I. TEMAS Y HORIZONTES DE LA CRISTOLOGÍA
1.
La plenitud histórica de la autorrevelación de Yahvéh en Jesús de Nazareth.
Al
principio y en el centro de la fe cristiana se sitúa la figura histórica de Jesús
de Nazareth.
El Hijo de Dios mesiánico está penetrado y empapado (= ungido) del Espíritu Santo y tiene, por tanto, una estrechísima relación con Yahvéh (cf. Mc. 1,11 par.; Rom. 1,3).
El Hijo de Dios mesiánico está penetrado y empapado (= ungido) del Espíritu Santo y tiene, por tanto, una estrechísima relación con Yahvéh (cf. Mc. 1,11 par.; Rom. 1,3).
En la persona de Jesús como representante de Israel,
en su proclamación y en su destino hasta la muerte en cruz y el acontecimiento
definitivo de su resurrección por el Padre se revela su misión (= función) de
Hijo de Dios (cf. Rom 1,3). Y así llega también a su plenitud la relación
Padre-Hijo entre Dios y su pueblo. El es el
mediador de toda la creación, tanto en su origen como en su consumación (Jn
1,3; Heb 1,2; 1 Cor 8,6; Col 1,16; Ef 1,10).
En el ministerio de la mediación
de Jesús queda Israel constituido en el pueblo de la alianza escatológica de la
«Iglesia de judíos y paganos» (Gal 3,28; Ef 2,14). En la confesión de la
Iglesia, Yahvéh da testimonio de sí «como Dios y Padre de Jesucristo» y
«Dios y Padre» (Sant 1,27) de todos los hombres (Ef. 4,6).
Así,
pues, la cristología alcanza su punto culminante en el enunciado:
La Palabra es el Hijo
(cf. Jn 1,1.14.18; Heb 12,1-3; Fil 2,6-11;
Rom 8,3 etpassim).
Por
iniciativa de Dios se ha hecho Jesús como el único Nombre en el que hay
salvación (Act 4,12). Ha sido instituido como «autor de la vida» (Act 3,15). Él
es el único camino hacia el Padre, hacia la verdad y hacia la vida de Dios (Jn
14.6).
El nombre de Jesús (Mt. 1,21) es la plena
representación y mediación humana del único «nombre de Dios: Padre, Hijo y
Espíritu Santo» (Mt 28,19) en el mundo, en la historia y en toda la una y única
creación de Dios.
2.
Contenido de la cristología.
La
pregunta cristológica básica es: ¿Quién es este Jesús de Nazaret (cristología
en sentido estricto) y qué significa para nuestra relación con Dios
(soteriología)?
La
pregunta sobre el quién se refiere a la persona de Jesús, es decir, a su
identidad relacional como hombre en su relación a Dios y a su anclaje en la
autorrelación interna de Dios como Palabra consigo mismo que tiene su origen en
la paternidad (en el ser-padre) de Dios.
La
soteriología (= la doctrina sobre la significación salvífica universal de Jesús
para nuestra relación con Dios) es el aspecto externo de la cristología (= la
doctrina sobre la unidad de la divinidad y la humanidad en la persona del Hijo
y la Palabra del Padre eterno). Y, a la inversa, la cristología se manifiesta
en la soteriología.
La
soteriología y la cristología no son dos tratados distintos, son simplemente
los dos aspectos del único misterio de Cristo. Forman un todo único en el
sentido de una relación de mutua fundamentación y esclarecimiento.
La
cristología abarca los siguiente contenidos concretos:
- La relación singular
de Jesús con Dios como Padre suyo (relación abba);
- Su unidad con el Padre en
el Espíritu Santo (= unción con el Espíritu Santo como Mesías/Cristo);
- La predicación de Jesús, y
más en particular su proclamación del reino de Dios;
- Su doctrina del reino y sus
actividades salvíficas (= praxis soteriológica);
- La institución de la nueva
alianza en la última Cena y en la cruz;
- La resurrección, exaltación
y envío del Espíritu;
- La presencia personal de
Jesús en la Iglesia como su cabeza y su actividad en la Iglesia (proclamación, servicio de
salvación y servicio al mundo);
- Su nueva venida al fin de
los tiempos como juicio y reconciliación.
La primitiva Iglesia cultivaba la cristología desde dos perspectivas, con zonas de interferencia:
Ø
en la procesión intratrinitaria de la Palabra
del Hijo desde el Padre en la comunión del Espíritu Santo, así como la
encarnación en virtud del nacimiento de Jesús en el tiempo de la virgen María);
Ø
y, en segundo lugar, la de la economía (=
la acción salvífica de Dios trino por medio de la Palabra encarnada, es decir,
por medio de la misión, la historia y el destino del hombre Jesús de Nazaret).
En
el espejo del hombre Jesús percibe el hombre claramente qué y quién es él frente
a Dios. Y Dios mismo se media históricamente en su esencia y su voluntad
salvífica a través de la humanidad y la compasión humana de Jesús. (cfr. GS 22)
La
cristología es el Dios trino que se ha encarnado, por medio de la Palabra, en
el hombre Jesús de Nazaret. Y por eso, este Jesús es también, en la unidad de
su humanidad y su divinidad. Dios sólo es accesible si revela en la Palabra su
realidad personal y si es posible el encuentro con la Palabra como carne, es
decir, si aparece en la historia como hombre.
Así,
la cristología científica es fundamentación que reflexiona metodológicamente y
razona sistemáticamente, es explanación interna y mediación del acontecimiento
Cristo en cuanto que en Jesucristo sale el mismo Dios al encuentro del hombre,
de modo que así tienen los hombres, por y con Jesús de Nazaret, acceso a la
salvación de Dios, creador y consumador de todo el género humano.
3.
El dogma cristológico-soteriológico
a) Aspectos esenciales de la fe en Cristo de la
Iglesia
Tomando como base los enunciados esenciales de la
Sagrada Escritura sobre Jesús, Hijo de Dios y salvador de todos los hombres,
las fórmulas ternarias de confesión de la Iglesia primitiva dedican a Jesús su
artículo segundo.
