de las propias obras. Tiene importancia para el diálogo ecuménico actual el hecho de que la confesión evangélica admite un recuerdo de los fallecidos bajo la forma de acción de gracias a Dios y de oración por los difuntos (Apol. Conf. 24,94ss.).

      El concilio Tridentino confirmó la existencia de la realidad denominada purgatorio. Las almas que allí se encuentran y que murieron en estado de gracia justificante, pero no están «purgadas plenamente» (DH 1743,1753; DHR 940, 950) pueden recibir ayuda a través de la intercesión, las limosnas y la celebración del sacrificio eucarístico de Cristo, que ha obtenido la reconciliación en favor de los vivos y de los difuntos (DH 1487ss., 1820,1866; DHR 777s., 983, 997). El concilio condenó además todas las formas de superstición y los abusos de las indulgencias cometidos en el contexto de la fe en el purgatorio (DH 1820; DHR 983). El II concilio Vaticano confirmó la conciencia de la unión de la Iglesia en todos sus miembros, tanto de los que en la tierra salen al encuentro del Señor como de los que, después de la muerte, están necesitados de purificación y de los que contemplan ya claramente a Dios en la gloria plena (LG 49s.).

2.2  El tratado de la resurrección en la Escolástica

A diferencia de los Padres de la Iglesia, que sólo dedicaron a este tema una atención más bien esporádica, la Escolástica desarrolló una escatología sistemática. Los escolásticos analizaron detenidamente las cuestiones de la resurrección del alma y el cuerpo, de la identidad de los cuerpos resucitados, de la unión de los santos en el cielo con los creyentes santificados por la gracia en la tierra y con las almas de los difuntos en el purgatorio, el problema de la conexión entre el juicio individual y el universal, el tipo de felicidad (que Tomás de Aquino situaba en la visión beatificante de Dios, mientras que Duns Escoto insistía más en la unión amorosa con Dios), el tema de la corporeidad de los condenados y de sus tormentos, la diferencia entre la poena damni, es decir, la pérdida de la comunión sobrenatural con Dios, y apoena sensus, esto es, las consecuencias de la condenación y sus manifestaciones en el ser corpóreo-espiritual del hombre.
Hay una densa síntesis de la concepción tomista de la escatología en la Summa contra gentiles IV, 79-97.

a) La resurrección futura
    Los hombres han sido liberados del pecado de Adán y de su consecuencia, la muerte eterna, en virtud de la cruz y la resurrección de Cristo. La eficacia de la pasión de Cristo se transmite a través de los sacramentos. En el bautismo, y eventualmente en el sacramento de la penitencia, se otorga el perdón de la culpa. El hombre entra en la relación sobrenatural con Dios y recibe, a través de la gracia de los sacramentos, una prenda de la gloria futura. Pero sólo al final del mundo recibirán los hombres la eficacia plena de la resurrección, a saber, la superación de la muerte como castigo del pecado, cuando Cristo resucite con su poder a todos los muertos.

Aunque no puede llegarse a través de un proceso racional a la idea de la resurrección, puede facilitarse su comprensión cuando la línea argumentativa arranca del ser del hombre y del sentido de la existencia humana. De acuerdo con el proyecto de la creación, el alma ha sido creada inmortal. Es el principio de la existencia creada del hombre. Lleva a cabo la unidad corpóreo-espiritual e indica la disposición de la naturaleza espiritual del hombre para recibir la gracia sobrenatural. El alma es el soporte permanente de la naturaleza creada del hombre bajo todas sus modalidades históricas. Un ser situado fuera de la materia en la que el alma subsiste estaría en contradicción con la esencia de esta misma alma. Cuando en la muerte, y debido a la descomposición del cuerpo, se destruye la materia, el alma queda incompleta y reclama, en virtud de su propia naturaleza, el pleno restablecimiento de la integridad corpóreo-espiritual. Ahora bien, como esta resurrección sobrepasa sus propias capacidades, sólo Dios puede llevarla a cabo, es decir, sólo él puede producir tanto la restauración de la naturaleza íntegra del hombre como su consumación por la gracia. Pero, más allá de su muerte, el hombre no es creado de la nada, mediante el recuerdo que Dios tiene de él, de suerte que entre la existencia terrena de este hombre y su consumación en el cielo no existiría ninguna identidad natural. En la muerte sólo se diluye la conexión de los principios constitutivos del alma individual y la materia. Pero el alma sigue siendo el principio de identidad y la forma substancial de la unidad corpóreo-espiritual. La materia es el fundamento de la posibilidad, al que el alma aporta la individualidad y la personalidad del hombre y de su subsistencia. Por tanto, el alma no existe nunca de forma plenamente incorpórea, porque garantiza, como forma substancial. La identidad metafísica de la autoexpresión en la materia, y con ello, también la identidad corpórea del hombre. En este sentido, el hombre está orientado «en su propio cuerpo» a la vida eterna y aparece en identidad material con su existencia terrena: In numero ídem. Debe aquí señalarse que alma y materia son elementos activos, en cuanto que son principios metafísicos.

No se da una continuidad empírica y cuantificable que el hombre pueda comprobar en el status viatoris. Pero si a una persona, cuando muere, le falta algún miembro, o si hubiera padecido alguna deformidad corporal o alguna mutilación desde el inicio de su existencia, la omnipotencia y la bondad divina subsanarán todos estos defectos, porque en la materia redimida y consumada quedarán hasta tal punto eliminadas las secuelas del pecado que el alma imprime en la materia su capacidad de formación, necesariamente tridimensional. Y así, el aspecto específico de cada hombre puede estar en consonancia con su apariencia genérica.



b) Las cualidades de los cuerpos resucitados

La resurrección de Cristo ha puesto los cimientos de la resurrección de todos los hombres al final del mundo y de su consumación natural y sobrenatural. La incorruptibilidad del hombre resucitado se enraíza en su participación en la eternidad de Dios. No es el género hombre el que participa de esta eternidad, sino cada ser humano concreto. Se insiste en esta idea con el propósito de contraponerla a la concepción de una cuasi-inmortalidad basada en la secuencia interminable de las generaciones en la que el hombre permanecería como género, mientras que como individuo sucumbiría a la muerte.
     En el estado de la consumación eterna seguirá existiendo la distinción de sexos, que es parte constitutiva de la integridad de la naturaleza del cuerpo masculino y femenino y expresión de la sabiduría del Creador, que ha dispuesto de tal modo el orden de lo creado que a través de la diversidad de lo finito se transparente la belleza eterna de Dios. De todas formas, la vida eterna no consiste en el disfrute de exquisitos manjares, que ya no son necesarios para la conservación de la vida individual. Tampoco es necesaria, una vez llegado el punto final de la historia, la generación de descendencia. Dios será la fuente y la síntesis de todo el gozo que inunda el alma y encuentra su resonancia también en la existencia corporal. El deseo natural del hombre de ver a Dios (desiderium naturale ad videndum Dei) llegará a su plenitud en el amor. El hombre tiene de hecho una visión inmediata de Dios, aunque bajo un modo creado, a través de la humanidad de Jesús.
El hombre existe en un cuerpo real, no en una formación etérea. Se le otorgan las dotes (dotes) mediante las cuales puede el alma llevar a cabo de forma conveniente su unión esponsalicia con la vida de Dios. Las dotes del alma son la visión, el amor y la fruición de Dios (visio, dilectio, fruido). Las dotes del cuerpo son: ausencia de sufrimiento y la mejor adecuación posible del cuerpo al espíritu (impassibilitas, subtilitas, agilitas, dantas).

