ESCATOLOGIA
I.
INTRODUCCIÓN
1. La
temática y el lugar de la escatología en el cuerpo de la dogmática
En
los manuales de dogmática de cuño neoescolástico se entendía la escatología
(siguiendo a Eclo 7,40 Vg; Mt 12,45 Vg) como la doctrina de «las últimas
cosas». Se la conceptuaba, por tanto, como el tratado último de la dogmática
(de novissimis) y abarcaba los temas de la muerte y el juicio (de las personas
concretas después de su muerte), del cielo y el infierno (en cuanto estados
escatológicos últimos tras el fin del mundo y la celebración del juicio
universal).
Nosotros,
en cambio, situamos la escatología a continuación de la mariología. En la
exposición global hemos tomado como punto de partida la antropología y .a doctrina
de la creación como el lugar originario de la autorrevelación de Dios y hemos
avanzado, paso a paso, hasta el momento culminante, a saber, hasta la reflexión
sobre la revelación histórica y su conexión sistemática con la doctrina trinitaria.El
predicado escatológico no sirve tan sólo para calificar todas aquellas realidades
que acontecen «en último lugar», después de la muerte, sino que se refiere sobre
todo al análisis de la autorrevelación del Dios trino bajo el punto de vista de
su autoapertura definitiva para la salvación de los hombres. Dios se ha
prometido a sí mismo escatológicamente, es decir, de una manera válida para
siempre e irrevocable, como horizonte, contenido y consumación de la existencia
humana, y ha revelado que la referencia trascendental del hombre, fundamentada
en la creación, constituye su origen y su meta. En la creación y la consumación
Dios se revela como él mismo, como «el Primero y el Ultimo» (Is 41,4), como el
«Viviente» (Ap 1,18) como «el alfa y la omega», «el principio y el fin» (Ap
22,13).
De donde se sigue que la «escatología» no es tan
sólo un tratado particular de la teología sino también, y a la vez, el
principio general de la estructura de la revelación y de la respuesta de la
existencia cristiana. En la fe, en la esperanza y en la caridad se encuentra el
hombre, en efecto, ya ahora, en unión con Dios y participa, ya ahora,
definitivamente, de la vida del Dios trino. De todas formas, esta concepción de
lo escatológico como una cualidad actual (presente) de la revelación y de la
respuesta creyente del hombre no excluye el horizonte futuro de la plenitud y
la consumación del mundo y del hombre. Pero no debe entenderse en el sentido de
que se da un enfrentamiento externo entre la dimensión presente y la futura de
la escatología. La escatología de presente es el principio dinámico mediante el
cual el creyente se deja mover por Dios hacia su meta final futura
Se evita así, ya de entrada, la errónea
intelección de que la escatología —come doctrina de las últimas cosas— ofrece,
por así decirlo, una especie de física o de topografía del estado del hombre
después de la muerte en un más allá —espacial mente concebido— respecto del
mundo accesible al conocimiento empírico, o que es una información anticipada,
presentada en lenguaje teológico, sobre el estado final del cosmos, que debería
ser descrito, propiamente hablando, en términos materiales y empíricos.
La escatología debe ser expuesta desde la perspectiva estricta de la
teología de la revelación, en el horizonte de la autocomunicación de Dios al
hombre. Encuentra su punto culminante en Jesucristo como el «hombre último»
(esjatos adam ... ICor 15,45ss.). Los ejes y los puntos cardinales de la
escatología cristiana son la fe en la autocomunicación definitiva de Dios en su
Hijo y la efusión del Espíritu de Dios en «los últimos días» (Act 2,17; cf.
ICor 15,52; ITim 4,1; 2Tim 3,1; Jn 5.3: IPe 1,5.20; Ap 15,1). Esta escatología,
fundamentada en la teología de la revelación y explicitada desde un ángulo de
visión cristológico y pneumatológico, sirve para poner bajo clara luz todas las
consecuencias de la autorrevelación del Dios trino ya insertas desde ahora en
la vida y las obras, en la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret. En la
autocomunicación escatológica de Dios en Jesucristo se revela, en efecto, el
creador y consumador del mundo y del hombre. Por eso puede decirse:
La
escatología es teología concreta de la creación. Se mueve en el horizonte de la
autocomunicación de Dios llegada a su plenitud en el acontecimiento de Cristo
Caracteriza —bajo el punto de vista del «de una vez para siempre» (Heb 7,27)—
la autopromesa irreversible de Dios en su Hijo en esta etapa final (cf. Heb
1,1-3). de su obediente autoentrega en la cruz por nosotros y en la
comunicación de su Santo Espíritu.
1.1.
Los interrogantes de la escatología
En el contexto de la secuencia dramática del
encuentro humano-divino en Jesucristo se perfilan tres círculos de problemas,
estrechamente relacionados entre sí:
1.
La escatología individual, es decir, el modo como la autocomunicación de Dios
afecta a cada ser humano concreto desde el punto de vista de su decisión libre
de su autodisposición. Este aspecto abarca la totalidad de la existencia
terrena de cada persona y también su muerte, el juicio universal y
(eventualmente) la purificación y la
consumación en el amor («purgatorio»). Incluye asimismo su destino último, ya
sea en la unión amorosa con Dios (= cielo) o en la oposición definitiva a este
amor divino (= infierno). En este apartado debe analizarse el problema del «estado intermedio» entre la
muerte de cada persona concreta y la resurrección universal al final de los
tiempos.
2.
La conexión entre la Iglesia
y la escatología, es decir, el interrogante de hasta qué punto y en qué medida
la autocomunicación escatológica de Dios afecta a la iglesia como un todo —
dado que, en definitiva, esta Iglesia «es en Cristo como el sacramento y el
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano» (LG 1). La consideración escatológica remite a la Iglesia como comunidad de fe,
de esperanza y de caridad, así como de oración de los unos por los otros y
comunión de los santos, que abarca tanto a la Iglesia terrestre como a
la perfecta y consumada. Deben abordarse también aquí, y no en último lugar,
las cuestiones relativas a los estilos de vida cristianos, ya sea que se elige
el matrimonio como sacramento de la fidelidad inquebrantable y definitiva de
Dios a la alianza o que se renuncia al mismo para dedicarse al servicio
exclusivo del reino de Dios escatológico.
3.
La escatología universal: el problema de cómo se ve afectado el hombre, en cuanto
ser dotado de una orientación a la historia universal y en cuanto existencia
corpóreo-espiritual creada, en el horizonte de la nueva venida de Cristo, del
Juicio final universal, de la resurrección general de los muertos, del fin de
la historia y de la fe, en definitiva, en el acto trascendental de la nueva
creación y de la fundamentación de nuevo cielo y tierra nueva, para que al fin
Cristo sea todo en todo (Col 3,11) y Dios domine en todos y sobre todo (I Cor
15,28).
1.2
Principales declaraciones del magisterio sobre la escatología
Las siguientes declaraciones del magisterio
deben ser interpretadas, histórica y objetivamente, dentro del conjunto total
de la fe cristiana (respetando la jerarquía de las verdades), en su pertinente
contexto histórico y de acuerdo con el propósito perseguido por cada uno de los
enunciados (hermenéutica de los dogmas).
1.2.1 El destino del hombre como persona
concreta
1. La muerte es consecuencia del pecado
(Decreto sobre el pecado original del concilio de Trento, 1546: DH 1512,
remitiéndose a Rom 5,12; DHR 789: GS IM.
2. La muerte es el fin del estado de
peregrinación. Tras la muerte, el hombre no puede ya influir en su destino
definitivo con nuevos méritos (cf. propositio 38 de los errores de Martín
Lulero en la bula Exsurge Domine de 1520: DH 1488; DHR 778).
3. Con la muerte de Cristo ha quedado
definitivamente vencido el dominio de la muerte en cuanto expresión de la
ausencia de la gracia (todas las confesiones de fe).
4. Tras la muerte, sigue inmediatamente el
juicio individual, en el que se decide el destino eterno bien a la felicidad
(cielo), bien a la purificación en el purgatorio o a la condena en el infierno
(ya antes de la resurrección corporal y de la parusía). Así, pues, el estado
final no se inicia en el último día, una vez transcurrido un período intermedio
en el sheol (cf. la bula Benedictas Deus del papa Benedicto XII, 1336: DH
1000-1002; DHR 530-531; la bula de la unión Laetentur coeli del concilio de
Florencia de 1439: DH 1304-1306; DHR 691-693).
5. De la bienaventuranza celeste se enseña
que consiste en la fruición, la visión y el amor de la divina esencia (fruitio,
visio et dilectio essentiae divinae). Existen varios nombres para designar este
estado de felicidad, tales como cielo, paraíso celaste, patria eterna (DH
839,1000; DHR 530). Se conoce a Dios en su unidad, en su trinidad y en las
procesiones de las personas divinas, y ello de una manera clara, abierta y
directa, sin mediaciones creadas. No se pretende afirmar, por supuesto, que
alcancemos la visión de Dios, mediada por la naturaleza humana asumida por el
Logos, bajo una modalidad distinta de la correspondiente al modo creaturae. Las
almas separadas de los cuerpos (es decir, las personas que no tienen ya
conexión con la vieja figura del mundo ni se encuentran ya en el status vitae),
contemplan a Dios tal como es y según corresponde al estado de cada una de ellas,
aunque esperan todavía la consumación futura en la comunión de todos los santos
en la nueva figura del mundo del final (cf. la bula Benedictas Deus).
La visión de Dios es sobrenatural. Sólo en virtud del lumen gloriae,
infundido por la gracia en sustitución del lumen fidei, pueden el espíritu y la
voluntad ser
elevados a la contemplación de la esencia divina (cf. la constitución Ad
nostrum qui del concilio de Vienne de 1312: DH 895; DHR 475).
La visión de Dios tiene diversos grados, de
acuerdo con los méritos de cada persona. Los bienaventurados la disfrutan con seguridad
plena, es eterna y nunca se perderá (bula Benedictus Deus).
Sólo quien muere en posesión de la gracia justificante y en el amor de
Dios y está enteramente libre de la culpa y de las penas merecidas por los
pecados puede alcanzar, inmediatamente después de la muerte, aquella
contemplación (Decreto sobre la justificación del concilio de Trento de 1547:
DH 1546,1582; DHR 809, 842; cf. también el concilio de Vienne: DH 894; DHR
474).
6. Del purgatorio se dice que existe y que es
el «lugar» (status) donde el hombre se purifica (purgatorio) de los castigos de
los pecados que aún le restan por cumplir. Sólo afecta a los cristianos que
mueren en estado de gracia santificante pero que arrastran todavía reliquias de
pecados que les impiden la plena unión con Dios en el amor (I concilio de Lyon
de 1254: DH 838; DHR 456; II concilio de Lyon de 1274, confesión de fe del
emperador Miguel Paleólogo: DH 856-885; DHR 464; bula Benedictus Deus; concilio
de Florencia de 1439, Laetentur coeli: DH 1304-1306; DHR 693; concilio de
Trento, Decretum de purgatorio de 1563: DH 1820; DHR 983). Las almas en el
purgatorio están seguras de su salvación (en contra de los errores de Martín
Lutero, propositio 38: DH 1488; DHR 778). En relación al purgatorio se utiliza
la expresión simbólica bíblica del «fuego» (ignis transitorias o temporaneus:
DH 838; DHR 456).
7. El pecado original es castigado con la
pérdida de la visión de Dios. Quien muere sin haber alcanzado mediante el
bautismo la gracia plena de la justificación sólo sufre la poena damni, que se
identifica con la privación de la visión divina y que, en el caso de los no
bautizados que no han cometido pecados personales, es compatible con una situación
de felicidad natural, es decir, no sufren la poena sensus, castigo
sensiblemente perceptible tras la resurrección del cuerpo (cf. la discusión en
torno al problema de los niños muertos sin bautizar y la teoría del limbus
infantium, carta del papa Inocencio III a Umberto de Arles, de 1201: DH 780;
DHR 410; concilio de Florencia: DH 1306; DHR 693).
Frente a estos enunciados, de escasa fuerza
vinculante, debe considerarse la reciente concepción del II concilio Vaticano
acerca de la posibilidad de salvación también de las personas que no han recibido
el bautismo. Quedan así superadas todas las teorías acerca del limbo.
8. Del infierno se enseña que entra en él
quien se obstina en el pecado mortal hasta la muerte (Benedictus Deus: DH 1002;
DHR 531; concilio de Florencia: DH 1306; DHR 693).
Es
importante la doctrina de la «eternidad» de los castigos del infierno. El
sínodo de Constantinopla del 543 hizo suyos los anatemas del emperador Justiniano
contra Orígenes que, en el marco de su teoría de la apocatástasis, había
hablado de la posibilidad de una conversión final de los demonios y de los condenados
(DH 409, 411; DHR 211).