Jesús es la segunda Persona de la Trinidad, que ha recibido su divinidad mediante «generación y nacimiento» eterno del Padre. Esta Palabra de Dios, o Hijo del Padre, igual en esencia, ha asumido la existencia humana y sale a nuestro encuentro en el hombre concreto Jesús de Nazaret. Mediante el acto de la aceptación de la naturaleza humana en la encarnación en virtud de la respuesta obediente del hombre Jesús (en su conciencia de criatura y en la libertad que le compete como ser creado) viene Dios al mundo en la historia y en el destino de un hombre concreto. En razón de la unidad de la naturaleza humana y la divina, fundamentada en la persona o hipóstasis del Logos (= la unión hipostática), Jesucristo es Dios y, hombre, dado que posee, desde la eternidad, su naturaleza divina y ha hecho suya, en el tiempo y en la historia, una naturaleza humana real y verdadera.
Por su muerte expiatoria vicaria en la cruz a causa de nuestros pecados ha llevado a cabo, mediante su obediencia al Padre y en cuanto representante de los hombres, la justicia de la nueva alianza (= expiación). En la resurrección de Jesús, Dios se ha revelado como Padre de Jesucristo y le ha confirmado como el mediador escatológico de la salvación. En la humanidad plena de Jesús está el Padre presente para siempre en el mundo como salvación. Mediante la resurrección, el Dios-hombre ha vencido a la muerte.
El dogma cristológico, en su sentido estricto, declara que, en virtud de la unión hipostática, la naturaleza humana y la divina de Jesús están unidas en Cristo inseparablemente, pero sin mezcla ni confusión entre ellas («una persona en dos naturalezas»). Por consiguiente, debe hablarse de Cristo desde una triple perspectiva:
1. En virtud del
nacimiento y generación eterna del Padre, el Logos posee una naturaleza
divina.
2. El Logos ha tomado de María un verdadero
cuerpo humano y un alma asimismo humana, dotada de inteligencia y voluntad.
Posee, por tanto, una naturaleza humana verdadera, total e íntegra.
3. La unidad de las dos naturalezas no se
produce a causa de una conexión o combinación externa, ni mediante una
unificación de las voluntades. Surge en virtud de la hipóstasis/subsistencia/persona
de la Palabra divina.
b) El descubrimiento del kerygma de Cristo
La
causa del fracaso de las investigaciones sobre la vida de Jesús radicaba en su
falta de familiaridad con las fuentes históricas. Se advirtió claramente que no
se les puede imputar a los evangelistas, en el plano histórico y hermenéutico,
una comprensión positivistamente reducida de la realidad. No puede establecerse
una clara y nítida separación entre el contenido de un testimonio sobre una
situación histórica y su transmisión a través de los testigos. Sólo a través
del testimonio de la Iglesia primitiva se tiene acceso a la figura de Jesús, a
las intenciones que le movían y a las acciones que llevó a cabo. En el kerygma
de la comunidad no se encuentra sólo la fe de los discípulos, sino que es el
mismo Jesús el que se hace accesible en aquel kerygma de la proto-Iglesia. El Christus
praesens que nos sale al encuentro en la liturgia, la predicación y la vida
de la comunidad es la única eficacia creadora de historia que se remonta
inmediatamente al mismo Jesús. De ahí que sólo a través de esta historia eficaz
pueda descubrirse una vía de acceso hacia el origen de tal eficiencia. Todo lo
demás es simple producto artificial de una «investigación histórica» que aún no
ha llegado a resultados claros respecto de las condiciones epistemológicas del
conocimiento histórico y trascendental.
El creyente no puede, seguir apoyándose en
hechos salvíficos objetivos que puedan verificarse también fuera de la fe, con
ayuda de las ciencias naturales e históricas. En cuanto que actúa en Cristo,
Dios es la verdad y la realidad de mi existencia en la palabra, pronunciada
aquí y ahora en el interior de mi propia vida. Estaría incluso en contradicción
con la fe (que no significa sino estar situado, en cada circunstancia, en la
verdad de la propia existencia), la pretensión de afianzarse en un fundamento
objetivable fuera del pro me.
c) El reencuentro de la problemática histórica y la dogmática y el
planteamiento de una cristología «desde abajo»
El nuevo enfoque del problema del Jesús
histórico
La vía de acceso a Jesús es la que queda abierta por el kerygma de la
comunidad y por la literatura evangélica que surgió en su seno. Ahora bien, los
evangelios mismos estaban interesados por la figura del Jesús histórico. Con
ayuda del método histórico formal pueden averiguarse muchas de las palabras,
los hechos y los comportamientos auténticos de Jesús y llegar así, a modo de
conclusión, hasta la concepción que él tenía de sí mismo. Sería erróneo un
enfoque centrado exclusivamente en el Christus praesens en el kerygma,
porque reconstruiría un Jesús terreno aislado de la confesión creyente,
mientras que los evangelios dan testimonio precisamente de la identificación
del Jesús terreno con el Señor y el Cristo exaltado y acreditado por Dios. Esta
mutua interpretación del Jesús terreno y el Jesucristo creído habría sido la
única posibilidad con que contaba la Iglesia primitiva para testificar ante
todo el mundo que este hombre Jesús representa, como hombre verdadero de esta
historia, la automanifestación escatológica de Dios y lleva a cabo la mediación
del reino de Dios escatológico.
El nuevo enfoque de la cristología dogmática
La cristología
sistemática no puede ya seguir aceptando la alternativa «Jesús histórico» o
«Cristo de la fe» como punto de arranque. Se trata más bien de asumir las dos
dimensiones, mutuamente referidas, de una síntesis constituida, en definitiva,
por Dios y accesible a los hombres en el acto de la fe. El hombre es en sí
mismo la unidad de la referencia a la historia por un lado y de la
capacitación, por el otro, para el análisis
trascendental de la verdad y la libertad de la autocomunicación de Dios que
acontece en el medio de la historia. La historia se convierte en lenguaje y
gramática, a través de los cuales se comunica Dios. Y es también, por otra
parte, el lugar concreto de la referencia trascendental del hombre al misterio
de toda la realidad en Dios.
Entonces la clásica «cristología desde arriba»
debería transformarse —para preservar la plenitud de su sustancia— en una
«cristología desde abajo». Y ésta debería iniciar su recorrido por la pregunta
antropológica del ser humano en sí mismo, para pasar luego al análisis de las
condiciones y los supuestos de su plenitud en la referencia a aquel misterio
sacro al que, en cuanto misterio absoluto inobjetivo y, sin embargo,
irrecusable, de la verdad y del amor, se aplica el nombre de Dios.