Ocurre lo contrario con los condenados. También ellos participan de la resurrección corporal, pues la corporeidad es parte constitutiva de la naturaleza humana y es, en sí misma, buena. Pero no participan de la autocomunicación divina en la gracia que acontece en la resurrección de Cristo, porque la voluntad de estos hombres se distancia permanentemente de Dios. Su alma está determinada por la frustración total del desiderium naturale. De acuerdo con la pérdida de la visión sobrenatural de Dios (poena damni), se da también la negación de las dotes del cuerpo, que se manifiesta externamente en la desarmonía entre el cuerpo y el alma (poena sensus) y en la de cada uno de los actos corporales humanos (affectus carnalis, corpus ponderosum et grave, passibilia opaca et tenebrosa).

Los bienaventurados se distinguen de los condenados en que su voluntad está para siempre fija en el bien, que es Dios en sí mismo y que comunica al mundo. En cambio, la voluntad de los condenados se aferra a su oposición a Dios, de modo que no puede darse ningún tipo de conversión. El castigo del infierno no se produce en virtud de un decreto de Dios, sino que dimana de la obstinación definitiva en la oposición libre de la voluntad al ofrecimiento de la gracia. Es imposible anularla, porque se ha perdido para siempre a Dios como el hacia donde trascendente de la voluntad.

c) Muerte y juicio

El alma, desligada del cuerpo en la muerte, deja tras de sí el estado de peregrino (status viatoris). Ya no puede adquirir nuevos méritos. Tras la muerte, llega inmediatamente a su fin (terminus), ya sea que recibe en el cielo su recompensa, o su castigo en el infierno. También hay redimidos que, a pesar del amor, por el que pertenecen irrevocablemente a Dios, todavía necesitan alguna purificación. Sufren entonces un factor retardador en la consecución de su fin último. Esta afirmación debe ser entendida en sentido soteriológico, no cronológico. La convicción de fe de la Iglesia de que existe un proceso de purificación (purgatorio) cuenta con fundamento suficiente en la praxis eclesial de la oración por los difuntos. Se trataría, en efecto, de una práctica sin sentido si nuestra oración no les proporciona ninguna ayuda, ya que orar por los bienaventurados es superfluo, y hacerlo por los condenados es inútil. Ya antes del último juicio, los bienaventurados viven la plena contemplación de Dios. Esta visión de Dios no puede aumentar en intensidad, pero sí puede experimentar un crecimiento extensivo en virtud de la reunificación plena del alma y el cuerpo, es decir, a través de su modo de expresarse en la materia renovada del cielo de la nueva creación, de la nueva tierra y de la comunión plena de los santos.
En el último juicio se prepara la forma definitiva de la creación. Alcanza su fin en el hombre la consumación del deseo natural de ver a Dios. En virtud de la resurrección de Cristo ha llegado definitivamente al hombre la gracia, una gracia que se manifiesta y se realiza en la vida del mundo nuevo.


III LA ESCATOLOGIA DE LA
AUTORREVELACIÓN DE DIOS EN EL TESTIMONIO BÍBLICO

3.1. La escatología adventista del Antiguo Testamento

En el curso de la revelación paleotestamentaria se fueron perfilando poco a poco, y con creciente precisión, los aspectos concretos de la escatología. Contemplados en su conjunto, no son una aglomeración o yuxtaposición floja de ideas y concepciones heterogéneas. Tienen su centro de gravedad en la autorrevelación de Dios como salvación de su pueblo en medio de la historia.
Esta evolución se caracterizaba por el conocimiento creciente y cada vez más diáfano de las consecuencias que se derivan de la comprensión revelada de Dios y de la reflexión sobre determinadas experiencias históricas básicas. Y así, se fueron forjando poco a poco tanto la escatología individual con la esperanza de la resurrección de los muertos, como la eclesial, es decir, la que entendía al pueblo de la alianza como señal indestructible e instrumento de la voluntad salvífica de Dios, y la universal, con su esperanza puesta en la creación de nuevo cielo y nueva tierra.

a) Yahvéh, el Dios de la salvación

     A Yahvéh se le experimenta como el origen y el garante de la salvación, una salvación que se manifiesta a través de los dones de la salud, de la larga vida y de la comunidad con la familia y la tribu. Al principio apenas aparecen reflexiones acerca de una salvación de ultratumba, más allá de la muerte. Abraham experimenta la bendición de Dios en la promesa de la tierra y en su llamada a ser padre de una gran muchedumbre de pueblos (Gen 12). En la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto se confirma la experiencia radical de la poderosa presencia salvífica de Yahvéh. Él garantiza el futuro como espacio de la promesa de la salvación: «Yo estoy aquí en favor vuestro» (Ex 3,14), con benevolencia, magnanimidad, misericordia y fidelidad (Ex 34,6). Habita en medio de su pueblo como plenitud y consumación (Núm 23,21). A pesar del fracaso y del incumplimiento por parte de Israel de los deberes de la alianza, se ofrece Dios mismo, en la promesa salvífica mesiánica, como firme garantía de su voluntad salvífica, eficaz en la historia (2Sam 7,12-16).


b) La trasposición de la esperanza de Yahvéh en la teología profética

Con anterioridad a las dos grandes cesuras de la historia de Israel, a saber, la destrucción del Reino del Norte (722 a.C.) y el exilio babilónico de Judá (587 a.C.), no aparece todavía la idea escatológica de que el futuro pueda encerrar en sí un final definitivo de la historia. Hasta entonces, la historia era un horizonte ilimitado en el que se desarrollan, como en un tapiz continuo, los acontecimientos. Dios actúa ante este horizonte como Señor de la historia, que depara, a través de los acontecimientos, salvación y bendición, liberación y victoria o, por el contrario, juicio y castigo.