El fundamento de la condenación eterna se
encuentra en la libre voluntad de las personas (fides Pelagii papae del 557: DH
443; DHR 228a) que, en virtud de sus facta capitalia (sínodo de Arles del 473:
DH 342; DHR 160b), atrae sobre sí la reprobación divina, porque persevera hasta
la muerte, sin arrepentimiento y penitencia, en el estado de pecado mortal
actual (Valence 885: DH 627;
DHR 321; 1 concilio de Lyon del 1245.
1.2.2 La comunión de vivos y muertos en
Cristo
1. Entre cuantos pertenecen a Cristo existe
una verdadera comunión en la salvación, ya sean los santos en el cielo, los
fieles todavía peregrinos en la tierra o las almas que se purifican en el
purgatorio (papa León XIII, encíclica Mime charitatis de 1902: DH 3360-3364;
cf. también, y especialmente, los capítulos 7 y 8 de la Constitución sobre la Iglesia Lumen
gentium de 1964, el inciso sobre la communio sanctorum del símbolo apostólico.
2. Los santos en el cielo interceden por los
hombres de la tierra (Tridentino: DH 1821. 1867; DHR 894, 998). El culto de
dulía que se les tributa (no el cultus latriae, o la adoración, que compete
sólo a Dios) tiene como finalidad última la gloria del Dios trino, que es
honrado en los hombres a quienes ha concedido su gracia (II concilio de Nicea:
DH 601; DHR 302; concilio de Trento: DH 1821-25; DHR 984-988).
3. Las almas en el estado de purificación
comparten la comunión de los santos, pero por sí mismas no pueden hacer nada en
su propio beneficio. Los todavía peregrinos en la tierra pueden prestarles
ayuda intercediendo por ellas, por ejemplo mediante la celebración de la misa,
la oración, las acciones de amor activo al prójimo y otras obras piadosas
(Tridentino, cánones sobre el sacrificio de la misa: DH 1753; DHR 950; Decreto
sobre el purgatorio: DH 1820; DHR 983). Se les pueden asimismo aplicar
indulgencias per modum suffragii (Sixto IV, bula Salvator noster de 1476: DH
1398; DHR 723a. Cf., para su explicación, la encíclica Romani Pontificis provida
de 1477: DH 1405-1407; León X, Decreto Cum postquam de 1518: DH 1447-1449; DHR
740a y b). La Carta
de la Congregación
de la fe Recentiores episcoporum synodi, de 17 de mayo de 1979, a todos los
obispos, sobre la escatología, destacaba, en este contexto, que la oración de la Iglesia , «sus ritos
funerarios y culto a los difuntos» son loci theologici y que deben rechazarse
las teorías teológicas que los describen como carentes de sentido (DH 4654).
1.2.3
La escatología universal
1. Al final de los tiempos, vendrá por
segunda vez Cristo en la naturaleza humana que ha asumido como propia (todos
los credos). Se rechaza el quiliasmo o milenarismo, teoría según la cual antes
del Último Juicio Cristo implantará en este tiempo y este mundo un reino
visible de mil años de duración (Decreto del Santo Oficio de 1944: DH 3839; DHR
2296).
2. A la resurrección de los muertos sigue el
Juicio universal sobre todo el género humano y sobre su historia (todos los
símbolos y documentos precedentes).
Nadie, ni los hombres ni los ángeles, conoce
este día. Cristo lo conoce en su naturaleza humana, pero no desde ella, sino
sólo en virtud de su naturaleza divina (papa Gregorio I, Carta Sicut aqua del
600: DH 474; DHR 248).
Sigue la consumación material del mundo. Se
rechaza estrictamente una teoría sobre el modo de esta consumación (papa Pío
II, Proposición I de los errores de Zanino de Solcia, el 1459: DH 1361; DHR
717a).
Al
final se implantará el reino de Dios y de Cristo. Los bienaventurados tendrán
vida eterna, fruto de la justificación, de la gracia y de los méritos por las
buenas obras (concilio de Trento, Decreto sobre la justificación: DH 1545-1547;
DHR 809-810).
«... su reino no tendrá fin» (cuius regni non
erit finís: cf. Dan 7,14; Le 1,33; todos los símbolos, especialmente el
niceno-constantinopolitano del 381: DH 150; DHR 86).
1.3 La
escatología cristiana como lugar de confluencias y divergencias
En la escatología se condensa la visión
cristiana de la realidad en su conjunto. Así se explica que en las
declaraciones concretas sobre el destino del hombre y del mundo reaparezcan una
y otra vez todos los problemas básicos: la concepción de Dios, la idea de la
revelación, la intelección del mundo como creación y, en especial, la imagen
del hombre, llamado, como criatura, a la plenitud sobrenatural en la gracia de
Dios y a la comunión sobrenatural con la vida divina, en la que está inserto,
ya desde ahora, en su existencia natural (cuerpo y alma) en el acontecimiento
trascendente de la consumación.
A pesar de algunas diferencias básicas
respecto de la concepción de Dios, del hombre y del mundo, también fuera del
cristianismo se encuentran esquemas de esperanza —basados en la antropología general—
de una consumación trascendente, por ejemplo, la idea de la inmortalidad del
alma o de una disolución mística de la existencia individual en el nirvana o la
esperanza de una plenitud inmanente en virtud de la participación en el
progreso del género humano o merced a la vinculación de la materia propia con
el ciclo cósmico vital de la naturaleza.
1.3.1
La fe en la inmortalidad en la filosofía griega
La mitología griega (Hornero, Hesíodo) conoce
la idea de una existencia en sombras de los muertos en el Hades, o el traslado
de algunos predilectos de los dioses a los felices campos del Elíseo.
Tras
los primeros pasos de las enseñanzas orfeas y pitagóricas, halló acogida en la
gran filosofía ática la antropología dualista, según la cual el ser humano se
compone de dos naturalezas completamente distintas, a saber, el alma y el
cuerpo. La caducidad y la mortalidad atañen al cuerpo, enredado en la materia,
mientras que el alma es portadora de la esperanza de inmortalidad. A partir de
la idea de la participación, Platón entiende el alma como aquella realidad que
es capaz de concebir las ideas de belleza, verdad, justicia y bondad. Y como
estas ideas son eternas e independientes de los cambios de las apariencias
exteriores, y teniendo en cuenta que el alma alcanza el conocimiento de lo
eterno, puede concluirse que también ella tiene un contenido de eternidad. El
alma, según esto, habría preexistido en el reino de las ideas ya antes de su
unión con el cuerpo, en el que entra y en el que se encuentra como en una
«mazmorra». Platón desarrolló su teoría de la inmortalidad del alma derivada de
su naturaleza interna divina en los grandes diálogos Menón, Fedón, Fedro y
República.
«El
camino para ello es asemejarse a Dios en la mayor medida posible; y esta
semejanza (consiste) en ser justo y piadoso con comprensión... mientras que desearíamos
presentar lo verdadero del siguiente modo: Dios no es nunca y bajo ningún
aspecto injusto, sino en grado sumo absolutamente justo. Pues bien, nadie es
más parecido a él que el que entre nosotros es el más justo» (Teeteto 176b).
Platón conoce también, de la mano del mito, un
juicio de los muertos. Se llevará a cabo de acuerdo con el grado de libertad
interna frente al mundo adquirido mediante la contemplación —para dedicarse a
las ideas y a la correspondiente práctica del bien (o respectivamente del mal).
Para las trasgresiones ligeras en el curso de una vida por lo demás buena cabe
alimentar la esperanza de una «purificación» en el más allá.
La
doctrina de Aristóteles presenta diferencias esenciales respecto de la de Platón.
Para él, todo conocimiento se inicia con las percepciones sensoriales. Rechaza
la concepción del conocimiento como recuerdo por parte del alma de las ideas
que tuvo en su pre-existencia. En su escrito Sobre el alma entiende que el
cuerpo y el alma son la unidad sustancial de una única naturaleza. El alma es
la entelequia (la orientación al fin) que lleva a cabo y consuma lo que es el
cuerpo en potencia. En la filosofía aristotélica no cabe imaginar una
existencia del alma separada del cuerpo. El alma surge y muere con el cuerpo.
Las ideas sobre migraciones o metempsicosis del alma le parecen pura fantasía.
Y como la diferencia de los cuerpos cuanto a la figura y el número se
fundamenta en el alma propia de cada uno de ellos, tampoco es posible que un
alma tenga varios cuerpos diferentes.
En
la Edad Media
se libraron vivas discusiones acerca de la recta interpretación de la doctrina
del alma aristotélica. El filósofo islámico y comentarista de Aristóteles
Averroes (1126-1198) negaba la inmortalidad individual y sólo admitía la
indestructibilidad de una razón universal. Tomás de Aquino criticó esta
exégesis del pensamiento aristotélico y afirmó que la inmortalidad del alma es
una verdad al alcance de la razón. Esta declaración no se refiere expresamente
a la inmortalidad del alma en cuanto tal, sino a su inmortalidad individual
(DH: 1440s.: DHR738).
Para Aristóteles es un factum incuestionable
que el cuerpo del hombre está sujeto a la ley del nacimiento y la muerte.
También el intelecto, en cuanto unido a los sentidos corporales, es capaz de
sufrimiento (intellectus passibilis) y está, por consiguiente, sujeto a la
caducidad. Tal vez, pues, en la concepción aristotélica existe un solo intellectus
agens que actúa en todos y cada uno de los hombres y que es inmortal. Queda sin
respuesta la pregunta sobre una existencia posterior de los hombres concretos e
individuales, porque no cabe imaginar una individualidad fuera de o sin la
corporeidad.
Cuando la mirada se dirige a las concepciones
extra cristianas acerca del destino final del hombre se descubre una cierta
continuidad respecto de la cristología del cristianismo, en el sentido de que
se plantean los mismos interrogantes existenciales básicos acerca del sentido
de la vida frente al sufrimiento, la enfermedad y la muerte individual, y
acerca del fin de la historia y del mundo. Pero se percibe también una
discontinuidad, porque la concepción cristiana de la consumación del hombre
está exclusivamente fundamentada en la autocomunicación de Dios y la doctrina
de la resurrección individual presupone un concepto de la persona adquirido a
través de la teología de la creación que es desconocido fuera del ámbito de la
tradición judeo-cristiana.
1.3.2
La destrucción de la escatología en la crítica moderna del cristianismo
Según el diagnóstico de Karl Löwith
(1897-1973), las posiciones anticristianas de la crítica de la religión de
Feuerbach, del marxismo, del evolucionismo materialista y del positivismo
constituyen «una secularización de su modelo escatológico».
La crítica destructora contra la escatología
cristiana se sitúa en el contexto de una visión antropocéntrica del mundo y de
la desaparición de una orientación antropocéntrica e inmanentista del mundo y
de la desaparición de una orientación teocéntrica básica. Las grandes ideas Dios, libertad e inmortalidad se
coordinan funcionalmente con la autoconcepción del hombre como condiciones que
deber ser promovidas y fomentadas para
que los seres humanos puedan evolucionar como una naturaleza ética. Ya en la
época del renacimiento se anunciaba esta nueva imagen, que entiende que el
hombre alcanza su plenitud en el ámbito de la cultura, la ciencia, y el trabajo
y que sólo concibe a Dios como enfrentado al hombre y compitiendo con él.
En la ilustración, frente a la pretensión de
verdad religiosa y metafísica, se fueron abriendo paso un escepticismo y un
agnosticismo de hondo calado. En los espacios vitales del estado, la
administración de justicia, la moral pública y el ordenamiento económico se
formó un sistema natural del conocimiento y de la conducta de tipo pragmático.
Se rechazo la idea de una recompensa o de un castigo en el más allá como
indigna de una verdadera moralidad y se intentó incluso, a veces,
desenmascararla como instrumento al servicio de una ideología de dominio ( la
del clero).
El deísmo ingles se propuso despojar a la religión revelada de su pretensión
heterónoma (es decir, de su recurso a una autoridad sobrenatural), e
insertarla, desde la raíz, en el marco de una razón autónoma, como religión
natural (M. Tindal). En opinión de Herbert de
Cherbury (1581-1648), todas las religiones históricas concretas se basan
en un arsenal de cinco convicciones básicas, entre las que se encuentra la
aceptación de la existencia de una esencia suprema buena y de una justicia
remuneradora después de la muerte que funciona según los principios de premio y
castigo.