Este planteamiento antropológico-trascendental
de la cristología puede mostrar que las afirmaciones dogmáticas sobre Jesús no
son una verdad complementaria —que deba ser creída por simple autoridad—. Se
trata, por el contrario, de un enfoque que configura la base para un análisis
profundizado de los constitutivos antropológicos y puede proporcionar la
mediación interna entre la trascendencia de Dios y la demanda humana de la
salvación en el contexto de la historia. Sólo una reflexión
histórico-trascendental es capaz de superar la moderna escisión sujeto-objeto
y, a una con ello, también la oposición entre historia y dogma, entre el «Jesús
de la historia» y el «Cristo de la fe».
5. La primitiva síntesis
cristológica: el Jesús crucificado es el Cristo resucitado por el Padre
a) El acontecimiento de Pascua
como origen del testimonio pascual
La confesión de Jesús como
Cristo y, por tanto, la totalidad de la cristología como reflexión de la fe en
Cristo se apoya en el carácter indeducible de un hecho histórico. En las
apariciones pascuales se revela Jesús a sus discípulos como viviendo junto a
Dios y como mediador del reino escatológico divino atestiguado y respaldado por
Dios, a quien llamaba su Padre. A la luz de aquella experiencia pascual
pudieron sus seguidores identificar al Señor elevado hasta Dios y resucitado de
entre los muertos con el Jesús de Nazaret, que se había presentado y actuado
como mediador del reino de Dios del fin de los tiempos. Es el Jesús de la
historia, que se sabe inserto en una relación singular con Dios como su Padre
(relación «abba»). Es el hombre Jesús de Nazaret que, a causa de su pretensión
de proclamar el dominio escatológico aquí y ahora y de su llamamiento a creer
en él y a seguirle, fue condenado por los hombres a morir en la cruz.
El acontecimiento de Pascua es el fundamento de
la fe pascual. La fe pascual es el origen del mensaje pascual. Este mensaje
pascual único está presente en los diferentes testimonios pascuales.
El primitivo kerygma apostólico
confirma que sólo hay una vía de acceso a la persona del Jesús histórico y a su
significación soteriológica: la que lleva de la confesión de fe de los
discípulos hasta Jesús (cristología explícita). Sólo porque Dios se revela en
el acontecimiento de la resurrección y en las apariciones pascuales como el
Padre de Jesús pueden interpretar adecuadamente los discípulos la relación de
Jesús con Dios que podía percibirse ya también en la historia y en las
actividades del Jesús prepascual (cristología implícita).
Esta primitiva síntesis cristológica puede ser
reconducida, a pesar de la multiforme variedad de sus formulaciones, a un único
contenido básico:
El Jesús crucificado es el mediador escatológico del reino de Dios
testificado por Yahvéh. Es el Cristo, el «Hijo de Dios» mesiánico. En él ha
llegado a su cumplimiento definitivo la promesa de la presencia escatológica de
Dios, una presencia que se ha realizado deforma histórica concreta en el hombre
Jesús (cf. el testimonio literario más antiguo: 1 Cor 15,3-5; cf. también 1 Tes
1,10; 4,14; Rom 10,9; 2Tim 2,8; 1 Pe 3,18; 1 Tim 3,16; Mc 16,6; Mt 28,5s.; Lc
24,5-7; Jn 20,8s. Et passim).
b) La unidad de la confesión pascual en la pluralidad de los
testimonios bíblicos
Aunque el testimonio de los escritores bíblicos sobre Jesús presenta
una gran diversidad, no es menos evidente que todos ellos tienen como punto de
referencia común las apariciones pascuales.
Pueden distinguirse como mínimo tres formas
diferentes de la tradición de la única confesión básica de la fe
cristológica:
- Pablo da por absolutamente evidente la historicidad de Jesús (cf. Rom 1,3;
9,3; Gal 4,4-6). Pero su pensamiento se centra en la significación
soteriológica de la cruz y la resurrección.
- Los evangelios
sinópticos ofrecen, en cambio, recurriendo a los relatos más antiguos sobre
las actividades terrenas de Jesús y sobre su pasión, una cristología de índole
más narrativa.
- Puede considerarse el Evangelio de Juan (y
su primera Carta) como una combinación de la cristología narrativa y la
homológica (o confesional). El relato de la historia terrena de Jesús está
claramente integrado en la revelación del misterio de su persona.
c) La traslación de la experiencia pascual a la forma lingüística del
testimonio pascual
De aquí se sigue que la formulación lingüística
de la experiencia y del testimonio pascuales de los discípulos y de la Iglesia
está permanentemente determinada por la acción eficaz del Espíritu Santo. Las
diferentes redacciones lingüísticas del acontecimiento único (por ejemplo, como
resurrección, glorificación, exaltación, comunicación, revelación del Hijo)
indican que la capacidad de configuración de la razón humana no alcanza a
percibir adecuadamente el acontecimiento y sólo puede expresarlo mediante un
lenguaje analógico. Pero no por ello se reduce el acontecimiento, el misterio de
la fe, a la dimensión de la capacidad de comprensión del entendimiento humano.
El
Espíritu Santo, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos y ha dado a la
mente de los discípulos capacidad para lograr la síntesis valorativa de la fe
pascual, supera la diástasis entre las verdades de razón vacías de historia y
los procesos históricos vacíos de verdad.
II. EL
PRIMITIVO TESTIMONIO DE LA IGLESIA SOBRE JESÚS, EL CRISTO
1. Origen y transmisión de la
confesión de Cristo.
Jesús de Nazaret como figura histórica.
Jesús de Nazaret fue un hombre inserto en el ámbito de la historia, no
en la esfera del mito o de la leyenda religiosa. Vivió, hasta cumplir los
treinta años de edad, en la pequeña localidad de Nazaret, en Galilea (Mc 1,9).
Por ello, en cuanto ser en la historia, recibe el nombre de «Jesús de Nazaret»
(Mc 1,24 et passim).
Aunque los evangelistas no pretenden escribir
una biografía de índole histórico-psicológica, están indudablemente interesados
por la secuencia de los hechos históricos. Jesús es «el hijo de María» (Mc 6,3;
según Gal 4,4, el hecho de «haber nacido de mujer» demuestra que es verdadero
hombre).