    Ya dos décadas antes del hundimiento del Reino del Norte había hablado Amos, por vez primera, del «día de Yahvéh» y amonestaba ante el terrible castigo por la exteriorización y vaciamiento del contenido del culto tributado a Yahvéh, por la adoración de dioses extranjeros, por la liviandad de las costumbres y la decadencia de la clase pudiente, por la explotación de los pobres y, finalmente, por la falsa confianza en las alianzas con pueblos paganos. El día del juicio pondrá al descubierto el no de Dios a Israel, a causa de la obstinación de Israel en su no a Yahvéh, su Dios. La amenaza no es indicio de una duplicidad de la esencia divina, sino que busca únicamente provocar la conversión del pueblo. El resto santo de Israel (Am 9,12; Is 4,3), que ha cruzado a través del castigo, se convierte en portador de la promesa salvífica de Dios del fin de los tiempos. El castigo es una de las maneras de llevar Dios a cabo su salvación y de dar paso a la irrupción de una nueva época salvífica que ya no tendrá fin (cf. Is 3,21ss.; 4,1 s.; 31,2-5.18-22; Ez 40,48; Is 40,1-9; 54,7-10).
Este horizonte radicalmente nuevo de la esperanza en Yahvéh sólo puede expresarse mediante la categoría de nueva creación. Del mismo modo que la creación fue un comienzo absoluto (Gen 1,1), también la acción salvífica definitiva de Dios en medio de la historia será la constitución de «un nuevo cielo y una nueva tierra» (Is 65,17; Ez 36). Será el tiempo de la alianza nueva y eterna (Jer 31,31-34; Os 11,8; Ez 37,26), en el que la unión entre Yahvéh y su pueblo será tan estrecha que puede incluso ser descrita con la imagen del amor del esposo y la esposa (Os 2,18-25; Is 62,4). En esta nueva alianza, Jerusalén (Is 52,1) se convertirá en el centro de las naciones, que peregrinarán a Sión (Is 2,2-4; Miq 4,1-5) para experimentar allí la paz y la salvación de Yahvéh (Is 60,2; Zac 5,14ss.). Será el tiempo de un nuevo paraíso (Is 11,6-9). Dios mismo vendrá como rey y empuñará el cetro de su reino de justicia (Jer 23,5s.; Is 32,1).

El reino de Dios escatológico será implantado por el «hijo de David», el Ungido (Mesías) del Señor. Surgirá, como dominador, de la ciudad real de Belén (Miq 5,1-5), para gobernar como pastor y príncipe a su pueblo (Ez 34,23s.; 37,24s.). Anunciará la redención y la liberación que el mismo Yahvéh llevará a cabo (Is 61,1-3). Queda, con todo, sin respuesta la pregunta de si el reino mesiánico del dominio divino se refiere al estadio final permanente intramundano de la historia o si tras estas sentencias se abre también ante la mirada la perspectiva de una consumación trascendente de la creación.

c) La dramatización de la esperanza en Yahvéh en la Apocalíptica

Entre la insignificancia política de Israel y la amenaza real que pendía sobre él por un lado, y las promesas proféticas por otro lado, se daba una divergencia poco menos que insalvable. El prometido dominio de Dios se enfrenta al poder de grupos hostiles. La lucha entre la voluntad salvífica divina y las fuerzas opuestas a ella sólo podía ser bien percibida a través de categorías de la historia universal, o incluso cósmicas. El drama histórico que se iba perfilando fue interpretado como una batalla de los poderes contrapuestos de la fe y la incredulidad, del amor y el odio, o también como el combate con poderes invisibles antimesiánicos, tales como el Diablo, y, más adelante, el «Anticristo» y otros, que intentan influir en las decisiones de los hombres. Los textos, escritos y reelaboraciones surgidos como
 fruto de la reflexión sobre estas tensiones se caracterizan por la  «escatologización» de los temas teológicos. Sus formas descriptivas utilizan un riquísimo lenguaje en imágenes. Toda esta producción se clasifica normalmente bajo el epígrafe general de «literatura apocalíptica».

En las secciones de carácter apocalíptico del Antiguo Testamento (Ez 38: Joel 4,9-17; Zac 13; Dan 2; Apocalipsis de Isaías 24-27) y en algunos libros no canónicos (por ejemplo, el Henoc etiópico, el Libro de los jubileos, los Libros de Esdras, el Testamento de los doce patriarcas, la Ascensión de Moisés y el Apocalipsis sirio de Baruc), la esperanza en Yahvéh adquiere rasgos de historia universal, escatológica y cósmica. A través de la Apocalíptica, la escatología experimentó un giro en dirección al fin de la historia, a su superación en una meta trascendental. Aquí el futuro no es para el creyente un espacio ignoto, porque conoce el proyecto divino, que dirige inflexiblemente la marcha de la historia hacia su objetivo final. En la Apocalíptica, tanto canónica como extra-canónica, entre la que deben enumerarse los escritos de la comunidad de Qumran, aparecen imágenes, series de motivos y fórmulas de expresión que deben ser tenidos en cuenta también para la interpretación de la escatología neotestamentaria. Bajo la impresión de la guerra judía (66-70 d.C.; cf. Me 13), y más tarde también, y sobre todo, en la situación de persecución que padecían las pequeñas comunidades cristianas de Asia Menor, se recurrió con mayor fuerza a las imágenes y los motivos apocalípticos también para la descripción de la escatología de concepción cristológica. En concreto, debe mencionarse:

a) La idea de una batalla final entre Dios y los poderes hostiles a la divinidad (Satanás, Demonio, Anticristo) o la de una radical oposición entre el eón antiguo y el nuevo, cuyo resultado final será una catástrofe cósmica y la aniquilación del mal.
b) La impaciente espera de la inminente victoria de Dios (espera próxima); la esperanza de que Dios acelerará el curso de la historia y llegará sin tardanza el último día. En este contexto se sitúa el problema del retraso de la parusía en el Nuevo Testamento.
c) La espera del Juicio final sobre los pueblos y sobre cada uno de los hombres, con premios por las buenas obras y castigos por las malas, así como el establecimiento de un nuevo paraíso.
d) La concepción de un tiempo de transición entre el final de la era antigua y el comienza de la nueva. En esta etapa intermedia no reinará todavía Yahvéh directa e inmediatamente, sino que estará representado por el Mesías (el Hijo del hombre).
e) La esperanza de que a continuación se instalará el reino (la basileia) de Dios, que traerá consigo todos los bienes salvíficos imaginables, entre ellos la libertad y la unidad nacional y una existencia en la que no habrá ni necesidades ni padecimientos.

d) Yahvéh y los muertos

El Antiguo Testamento ha tenido muy en cuenta el tema del destino de los individuos concretos, aunque ciertamente no pueden leerse los textos desde las expectativas de la antropología caracterizadas por los rasgos individualistas contemporáneos. Cada persona se sabía ante todo como miembro del pueblo elegido de Dios. Y se sabía asimismo mortal, al igual que cualquier otro ser viviente. La muerte le llevaba al sheol, la región de la que no se retorna (Job 7,9; 38,17), a la existencia en sombras del reino de los muertos (Is 14,10). El poder de Yahvéh no se detiene en las fronteras del mundo subterráneo (Sal 139,8), pero allí ya no actúa sobre los hombres (Sal 88,6). En el sheol no resuena la alabanza a Yahvéh (Sal 6,6; 88,11). Es un lugar sin conexión con Dios (todavía más tarde Ecl 3,20). Dios reina sobre los vivos, es Dios de los vivientes. No obstante, en la angustia de la muerte el orante puede suplicar la salvación a Yahvéh y expresar la esperanza de que no será la permanente separación de él en el reino de los muertos la última palabra. A veces aflora la confianza (Sal 49; 73) de verse librado del sheol y de ser aceptado en la luminosa gloria de Dios, como Henoc, de quien se dice en Gen 5,21-24 que Dios se lo llevó, o como el profeta Elías, que «ascendió al cielo en un torbellino» (2Re 2,1 Is.).