Mientras que Kant, Hegel y Schleiermacher
todavía habían intentado llevar a cabo una tarea de mediación entre los
enunciados cristianos escatológicos clásicos y la nueva concepción del mundo
surgida de las ciencias naturales empíricas y del racionalismo filosófico —si
bien se mostraban indecisos en el tema de la inmortalidad individual o la
rechazaban de plano— en el curso del siglo XIX se produjo el abandono definitivo
de la escatología cristiana bajo los ataques de la crítica de la religión.
En su libro Gedanken über Tod una Unsterblichkelt
(1830) negaba Ludwig Feuerbach sin ambages la «inmortalidad individual del
hombre». Sólo sería inmortal la esencia general humana, porque es divina. Pero
esta inmortalidad no acontece en un más allá de la historia, sino en su
inmanencia. La esencia general humana se manifestaría como la tendencia —en
constante superación de sí misma— a un objetivo inmanente. El hombre viviría
una anticipación de este objetivo escatológico inmanente allí donde está más
inmediatamente cercano a su naturaleza, esto es, en la vivencia sensible-sexual
de la unidad de espíritu y naturaleza o, en un nivel más elevado, en la unión
sexual del varón y la mujer. Aquí, pues, la experiencia trascendental de la unión
amorosa con Dios se transforma en el sentimiento de una unión sensible empírica.
Por tanto, el reino escatológico de Dios se traspone a la naturaleza general
del hombre convertida en realidad y al placer sexual, en el que se experimenta
la unión de lo individual con lo universal.
Karl
Marx (1818-1886) criticó tanto la idea de la reconciliación de la filosofía
idealista con el cristianismo como la concepción popular cristiana de un
paraíso ultraterreno, espacialmente entendido, del que afirmaba ser una
estrategia de con-suelo con la que los usufructuarios de las injustas
condiciones socioeconómicas intentan engañar a los explotados acerca de las
verdaderas causas de la miseria actual y paralizan así el potencial de cambio.
La escatología cristiana no sería sino la confirmación de un mundo doble. Aquí
no sólo no se superaría la alienación del hombre, sino que se le proporcionaría
una fundamentación ideológica. La crítica a la religión del más allá sería, por
tanto, el presupuesto para asumir una postura comprometida en favor de un mejor
más acá.
También en la filosofía marxista se registran
intentos por convertir en inmanente la esperanza de una identidad escatológica
del hombre.
Frente a la finitud, radicalmente sentida, del
hombre, Martin Heidegger describe la vida como una carrera constante hacia la
muerte o hacia el hundimiento en el «man». Al hombre se le invita a llegar a la
autenticidad de su existencia.
La única salida frente a la inautenticidad de
la existencia es, según Jaspers, la experiencia trascendental como iluminación
existencial. El hombre no es capaz de introducir modificaciones sustanciales en
su situación, sino sólo de hacerla más tolerable mediante su interpretación.
Sigmund Freud intentaba mostrar al hombre el
camino hacia sí mismo al aludir a la necesidad de la concienciación
psicoanalítica de la no identidad y a la posibilidad de reelaborar la
experiencia negativa que subyace en el fondo de esta no identidad.
Tal vez nadie ha sabido expresar con tan
clara luz la desescatologización del sentimiento de la vida y, con ello, el fin
de las esperanzas, como Friedrich Nietzsche, en su lapidaria afirmación de que
«Dios ha muerto». Martin Heidegger la interpreta en el siguiente sentido:
«El
fundamento suprasensible del mundo suprasensible se ha convertido, en cuanto
realidad eficaz de todo lo real, en irreal. Éste es el sentido,
metafísica-mente reelaborado, de la sentencia. "Dios ha muerto"»
(Holzwege, F 51972, 249. Traducción castellana Sendas perdidas, Buenos Aires
1960).
Frente a esta historia de crisis, la
escatología cristiana sólo puede avanzar y desarrollarse desde un interrogante
más radicalizado del hombre sobre sí mismo.
La experiencia de la dialéctica de la Ilustración proporcionó
un firme impulso al nacimiento de la esperanza de una realidad trascendente.
Los objetivos mundanos inmanentes de la razón y el progreso han desembocado, en
efecto, en masificación, tendencia al totalitarismo y sometimiento del espíritu
a los dictados de la economía. La inconcebible desmesura de las aberraciones
humanas ha encontrado su expresión en Auschwitz, convertido ya en el símbolo
del mayor grado posible de perversión humana (Th. W. Adorno). Ernst Bloch ha
podido hablar de un Prinzip Hoffnung que orienta las actividades y los
proyectos humanos concretos hacia una utopía.
La vivencia de los insondables abismos
humanos en la práctica de la maldad y en los sufrimientos de las víctimas ha
permitido comprender desde una nueva perspectiva el «anhelo de lo totalmente
Otro» (Marx Horkheimer) y, con ello, la teología judeocristiana como expresión
de «la esperanza de que no se mantenga esta injusticia que caracteriza al
mundo, de que no sea la injusticia la última palabra.
II LA ESCATOLOGÍA EN LA HISTORIA
2.1 Los
problemas en la Patrística
2.1.1
Escatología y teología de la historia
Uno de los más sólidos elementos constitutivos
de los enunciados de fe escatológicos es la creencia en la nueva venida de
Cristo, juez de vivos y muertos, en la resurrección universal de los hombres al
fin del mundo, la consumación de la creación en el Dios trino, la comunión con
Dios y la vida eterna.
Aunque considerada en su conjunto la idea de
la escatología tiene una clara concentración cristológica, se han registrado a lo
largo de la historia algunos cambios en las perspectivas de su percepción. Así,
la concepción dinámica del tiempo y de la historia prevalente en la mentalidad
semita fue sustituida a menudo por contraposiciones más bien estáticas entre
tiempo y eternidad, entre el más acá y el más allá.
Tras el final de la etapa de la espera
próxima de la parusía, se convirtió en tema específico propio de la teología de
la historia cristiana el período histórico comprendido entre el envío del
Espíritu por el Señor exaltado y la nueva venida de Cristo al final de los
tiempos. A partir del acontecimiento de Cristo como cambio de visión, o
respectivamente como centro y plenitud de los tiempos, se distinguieron varios
períodos, marcados por fechas teológicas básicas tales como la creación, la
santificación, el pecado de Adán, el don de la ley, la plenitud de la gracia en
Cristo y la consumación final.
En
su escrito Praeparatio evangélica, Eusebio de Cesárea (265-339) agrupó todos
los vestigios del conocimiento de Dios y de la moralidad que afloran en la
historia precristiana y que aluden a Cristo. Pudo así descubrir en la filosofía
pagana y en sus grandes figuras una preparación para Cristo querida por Dios
comparable a la que el Antiguo Testamento ofrecía a los judíos.
En su gran obra histórico-teológica De
civitate Dei, Agustín (354-430) ve en la fe y la incredulidad, o
respectivamente en la gracia y el pecado, los motivos contrapuestos que, en su
mutuo enfrentamiento, empujan hacia adelante el curso de la historia. Sólo en
Cristo quedan superados el ateísmo, la amoralidad y la ceguera del paganismo.
Pero sigue en pie o incluso se agudiza la oposición radical, aunque al final la
civitas Dei se alzará con la victoria sobre la civitas terrena.
2.1.2
La tensión entre la escatología individual y la general (El estado intermedio)
Hasta bien entrada la Edad Media (p. ej., en
Bernardo de Claraval), la perspectiva predominante fue la escatología
universal. Resultaba inimaginable una consumación del individuo separado del
resto de la comunidad. Se planteaba, de todas formas, el problema del estado o
situación de los muertos en la fe antes de el fin general de la resurrección
universal (status intermedius). Desde una intelección de la muerte como
separación del alma y el cuerpo, prevalecía la convicción de que el hombre,
centrado en su alma, llegaba, inmediatamente después de morir, ante el tribunal
de Dios. Allí recibía la sentencia sobre su destino eterno, la recompensa por
las buenas obras o el castigo por las malas. En este estado intermedio el alma
moraría en el Sheol. Pero aquí se anticipaba ya el estado definitivo de la
bienaventuranza eterna en el cielo (en especial, se creía que los mártires
estaban ya en comunión con Cristo) o el castigo eterno en el infierno. En el
juicio universal, con la parusía de Cristo, se ratificaría la sentencia emitida
en el juicio individual. Con la resurrección del cuerpo queda el hombre totalmente
restaurado, se hace partícipe de la vida eterna y queda incluido en la comunión
de los santos.
La problemática del estado intermedio está
vinculada a la aceptación y la esencial transformación cristiana de la doctrina
griega sobre la inmortalidad del alma. Al principio se había rechazado esta
doctrina de la inmortalidad porque en la filosofía griega se entendía al alma
como algo sustancialmente divino, lo que no sólo contradecía la convicción
cristiana de que es una realidad creada sino que, además, hacía superfina la
resurreción como acción poderosa de Dios en el cuerpo y el alma.
Los filósofos del Areópago de Atenas se burlaron
de la idea de una resurrección de los muertos (Act 17,32). El concepto de alma
sólo pudo ser asumido en la teología tras una profunda modificación de su
contenido: el alma es ahora el principio de identidad creado de la existencia
en su etapa terrena, en el acontecimiento de la muerte y en la consumación del
hombre en la vida de ultratumba. La indestructibilidad del alma significa —en
su sentido cristiano— el principio sustentador de la naturaleza humana creada,
que es el presupuesto para la recepción de la acción salvífica sobrenatural de
la autocomunicación de Dios en la resurrección de Jesús. El cuerpo, como
expresión del alma, será restablecido y llevado a su plenitud cuando, al final
de la historia, se renueve la creación entera, también en su dimensión
material, y se convierta en el lugar de la comunicación perfecta de los
espíritus personales.
Ya en la primera monografía acerca de La
resurrección de los muertos, de Atenágoras (hacia 170-180), se percibe con
total claridad la línea argumentativa.
El fundamento de la resurrección es la
voluntad de Dios, que ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha
destinado a una «duración eterna». La resurrección significaba para Atenágoras
«transformación en mejor». La intención primera de la resurrección no sería
aquí el juicio, sino la imposición de la voluntad salvífica divina en la
consumación de la naturaleza humana. Una naturaleza espiritual y dotada de
libre albedrío, compuesta de alma y cuerpo, sólo puede subsistir y permanecer
eternamente porque Dios la resucita de la muerte y la hace partícipe, para
siempre, de su vida divina, de suerte que el hombre continúa existiendo en la
eternidad en la visión y en el gozo de Dios.
El hombre recibe y ciertamente asume la gracia
a través del alma racional, pero de tal modo que queda lleno de esta gracia y
de la previa determinación a la vida eterna no sólo el alma, sino el hombre
total, en alma y cuerpo:
«Si
existe una sola meta final de todo, esta meta [...] no puede encontrarse ni en
esta vida, mientras los hombres están todavía en la tierra, ni tampoco cuando
el alma está separada del cuerpo, porque tras la disolución y la dispersión
total del cuerpo el hombre ya no existe —aunque permanezca el alma— tal como
debería existir de acuerdo con la constitución de su esencia. Es, pues, absolutamente
necesario que la meta final del hombre se manifieste en un nuevo ensamblamiento
de su esencia, de nuevo constituida por las dos partes».
Las ideas tradicionales de una morada del alma
en un estadio intermedio fueron definitivamente superadas, al cabo de una etapa
evolutiva de la teología medieval occidental, por la declaración del papa
Benedicto XII en la constitución
Benedictus Deus (DHR 530s.).
Las
almas de los difuntos, que partieron de este mundo dotadas de la gracia de la
justificación, se hacen partícipes, inmediatamente después de su muerte, de la
bienaventuranza celeste. También las de aquellos que aún están aquejados de
pequeñas manchas o defectos participan, tras un período de purgación y
purificación, de la plena visión de Dios. Las almas de quienes mueren en pecado
mortal serán entregadas a la perdición por ellas mismas elegida.
Finalmente,
en el juicio universal y en la resurrección general de los muertos, en el
último día del tiempo, todos los hombres serán restablecidos plenamente en sus
propios cuerpos.
2.1.3
La oración por los difuntos, la comunión de los santos, la purificación (el
purgatorio)
La concepción católica del purgatorio declara
que tras la muerte de los bautizados que mueren en posesión de la gracia
justificante, en el caso de que aún arrastren residuos temporales de los
castigos por los pecados o pecados veniales, existe todavía una última
purificación que capacita para la visión plena de Dios mediante un padecimiento
(satisfactio) impuesto por el benévolo juicio de Dios. La Iglesia puede, tanto
oficial como privadamente, apoyar, mediante la plegaria, las obras de caridad
con el prójimo (limosnas) y el sacrificio de la misa, el proceso de expiación
doliente de los obstáculos residuales que se oponen a la unión con Dios
(Tertuliano, monog. 10,4; Agustín).