Al ser adoptado por José, «esposo de María, de
la que nació Jesús, el Cristo y Mesías» (cf. Mt 1,16), Jesús se inscribe en la
línea de la promesa del esperado Mesías real (= «Hijo de Dios»), de la
descendencia de David (cf. Lc 1,32; Rom 1,3). De ahí que en su primera
aparición en público se le tuviera por hijo del carpintero José (cf. Lc 3,23;
Jn 1,45). En el árbol genealógico de Jesús de Mateo se le presenta, en sentido
teológico, como «hijo de David, hijo de Abraham» (Mt 1,1), mientras que Lucas
remonta su origen inmediatamente hasta Adán, el primer hombre creado por Dios,
y le testifica, por tanto, como el «hombre nuevo» que procede directamente de
Dios (Lc 3,38).
Jesús nació en Palestina, entre el año 7 y el 4 antes de la era
cristiana (así llamada en honor del propio Cristo), y no en el año 1, debido a
un error de cálculo cometido por Dionisio el Exiguo cuando trasladó el
calendario romano al cristiano. Reinaba por entonces en Judea Herodes el Grande
(37-4 a.C.) y estaba al frente del Imperio Romano Octavio Augusto (27 a.C.-14
d.C.). Según las indicaciones de los evangelistas Mateo y Lucas, Jesús nació,
durante el reinado de Herodes, en Belén de Judá (Mt 2,1), debido a que varias
disposiciones para el registro estadístico de la población del Imperio Romano
obligó a sus padres a trasladarse, por el tiempo de su nacimiento, a aquella
antigua ciudad real de David (cf. Miq 5,1-3; 1 Sam 17,12s.; Rut 4,11-18; Lc
2,1-7).
Hasta el comienzo de sus actividades públicas,
Jesús vivió en su «pueblo» (Mc 6,1), donde «se había criado» (Lc 4,16). Se le
tenía por «carpintero» (Mc 6,3) o por «el hijo del carpintero» (Mt 13,55; cf.
Lc 3,23; Jn 6,42). Se le suponían unos 30 años de edad (Lc 3,23; Jn 8,57).
El contenido de su
mensaje y de sus acciones fue el establecimiento del señorío de Yahvéh, del
reino de Dios (basileia tou ueou).
Proclamó la cercanía
inminente de este reino. Invitó a responder a su llamada mediante la conversión
y la fe en el evangelio de Dios. Al cabo de una vida activa pública de entre un
año y medio y tres años de duración, sobre todo en Galilea, Judea y Jerusalén
(aunque también en la Decápolis, Traconítide, Iturea y Transjordania), cumplió
su destino en Jerusalén, centro religioso de Israel. Murió en cruz,
probablemente el día 7 de abril (14-15 de nisán) del año
30, ciertamente un viernes, tras haber sido condenado a la pena capital por el
gobernador romano Poncio Pilato (26-36 d.C.), durante el reinado del emperador
romano Tiberio (14-36 d. C.). El cargo de sumo sacerdote recaía sobre Caifas
(18-36 d.C.). Fue ajusticiado porque las autoridades judías le acusaron de
blasfemo y falso mesías y las romanas de sedicioso político. Goza de certeza
histórica el rótulo de la acusación colgado de la cruz: «Rey de los judíos» (Mc
15,26). Dado que los sumos sacerdotes y los letrados de la Ley se mofaban de
Jesús crucificado como del «mesías y rey y de Israel» (Mc 15,32), es patente
que Jesús fue condenado a muerte porque al identificar el reino de Dios con su
persona se le consideraba un falso «pretendiente a mesías».
2. La actividad pública de Jesús
hasta su muerte en la cruz
a) El centro de la predicación:
la proclamación del reino escatológico de Dios
El centro en torno al cual se organizó la
actividad pública de Jesús en hechos y palabras (praxis soteriológica) y la
concepción de sí exclusivamente orientada a Dios (mesianidad, filiación
divina), fue la proclamación del reino, ya cercano, de su Padre, abierto al
futuro. Los sinópticos presentan la impresión global a través de la sentencia
de Jesús:
«Se ha cumplido el tiempo (el
«kairos»). El reino de Dios (basileia
tou ueou) está cerca. Convertíos y creed al evangelio» (Mc 1,15; cf. Mt
4,17; Lc 4,14s).
Fuera de la tradición de los evangelios, el
concepto de basileia pasa a un segundo plano (pero cf. Act 1,3; 8,12;
14,22; 19,8; 28,23.31; Jn 3,3.5; Rom 14,17; 1 Cor 4,20; 15.24; Col 1,11s,; 2
Tes 1,5). El término «cielo» describe el ser y la actividad de Dios. El mismo
Jesús habló del reino y del reinado de Dios. El reino de Dios establecido a
través de las acciones de Jesús abarca los siguientes aspectos: nueva
alianza; reconciliación; justificación del pecador, liberación y libertad;
salvación; santificación; redención; perdón de los pecados; koinonia con el
Padre y el Hijo en el amor del Espíritu; vida eterna; paz (shalom);
renacimiento para una vida nueva; nueva criatura en Cristo y en el Espíritu;
banquete nupcial del Cordero; creación del nuevo cielo y la nueva tierra; nuevo
paraíso.
b) El teocentrismo de la basileia
La basileia no se refiere a un territorio de dominio o
soberanía política intramundana. Tampoco se puede confundir con una comunión de
sentimientos (en el sentido de un espiritualismo que huye del mundo o de una
intimidad sin relación con la historia).
El reino de Dios como consumación de la
historia de la alianza de Israel
El reino de Dios acontece en el aquí y el ahora de la predicación de
Jesús. Mediante su actividad salvífica mesiánica establece el prometido reino
de Dios en medio del pueblo elegido de la alianza.
El reino de Dios no llega en medio de pompas
externas y símbolos de rango y posición social generados por la voluntad humana
de configuración. Se le experimenta como poder liberador y vivificador del
Espíritu de Dios (cf. Gal 5,22).
El hombre sólo puede reaccionar a la llegada de la realidad personal
de Dios en el mundo mediante los actos personales de la fe, la conversión y el
amor. El mandamiento supremo de amar a Dios con todo el corazón y al
prójimo como a sí mismo (Mt 22,34-40) desborda con mucho los límites de una
ética del deber apoyada en una autoridad divina.
Presente y futuro de la basileia
La
basileia no puede entenderse su venida al modo de una especie de
movimiento físico de Dios desde el mundo superior del cielo o desde un más allá
espacio-temporal en dirección a la tierra. Dios no llega
al mundo desde arriba o desde el exterior. La trascendencia divina se
identifica con su realidad personal. Dios se acerca al hombre bajo la forma del
encuentro de un mediador humano.