c)  La resurrección corporal

La esperanza —que se fue incubando lentamente en la época postexílica— en una existencia después de la muerte hunde sus raíces en la fe en Yahvéh. No se trata de un añadido heterogéneo ni de un cuerpo extraño a esta fe. De todas formas, hasta la Apocalíptica (hacia el 250 a.C.) no se halla expresamente formulada la idea de una resurrección corporal. Este pensamiento no parte de la concepción de la inmortalidad del alma, que sería luego complementada al añadírsele también el cuerpo. El horizonte de comprensión de esta afirmación está configurado, de una parte, por una antropología total unitaria y, de otra parte, por la fe en el poder creador y liberador de Dios. Si Yahvéh salva al hombre después de su muerte, le salva tal cual es, a saber, como un ser viviente cuya existencia está constituida por la arcilla y el aliento vital divino (Gen 2,7).
El Apocalipsis de Isaías (Is 25,8) sabe que Yahvéh aniquilará a la muerte para siempre, que «los muertos vivirán» y que «los cadáveres se levantarán» (Is 26,19). El único testimonio inequívoco de la fe en la resurrección lo ofrece Dan 12,1-3:
«Será un tiempo de angustia, cual no lo hubo desde que existen las naciones hasta entonces. En aquel tiempo se salvará tu pueblo, todos los que estén inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: éstos, para la vida eterna, aquéllos, para el oprobio, para el horror eterno...»
También uno de los siete hermanos Macabeos pudo decir, antes de morir en el martirio por orden del rey Antíoco: «Dios nos ha dado la esperanza de ser de nuevo resucitados por él» (2Mac 7,14). Apoyándose en la fe en el Dios creador, que con su ilimitado poder ha hecho al mundo de la nada (2Mac 7,28), ha llegado Israel a la convicción creyente del «juicio de Dios omnipotente» y de la «certeza divina de la vida eterna» para quienes arrostran la muerte por la causa de su Nombre.

d) La resurrección de Israel

El concepto básico sigue siendo, también aquí, la conexión entre la salvación de cada individuo concreto y la del pueblo en su conjunto. En una visión, el profeta Ezequiel contempló cómo volvían a ponerse en pie los esqueletos de los muertos de Israel. Dios saca a su pueblo de los sepulcros y los devuelve a la tierra prometida, para que conozcan que él es el Señor (Ez 37,11-14). Se discute la interpretación de este pasaje. El debate gira en torno al tema de si el texto se refiere originariamente, y con lenguaje metafórico, a la restauración de Israel tras el oprobio del exilio o si alude a una auténtica resurrección corporal de los muertos.

e) La incorruptibilidad e inmortalidad del hombre

Dentro de la esfera de influencia de la antropología helenista (con su concepción dualista del hombre como un compuesto de dos naturalezas distintas, el alma y el cuerpo), el Libro de la sabiduría ( 50 a.C.) puede referirse a la incorruptibilidad del hombre, aunque fundamentándola en la teología de la creación: «Dios creó al hombre para la incorrupción, lo hizo imagen de su propia eternidad» (Sab 2,23). A pesar de la aceptación del concepto de alma, no se entiende en este pasaje —al contrario, por ejemplo, que Platón— que la incorruptibilidad del alma sea una especie de elemento sustancialmente divino. Se trata, más bien, del ser humano en cuanto criatura de Dios, que puede albergar la esperanza de inmortalidad (Sab 3,4) porque su alma está cobijada en la mano de Dios. El conocimiento de Dios y la justicia de la alianza son «las raíces de la inmortalidad» (Sab 15,3) y el fundamento de la incorruptibilidad (Sab 6,18).

En tiempos de Jesús, todavía no se había alcanzado en el judaísmo una visión unitaria y compartida por todos acerca de la resurrección. Los saduceos la rechazaban, mientras que era aceptada por los fariseos (cf. Mt 22,23; Act 23,8).


f) La morada de los muertos

A medida que se fue percibiendo con claridad creciente que era el género de vida de los que habían muerto en piedad y en justicia el fundamento de su cercanía a Dios de la que brotaba su felicidad, con mayor apremio emergía la necesidad de establecer diferenciaciones en la imagen del mundo de los muertos del sheol (o del Hades). En consecuencia, a la región superior del Hades se la llamó cielo, paraíso, nueva Jerusalén o Monte de Sión, mientras que al lugar ocupado por los impíos y desalmados, en la zona más profunda del sheol, se le aplicaron los nombres de infierno, gehenna, valle de los condenados, lago de fuego, abismo y lugar gélido y tenebroso.

      Pero también es posible hacer saltar la grapa que, en una concepción global del sheol, mantiene unidas las dos secciones del mundo subterráneo. En este caso, el cielo donde Dios tiene su trono sobre los ángeles es el lugar destinado a los bienaventurados, mientras que el infierno es el lugar de los condenados. En estas regiones (receptáculo animarum) se encuentran las almas hasta el día del juicio final y de la resurrección universal de los muertos.
En este contexto se inserta la idea de un estado intermedio de los difuntos después de la muerte. En él, los muertos se encuentran en una mayor o menor proximidad o lejanía personal de Dios y esperan, al fin de los tiempos, el pleno restablecimiento de la (nueva) creación, en la que se incluye la consumación de su existencia corporal.

h) Estado intermedio, purificación, intercesión, oración

    De la concepción de un estado intermedio entre el juicio individual y el universal se deduce la posibilidad de la intercesión en favor de los difuntos, para aligerar su suerte en el más allá si todavía están encadenados a ciertos pecados y defectos. Judas Macabeo ordenó hacer un sacrificio de expiación por los caídos en batalla de Israel en cuyos cuerpos se encontraron imágenes de ídolos:
«Fue una acción hermosa y noble, realizada con el pensamiento puesto en la resurrección. Porque, si no esperara que los caídos habían de resucitar, habría sido superfluo e inútil rogar por los muertos. Además, considerando que a los que se duermen piadosamente, una hermosísima gracia les está reservada, santa y piadosa fue su intención. Por eso mandó ofrecer el sacrificio de expiación por los muertos, para que fueran absueltos del pecado» (2Mac 12,43-46).


3.2. El centro de la escatología neotestamentaria en la proclamación del reino de Dios de Jesús

a) La proclamación del reino de Dios como el nuevo enfoque centralizador
Jesús resumió, corrigió y centró las divergentes concepciones escatológicas y apocalípticas del judaísmo de su tiempo. El núcleo de su mensaje fue la proclamación del reino de Dios ahora venido, en la plenitud de los tiempos (Mc 1,15). Las enseñanzas y las obras de Jesús, realizadas por el poder de Dios (Mc 1,19; 2,10) le señalan como el mediador escatológico del reino de Dios. Lleva a cabo signos que muestran que este reino escatológico divino está ya presente:

«Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia el evangelio a los pobres» (Lc 7,22).