La doctrina sobre el purgatorio se deduce de
tres experiencias básicas enraizadas en la Biblia : 1. de la unidad de gracia y penitencia;
2. de la Iglesia
como comunidad de salvación y como comunión de los santos; 3. de la distinción
(a partir del siglo XI) entre la escatología individual y la general.
1. Tras la muerte, el hombre debe asumir,
ante el tribunal de Dios, la responsabilidad de sus actos (2Cor 5,10). Esta
afirmación está asociada a la idea de una purificación más allá de la tumba
(sobre la metáfora del fuego, cf. Dt 4,24; Is 66,15; Heb 12,29; Ap 1,14; Mt
5,26; 12,31 y ICor 3,15, que es el pasaje clásico de la doctrina sobre el
purgatorio). Los Padres hablaron del «fuego purificador» (Orígenes, 29,15
etpassim; Ambrosio, in Ps. 36,26; Lactancio, inst. 7,21,7; Agustín, enchir. 69
etpassim; Cesáreo de Arles, serm. 104, 2ss.; Gregorio Magno, dial. 4,39). De la
unidad de la gracia y la conversión se deriva la pregunta de lo que acontece en
el juicio individual con los difuntos que, en el caso de culpa grave (después
del bautismo), obtuvieron, a través de los procedimientos penitenciales de la Iglesia , la plena
reconciliación con Dios, pero que no cumplieron, antes de su muerte, todas las
cargas de penitencia que les fueron impuestas (y que, propiamente hablando, son
en el mencionado proceso penitencial, el factor que borra los pecados y es un
«anticipo del pago» de la culpa).
Es aquí importante la distinción entre el
pecado de muerte (cf. Un 5,16), que excluye del reino de Dios (Gal 5,21; Mt
12,32), y pecado leve o venial, que puede ser superado mediante las oraciones
diarias en súplica de perdón y las obras de caridad con el prójimo. Tiene
también importancia la diferencia entre el pecado como culpa grave, que sólo
puede borrarse mediante el bautismo o la reconciliación eclesial, y las
consecuencias, que pueden permanecer incluso después de la recuperación de la
gracia de la justificación y que requieren agotadores esfuerzos para ser
superadas. La expiación que debe aportarse por las consecuencias del pecado fue
entendida en Occidente en un sentido vindicativo/punitivo (en referencia a Mt
5,26; cf. Tertuliano; Cipriano), mientras que en Oriente tenía un carácter más
medicinal/curativo (Clemente de Alejandría,
Orígenes).
2. La oración por los difuntos surge como consecuencia
espontánea de la conexión natural y de la convicción de fe de que la muerte no
elimina totalmente la unión de los miembros del pueblo de Dios, así como de la
esperanza en la restauración escatológica de la comunión (cf. 2Mac f 2,45; Rom
14,8; Flp 3,21; 2Cor 5,9; Jn 11,25). Esta oración espontánea se asocia a la
oración expresa por los penitentes. Debe ayudárseles a acortar su penitencia y
beneficia también a quienes han muerto antes del cumplimiento total de la
penitencia que les fue impuesta por la Iglesia. Existen ,
desde el siglo XIV, pruebas documentales a favor de la práctica de la concesión
de indulgencias en favor de los difuntos.
3. Respecto del tema de la situación de los
muertos (estado intermedio), la
Iglesia asumió ideas bíblico-judías relativas a una morada de
los muertos más allá de la tumba (Hades, paraíso, cielo). Allí esperan, tanto
los bienaventurados como los necesitados de purificación y los condenados, la
consumación en el juicio final. Avanzando un paso más, el papa Benedicto XII
declaraba, en la constitución Benedictus Deus (1336), que todos los creyentes
bautizados que mueren en estado de gracia justificante participan,
«inmediatamente» a continuación del juicio individual, de la visión beatífica
de Dios y entran en la comunión de los santos. Quienes mueren en pecado mortal
reciben al instante la sentencia de condenación. Quienes mueren en estado de
gracia justificante, pero necesitan purgar los pecados veniales y los castigos
temporales de los pecados, alcanzan la visión divina «después de» una
purificación. Al final, todos resucitarán corporalmente para el juicio
universal (DH 1000-1002; DHR 530-531).
En los concilios de la unión de Lyon (1274) y de Florencia (1439) menciona por
vez primera el magisterio de la
Iglesia la existencia de penas purgatorias (Poenae
purgatoriae seu catharterii: DH 856,1066, 1304; DHR 464, 693). Se utiliza
también, aunque con menor frecuencia, la expresión ignis purgatorius o
purgatorium, porque podía empujar hasta el primer plano concepciones
espacio-temporales (DH 1820,1867, 2616; DHR 983, 998).
Las Iglesias ortodoxas de Oriente recelaban
aquí algún tipo de contacto con la doctrina de la apocatástasis de Orígenes. No
forma parte del dogma el «tormento» del fuego, sea espiritual o material (cf. 1
Cor 3,15: «quasi» per ignem). El sufrimiento consiste más bien en la ausencia
de la visión de Dios (poena damni), o bien en la ausencia de la consumación
plena interior del hombre ya definitivamente salvado (poena sensus).
La
razón formal es que carece de apoyos bíblicos; la razón objetiva es la opinión
de que la doctrina del purgatorio se apoya en la justificación por las obras y
que la misa por los difuntos sería un simple sacrificio humano que cuestionaría
la justificación sólo por la gracia y la fe, o que aquí se oculta la pretensión
de ganar méritos, para sí o para los demás, a través de las propias obras.
Tiene importancia para el diálogo ecuménico actual el hecho de que la confesión
evangélica admite un recuerdo de los fallecidos bajo la forma de acción de
gracias a Dios y de oración por los difuntos (Apol. Conf. 24,94ss.).
El
concilio Tridentino confirmó la existencia de la realidad denominada purgatorio.
Las almas que allí se encuentran y que murieron en estado de gracia justificante,
pero no están «purgadas plenamente» (DH 1743,1753; DHR 940, 950) pueden recibir
ayuda a través de la intercesión, las limosnas y la celebración del sacrificio
eucarístico de Cristo, que ha obtenido la reconciliación en favor de los vivos
y de los difuntos (DH 1487ss., 1820,1866; DHR 777s., 983, 997). El concilio
condenó además todas las formas de superstición y los abusos de las
indulgencias cometidos en el contexto de la fe en el purgatorio (DH 1820; DHR
983). El II concilio Vaticano confirmó la conciencia de la unión de la Iglesia en todos sus miembros,
tanto de los que en la tierra salen al encuentro del Señor como de los que,
después de la muerte, están necesitados de purificación y de los que contemplan
ya claramente a Dios en la gloria plena (LG 49s.).
2.2 El tratado de la resurrección en la Escolástica
A diferencia de los Padres de la Iglesia , que sólo
dedicaron a este tema una atención más bien esporádica, la Escolástica desarrolló
una escatología sistemática. Los escolásticos analizaron detenidamente las
cuestiones de la resurrección del alma y el cuerpo, de la identidad de los
cuerpos resucitados, de la unión de los santos en el cielo con los creyentes
santificados por la gracia en la tierra y con las almas de los difuntos en el
purgatorio, el problema de la conexión entre el juicio individual y el
universal, el tipo de felicidad (que Tomás de Aquino situaba en la visión
beatificante de Dios, mientras que Duns Escoto insistía más en la unión amorosa
con Dios), el tema de la corporeidad de los condenados y de sus tormentos, la
diferencia entre la poena damni, es decir, la pérdida de la comunión
sobrenatural con Dios, y apoena sensus, esto es, las consecuencias de la
condenación y sus manifestaciones en el ser corpóreo-espiritual del hombre.
Hay una densa síntesis de la concepción
tomista de la escatología en la
Summa contra gentiles IV, 79-97.
a) La
resurrección futura
Los
hombres han sido liberados del pecado de Adán y de su consecuencia, la muerte
eterna, en virtud de la cruz y la resurrección de Cristo. La eficacia de la
pasión de Cristo se transmite a través de los sacramentos. En el bautismo, y
eventualmente en el sacramento de la penitencia, se otorga el perdón de la
culpa. El hombre entra en la relación sobrenatural con Dios y recibe, a través
de la gracia de los sacramentos, una prenda de la gloria futura. Pero sólo al
final del mundo recibirán los hombres la eficacia plena de la resurrección, a
saber, la superación de la muerte como castigo del pecado, cuando Cristo
resucite con su poder a todos los muertos.
Aunque no puede llegarse a través de un
proceso racional a la idea de la resurrección, puede facilitarse su comprensión
cuando la línea argumentativa arranca del ser del hombre y del sentido de la
existencia humana. De acuerdo con el proyecto de la creación, el alma ha sido
creada inmortal. Es el principio de la existencia creada del hombre. Lleva a
cabo la unidad corpóreo-espiritual e indica la disposición de la naturaleza
espiritual del hombre para recibir la gracia sobrenatural. El alma es el
soporte permanente de la naturaleza creada del hombre bajo todas sus
modalidades históricas. Un ser situado fuera de la materia en la que el alma
subsiste estaría en contradicción con la esencia de esta misma alma. Cuando en
la muerte, y debido a la descomposición del cuerpo, se destruye la materia, el
alma queda incompleta y reclama, en virtud de su propia naturaleza, el pleno
restablecimiento de la integridad corpóreo-espiritual. Ahora bien, como esta
resurrección sobrepasa sus propias capacidades, sólo Dios puede llevarla a
cabo, es decir, sólo él puede producir tanto la restauración de la naturaleza
íntegra del hombre como su consumación por la gracia. Pero, más allá de su
muerte, el hombre no es creado de la nada, mediante el recuerdo que Dios tiene
de él, de suerte que entre la existencia terrena de este hombre y su consumación
en el cielo no existiría ninguna identidad natural. En la muerte sólo se diluye
la conexión de los principios constitutivos del alma individual y la materia.
Pero el alma sigue siendo el principio de identidad y la forma substancial de
la unidad corpóreo-espiritual. La materia es el fundamento de la posibilidad,
al que el alma aporta la individualidad y la personalidad del hombre y de su
subsistencia. Por tanto, el alma no existe nunca de forma plenamente
incorpórea, porque garantiza, como forma substancial. La identidad metafísica
de la autoexpresión en la materia, y con ello, también la identidad corpórea
del hombre. En este sentido, el hombre está orientado «en su propio cuerpo» a
la vida eterna y aparece en identidad material con su existencia terrena: In
numero ídem. Debe aquí señalarse que alma y materia son elementos activos, en
cuanto que son principios metafísicos.
No se da una continuidad empírica y
cuantificable que el hombre pueda comprobar en el status viatoris. Pero si a
una persona, cuando muere, le falta algún miembro, o si hubiera padecido alguna
deformidad corporal o alguna mutilación desde el inicio de su existencia, la omnipotencia
y la bondad divina subsanarán todos estos defectos, porque en la materia
redimida y consumada quedarán hasta tal punto eliminadas las secuelas del pecado
que el alma imprime en la materia su capacidad de formación, necesariamente
tridimensional. Y así, el aspecto específico de cada hombre puede estar en
consonancia con su apariencia genérica.
b) Las
cualidades de los cuerpos resucitados
La resurrección de Cristo ha puesto los
cimientos de la resurrección de todos los hombres al final del mundo y de su
consumación natural y sobrenatural. La incorruptibilidad del hombre resucitado
se enraíza en su participación en la eternidad de Dios. No es el género hombre
el que participa de esta eternidad, sino cada ser humano concreto. Se insiste
en esta idea con el propósito de contraponerla a la concepción de una
cuasi-inmortalidad basada en la secuencia interminable de las generaciones en
la que el hombre permanecería como género, mientras que como individuo
sucumbiría a la muerte.
En
el estado de la consumación eterna seguirá existiendo la distinción de sexos,
que es parte constitutiva de la integridad de la naturaleza del cuerpo
masculino y femenino y expresión de la sabiduría del Creador, que ha dispuesto
de tal modo el orden de lo creado que a través de la diversidad de lo finito se
transparente la belleza eterna de Dios. De todas formas, la vida eterna no consiste
en el disfrute de exquisitos manjares, que ya no son necesarios para la conservación
de la vida individual. Tampoco es necesaria, una vez llegado el punto final de
la historia, la generación de descendencia. Dios será la fuente y la síntesis
de todo el gozo que inunda el alma y encuentra su resonancia también en la
existencia corporal. El deseo natural del hombre de ver a Dios (desiderium
naturale ad videndum Dei) llegará a su plenitud en el amor. El hombre tiene de
hecho una visión inmediata de Dios, aunque bajo un modo creado, a través de la
humanidad de Jesús.