En la venida de Dios al mundo mediada por
Jesús, el mismo Jesús cualifica al mundo como lugar de la realidad de la
salvación (cf. la plenitud de los tiempos). Es en la referencia a las
dimensiones de su existencia en el presente, en el pasado y en el futuro donde
el creyente lleva a cabo la unidad de su relación personal a Dios en la
yuxtaposición plural del espacio y en la sucesión en el tiempo.
c) La práctica del reino de Dios de Jesús
Las obras poderosas y las acciones simbólicas
(los milagros) de Jesús
Jesús no sólo proclamó el evangelio de la basileia (especialmente
en sus parábolas), sino que reveló también el poder salvador de Dios en sus
propias acciones salvíficas (cf. Mt 4,23-25).
Del mismo modo que en la palabra humana de Jesús se transmite la
palabra de Dios, así también se transmite en sus acciones la voluntad salvífica
del Padre. En los hechos de Jesús acontece el reino del Padre y la venida de su
reino:
«Si yo arrojo los demonios por
el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20; Mt 12,28).
EL hombre moderno ve milagros precisamente en la regularidad de las
leyes de la naturaleza y su orden, y contempla la historia como lugar donde él
se realiza.
Sobre todo, los relatos de la resurrección de
la hija de Jairo, del joven de Naín y de Lázaro intentan presentar a Jesús como
Señor sobre vida y muerte. Se advierte que los milagros naturales son un
añadido secundario a la tradición primitiva.
Esas leyendas serían de examinar teniendo en
cuenta no tanto su contenido histórico como su intencionalidad teológica. No
dicen nada sobre ciertos hechos salvadores, sino sobre el significado del único
acontecimiento salvífico. Jesucristo. Por tanto, al probarse que ciertos
milagros no se pueden atribuir al Jesús terreno, no se ha dicho en absoluto que
carezcan de importancia teológica y kerigmática. Tales relatos milagrosos no-históricos
son expresiones de fe sobre el significado salvador de la persona y mensaje de
Jesús. Con todo sería falso deducir de esta tesis que no hay absolutamente
acción alguna milagrosa de Jesús con garantía histórica.
Después de un examen crítico de la tradición de
los milagros en los evangelios se deduce también que no se puede negar un
núcleo histórico de esa tradición. Jesús hizo acciones extraordinarias que
maravillaron a sus contemporáneos. Hay que
mencionar curaciones de diversas enfermedades y de síntomas que entonces se
consideraban signos de posesión de espíritus.
Hoy se intenta «aclarar» «psicogénicamente» la
curación de fiebre, parálisis, lepra (como se llamaba entonces a ciertas
enfermedades de la piel), proponiéndose, en consecuencia, interpretar los
milagros de Jesús como «terapia superadora» por la fuerza de la voluntad. Así
sería posible explicar los milagros de Jesús tanto teológicamente, en cuanto
acciones de Dios, como psicológicamente, atribuyéndolos a la fuerza carismática
que irradiaba Jesús y a la fe que suscitaba.
Tradicionalmente se entiende el milagro como un
acontecimiento perceptible que trasciende las posibilidades naturales, que es
causado por la omnipotencia de Dios quebrantando o, al menos, eludiendo las
causalidades naturales, y que confirman por tanto la palabra reveladora.
El milagro dirige la mirada hacia arriba, hacia
Dios. El hombre bíblico considera la realidad no como naturaleza, sino como
creatura; por eso toda la realidad es para él definitivamente maravillosa. La
problemática de los milagros en la Biblia no tiene, pues, nada que ver con las
ciencias naturales, sino con algo religioso y teológico; se trata de la fe y de
la glorificación de Dios. ilustremos con un sencillo ejemplo qué significa todo
esto. Según se diga: «Una depresión atmosférica provoca viento del este» o:
«Dios mandó viento del este», nos estamos moviendo en un terreno lingüístico y
de contenido totalmente distinto. La primera afirmación se mantiene en el
terreno de lo constatable, mientras que la segunda remite al origen
trascendental y al significado religioso de ese acontecimiento constatable. En
ambos casos se habla del mismo acontecimiento de un modo y desde una
perspectiva totalmente distinta, de manera que ambas proposiciones no se pueden
contraponer entre sí, pero tampoco situar en el mismo plano. De ello se deduce
lo siguiente: la cuestión del milagro sólo puede discutirse adecuadamente si se
tiene en cuenta su contexto religioso y el «juego lingüístico» teológico, del
que no se puede separar.
Los milagros dicen que esta salvación no es
solamente algo espiritual, sino que afecta a todo el hombre, también a su
dimensión corporal. Por eso los milagros de Jesús son signos de la salvación
del reino de Dios que ya irrumpe. Son expresión de su dimensión corporal y
mundana.
El reino de Dios es una realidad escatológica
que remite al futuro, y pasa lo mismo con los milagros de Jesús. Son signa
prognostica, asomo, crepúsculo matutino de la nueva creación, anticipación
del futuro abierto en Cristo. Por eso son prenda de la esperanza del hombre en
que tanto él como el mundo serán liberados de la esclavitud de lo caduco (Rom
8, 21). Sólo pueden entenderse desde el trasfondo de la esperanza originaria de
lo totalmente distinto y lo totalmente nuevo, de la llegada de un mundo nuevo y
reconciliado. Los milagros interpelan al hombre en orden a esta esperanza y no
en virtud de un conocimiento comprobable, constatable. Al hombre le es esencial
la esperanza de lo inaudita e indeduciblemente nuevo; negar por principio los
milagros equivaldría a abandonar la esperanza humana originaria. Sobre todo
para la idea bíblica de la basileia, una fe sin milagros sería tan
absurda como un hierro de madera. Los milagros de Jesús significan la irrupción
del reino de Dios en nuestro mundo concreto, material; por eso son signos de
esperanza para el mundo.
d) La mesianidad de Jesús
El debate en torno al «secreto
de Mesías»
El contenido y el núcleo de la actividad de Jesús es el reino de Dios.
No habló nunca de su persona en el sentido de una autopredicación. Fue la comunidad postpascual
la que recurrió a las figuras de mediadores salvíficos humanos prometidos en el
Antiguo Testamento (el hijo de Dios mesiánico, el siervo de Yahvéh, el hijo del
hombre, el profeta) y las vinculó con los modos de ser y de revelarse de Dios
(palabra, sabiduría, espíritu) para poner de relieve la significación de Jesús.