Jesús no definió el contenido exacto de la expresión reino de Dios. Pero sí es claro que se distingue de las estructuras de poder y de los reinos humanos visibles y empíricamente detectables. Afirma que es un reino que no pertenece a este mundo (Jn 18,36) y que no llega con aparatosidad externa (Le 17,20). El reino de Dios es más bien la presión dinámica de la salvación, que acontece aquí y ahora en la predicación de Jesús, como consecuencia de las palabras y las obras de Dios, una presión por la que el hombre se deja alcanzar en el centro mismo de su existencia personal, para experimentar también en las dimensiones corporales y sociales de la existencia la salvación de Dios. Y así, puede hablarse de la presencia del reino de Dios (Me 1,15) y a la vez de su venida (Mt 6,9; Le 11,2), por la que Jesús enseña a orar a sus discípulos. El reino de Dios es eficaz ya ahora mismo, en el medio del mundo, y se le puede experimentar en la fe. Pero permanece oculto para los incrédulos y sólo se revelará en su plenitud trascendental después de la muerte y del fin general de la historia, en el último juicio, como reino universal de Dios (cf. Mt 25,34; 26,29; ICor 15,28). Como el reino de Dios no es una magnitud empíricamente perceptible, tampoco se le puede describir primariamente con categorías espaciales y temporales. El factor determinante es la referencia dinámica de la voluntad salvífica de Dios a la obediencia de fe del hombre. De ahí que todas las afirmaciones objetivadoras de la escatología sobre circunstancias o situaciones espaciales y temporales deban interpretarse desde esta relación personal entre Dios y el hombre, y no al revés.

Los enunciados sobre fechas o plazos para la plena realización trascendente del reino de Dios no forman parte de la misión reveladora de Cristo:
«En cuanto al día aquél o la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.» (Me 13,22)

El reino de Dios se instala definitivamente en el mundo cuando Jesús se somete enteramente a la voluntad de su Padre divino. Por tanto, la obediencia a su misión hasta la muerte en cruz trae consigo la implantación escatológica del reino de Dios en la existencia de su mediador humano (Me 14,36).
Con la misión del Hijo llega al mundo, de forma irrevocable, el reino de Dios.

«Si yo arrojo los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros.» (LC 11,20; cf. Mt 12,28)

La basileia ha irrumpido ya para siempre en virtud de la obediencia del hombre Jesús que, como representante del reino de Dios y vicario de la respuesta creyente de los hombres, se sitúa a la cabeza de la nueva humanidad. En este sentido, su resurrección por el Padre en el Espíritu Santo le revela como el Hijo de Dios (Rom 1,3; Gal 1,16).

Ahora bien, en cuanto representante de la humanidad es, a la vez, el hombre escatológico, el «primer fruto de los que duermen» y «Espíritu vivificante» (ICor 15,20.45ss.). El mediador del dominio divino, representante, en cuanto Hijo, del reino de Dios en el mundo es, en virtud de su predicación, de su muerte en cruz y de su resurrección, el «mediador único entre Dios y los hombres» (ITim 2,5). El Hijo, que ha aprendido la obediencia a través del sufrimiento, ha alcanzado su consumación plena y se ha convertido, para todos cuantos le pertenecen (los que creen en él), en «autor de la salvación eterna» (Heb 5,9) y en «el sumo sacerdote y mediador de la alianza nueva» (Heb 8,6; 9,15).

En Jesús acontece el reino de Dios en el mundo porque ha sido enviado y se ha revelado en el tiempo final y en la plenitud de los tiempos como Hijo de Dios (Heb1,1-3). Fue, en su destino como hombre y hasta la cruz, el «autor y consumador de la fe» (Heb 12,2), en la que se acepta el reino de Dios.

En el primitivo cristianismo se entendía la escatología como un aspecto del acontecimiento de Cristo. Abarcaba la consumación trascendental de la relación de Dios al hombre fundamentada en Cristo y, con ello, la esperanza en la parusía. Entonces se manifestará el reino de Dios y de Cristo (ICor 15,28) a todos los hombres. Hasta la nueva venida definitiva de Cristo, la consumación se alcanza en la fe y el amor. Pero esta actitud de espera no induce a la resignación, y menos aún a la huida del mundo, sino que libera en los creyentes una dinámica activa en favor del amor al prójimo, de la voluntad de configuración del mundo y de la proclamación universal del mensaje de salvación. La tensión entre el reino de Dios ya inicialmente realizado en Cristo y su plena manifestación en la parusía fue descrita en el primitivo cristianismo con ayuda de categorías mentales temporales y espaciales. Pero dado que el componente temporal no era el elemento esencial de la escatología de la antigua Iglesia, el aplazamiento de la parusía (en el sentido de un retraso temporal) no dio motivo para una profunda crisis de fe. Es cierto que más tarde pudo caer hasta cierto punto en el olvido la vinculación entre la presencia escatológica y pneumatológica de la salvación por un lado y la esperanza en la consumación trascendente en el futuro absoluto de Dios por el otro. Se explica así que aunque la escatología es una característica esencial de la revelación de Cristo, se la haya estudiado durante largo tiempo en la dogmática como un tratado aislado, relegado a la «doctrina de las últimas cosas» que ocurrirán al final.

b) La escatología en los Sinópticos

En la Fuente de los logia Q figura al comienzo la predicación de Juan Bautista (Lc 3,7-9), que finaliza con la sentencia del juicio final sobre las doce tribus (Le 22,28-30; 17,22-37).
A Jesús se le identifica con el Hijo del hombre (Dan 7,13; Lc 7,34) y se le entiende como el revelador escatológico del Padre y el portador histórico del reino de Dios (Lc 10,21s.). La actitud adoptada frente a él, de fe o de incredulidad, es el factor determinante del destino de los hombres, y en concreto también del pueblo de Dios, Israel (Lc 14,15-24; Mt 22,1-10). Se le espera como juez del mundo, que vendrá súbitamente, al final de los tiempos, en las nubes del cielo (es decir, procedente de Dios).
Al ser rechazado por el pueblo, Jesús tiene que emprender el camino del Hijo del hombre doliente (Mc 8,38). A través de la pasión, el Señor resucitado se revela también como juez. Sólo con la parusía se hará patente a todos los hombres su verdadera significación. Se salva quien sigue a Cristo en su pasión y su cruz y le confiesa en la fe como Hijo del hombre.
Mateo declara que en Jesús se ha cumplido la promesa escatológica del reino de Dios. El Señor resucitado está presente y actúa en su comunidad hasta la consumación del mundo (Mt 28,19). A él le ha sido entregado todo el dominio y todo el poder de Dios sobre el mundo. Sus discípulos son el verdadero Israel y la comunidad salvífica escatológica, llamada a la proclamación universal del evangelio, al servicio de la salvación del perdón de los pecados y al seguimiento. En la nueva venida del Hijo del hombre en el juicio final también los discípulos tendrán que someterse a la prueba del amor, en especial del amor al prójimo (cf. Mt 25,31-46).