El hombre existe en un cuerpo real, no en una
formación etérea. Se le otorgan las dotes (dotes) mediante las cuales puede el
alma llevar a cabo de forma conveniente su unión esponsalicia con la vida de
Dios. Las dotes del alma son la visión, el amor y la fruición de Dios (visio,
dilectio, fruido). Las dotes del cuerpo son: ausencia de sufrimiento y la mejor
adecuación posible del cuerpo al espíritu (impassibilitas, subtilitas,
agilitas, dantas).
Ocurre lo contrario con los condenados. También
ellos participan de la resurrección corporal, pues la corporeidad es parte
constitutiva de la naturaleza humana y es, en sí misma, buena. Pero no
participan de la autocomunicación divina en la gracia que acontece en la
resurrección de Cristo, porque la voluntad de estos hombres se distancia
permanentemente de Dios. Su alma está determinada por la frustración total del
desiderium naturale. De acuerdo con la pérdida de la visión sobrenatural de
Dios (poena damni), se da también la negación de las dotes del cuerpo, que se
manifiesta externamente en la desarmonía entre el cuerpo y el alma (poena
sensus) y en la de cada uno de los actos corporales humanos (affectus carnalis,
corpus ponderosum et grave, passibilia opaca et tenebrosa).
Los bienaventurados se distinguen de los
condenados en que su voluntad está para siempre fija en el bien, que es Dios en
sí mismo y que comunica al mundo. En cambio, la voluntad de los condenados se
aferra a su oposición a Dios, de modo que no puede darse ningún tipo de
conversión. El castigo del infierno no se produce en virtud de un decreto de
Dios, sino que dimana de la obstinación definitiva en la oposición libre de la
voluntad al ofrecimiento de la gracia. Es imposible anularla, porque se ha
perdido para siempre a Dios como el hacia donde trascendente de la voluntad.
c)
Muerte y juicio
El alma, desligada del cuerpo en la muerte,
deja tras de sí el estado de peregrino (status viatoris). Ya no puede adquirir
nuevos méritos. Tras la muerte, llega inmediatamente a su fin (terminus), ya sea
que recibe en el cielo su recompensa, o su castigo en el infierno. También hay
redimidos que, a pesar del amor, por el que pertenecen irrevocablemente a Dios,
todavía necesitan alguna purificación. Sufren entonces un factor retardador en
la consecución de su fin último. Esta afirmación debe ser entendida en sentido
soteriológico, no cronológico. La convicción de fe de la Iglesia de que existe un
proceso de purificación (purgatorio) cuenta con fundamento suficiente en la
praxis eclesial de la oración por los difuntos. Se trataría, en efecto, de una
práctica sin sentido si nuestra oración no les proporciona ninguna ayuda, ya
que orar por los bienaventurados es superfluo, y hacerlo por los condenados es
inútil. Ya antes del último juicio, los bienaventurados viven la plena
contemplación de Dios. Esta visión de Dios no puede aumentar en intensidad,
pero sí puede experimentar un crecimiento extensivo en virtud de la reunificación
plena del alma y el cuerpo, es decir, a través de su modo de expresarse en la
materia renovada del cielo de la nueva creación, de la nueva tierra y de la
comunión plena de los santos.
En el último juicio se prepara la forma
definitiva de la creación. Alcanza su fin en el hombre la consumación del deseo
natural de ver a Dios. En virtud de la resurrección de Cristo ha llegado
definitivamente al hombre la gracia, una gracia que se manifiesta y se realiza
en la vida del mundo nuevo.
III LA
ESCATOLOGIA DE LA
AUTORREVELACIÓN DE DIOS EN EL TESTIMONIO BÍBLICO
3.1. La
escatología adventista del Antiguo Testamento
En el curso de la revelación
paleotestamentaria se fueron perfilando poco a poco, y con creciente precisión,
los aspectos concretos de la escatología. Contemplados en su conjunto, no son
una aglomeración o yuxtaposición floja de ideas y concepciones heterogéneas.
Tienen su centro de gravedad en la autorrevelación de Dios como salvación de su
pueblo en medio de la historia.
Esta evolución se caracterizaba por el
conocimiento creciente y cada vez más diáfano de las consecuencias que se derivan
de la comprensión revelada de Dios y de la reflexión sobre determinadas
experiencias históricas básicas. Y así, se fueron forjando poco a poco tanto la
escatología individual con la esperanza de la resurrección de los muertos, como
la eclesial, es decir, la que entendía al pueblo de la alianza como señal
indestructible e instrumento de la voluntad salvífica de Dios, y la universal,
con su esperanza puesta en la creación de nuevo cielo y nueva tierra.
a)
Yahvéh, el Dios de la salvación
A
Yahvéh se le experimenta como el origen y el garante de la salvación, una
salvación que se manifiesta a través de los dones de la salud, de la larga vida
y de la comunidad con la familia y la tribu. Al principio apenas aparecen
reflexiones acerca de una salvación de ultratumba, más allá de la muerte.
Abraham experimenta la bendición de Dios en la promesa de la tierra y en su
llamada a ser padre de una gran muchedumbre de pueblos (Gen 12). En la
liberación de Israel de la esclavitud de Egipto se confirma la experiencia
radical de la poderosa presencia salvífica de Yahvéh. Él garantiza el futuro
como espacio de la promesa de la salvación: «Yo estoy aquí en favor vuestro»
(Ex 3,14), con benevolencia, magnanimidad, misericordia y fidelidad (Ex 34,6).
Habita en medio de su pueblo como plenitud y consumación (Núm 23,21). A pesar
del fracaso y del incumplimiento por parte de Israel de los deberes de la
alianza, se ofrece Dios mismo, en la promesa salvífica mesiánica, como firme
garantía de su voluntad salvífica, eficaz en la historia (2Sam 7,12-16).
b) La
trasposición de la esperanza de Yahvéh en la teología profética
Con anterioridad a las dos grandes cesuras de
la historia de Israel, a saber, la destrucción del Reino del Norte (722 a.C.) y
el exilio babilónico de Judá (587 a.C.), no aparece todavía la idea
escatológica de que el futuro pueda encerrar en sí un final definitivo de la
historia. Hasta entonces, la historia era un horizonte ilimitado en el que se
desarrollan, como en un tapiz continuo, los acontecimientos. Dios actúa ante
este horizonte como Señor de la historia, que depara, a través de los
acontecimientos, salvación y bendición, liberación y victoria o, por el
contrario, juicio y castigo.
Ya
dos décadas antes del hundimiento del Reino del Norte había hablado Amos, por
vez primera, del «día de Yahvéh» y amonestaba ante el terrible castigo por la
exteriorización y vaciamiento del contenido del culto tributado a Yahvéh, por
la adoración de dioses extranjeros, por la liviandad de las costumbres y la
decadencia de la clase pudiente, por la explotación de los pobres y,
finalmente, por la falsa confianza en las alianzas con pueblos paganos. El día
del juicio pondrá al descubierto el no de Dios a Israel, a causa de la
obstinación de Israel en su no a Yahvéh, su Dios. La amenaza no es indicio de
una duplicidad de la esencia divina, sino que busca únicamente provocar la
conversión del pueblo. El resto santo de Israel (Am 9,12; Is 4,3), que ha
cruzado a través del castigo, se convierte en portador de la promesa salvífica
de Dios del fin de los tiempos. El castigo es una de las maneras de llevar Dios
a cabo su salvación y de dar paso a la irrupción de una nueva época salvífica
que ya no tendrá fin (cf. Is 3,21ss.; 4,1 s.; 31,2-5.18-22; Ez 40,48; Is
40,1-9; 54,7-10).
Este horizonte radicalmente nuevo de la
esperanza en Yahvéh sólo puede expresarse mediante la categoría de nueva
creación. Del mismo modo que la creación fue un comienzo absoluto (Gen 1,1), también
la acción salvífica definitiva de Dios en medio de la historia será la
constitución de «un nuevo cielo y una nueva tierra» (Is 65,17; Ez 36). Será el
tiempo de la alianza nueva y eterna (Jer 31,31-34; Os 11,8; Ez 37,26), en el
que la unión entre Yahvéh y su pueblo será tan estrecha que puede incluso ser
descrita con la imagen del amor del esposo y la esposa (Os 2,18-25; Is 62,4).
En esta nueva alianza, Jerusalén (Is 52,1) se convertirá en el centro de las
naciones, que peregrinarán a Sión (Is 2,2-4; Miq 4,1-5) para experimentar allí
la paz y la salvación de Yahvéh (Is 60,2; Zac 5,14ss.). Será el tiempo de un
nuevo paraíso (Is 11,6-9). Dios mismo vendrá como rey y empuñará el cetro de su
reino de justicia (Jer 23,5s.; Is 32,1).
El reino de Dios escatológico será implantado
por el «hijo de David», el Ungido (Mesías) del Señor. Surgirá, como dominador,
de la ciudad real de Belén (Miq 5,1-5), para gobernar como pastor y príncipe a
su pueblo (Ez 34,23s.; 37,24s.). Anunciará la redención y la liberación que el
mismo Yahvéh llevará a cabo (Is 61,1-3). Queda, con todo, sin respuesta la
pregunta de si el reino mesiánico del dominio divino se refiere al estadio
final permanente intramundano de la historia o si tras estas sentencias se abre
también ante la mirada la perspectiva de una consumación trascendente de la
creación.
c) La
dramatización de la esperanza en Yahvéh en la Apocalíptica
Entre la insignificancia política de Israel y
la amenaza real que pendía sobre él por un lado, y las promesas proféticas por
otro lado, se daba una divergencia poco menos que insalvable. El prometido
dominio de Dios se enfrenta al poder de grupos hostiles. La lucha entre la
voluntad salvífica divina y las fuerzas opuestas a ella sólo podía ser bien
percibida a través de categorías de la historia universal, o incluso cósmicas.
El drama histórico que se iba perfilando fue interpretado como una batalla de
los poderes contrapuestos de la fe y la incredulidad, del amor y el odio, o también como
el combate con poderes invisibles antimesiánicos, tales como el Diablo, y, más
adelante, el «Anticristo» y otros, que intentan influir en las decisiones de
los hombres. Los textos, escritos y reelaboraciones surgidos como
fruto
de la reflexión sobre estas tensiones se caracterizan por la «escatologización» de los temas teológicos.
Sus formas descriptivas utilizan un riquísimo lenguaje en imágenes. Toda esta
producción se clasifica normalmente bajo el epígrafe general de «literatura
apocalíptica».
En las secciones de carácter apocalíptico del
Antiguo Testamento (Ez 38: Joel 4,9-17; Zac 13; Dan 2; Apocalipsis de Isaías
24-27) y en algunos libros no canónicos (por ejemplo, el Henoc etiópico, el
Libro de los jubileos, los Libros de Esdras, el Testamento de los doce
patriarcas, la Ascensión
de Moisés y el Apocalipsis sirio de Baruc), la esperanza en Yahvéh adquiere
rasgos de historia universal, escatológica y cósmica. A través de la Apocalíptica , la
escatología experimentó un giro en dirección al fin de la historia, a su
superación en una meta trascendental. Aquí el futuro no es para el creyente un
espacio ignoto, porque conoce el proyecto divino, que dirige inflexiblemente la
marcha de la historia hacia su objetivo final. En la Apocalíptica , tanto
canónica como extra-canónica, entre la que deben enumerarse los escritos de la
comunidad de Qumran, aparecen imágenes, series de motivos y fórmulas de
expresión que deben ser tenidos en cuenta también para la interpretación de la
escatología neotestamentaria. Bajo la impresión de la guerra judía (66-70 d.C.;
cf. Me 13), y más tarde también, y sobre todo, en la situación de persecución
que padecían las pequeñas comunidades cristianas de Asia Menor, se recurrió con
mayor fuerza a las imágenes y los motivos apocalípticos también para la
descripción de la escatología de concepción cristológica. En concreto, debe
mencionarse:
a) La idea de una
batalla final entre Dios y los poderes hostiles a la divinidad (Satanás,
Demonio, Anticristo) o la de una radical oposición entre el eón antiguo y el
nuevo, cuyo resultado final será una catástrofe cósmica y la aniquilación del
mal.
b) La impaciente espera
de la inminente victoria de Dios (espera próxima); la esperanza de que Dios
acelerará el curso de la historia y llegará sin tardanza el último día. En este
contexto se sitúa el problema del retraso de la parusía en el Nuevo Testamento.
c) La espera del Juicio
final sobre los pueblos y sobre cada uno de los hombres, con premios por las
buenas obras y castigos por las malas, así como el establecimiento de un nuevo
paraíso.