Jesús actúa como proclamador del reino de Dios desde su convicción de
que su ser humano no es otra cosa sino la auto-mediación de Dios. En sus
acciones y en su conducta acontece inmediatamente la presencia de Dios.
Mientras que los rabinos de su tiempo se comportaban únicamente como
intérpretes de la Ley, Jesús enseña «como quien tiene autoridad, no como los
letrados» (Mt 1,22). Sus oyentes estaban «fuera de sí» porque en su enseñanza
acontecía la revelación de Dios.
No suplicaba al Padre que perdone los pecados. Los perdona él mismo,
con su propia autoridad (cf. Mc 2,5: «Hijo, perdonados te son tus pecados»).
Así, pues, sus acciones no contaban sólo con la autorización extrínseca de
Dios. En sus obras actúa de forma inmediata la autoridad del mismo Dios. La
autocomprensión de Jesús hunde sus raíces en el hecho de haber sido enviado por
el Padre, en la conciencia de la unión con él y en la presencia actual del
Padre en él como en «el Hijo».
f) La consumación de la proexistencia de Jesús
en la muerte en cruz
El significado salvífico de la cruz de Jesús
A partir del acontecimiento pascual, los testigos
neotestamentarios atribuyen a la muerte en cruz de Jesús una importancia
salvífica universal. Jesús aceptó la muerte, por obediencia a
la voluntad de su Padre, como un sacrificio en virtud del cual se expía el pecado y se abre la
nueva alianza como comunión eterna de vida de los hombres para todos cuantos se
abren a su vez, en la fe y en el amor, al reino de Dios.
Estos
testigos han conseguido descubrir la importancia salvífica de la cruz al
establecer una relación entre la basileia y el destino de su
representante: «Cristo murió por nuestros pecados» (1 Cor 15,3). El elemento
determinante es aquí la unidad de acción del Padre y del Hijo. La entrega del
Hijo es la revelación del ser-para del Padre. Esta entrega tiene su
correspondencia y encuentra su figura histórica en la autoentrega libre y
espontánea del Hijo al Padre para implantar el reino de Dios como magnitud
definitivamente aceptada por los hombres. Es el Hijo de Dios «que me amó y se
entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20; cf. 1 Tim 2,5) «como ofrenda y víctima
agradable a Dios» (Ef 5,2.25).
Todo
ello acontece «según la Escritura» (1 Cor 15,3s.). No se trata aquí de la
verificación de profecías concretas, sino del cumplimiento histórico de la
prometida autocomunicación de Dios como salvación de todos los hombres, tal
como se desprende de los libros sagrados en su conjunto.
¿Tenía
el Jesús prepascual clara conciencia de la significación salvífica de su
muerte?
No puede, pues, separarse la muerte de Jesús, libremente aceptada, de
su proclamación de la basileia. La muerte de Jesús no aconteció a
consecuencia de un fracaso en el plan salvífico divino. Tampoco llegó como una
condición, caprichosamente impuesta desde el exterior, añadida a la predicación
de la basileia, una condición sin la que Dios no estaría dispuesto a
reconciliarse con los hombres. Dios no es, en efecto, el objeto sino el sujeto
del acontecimiento de la reconciliación.
De todas formas, la muerte de Jesús tendría siempre carácter salvífico,
porque en ella alcanzó su validez última y se acreditó la obediencia al Padre.
En la libre aceptación de la muerte como destino humano y en su asunción
vicaria (como manifestación de la pérdida de Dios provocada por el pecado) se
produce definitivamente la unidad de la voluntad y de la revelación del Padre y
el Hijo.
Jesús no pudo contemplar
anticipadamente, desde su conciencia humana, su futuro ni poseerle como un
contenido objetivo consciente. La libertad creada sólo puede moverse hacia el
futuro y sólo puede constituirse en el campo del desafío de su propio porvenir.
Pero la conciencia humana de Jesús estaba profundamente marcada por su relación
al Padre.
En todo caso, sí tenía clara
conciencia de que la proclamación de la basileia y su reclamación de
autoridad y de ser enviado podían acarrearle con mucha probabilidad este mortal
destino.
3. La resurrección de Jesús de entre los muertos como reconocimiento
por parte del Padre de que Jesús es «su Hijo»
a) El kerygma pascual (testimonio y confesión) El foso
infranqueable entre el Viernes Santo y Pascua
La
muerte es el límite absoluto e infranqueable del pensamiento y del poder
humanos. En la perspectiva de los discípulos, el Viernes de pasión significaba
el colapso y desmoronamiento definitivo de su fe en Jesús como mediador
escatológico del reino de Dios. Estaba en vigor el principio: «Maldito el que
cuelga del madero» (Dt 21,23; cf. Gal 3,15; Act 5,30).
Dado que la poderosa acción escatológica de Dios en favor de Jesús,
muerto en la cruz, se sustrae a todo género de verificación empírica, tan sólo
el autotestimonio de Jesús, en cuanto mediador del reino divino que vive junto
a Dios, puede ser el factor desencadenante del kerygma de Pascua y de la
confesión pascual de los discípulos.
A través del testimonio de los discípulos se les abre a los
destinatarios de su predicación una vía de acceso al acontecimiento pascual y a
la persona de Jesús de Nazaret resucitado.
La presentación del acontecimiento pascual en la tradición confesional
En los inicios de la tradición pascual figuran fórmulas de confesión
de un solo miembro: «Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos» (1Tes
1,10; Gal 1,1; 1Cor 15,15; Rom 4,25; 10,9; Act 2,32; Ef 1,20; Col 2,12); «ha
resucitado» (1Tes 4,14); «retornó a la vida» (Rom 14,9; 1Pe 3,18): ha sido
«exaltado a la derecha del Padre» (Flp 2,9; Act 2,33; 5,31); ha sido
«glorificado» (Jn 7,39; 12,16; 17,1); «ha pasado al Padre» (Jn 13,1.3).
La redacción
literaria de la fórmula breve del credo protoapostólico transmitida por Pablo
se remonta a tres o cuatro años después del acontecimiento pascual testificado por
Cefas y los otros apóstoles:
«Cristo
murió por nuestros pecados según las Escrituras,
fue
sepultado
y al tercer día resucitó según las Escrituras,
se
apareció a Cefas y después a los Doce»
(1Cor 15,3-5; cf. Lc
24,34).