Lucas acentúa el «hoy» de la salvación. Tras la muerte y resurrección de Jesús comienza el «tiempo de la Iglesia». En la presencia del Espíritu Santo, que Cristo, exaltado por el Padre, envía a la Iglesia y al mundo, puede llevarse hasta los con-fines de la tierra el reino de Dios y el evangelio de Cristo (Act 28,31). Se rechaza la fijación de plazos temporales y las concepciones terrenales cosificadas, por ejemplo, la restauración de una teocracia en Israel (Act 1,6s.). La historia de la Iglesia discurre dentro del radio de la historia universal. La misión de la Iglesia en la historia de la humanidad está determinada por el consejo divino de llevar a cabo en la historia y en el mundo su voluntad salvífica. Lucas está especialmente interesa-do en la salvación de los hombres como individuos concretos, una salvación que alcanzará su realidad plena en la muerte y después de la muerte (Le 12,16-21; 16,19-31; 23,43). No obstante, la parusía y la consumación universal siguen siendo el punto de fuga de todos y cada uno de los enunciados escatológicos.

c) Enunciados escatológicos en las Cartas paulinas

Para Pablo, la cruz y la resurrección de Jesús constituyen el punto de inflexión de la historia. Con el envío del Hijo de Dios y su nacimiento como hombre se ha iniciado la plenitud de los tiempos (Gal 4,4-6). Jesús es el cumplimiento de todas las promesas de Dios (2Cor 1,20; Gal 3,16). En él han sido vencidos la ley, el pecado y la muerte como poderes del antiguo eón. Cristo ha sido resucitado por Dios (ICor 15,20ss.; 15,45ss.; Rom 5,12-21), que da vida a los muertos (Rom 4,17), como la figura última y definitivamente válida del hombre nuevo, como el Adán último. Dios ha puesto sobre Jesús la maldición por el pecado y ha llevado a cabo en él, vicariamente, el juicio y el castigo (2Cor 5,21; Gal 3,13) para hacer patente que todos los hombres estaban alejados de Dios y privados de salvación. Pero la manifestación del juicio y del castigo de los pecados en la muerte vicaria de Cristo es también, al mismo tiempo, el inicio de la nueva etapa salvífica en la resurrección de Cristo para todos cuantos le pertenecen en la fe. Quien vive en Cristo se convierte en nueva creatura (2Cor 5,17; Gal 6,15). El cristiano vive justificado, reconciliado y santificado en el Espíritu Santo y puede superar las seducciones de los poderes de la antigua existencia (en la carne) (Gal 5,16-24; Rom 8,12-14). Vive en el espíritu de la libertad y de la esperanza en la revelación definitiva de la filiación divina «con la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,18-23). La historia llegará al «final» cuando «el Hijo» haya aniquilado todo principado, toda potestad y todo poder y «entregue su reino a Dios Padre... para que Dios reine en todo y sobre todos» (ICor 15,24-28).

        A todas las preguntas sobre la muerte, el juicio y el fin del mundo responde Pablo a la luz de la cristología. La brevedad del tiempo y la provisionalidad de esta vida no desembocan en una desvalorización de la existencia del hombre en el mundo, sino que hacen más viva la espera de la parusía de Cristo (1Tes 5,11; Rom 13,11-14). Lo verdaderamente determinante es pertenecer a Cristo en la vida y en la muerte (Rom 14,7). El creyente, tras su muerte, se encuentra con o en Cristo (2Cor 5,1-10; Flp 1,21-23; 1Tes 4,17).

     Con su alusión a la parusía de Cristo y a la presencia del Señor glorificado, Pablo se propone llevar consuelo a la comunidad entristecida por la muerte de algunos de sus miembros (1Tes 4,13-18). «Si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual manera Dios, por medio de Jesús, llevará con él a los que ya murieron» (1Tes 4,14). En la parusía «resucitarán los que murieron en Cristo» (1Tes 4,17).

En ICor 15, el gran capítulo dedicado a la resurrección, explica Pablo la relación entre el cuerpo mortal de los difuntos y la consumación del hombre en la resurrección corporal: «Se siembra cuerpo puramente humano, se resucita cuerpo espiritual» (15,44). El cuerpo corruptible es a modo de simiente, que mediante el «espíritu vivificante de Cristo» llega a su sazón y plenitud de cuerpo espiritual y glorificado, incorruptible e inmortal de los redimidos en el «reino de Dios» (ICor 15,35-53). En virtud de la justificación por la cruz y la resurrección de Jesús, los creyentes se verán «libres de la ira venidera» (1Tes 1,10). En el «día de la ira de Dios» se manifestará y se probará en el fuego del juicio «la calidad de la obra de cada uno» (ICor 3,13).

       En el juicio sobre las obras y las acciones, se revelará la vida eterna como recompensa por el bien (Rom 2,7) o se manifestará la santidad de Dios en el castigo bajo la forma de ira por el mal (Rom 2,8): «Todos nosotros hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba lo merecido de todo lo que hizo mientras vivió en el cuerpo: bueno o malo» (2Cor 5,10).

d) La escatología en las Cartas deuteropaulinas (universalidad, retraso de la parusía)

En la Carta a los colosenses y en la Carta a los efesios aparecen en el primer plano las categorías espaciales y cósmicas. La salvación está ya, por así decirlo, preparada en el cielo. El cristiano tiene unos sentimientos y un género de vida parecidos a los celestes (Col 3,3). Ha sido ya enterrado y resucitado con Cristo (Col 2,12). No obstante, espera del cielo a Cristo como redentor, para que todos se manifiesten «en la gloria» (Col 3,4) y alcancen su figura definitiva.
Por medio de la Iglesia debe darse a conocer a todos los hombres (Ef 3,10s.) cómo se ha llevado a cabo el cumplimiento del misterio del plan salvífico de Dios (Ef 1,9) por Cristo, con una amplitud que abarca toda la creación y la historia entera. En la Iglesia mora la plenitud total de Cristo (Ef 1,23; Col 2,10). Él es la cabeza, que configura a la Iglesia como su cuerpo. En este cuerpo crecen los creyentes hacia él y por él quiere darse al mundo, incluir a todos los hombres como miembros de su cuerpo y llevarlos así a la consumación (Ef 3,1-13; 4,13).
Por lo demás, el mundo es también escenario de la lucha contra las fuerzas opuestas a Dios. Equipado con las armas de Cristo, el cristiano puede, en la justicia y la fe, alcanzar la victoria en el combate espiritual contra los espíritus del mal y contra las potestades y los principados de las tinieblas (Ef 6,10-20).

     Como reacción frente a la demora de la parusía, se interpretan las tribulaciones presentes como signos precursores del juicio inminente contra los incrédulos y contra los que oponen resistencia al evangelio (2Tes 1,4-10).
En 2Tes 2,1-12 el apóstol tiene que enfrentarse a la errónea opinión de que «el día del Señor» está ya a las puertas: «Sólo pueden conocerse los indicios que anuncian el final de los tiempos, pero antes tiene que producirse la gran apostasía de la fe. Vendrá el Adversario, que intentará ponerse por encima de todo lo que se llama Dios o culto y pretenderá instalarse en el templo de Dios» (2Tes 2,4). Con su mentira seducirá a muchos para que abandonen a Cristo, pero cuando el Señor se manifieste en la parusía, este impío será aniquilado. Más importante que los cálculos sobre fechas o plazos del acontecimiento final es, en este contexto, la exhortación a mantenerse vigilantes en la fe y a permanecer atentos a los signos de los tiempos.