d) La concepción de un
tiempo de transición entre el final de la era antigua y el comienza de la
nueva. En esta etapa intermedia no reinará todavía Yahvéh directa e
inmediatamente, sino que estará representado por el Mesías (el Hijo del
hombre).
e) La esperanza de que
a continuación se instalará el reino (la basileia) de Dios, que traerá consigo
todos los bienes salvíficos imaginables, entre ellos la libertad y la unidad
nacional y una existencia en la que no habrá ni necesidades ni padecimientos.
d) Yahvéh
y los muertos
El Antiguo Testamento ha tenido muy en cuenta
el tema del destino de los individuos concretos, aunque ciertamente no pueden
leerse los textos desde las expectativas de la antropología caracterizadas por
los rasgos individualistas contemporáneos. Cada persona se sabía ante todo como
miembro del pueblo elegido de Dios. Y se sabía asimismo mortal, al igual que
cualquier otro ser viviente. La muerte le llevaba al sheol, la región de la que
no se retorna (Job 7,9; 38,17), a la existencia en sombras del reino de los
muertos (Is 14,10). El poder de Yahvéh no se detiene en las fronteras del mundo
subterráneo (Sal 139,8), pero allí ya no actúa sobre los hombres (Sal 88,6). En
el sheol no resuena la alabanza a Yahvéh (Sal 6,6; 88,11). Es un lugar sin
conexión con Dios (todavía más tarde Ecl 3,20). Dios reina sobre los vivos, es
Dios de los vivientes. No obstante, en la angustia de la muerte el orante puede
suplicar la salvación a Yahvéh y expresar la esperanza de que no será la
permanente separación de él en el reino de los muertos la última palabra. A
veces aflora la confianza (Sal 49; 73) de verse librado del sheol y de ser aceptado
en la luminosa gloria de Dios, como Henoc, de quien se dice en Gen 5,21-24 que
Dios se lo llevó, o como el profeta Elías, que «ascendió al cielo en un
torbellino» (2Re 2,1 Is.).
c) La resurrección corporal
La esperanza —que se fue incubando lentamente
en la época postexílica— en una existencia después de la muerte hunde sus raíces
en la fe en Yahvéh. No se trata de un añadido heterogéneo ni de un cuerpo
extraño a esta fe. De todas formas, hasta la Apocalíptica (hacia
el 250 a.C.) no se halla expresamente formulada la idea de una resurrección
corporal. Este pensamiento no parte de la concepción de la inmortalidad del
alma, que sería luego complementada al añadírsele también el cuerpo. El horizonte
de comprensión de esta afirmación está configurado, de una parte, por una
antropología total unitaria y, de otra parte, por la fe en el poder creador y
liberador de Dios. Si Yahvéh salva al hombre después de su muerte, le salva tal
cual es, a saber, como un ser viviente cuya existencia está constituida por la
arcilla y el aliento vital divino (Gen 2,7).
El Apocalipsis de Isaías (Is 25,8) sabe que
Yahvéh aniquilará a la muerte para siempre, que «los muertos vivirán» y que
«los cadáveres se levantarán» (Is 26,19). El único testimonio inequívoco de la
fe en la resurrección lo ofrece Dan 12,1-3:
«Será
un tiempo de angustia, cual no lo hubo desde que existen las naciones hasta
entonces. En aquel tiempo se salvará tu pueblo, todos los que estén inscritos en
el libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán:
éstos, para la vida eterna, aquéllos, para el oprobio, para el horror
eterno...»
También uno de los siete hermanos Macabeos
pudo decir, antes de morir en el martirio por orden del rey Antíoco: «Dios nos
ha dado la esperanza de ser de nuevo resucitados por él» (2Mac 7,14).
Apoyándose en la fe en el Dios creador, que con su ilimitado poder ha hecho al
mundo de la nada (2Mac 7,28), ha llegado Israel a la convicción
creyente del «juicio de Dios omnipotente» y de la «certeza divina de la vida
eterna» para quienes arrostran la muerte por la causa de su Nombre.
d) La
resurrección de Israel
El concepto básico sigue siendo, también
aquí, la conexión entre la salvación de cada individuo concreto y la del pueblo
en su conjunto. En una visión, el profeta Ezequiel contempló cómo volvían a
ponerse en pie los esqueletos de los muertos de Israel. Dios saca a su pueblo
de los sepulcros y los devuelve a la tierra prometida, para que conozcan que él
es el Señor (Ez 37,11-14). Se discute la interpretación de este pasaje. El
debate gira en torno al tema de si el texto se refiere originariamente, y con
lenguaje metafórico, a la restauración de Israel tras el oprobio del exilio o
si alude a una auténtica resurrección corporal de los muertos.
e) La
incorruptibilidad e inmortalidad del hombre
Dentro de la esfera de influencia de la
antropología helenista (con su concepción dualista del hombre como un compuesto
de dos naturalezas distintas, el alma y el cuerpo), el Libro de la sabiduría (
50 a.C.) puede referirse a la incorruptibilidad del hombre, aunque
fundamentándola en la teología de la creación: «Dios creó al hombre para la
incorrupción, lo hizo imagen de su propia eternidad» (Sab 2,23). A pesar de la
aceptación del concepto de alma, no se entiende en este pasaje —al contrario,
por ejemplo, que Platón— que la incorruptibilidad del alma sea una especie de
elemento sustancialmente divino. Se trata, más bien, del ser humano en cuanto
criatura de Dios, que puede albergar la esperanza de inmortalidad (Sab 3,4)
porque su alma está cobijada en la mano de Dios. El conocimiento de Dios y la
justicia de la alianza son «las raíces de la inmortalidad» (Sab 15,3) y el
fundamento de la incorruptibilidad (Sab 6,18).
En tiempos de Jesús, todavía no se había
alcanzado en el judaísmo una visión unitaria y compartida por todos acerca de
la resurrección. Los saduceos la rechazaban, mientras que era aceptada por los
fariseos (cf. Mt 22,23; Act 23,8).
f) La
morada de los muertos
A medida que se fue percibiendo con claridad
creciente que era el género de vida de los que habían muerto en piedad y en justicia
el fundamento de su cercanía a Dios de la que brotaba su felicidad, con mayor
apremio emergía la necesidad de establecer diferenciaciones en la imagen del
mundo de los muertos del sheol (o del Hades). En consecuencia, a la región
superior del Hades se la llamó cielo, paraíso, nueva Jerusalén o Monte de Sión,
mientras que al lugar ocupado por los impíos y desalmados, en la zona más
profunda del sheol, se le aplicaron los nombres de infierno, gehenna, valle de
los condenados, lago de fuego, abismo y lugar gélido y tenebroso.
Pero
también es posible hacer saltar la grapa que, en una concepción global del
sheol, mantiene unidas las dos secciones del mundo subterráneo. En este caso,
el cielo donde Dios tiene su trono sobre los ángeles es el lugar destinado a
los bienaventurados, mientras que el infierno es el lugar de los condenados. En
estas regiones (receptáculo animarum) se encuentran las almas hasta el día del
juicio final y de la resurrección universal de los muertos.
En este contexto se inserta la idea de un
estado intermedio de los difuntos después de la muerte. En él, los muertos se
encuentran en una mayor o menor proximidad o lejanía personal de Dios y
esperan, al fin de los tiempos, el pleno restablecimiento de la (nueva)
creación, en la que se incluye la consumación de su existencia corporal.
h) Estado
intermedio, purificación, intercesión, oración
De
la concepción de un estado intermedio entre el juicio individual y el universal
se deduce la posibilidad de la intercesión en favor de los difuntos, para aligerar
su suerte en el más allá si todavía están encadenados a ciertos pecados y defectos.
Judas Macabeo ordenó hacer un sacrificio de expiación por los caídos en batalla
de Israel en cuyos cuerpos se encontraron imágenes de ídolos:
«Fue una acción hermosa y noble, realizada
con el pensamiento puesto en la resurrección. Porque, si no esperara que los
caídos habían de resucitar, habría sido superfluo e inútil rogar por los
muertos. Además, considerando que a los que se duermen piadosamente, una
hermosísima gracia les está reservada, santa y piadosa fue su intención. Por
eso mandó ofrecer el sacrificio de expiación por los muertos, para que fueran
absueltos del pecado» (2Mac 12,43-46).
3.2. El
centro de la escatología neotestamentaria en la proclamación del reino de Dios
de Jesús
a) La
proclamación del reino de Dios como el nuevo enfoque centralizador
Jesús resumió, corrigió y centró las
divergentes concepciones escatológicas y apocalípticas del judaísmo de su
tiempo. El núcleo de su mensaje fue la proclamación del reino de Dios ahora
venido, en la plenitud de los tiempos (Mc 1,15). Las enseñanzas y las obras de
Jesús, realizadas por el poder de Dios (Mc 1,19; 2,10) le señalan como el
mediador escatológico del reino de Dios. Lleva a cabo signos que muestran que
este reino escatológico divino está ya presente:
«Los
ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los
muertos resucitan y se anuncia el evangelio a los pobres» (Lc 7,22).
Jesús no definió el contenido exacto de la
expresión reino de Dios. Pero sí es claro que se distingue de las estructuras
de poder y de los reinos humanos visibles y empíricamente detectables. Afirma
que es un reino que no pertenece a este mundo (Jn 18,36) y que no llega con
aparatosidad externa (Le 17,20). El reino de Dios es más bien la presión
dinámica de la salvación, que acontece aquí y ahora en la predicación de Jesús,
como consecuencia de las palabras y las obras de Dios, una presión por la que
el hombre se deja alcanzar en el centro mismo de su existencia personal, para
experimentar también en las dimensiones corporales y sociales de la existencia la salvación
de Dios. Y así, puede hablarse de la presencia del reino de Dios (Me 1,15) y a
la vez de su venida (Mt 6,9; Le 11,2), por la que Jesús enseña a orar a sus
discípulos. El reino de Dios es eficaz ya ahora mismo, en el medio del mundo, y
se le puede experimentar en la fe. Pero permanece oculto para los incrédulos y
sólo se revelará en su plenitud trascendental después de la muerte y del fin
general de la historia, en el último juicio, como reino universal de Dios (cf.
Mt 25,34; 26,29; ICor 15,28). Como el reino de Dios no es una magnitud
empíricamente perceptible, tampoco se le puede describir primariamente con categorías
espaciales y temporales. El factor determinante es la referencia dinámica de la
voluntad salvífica de Dios a la obediencia de fe del hombre. De ahí que todas
las afirmaciones objetivadoras de la escatología sobre circunstancias o
situaciones espaciales y temporales deban interpretarse desde esta relación
personal entre Dios y el hombre, y no al revés.
Los enunciados sobre fechas o plazos para la
plena realización trascendente del reino de Dios no forman parte de la misión
reveladora de Cristo:
«En
cuanto al día aquél o la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el
Hijo, sino el Padre.» (Me 13,22)
El reino de Dios se instala definitivamente en
el mundo cuando Jesús se somete enteramente a la voluntad de su Padre divino.
Por tanto, la obediencia a su misión hasta la muerte en cruz trae consigo la
implantación escatológica del reino de Dios en la existencia de su mediador humano
(Me 14,36).
Con la misión del Hijo llega al mundo, de
forma irrevocable, el reino de Dios.
«Si yo
arrojo los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a
vosotros.» (LC 11,20; cf. Mt 12,28)
La basileia ha irrumpido ya para siempre en virtud
de la obediencia del hombre Jesús que, como representante del reino de Dios y
vicario de la respuesta creyente de los hombres, se sitúa a la cabeza de la
nueva humanidad. En este sentido, su resurrección por el Padre en el Espíritu
Santo le revela como el Hijo de Dios (Rom 1,3; Gal 1,16).
Ahora bien, en cuanto representante de la
humanidad es, a la vez, el hombre escatológico, el «primer fruto de los que
duermen» y «Espíritu vivificante» (ICor 15,20.45ss.). El mediador del dominio
divino, representante, en cuanto Hijo, del reino de Dios en el mundo es, en
virtud de su predicación, de su muerte en cruz y de su resurrección, el
«mediador único entre Dios y los hombres» (ITim 2,5). El Hijo, que ha aprendido
la obediencia a través del sufrimiento, ha alcanzado su consumación plena y se
ha convertido, para todos cuantos le pertenecen (los que creen en él), en
«autor de la salvación eterna» (Heb 5,9) y en «el sumo sacerdote y mediador de
la alianza nueva» (Heb 8,6; 9,15).
En Jesús acontece el reino de Dios en el
mundo porque ha sido enviado y se ha revelado en el tiempo final y en la
plenitud de los tiempos como Hijo de Dios (Heb1,1-3). Fue, en su destino como
hombre y hasta la cruz, el «autor y consumador de la fe» (Heb 12,2), en la que
se acepta el reino de Dios.