El kerygma pascual
está testificado en el Nuevo Testamento en dos contextos
de transmisión. Se distingue entre:
de transmisión. Se distingue entre:
1. Los relatos de las
apariciones pascuales de Jesús a los discípulos. Esta tradición está
centrada en Galilea, adonde habían huido los seguidores de Jesús tras la
prisión y muerte del Maestro.
2. Los relatos
sobre el sepulcro vacío, que apuntan a Jerusalén como su lugar de origen.
A diferencia de la
tradición originaria del kerygma pascual de las fórmulas de confesión —que se
limitan a testificar el hecho del acontecimiento y las apariciones pascuales de
Jesús— los evangelios sinópticos y Juan aportan una proclamación pascual de
tendencia más narrativa. También aquí el núcleo del mensaje es la resurrección,
anunciada por uno o dos ángeles, es decir, sólo accesible a través de la revelación
divina. El kerygma pascual está inserto en los relatos sobre el sepulcro vacío,
las apariciones pascuales de Jesús y los encuentros del resucitado con los
discípulos y con una discípula, María de Magdala (cf. Mc 16,1-8; Mt 28,1-20; Le
24,1-31; Act 1,4-11; Jn 20,21; cf. también el final canónico de Marcos que, en
los versículos 16,9-20, ofrece una síntesis más tardía de los diversos
elementos de la tradición).
b)
La historicidad de la experiencia pascual y la trascendencia del acontecimiento
de Pascua
Los testigos de las apariciones pascuales no se
apoyan ni en éxtasis piadosos ni en los éxitos de la capacidad creadora de su
fantasía para forjar visiones o alucinaciones. No son víctimas de una
concepción del mundo precientífica y mitológica. Hablar de la resurrección no
era para ellos la cifra de la difundida opinión de que de la muerte surge de
nuevo la vida.
Debe tomarse en serio el autotestimonio de los
discípulos. Las dudas acerca de la realidad de la resurrección y su reducción a
un estado anímico de los discípulos se apoyan en prejuicios conceptuales. El
mundo helenista rechazaba la idea de la resurrección (cf. Act 17,31) porque no
admitía que Dios fuera el autor de la materia. Una consumación del hombre
también —y precisamente— en su corporeidad, creada por Dios, parecía, fuera del
ámbito de la experiencia bíblica de Dios, un contrasentido antropológico y
teológico.
Para los discípulos, por el contrario, el
contexto hermenéutico en el tema de la resurrección de Jesús es la experiencia
de Israel con Dios, creador del espíritu y de la materia y comprometido en la
historia a favor de los hombres. Él es el Dios «que da vida y respiración a
todas las cosas» (Act 17,25). En cuanto creador, del que brota toda vida y en
orden al cual ha sido creado el hombre, «ha establecido un día en el que habrá
de juzgar al mundo entero según la justicia por medio de un hombre a quien ha
designado para que salga fiador suyo ante todos, al resucitarlo de entre los
muertos» (Act 17,31).
c) El horizonte de
comprensión teocéntrico de la fe pascual La autorrevelación del Señor
resucitado (las apariciones pascuales)
La resurrección de
Jesús no significa que se haya alejado de la tierra para instalarse en un piso
superior supraterrenal del cosmos o en un «trasmundo» metafísico (F.
Nietzsche). La cercanía o la distancia del hombre respecto de Dios no puede
medirse según categorías espaciales o temporales, sino primariamente en
categorías personales. En la muerte acontece el tránsito de la existencia
humana, junto con sus condiciones existenciales espirituales y materiales, al
estadio definitivo de la comunión personal con Dios. Al resucitar Dios a Jesús
crucificado, indica que lleva la realidad humana total de Jesús a su plena
consumación. En él culmina Dios su autorrevelación en la historia: en el Hijo,
que se hizo hombre, padeció, murió y fue resucitado, está para siempre presente
el Padre corno salvación y vida de los hombres.
Cuando el resucitado
se dio a conocer como el crucificado y se identificó con él. comprendieron
los discípulos la unidad de la revelación de Dios y Jesús y entraron a
participar en la unidad vital del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo a través
de la mediación del Señor crucificado y resucitado (cf. Gal 4,4-6; Un
4,2 et passim).
Aquí es Jesús mismo
el sujeto que se da a conocer a los discípulos. No se pone al alcance de la
vista al modo de las cosas accesibles a la experiencia natural. Es necesario
que sea él mismo quien tome la iniciativa de abrirse al conocimiento de los
discípulos y de crear los presupuestos cognitivos que surgen de Dios mismo y en
el marco de los cuales pueden ellos identificarle con Jesús de Nazaret
crucificado. Jesús sale de la realidad de Dios y se sitúa en el horizonte de
comprensión de sus seguidores, un horizonte iluminado por la presencia del
Espíritu Santo (1Cor 12,3). Y esta experiencia básica de que Jesús vive junto
al Padre y de que el Padre le revela como a su Hijo empuja hacia una creciente
verbalización y reflexión.
El sepulcro vacío en
la tradición pascual
La primitiva tradición de las apariciones pascuales no se planteó, en un primer momento, el sepulcro vacío como tema de reflexión específico, aunque se le puede deducir, de forma implícita, de las fórmulas de confesión prepaulinas (1Cor 15,3-5). El «sepulcro» es, en efecto, el sello de la muerte de Jesús y el cadáver la prueba de que realmente había muerto. Así, pues, la resurrección no acontece más allá del mundo, sino que está referida a la historia y el ser de Jesús, de los que sus restos mortales representan el último recuerdo.
El hecho de que el sepulcro estuviera vacío no debe interpretarse, por
sí solo y aislado del contexto, en el sentido de una resurrección llevada a
cabo por intervención divina.
d) La resurrección de Jesús como exaltación «a la derecha del Padre»
La exaltación de Jesús a la derecha del Padre se identifica con el
acontecimiento de la resurrección. Pero aquí, las expresiones acerca de la
«exaltación» acentúan el aspecto de que el Mesías comparte el trono con Dios
(cf. Sal 110,1-4). La marcha de Jesús al Padre le lleva «al cielo». La
expresión no se refiere a un lugar espacial situado más allá del mundo, sino a
la comunión de vida de Jesús con el Padre y al ejercicio compartido del reinado
divino del Padre y del Hijo.