En las Cartas pastorales ha dejado ya de plantear dificultades la demora de la parusía. La comunidad espera la consumación futura en la «epifanía de Cristo» (1Tim 6,16; 2Tim 4,1.8). El juicio pertenece al futuro (2Tim 4,1.8), lo mismo que la «vida eterna» (1Tim 1,16; 4,8; 6,12; Tit 1,2; 3,7). Esta vida eterna ha sido prometida por Dios desde tiempos eternos y es ahora el fundamento de la esperanza y de la certeza en la fe y en el verdadero culto a Dios (Tit 1,15).

e) La dimensión escatológica en Juan

Jesús es la Palabra eterna, que está junto a Dios y es Dios (Jn 1,1) y ha revela-do en su encarnación la gloria divina. En su vida terrena se manifestó como luz y vida, como verdad y camino al Padre. Lo que ante todo busca con su muerte y su glorificación en la resurrección es preparar a los creyentes una morada «en la casa de mi Padre» (Jn 14,15).

Según Juan, el primer plano está ocupado por la presencia actual de la salvación. La escisión escatológica acontece aquí y ahora, en el corazón del hombre, en virtud de la decisión por la fe o por la incredulidad. El Padre y el Hijo han fijado su morada en quienes creen y aman y en ellos actúa el Espíritu Santo (Jn 14,23.26). Pero la revelación y consumación última tendrá lugar en la nueva venida de Cristo.

Entonces tomará consigo a sus discípulos, para que estén junto al Padre, donde está también el Hijo (Jn 14,1-3; 16,16-33). Esta dimensión futura de la consumación de la escatología en Juan revela una cierta tensión respecto de la escatología del presente, pero no una contradicción, en cuanto que no se la reduce a una cristología existencialista. «El que cree, tiene ya la vida eterna» (Jn 5,24). Pero llega la hora en que también los muertos oirán en sus sepulcros la voz del Hijo de Dios (Jn 5,25-28). Tal vez la inserción de las palabras sobre la «resurrección en el último día» (Jn 6,39) intente corregir una errónea interpretación docetista o gnóstica de Jn 5,24, según la cual todos cuantos ven al Hijo y creen en él tienen ya la vida eterna y «quien escucha mi palabra y cree» ha pasado ya de la muerte a la vida (Jn 4,24).

La Primera y la Segunda carta de Juan están marcadas por la lucha contra los docetistas, que negaban la verdadera humanidad de Jesús (Un 4,2). Esta negación es señal de que ha llegado el fin de los tiempos (Un 2,18), cuando aparecerán el Anticristo y sus falsas enseñanzas (Un 2,18.23; 4,3; 2Jn 7; cf. 2Tes 2,2-4; Ap 13). Es aquí importante la idea de la «permanencia» en la comunión con el Padre y el Hijo en la koinonia de los hermanos. La confesión cristológica y el amor fraterno activo y eficaz son los criterios que permiten distinguir en la Iglesia a los verdaderos cristianos de los falsos. La consumación consiste en la semejanza con Dios, a quien veremos tal como es (1Jn 3,2). La visión de Dios cara a cara (ICor 13,12) y la participación en la koinonia del amor del Padre, el Hijo y el Espíritu son las declaraciones culminantes de la doctrina cristiana de la consumación.

f) El Apocalipsis de Juan

Este libro, el único de género apocalíptico de todo el Nuevo Testamento, no se centra en el preanuncio de sucesos cósmicos, sino en la interpretación de acontecimientos históricos y en la relación con Dios en Cristo. Las imágenes apocalípticas sirven para arrojar luz sobre el drama de la salvación en el alma de cada uno de los hombres y en los grandes enfrentamientos de la historia.

      Dios es el Señor de la historia. En Cristo se ha alcanzado la victoria sobre los poderes hostiles a Dios (Ap 1,5.13-20). En la liturgia de la Jerusalén celeste se celebra ya el triunfo final. En la conciencia de su unidad con la Iglesia triunfante puede hallar consuelo y esperanza la Iglesia peregrina, sujeta a los padecimientos de la persecución. En el momento culminante del drama salvífico (Ap 12) aparecen de nuevo en escena los últimos adversarios de Dios, el dragón, la bestia, el falso profeta y la gran prostituta Babilonia, que arrastran a numerosos hombres a su bando, seducidos por los fulgurantes éxitos del poder terreno y de las riquezas mundanas. Tras haber contemplado el vidente la caída de Babilonia y la instauración del nuevo cielo y la nueva tierra, en los que la muerte será aniquilada para siempre, se abre ante su mirada el período de dominio del Mesías de mil años de duración (Ap 20,1-6). La sentencia no se refiere a una época histórica cronológicamente comprobable. Se trata del dominio de Cristo y de su Espíritu en sus discípulos, que le confiesan como Señor en medio de las tribulaciones, las persecuciones y el martirio. En cuanto poder creador invencible, este dominio de Cristo se mantiene firme frente al ataque de los enemigos en aquellos que siguen al Cordero dondequiera va (Ap 14,5). Se habla aquí de la presencia oculta del reino de Dios en la Iglesia que suplica, a una con el Espíritu, la venida de su esposo Jesucristo (Ap 22,17) hasta su consumación en las bodas del Cordero, para el que la Iglesia está ya preparada como esposa (Ap 19,7.9).

  
IV. EXPOSICIÓN SISTEMÁTICA DE LA ESCATOLOGÍA

La exposición sistemática de la escatología debe tener una orientación teocéntrica, dado que es Dios el autor y el consumador de su creación. A través de la revelación conocemos a Dios, Padre, Hijo y Espíritu, en sí y respecto de nosotros, como amor. Respecto del mundo, Dios es la medida de la creación, y más en especial de su centro, el hombre. Y así, se revela como justicia. Se da su verdadero valor a la criatura en su encuentro dialogal histórico con Dios y en la configuración de su vida en el espíritu y la libertad de su decisión, en cuanto que participa de la naturaleza y de la figura del Hijo de Dios hecho hombre en el Espíritu Santo (Rom 8,29), cuando Dios sale a su encuentro como vida, es decir, como satisfacción plena de su búsqueda de ser y de sentido. Tenemos, pues, un triple aspecto teocéntrico para la exposición de una escatología sistemática: 1. Dios es amor: el Padre; 2. Dios es justicia: el Hijo; 3. Dios es vida eterna: el Espíritu.

4.1. Dios es amor: El dominio del Padre

1. En su esencia: En su autorrevelación histórica se descubre no sólo que Dios ama al mundo, sino que es, en su misma esencia, amor. Su esencia se realiza como principio sin principio del amor en el Padre, como eterno salir al encuentro de sí mismo en su autoafirmación en la Palabra (el Hijo). En este sentido, el Hijo le debe eternamente su ser divino. El Padre y el Hijo se encuentran como amor que se identifica a su vez con la esencia divina, por la que Dios subsiste, en el Espíritu Santo. Y así, en Dios todo es Dios como amor.