En el primitivo cristianismo se entendía la
escatología como un aspecto del acontecimiento de Cristo. Abarcaba la
consumación trascendental de la relación de Dios al hombre fundamentada en
Cristo y, con ello, la esperanza en la parusía. Entonces se manifestará el
reino de Dios y de Cristo (ICor 15,28) a todos los hombres. Hasta la nueva
venida definitiva de Cristo, la consumación se alcanza en la fe y el amor. Pero
esta actitud de espera no induce a la resignación, y menos aún a la huida del
mundo, sino que libera en los creyentes una dinámica activa en favor del amor
al prójimo, de la voluntad de configuración del mundo y de la proclamación
universal del mensaje de salvación. La tensión entre el reino de Dios ya
inicialmente realizado en Cristo y su plena manifestación en la parusía fue
descrita en el primitivo cristianismo con ayuda de categorías mentales
temporales y espaciales. Pero dado que el componente temporal no era el
elemento esencial de la escatología de la antigua Iglesia, el aplazamiento de
la parusía (en el sentido de un retraso temporal) no dio motivo para una
profunda crisis de fe. Es cierto que más tarde pudo caer hasta cierto punto en
el olvido la vinculación entre la presencia escatológica y pneumatológica de la
salvación por un lado y la esperanza en la consumación trascendente en el
futuro absoluto de Dios por el otro. Se explica así que aunque la escatología
es una característica esencial de la revelación de Cristo, se la haya estudiado
durante largo tiempo en la dogmática como un tratado aislado, relegado a la
«doctrina de las últimas cosas» que ocurrirán al final.
b) La
escatología en los Sinópticos
En la Fuente de los logia Q figura al comienzo la predicación
de Juan Bautista (Lc 3,7-9), que finaliza con la sentencia del juicio final
sobre las doce tribus (Le 22,28-30; 17,22-37).
A Jesús se le identifica con el Hijo del hombre
(Dan 7,13; Lc 7,34) y se le entiende como el revelador escatológico del Padre y
el portador histórico del reino de Dios (Lc 10,21s.). La actitud adoptada frente
a él, de fe o de incredulidad, es el factor determinante del destino de los
hombres, y en concreto también del pueblo de Dios, Israel (Lc 14,15-24; Mt
22,1-10). Se le espera como juez del mundo, que vendrá súbitamente, al final de
los tiempos, en las nubes del cielo (es decir, procedente de Dios).
Al ser rechazado por el pueblo, Jesús tiene
que emprender el camino del Hijo del hombre doliente (Mc 8,38). A través de la
pasión, el Señor resucitado se revela también como juez. Sólo con la parusía se
hará patente a todos los hombres su verdadera significación. Se salva quien
sigue a Cristo en su pasión y su cruz y le confiesa en la fe como Hijo del
hombre.
Mateo declara que en Jesús se ha cumplido la
promesa escatológica del reino de Dios. El Señor resucitado está presente y
actúa en su comunidad hasta la consumación del mundo (Mt 28,19). A él le ha
sido entregado todo el dominio y todo el poder de Dios sobre el mundo. Sus
discípulos son el verdadero Israel y la comunidad salvífica escatológica, llamada
a la proclamación universal del evangelio, al servicio de la salvación del
perdón de los pecados y al seguimiento. En la nueva venida del Hijo del hombre
en el juicio final también los discípulos tendrán que someterse a la prueba del
amor, en especial del amor al prójimo (cf. Mt 25,31-46).
Lucas acentúa el «hoy» de la salvación. Tras
la muerte y resurrección de Jesús comienza el «tiempo de la Iglesia ». En la presencia
del Espíritu Santo, que Cristo, exaltado por el Padre, envía a la Iglesia y al mundo, puede
llevarse hasta los con-fines de la tierra el reino de Dios y el evangelio de
Cristo (Act 28,31). Se rechaza la fijación de plazos temporales y las
concepciones terrenales cosificadas, por ejemplo, la restauración de una
teocracia en Israel (Act 1,6s.). La historia de la Iglesia discurre dentro
del radio de la historia universal. La misión de la Iglesia en la historia de
la humanidad está determinada por el consejo divino de llevar a cabo en la
historia y en el mundo su voluntad salvífica. Lucas está especialmente
interesa-do en la salvación de los hombres como individuos concretos, una
salvación que alcanzará su realidad plena en la muerte y después de la muerte
(Le 12,16-21; 16,19-31; 23,43). No obstante, la parusía y la consumación
universal siguen siendo el punto de fuga de todos y cada uno de los enunciados
escatológicos.
c)
Enunciados escatológicos en las Cartas paulinas
Para Pablo, la cruz y la resurrección de
Jesús constituyen el punto de inflexión de la historia. Con el envío del Hijo
de Dios y su nacimiento como hombre se ha iniciado la plenitud de los tiempos
(Gal 4,4-6). Jesús es el cumplimiento de todas las promesas de Dios (2Cor 1,20;
Gal 3,16). En él han sido vencidos la ley, el pecado y la muerte como poderes
del antiguo eón. Cristo ha sido resucitado por Dios (ICor 15,20ss.; 15,45ss.;
Rom 5,12-21), que da vida a los muertos (Rom 4,17), como la figura última y
definitivamente válida del hombre nuevo, como el Adán último. Dios ha puesto
sobre Jesús la maldición por el pecado y ha llevado a cabo en él, vicariamente,
el juicio y el castigo (2Cor 5,21; Gal 3,13) para hacer patente que todos los
hombres estaban alejados de Dios y privados de salvación. Pero la manifestación
del juicio y del castigo de los pecados en la muerte vicaria de Cristo es
también, al mismo tiempo, el inicio de la nueva etapa salvífica en la resurrección
de Cristo para todos cuantos le pertenecen en la fe. Quien vive en Cristo se
convierte en nueva creatura (2Cor 5,17; Gal 6,15). El cristiano vive
justificado, reconciliado y santificado en el Espíritu Santo y puede superar
las seducciones de los poderes de la antigua existencia (en la carne) (Gal
5,16-24; Rom 8,12-14). Vive en el espíritu de la libertad y de la esperanza en
la revelación definitiva de la filiación divina «con la redención de nuestro
cuerpo» (Rom 8,18-23). La historia llegará al «final» cuando «el Hijo» haya aniquilado
todo principado, toda potestad y todo poder y «entregue su reino a Dios
Padre... para que Dios reine en todo y sobre todos» (ICor 15,24-28).
A todas las preguntas sobre la muerte, el juicio y el fin del mundo
responde Pablo a la luz de la cristología. La brevedad del tiempo y la
provisionalidad de esta vida no desembocan en una desvalorización de la existencia
del hombre en el mundo, sino que hacen más viva la espera de la parusía de
Cristo (1Tes 5,11; Rom 13,11-14). Lo verdaderamente determinante es pertenecer
a Cristo en la vida y en la muerte (Rom 14,7). El creyente, tras su muerte, se
encuentra con o en Cristo (2Cor 5,1-10; Flp 1,21-23; 1Tes 4,17).
Con
su alusión a la parusía de Cristo y a la presencia del Señor glorificado, Pablo
se propone llevar consuelo a la comunidad entristecida por la muerte de algunos
de sus miembros (1Tes 4,13-18). «Si creemos que Jesús murió y resucitó, de
igual manera Dios, por medio de Jesús, llevará con él a los que ya murieron» (1Tes
4,14). En la parusía «resucitarán los que murieron en Cristo» (1Tes 4,17).
En ICor 15, el gran capítulo dedicado a la
resurrección, explica Pablo la relación entre el cuerpo mortal de los difuntos
y la consumación del hombre en la resurrección corporal: «Se siembra cuerpo
puramente humano, se resucita cuerpo espiritual» (15,44). El cuerpo corruptible
es a modo de simiente, que mediante el «espíritu vivificante de Cristo» llega a
su sazón y plenitud de cuerpo espiritual y glorificado, incorruptible e
inmortal de los redimidos en el «reino de Dios» (ICor 15,35-53). En virtud de
la justificación por la cruz y la resurrección de Jesús, los creyentes se verán
«libres de la ira venidera» (1Tes 1,10). En el «día de la ira de Dios» se
manifestará y se probará en el fuego del juicio «la calidad de la obra de cada
uno» (ICor 3,13).
En
el juicio sobre las obras y las acciones, se revelará la vida eterna como recompensa
por el bien (Rom 2,7) o se manifestará la santidad de Dios en el castigo bajo
la forma de ira por el mal (Rom 2,8): «Todos nosotros hemos de comparecer ante
el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba lo merecido de todo lo que hizo
mientras vivió en el cuerpo: bueno o malo» (2Cor 5,10).
d) La
escatología en las Cartas deuteropaulinas (universalidad, retraso de la
parusía)
En la Carta a los colosenses y en la Carta a los efesios aparecen
en el primer plano las categorías espaciales y cósmicas. La salvación está ya,
por así decirlo, preparada en el cielo. El cristiano tiene unos sentimientos y
un género de vida parecidos a los celestes (Col 3,3). Ha sido ya enterrado y
resucitado con Cristo (Col 2,12). No obstante, espera del cielo a Cristo como redentor,
para que todos se manifiesten «en la gloria» (Col 3,4) y alcancen su figura
definitiva.
Por medio de la Iglesia debe darse a
conocer a todos los hombres (Ef 3,10s.) cómo se ha llevado a cabo el
cumplimiento del misterio del plan salvífico de Dios (Ef 1,9) por Cristo, con
una amplitud que abarca toda la creación y la historia entera. En la Iglesia mora la plenitud
total de Cristo (Ef 1,23; Col 2,10). Él es la cabeza, que configura a la Iglesia como su cuerpo. En
este cuerpo crecen los creyentes hacia él y por él quiere darse al mundo,
incluir a todos los hombres como miembros de su cuerpo y llevarlos así a la
consumación (Ef 3,1-13; 4,13).
Por lo demás, el mundo es también escenario
de la lucha contra las fuerzas opuestas a Dios. Equipado con las armas de Cristo,
el cristiano puede, en la justicia y la fe, alcanzar la victoria en el combate
espiritual contra los espíritus del mal y contra las potestades y los
principados de las tinieblas (Ef 6,10-20).
Como
reacción frente a la demora de la parusía, se interpretan las tribulaciones
presentes como signos precursores del juicio inminente contra los incrédulos y
contra los que oponen resistencia al evangelio (2Tes 1,4-10).
En 2Tes 2,1-12 el apóstol tiene que
enfrentarse a la errónea opinión de que «el día del Señor» está ya a las
puertas: «Sólo pueden conocerse los indicios que anuncian el final de los
tiempos, pero antes tiene que producirse la gran apostasía de la fe. Vendrá el
Adversario, que intentará ponerse por encima de todo lo que se llama Dios o culto
y pretenderá instalarse en el templo de Dios» (2Tes 2,4). Con su mentira
seducirá a muchos para que abandonen a Cristo, pero cuando el Señor se
manifieste en la parusía, este impío será aniquilado. Más importante que los
cálculos sobre fechas o plazos del acontecimiento final es, en este contexto,
la exhortación a mantenerse vigilantes en la fe y a permanecer atentos a los
signos de los tiempos.
En las Cartas pastorales ha dejado ya de
plantear dificultades la demora de la parusía. La comunidad espera la
consumación futura en la «epifanía de Cristo» (1Tim 6,16; 2Tim 4,1.8). El
juicio pertenece al futuro (2Tim 4,1.8), lo mismo que la «vida eterna» (1Tim
1,16; 4,8; 6,12; Tit 1,2; 3,7). Esta vida eterna ha sido prometida por Dios
desde tiempos eternos y es ahora el fundamento de la esperanza y de la certeza
en la fe y en el verdadero culto a Dios (Tit 1,15).
e) La
dimensión escatológica en Juan
Jesús es la Palabra eterna, que está
junto a Dios y es Dios (Jn 1,1) y ha revela-do en su encarnación la gloria divina.
En su vida terrena se manifestó como luz y vida, como verdad y camino al Padre.
Lo que ante todo busca con su muerte y su glorificación en la resurrección es
preparar a los creyentes una morada «en la casa de mi Padre» (Jn 14,15).
Según Juan, el primer plano está ocupado por la
presencia actual de la salvación. La escisión escatológica acontece aquí y
ahora, en el corazón del hombre, en virtud de la decisión por la fe o por la
incredulidad. El Padre y el Hijo han fijado su morada en quienes creen y aman y
en ellos actúa el Espíritu Santo (Jn 14,23.26). Pero la revelación y
consumación última tendrá lugar en la nueva venida de Cristo.
Entonces tomará consigo a sus discípulos,
para que estén junto al Padre, donde está también el Hijo (Jn 14,1-3; 16,16-33).
Esta dimensión futura de la consumación de la escatología en Juan revela una
cierta tensión respecto de la escatología del presente, pero no una
contradicción, en cuanto que no se la reduce a una cristología existencialista.
«El que cree, tiene ya la vida eterna» (Jn 5,24). Pero llega la hora en que
también los muertos oirán en sus sepulcros la voz del Hijo de Dios (Jn
5,25-28). Tal vez la inserción de las palabras sobre la «resurrección en el
último día» (Jn 6,39) intente corregir una errónea interpretación docetista o
gnóstica de Jn 5,24, según la cual todos cuantos ven al Hijo y creen en él
tienen ya la vida eterna y «quien escucha mi palabra y cree» ha pasado ya de la
muerte a la vida (Jn 4,24).
f) El
Apocalipsis de Juan
Este libro, el único de género apocalíptico
de todo el Nuevo Testamento, no se centra en el preanuncio de sucesos cósmicos,
sino en la interpretación de acontecimientos históricos y en la relación con
Dios en Cristo. Las imágenes apocalípticas sirven para arrojar luz sobre el
drama de la salvación en el alma de cada uno de los hombres y en los grandes
enfrentamientos de la historia.
Dios
es el Señor de la historia. En Cristo se ha alcanzado la victoria sobre los
poderes hostiles a Dios (Ap 1,5.13-20). En la liturgia de la Jerusalén celeste se
celebra ya el triunfo final. En la conciencia de su unidad con la Iglesia triunfante puede
hallar consuelo y esperanza la
Iglesia peregrina, sujeta a los padecimientos de la
persecución. En el momento culminante del drama salvífico (Ap 12) aparecen de
nuevo en escena los últimos adversarios de Dios, el dragón, la bestia, el falso
profeta y la gran prostituta Babilonia, que arrastran a numerosos hombres a su
bando, seducidos por los fulgurantes éxitos del poder terreno y de las riquezas
mundanas. Tras haber contemplado el vidente la caída de Babilonia y la
instauración del nuevo cielo y la nueva tierra, en los que la muerte será
aniquilada para siempre, se abre ante su mirada el período de dominio del
Mesías de mil años de duración (Ap 20,1-6). La sentencia no se refiere a una
época histórica cronológicamente comprobable. Se trata del dominio de Cristo y
de su Espíritu en sus discípulos, que le confiesan como Señor en medio de las
tribulaciones, las persecuciones y el martirio. En cuanto poder creador
invencible, este dominio de Cristo se mantiene firme frente al ataque de los
enemigos en aquellos que siguen al Cordero dondequiera va (Ap 14,5). Se habla
aquí de la presencia oculta del reino de Dios en la Iglesia que suplica, a una
con el Espíritu, la venida de su esposo Jesucristo (Ap 22,17) hasta su
consumación en las bodas del Cordero, para el que la Iglesia está ya preparada
como esposa (Ap 19,7.9).
IV. EXPOSICIÓN SISTEMÁTICA DE LA ESCATOLOGÍA
La exposición sistemática de la escatología
debe tener una orientación teocéntrica, dado que es Dios el autor y el
consumador de su creación. A través de la revelación conocemos a Dios, Padre,
Hijo y Espíritu, en sí y respecto de nosotros, como amor. Respecto del mundo,
Dios es la medida de la creación, y más en especial de su centro, el hombre. Y
así, se revela como justicia. Se da su verdadero valor a la criatura en su
encuentro dialogal histórico con Dios y en la configuración de su vida en el
espíritu y la libertad de su decisión, en cuanto que participa de la naturaleza
y de la figura del Hijo de Dios hecho hombre en el Espíritu Santo (Rom 8,29),
cuando Dios sale a su encuentro como vida, es decir, como satisfacción plena de
su búsqueda de ser y de sentido. Tenemos, pues, un triple aspecto teocéntrico
para la exposición de una escatología sistemática: 1. Dios es amor: el Padre;
2. Dios es justicia: el Hijo; 3. Dios es vida eterna: el Espíritu.
4.1.
Dios es amor: El dominio del Padre
1. En su esencia: En su autorrevelación
histórica se descubre no sólo que Dios ama al mundo, sino que es, en su misma
esencia, amor. Su esencia se realiza como principio sin principio del amor en
el Padre, como eterno salir al encuentro de sí mismo en su autoafirmación en la Palabra (el Hijo). En este
sentido, el Hijo le debe eternamente su ser divino. El Padre y el Hijo se
encuentran como amor que se identifica a su vez con la esencia divina, por la
que Dios subsiste, en el Espíritu Santo. Y así, en Dios todo es Dios como amor.
2. En relación con la creación: La personalidad
humana, en virtud de la cual entabla el hombre, y a una con el hombre la
creación entera, una relación de socio e interlocutor con Dios, no es necesaria
para la autorrealización de la esencia divina. Pero cuando Dios quiere la
creación, introduce en ella tales estructuras que ésta pueda, a través de
ellas, convertir en realidad su sentido trascendente a Dios. Forma, pues, parte
de la personalidad creada, si ha de ser portadora e interlocutora del sentido
trascendente de la creación, la razón (=la capacidad de lenguaje y de comunicación)
y la voluntad. Mediante la razón puede la persona creada participar del
autoconocimiento de Dios en la
Palabra (el Hijo) y compartir, mediante la voluntad, la
autoafirmación de Dios en el Espíritu. Así, pues, todas y cada una de las personas
creadas están orientadas al conocimiento y al amor de Dios. Les compete, en
virtud de su condición de criaturas, una relación analógica a Dios como origen
y, con ello, al Padre, una concentración de Dios en el Hijo y una relación a
Dios como fin mediante la participación en la autodeterminación hacia sí en el Espíritu
Santo. Dios es, pues, origen, centro y fin de la criatura dotada de espíritu y
libertad. Forma, por consiguiente, parte de la naturaleza humana una historia
de libertad, en virtud de la cual o bien se alcanza el autoofrecimiento de Dios
o se malogra este objetivo. La doctrina de la fe dice que el hombre rehusó la
oferta que Dios le hizo en los orígenes y que perdió, por tanto, también a Dios
como plenitud de su autotrascendencia en la razón y la voluntad. Pero a pesar
de esta pérdida de la comunión con Dios en el conocimiento y el amor, se
mantiene su ordenación natural a la divinidad, es decir, su disposición ética y
religiosa y su referencia trascendental, aunque no puede activarla por sí
mismo. Y así, a causa del pecado, una gigantesca grieta cruza la creación
entera. El pecado es oposición a la voluntad salvífica divina y contradicción
entre el hombre y su propia esencia y su fin. Únicamente Dios puede taponar y
sanar esta grieta en el centro de la creación provocada por la negativa frente
a su autotrascendencia al Dios del amor del que esta creación brota y al que
tiende necesariamente. Sólo es posible superar esta contradicción si Dios mismo
penetra, encarnándose, en la creación y lleva hasta su objetivo, desde el lado
creado, su trascendencia de sentido.
3. En su apertura historicosalvífica: Esta nueva voluntad
salvífica divina, tendente a la encarnación de Dios (Jn 1,14; 3,16) y orientada
a la reconciliación y a una nueva relación con el hombre en la gracia
santificante, sólo ha podido llevarse a cabo, de acuerdo con la estructura
histórica de la libertad humana, en la figura de una historia salvífica que,
arrancando de las primeras promesas de bendición en favor de Abraham,
desemboca, tras cruzar la historia de la alianza paleotestamentaria, en la
«plenitud de los tiempos», en la que el mismo Dios se hace presente en una
naturaleza humana. En este ser humano asumido por Dios se produce la nueva
fundación de la creación. Aquella trascendentalidad a Dios que había sido
distorsionada por el pecado está ahora de nuevo capacitada para su consumación
protooriginaria —en esto precisamente consiste la esencia del perdón de los
pecados— y llega de hecho hasta Dios en la gracia de la vida eterna.
La
necesaria unidad entre la autocomunicación divina y su aceptación creada
sustentada por el Logos permite comprender por qué sólo el Logos pudo asumir la
naturaleza humana. En su humanidad, sostenida por el Logos en virtud de su aceptación
personal e irrevocable, Jesucristo es también la cabeza de la nueva humanidad y
su mediador permanente ante el Dios trino. La redención, el perdón de los
pecados y la alianza nueva están de tal modo mediados y transmitidos por él que
nos convertimos en miembros de su cuerpo. Entramos en una comunión de vida con
él mediante una gracia real y la adecuada sensibilidad y las convicciones morales
en virtud de las cuales nos hacemos sus hermanos y sus hermanas. La encarnación
de Dios ha llegado en la cruz de Jesús a su máxima expresión histórica. En ella
ha quedado superada desde dentro, en la gracia de Dios y la entrega de la criatura,
la autocontradicción de la creación.
Lo
que ahora importa es conocer a Dios y amarle en una creación renovada y de
nuevo abierta a la divinidad. Este nuevo conocimiento divino nos ha sido transmitido
por el Hijo. «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero,
y al que enviaste, Jesucristo» (Jn 17,3). El nuevo amor a Dios, en el que nos
hacemos uno con el Dios trino, en cuanto que habita en nosotros y nosotros
estamos en camino hacia él como a nuestra meta, está sustentado por el Espíritu
Santo, que nos ha sido dado y ha sido derramado en nuestros corazones (= nuestra
voluntad) (Rom 5,5). Por tanto, también la efusión del Espíritu Santo sobre
toda la humanidad es parte constitutiva de la condición intrahistórica de la
Revelación del Hijo en la naturaleza humana.
4. En la relación con la consumación del
hombre:
Sólo puede llegar a saberse que la plenitud definitiva del ser humano consiste
en la comunión con Dios si seguimos paso a paso y hacemos nuestra en la fe la
historia de la autorrevelación de Dios. Dios se ha revelado en su ser esencial
y más íntimo como amor trino. Todas las criaturas espirituales y libres están
llamadas a participar, con conocimiento y amor, en su consumación. Éste es el
sentido metafísico e historicosalvífico de la sentencia «Dios es amor» (Un
4,8.16b).
4.2.
Dios es nuestra justicia: El dominio del Hijo
a) El
Dios trino como medida de la criatura
Todas
las declaraciones básicas de la teología cristiana sobre Dios son de estructura
trinitaria, encarnatoria y pneumatológica. El hombre se caracteriza por una
referencia dialogal a Dios, al que tiende en su condición de criatura. Pero
ahora, en cuanto criatura pecadora, se le ha dado una vez más este Dios en la
redención y la santificación por el don del Espíritu Santo. Se advierten así
claramente las limitaciones de una relación a Dios de tipo meramente moral o
deísta.
A
la luz del misterio de la
Trinidad , la gracia es participación de vida por la que Dios
capacita de nuevo a sus criaturas, ordenadas a él, a activar su autotrascendencia
en el espíritu y la libertad. Se les abre así de nuevo a los seres creados el
camino para llegar hasta él con los adecuados sentimientos internos y la
configuración externa de la vida y para alcanzar la plenitud en la comunicación
beatificante con él en su amor encarnado y eterno. En este sentido, el «juicio
sobre los hombres» consiste en «justificarlos» o respectivamente en
«ser-hechos-justos», en quedar justificados, de tal suerte que el hombre, en
sus obras y en sus sentimientos —en cuanto expresión del amor— puede responder
y corresponder al Dios amante y recibe su santificación como un ser lleno de y
por la santidad de Dios. En la unidad de conocimiento y de voluntad con Dios,
el hombre conoce por, con y en el Hijo al Padre en una unión de amor en el
Espíritu Santo que hace que nuestra voluntad tenga la misma inclinación que
aquella voluntad con la que el Padre quiere al Hijo y en la que el Hijo se sabe
eternamente amado por el Padre y se vuelve, agradecidamente, hacia él.
b)
«Cristo nuestra justicia, santificación y redención» (ICor 1,30)
En
Cristo se ha hecho realidad histórica la justicia por la que Dios nos hace
justos (Justitia Dei passiva). Al hacerse el Hijo hombre mediante la asunción de
la naturaleza humana, incluye en la gracia divina, en la que se une con aquella
naturaleza (gratia unionis), la gracia por la que, en cuanto cabeza de la nueva
humanidad (gratia Christi capitis), abarca a todos los hombres en esta
naturaleza humana renovada, les inserta en su cuerpo y les abre a la comunión
con Dios. Y así, Cristo, que se hizo en la encarnación justicia por nosotros,
puede ser también nuestra justicia.
La nueva justicia, fundada por Dios, mediante
la encarnación, en Cristo, al que nosotros nos adherimos para quedar
justificados ante Dios, se orienta a la cruz y la resurrección.
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