2. En relación con la creación: La personalidad humana, en virtud de la cual entabla el hombre, y a una con el hombre la creación entera, una relación de socio e interlocutor con Dios, no es necesaria para la autorrealización de la esencia divina. Pero cuando Dios quiere la creación, introduce en ella tales estructuras que ésta pueda, a través de ellas, convertir en realidad su sentido trascendente a Dios. Forma, pues, parte de la personalidad creada, si ha de ser portadora e interlocutora del sentido trascendente de la creación, la razón (=la capacidad de lenguaje y de comunicación) y la voluntad. Mediante la razón puede la persona creada participar del autoconocimiento de Dios en la Palabra (el Hijo) y compartir, mediante la voluntad, la autoafirmación de Dios en el Espíritu. Así, pues, todas y cada una de las personas creadas están orientadas al conocimiento y al amor de Dios. Les compete, en virtud de su condición de criaturas, una relación analógica a Dios como origen y, con ello, al Padre, una concentración de Dios en el Hijo y una relación a Dios como fin mediante la participación en la autodeterminación hacia sí en el Espíritu Santo. Dios es, pues, origen, centro y fin de la criatura dotada de espíritu y libertad. Forma, por consiguiente, parte de la naturaleza humana una historia de libertad, en virtud de la cual o bien se alcanza el autoofrecimiento de Dios o se malogra este objetivo. La doctrina de la fe dice que el hombre rehusó la oferta que Dios le hizo en los orígenes y que perdió, por tanto, también a Dios como plenitud de su autotrascendencia en la razón y la voluntad. Pero a pesar de esta pérdida de la comunión con Dios en el conocimiento y el amor, se mantiene su ordenación natural a la divinidad, es decir, su disposición ética y religiosa y su referencia trascendental, aunque no puede activarla por sí mismo. Y así, a causa del pecado, una gigantesca grieta cruza la creación entera. El pecado es oposición a la voluntad salvífica divina y contradicción entre el hombre y su propia esencia y su fin. Únicamente Dios puede taponar y sanar esta grieta en el centro de la creación provocada por la negativa frente a su autotrascendencia al Dios del amor del que esta creación brota y al que tiende necesariamente. Sólo es posible superar esta contradicción si Dios mismo penetra, encarnándose, en la creación y lleva hasta su objetivo, desde el lado creado, su trascendencia de sentido.

3. En su apertura historicosalvífica: Esta nueva voluntad salvífica divina, tendente a la encarnación de Dios (Jn 1,14; 3,16) y orientada a la reconciliación y a una nueva relación con el hombre en la gracia santificante, sólo ha podido llevarse a cabo, de acuerdo con la estructura histórica de la libertad humana, en la figura de una historia salvífica que, arrancando de las primeras promesas de bendición en favor de Abraham, desemboca, tras cruzar la historia de la alianza paleotestamentaria, en la «plenitud de los tiempos», en la que el mismo Dios se hace presente en una naturaleza humana. En este ser humano asumido por Dios se produce la nueva fundación de la creación. Aquella trascendentalidad a Dios que había sido distorsionada por el pecado está ahora de nuevo capacitada para su consumación protooriginaria —en esto precisamente consiste la esencia del perdón de los pecados— y llega de hecho hasta Dios en la gracia de la vida eterna.

     La necesaria unidad entre la autocomunicación divina y su aceptación creada sustentada por el Logos permite comprender por qué sólo el Logos pudo asumir la naturaleza humana. En su humanidad, sostenida por el Logos en virtud de su aceptación personal e irrevocable, Jesucristo es también la cabeza de la nueva humanidad y su mediador permanente ante el Dios trino. La redención, el perdón de los pecados y la alianza nueva están de tal modo mediados y transmitidos por él que nos convertimos en miembros de su cuerpo. Entramos en una comunión de vida con él mediante una gracia real y la adecuada sensibilidad y las convicciones morales en virtud de las cuales nos hacemos sus hermanos y sus hermanas. La encarnación de Dios ha llegado en la cruz de Jesús a su máxima expresión histórica. En ella ha quedado superada desde dentro, en la gracia de Dios y la entrega de la criatura, la autocontradicción de la creación.

   Lo que ahora importa es conocer a Dios y amarle en una creación renovada y de nuevo abierta a la divinidad. Este nuevo conocimiento divino nos ha sido transmitido por el Hijo. «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo» (Jn 17,3). El nuevo amor a Dios, en el que nos hacemos uno con el Dios trino, en cuanto que habita en nosotros y nosotros estamos en camino hacia él como a nuestra meta, está sustentado por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado y ha sido derramado en nuestros corazones (= nuestra voluntad) (Rom 5,5). Por tanto, también la efusión del Espíritu Santo sobre toda la humanidad es parte constitutiva de la condición intrahistórica de la
Revelación del Hijo en la naturaleza humana.

4. En la relación con la consumación del hombre: Sólo puede llegar a saberse que la plenitud definitiva del ser humano consiste en la comunión con Dios si seguimos paso a paso y hacemos nuestra en la fe la historia de la autorrevelación de Dios. Dios se ha revelado en su ser esencial y más íntimo como amor trino. Todas las criaturas espirituales y libres están llamadas a participar, con conocimiento y amor, en su consumación. Éste es el sentido metafísico e historicosalvífico de la sentencia «Dios es amor» (Un 4,8.16b).

4.2. Dios es nuestra justicia: El dominio del Hijo

a) El Dios trino como medida de la criatura

      Todas las declaraciones básicas de la teología cristiana sobre Dios son de estructura trinitaria, encarnatoria y pneumatológica. El hombre se caracteriza por una referencia dialogal a Dios, al que tiende en su condición de criatura. Pero ahora, en cuanto criatura pecadora, se le ha dado una vez más este Dios en la redención y la santificación por el don del Espíritu Santo. Se advierten así claramente las limitaciones de una relación a Dios de tipo meramente moral o deísta.

    A la luz del misterio de la Trinidad, la gracia es participación de vida por la que Dios capacita de nuevo a sus criaturas, ordenadas a él, a activar su autotrascendencia en el espíritu y la libertad. Se les abre así de nuevo a los seres creados el camino para llegar hasta él con los adecuados sentimientos internos y la configuración externa de la vida y para alcanzar la plenitud en la comunicación beatificante con él en su amor encarnado y eterno. En este sentido, el «juicio sobre los hombres» consiste en «justificarlos» o respectivamente en «ser-hechos-justos», en quedar justificados, de tal suerte que el hombre, en sus obras y en sus sentimientos —en cuanto expresión del amor— puede responder y corresponder al Dios amante y recibe su santificación como un ser lleno de y por la santidad de Dios. En la unidad de conocimiento y de voluntad con Dios, el hombre conoce por, con y en el Hijo al Padre en una unión de amor en el Espíritu Santo que hace que nuestra voluntad tenga la misma inclinación que aquella voluntad con la que el Padre quiere al Hijo y en la que el Hijo se sabe eternamente amado por el Padre y se vuelve, agradecidamente, hacia él.

  
b) «Cristo nuestra justicia, santificación y redención» (ICor 1,30)

     En Cristo se ha hecho realidad histórica la justicia por la que Dios nos hace justos (Justitia Dei passiva). Al hacerse el Hijo hombre mediante la asunción de la naturaleza humana, incluye en la gracia divina, en la que se une con aquella naturaleza (gratia unionis), la gracia por la que, en cuanto cabeza de la nueva humanidad (gratia Christi capitis), abarca a todos los hombres en esta naturaleza humana renovada, les inserta en su cuerpo y les abre a la comunión con Dios. Y así, Cristo, que se hizo en la encarnación justicia por nosotros, puede ser también nuestra justicia.

    La nueva justicia, fundada por Dios, mediante la encarnación, en Cristo, al que nosotros nos adherimos para quedar justificados ante Dios, se orienta a la cruz y la resurrección.

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