El resucitado no se aleja, en ascensión vertical, de la superficie de
la tierra. Al contrario, en la historia plena y consumada del hombre Jesús está
por siempre presente aquí «por nosotros», los hombres (Mt 28,20).
e) La presencia actual del Señor exaltado en el Espíritu Santo
El Señor resucitado
se testifica, a la vez, en sus apariciones pascuales, como aquel que había
encomendado a los discípulos la misión de proclamar eficazmente el reino de
Dios escatológico (1Cor 15,11; Mt 28,16-20; Act 1,8; Jn 20,21). La misión que la comunidad de los discípulos recibe de Jesús se
fundamenta en la misión que Jesús ha recibido de su Padre y que ejerce
permanentemente a través de la Iglesia. La misión salvífica universal que el
Padre encomienda a Cristo está presente, en el Espíritu Santo, en los actos
básicos de la proclamación de la doctrina, del testimonio, de la celebración
del bautismo y de la cena, de la comunión, la oración y el seguimiento llevados
a cabo en la Iglesia instituida por Cristo.
f) El descenso de Cristo al reino de los
muertos
Algunos pocos pasajes neotestamentarios hablan
de el sheol, el hades, es decir, de la «bajada» o descenso de Jesús a la región
de los muertos (cf., entre otros, Ef 4,9 y 1Pe 3,19; 4,6). Ofrecen un punto de
conexión las más antiguas fórmulas de confesión, que aluden a una resurrección
«al tercer día», o «al cabo de tres días» (cf. Os 6,2: «En dos días nos dará la
vida, al tercer día nos levantará y viviremos en su presencia»). La actividad
salvífica de Jesús y su destino mesiánico incluyen su marcha a la muerte.
Llega, pues, a «la región de los muertos», que llevan una existencia alejada
del espíritu vivificante de Yahvéh. Jesús padeció realmente la muerte (cf. 1Cor
15,4; Act 2,29:... como David «fue sepultado»). También él estuvo en el hades,
del que fue rescatado como piadoso de Dios (Act 2,24.27.31; cf. Sal 16,10). Su
estancia en el reino de los muertos está tipológicamente anunciada en el
episodio del monstruo marino que se traga a Jonás y lo retiene en su vientre
durante tres días (cf. en Mt 12,40 una interpretación cristológica de Jon.
2,1).
La
idea de una eficacia activa de Jesús en la muerte se deduce del hecho de
que es el vencedor de los poderes infernales (Rom 10,7; Ef 4,8s.; Ap 1,18). Es
el Señor de vivos y muertos (Rom 14,9). Cuando murió, se abrieron los sepulcros
«y muchos cuerpos de los santos ya muertos resucitaron» (Mt 27,52s.). Entre los
enunciados bíblicos del descenso, hay un importante pasaje que testifica que
Cristo, en virtud de la muerte que padeció por nuestros pecados, «fue a
predicar a los espíritus encarcelados». Según ella,
con su predicación Jesús llevó a los justos de las épocas pasadas la salvación
del reino de Dios y derrotó al pecado, al alejamiento de Dios y a la muerte
como los más encarnizados enemigos del hombre. A veces se afirma que fueron
bautizados por Jesús o por los apóstoles.
Una «teología del Viernes de pasión» puede
indicar por qué el Inmortal quiso someterse a la
La expresión descensus ad inferos apareció
hacia el 370 d. C. en el Apostolicum. En el nicenoconstantinopolitano se
tradujo el descensus por «fue sepultado».
g) La revelación plena del reino de Dios en la
nueva venida de Jesús en el Juicio Final
El reino de Dios escatológico iniciado por
Jesús existe ahora bajo su forma humilde y oculta. Se está a la espera de la
revelación de su gloria. A la luz del acontecimiento pascual y de la
experiencia pentecostal del Espíritu, los discípulos de Jesús identificaron al
Mesías ya venido con el «Hijo del hombre por venir» (Dan 7,13), que
establecerá, al final, el reino de Dios. La comunidad espera la segunda venida
de Jesús, resucitado por Dios de entre los muertos, y su reaparición como juez
que viene del cielo, donde se sienta en el trono a la derecha del Padre (Flp
3,20; 2Tes 1,7; Col 3,1; Act 3,20s.), «para librarnos de la ira venidera» (1Tes
l,9s.).
El
«día del Señor», el día de la ira y del juicio final, es ahora el día de la
salvación (Is 13,6; 49,8; Ez 30,2s,; Os 14,15; Joel 2,1-11; Sof 1,14; Mal
3,2.17). Coincide con el último día de la historia de la humanidad, al que se
traspone en su validez definitiva. Es el día del Señor, el día de Jesucristo
(1Cor 4,5; 11,26; 16,22; Flp 4,5). A la idea del juicio final universal se
añade la esperanza de la resurrección general (2Mac 7,9.14; 12,43), que alcanza
su concreción última en la resurrección de Jesús.
Jesucristo es la causa de la resurrección, al
final de los tiempos, del gran número de los que con él y después de él son
resucitados por Dios para la vida eterna (Flp 3,10s.; 1Cor 15,20; Col 1,18; Act
26,33). La nueva venida de Jesús es la consumación definitiva del hombre en la
forma plena de la vida eterna ya otorgada desde ahora «en Cristo» a través del
bautismo y del seguimiento de Jesús. Por tanto, el hombre es, ya desde ahora,
«nueva criatura en Cristo» (2Cor 5,17; Gal 6,15). Ya antes de la resurrección
general de los muertos están, los que han fallecido, con y junto a Cristo, el
Señor exaltado (1Tes 4,14.17; 5,10; Flp 1,23; 2Cor 5,1: «Sabemos que si nuestra
morada terrestre, nuestra tienda, es derruida, tenemos un edificio hecho por
Dios, una casa no fabricada por mano de hombre, eterna, situada en los
cielos»). De todas formas, el Nuevo Testamento no presenta una aclaración más
precisa de la relación entre la escatología individual y la general, ni tampoco
una reflexión acerca del «tiempo intermedio».
4. El origen de Jesús en Dios
a) El misterio personal de Jesús: la filiación divina
El testimonio bíblico
El testimonio bíblico, considerado en su conjunto, entiende que la
mediación salvífica de Jesús se fundamenta en su relación singular y exclusiva
con Dios, su Padre.
Jesús es el Hijo unigénito de Dios, del Padre eterno, es la Palabra
eterna de Dios, que se ha hecho carne y sale a nuestro encuentro en este mundo
como el hombre Jesús de Nazaret (cf. Jn 1,1.14.18; 3,16.18; Un 4,9; Heb 2,17).
El título de Hijo acabó por convertirse en el concepto más destacado
para expresar la singular relación entre Jesús y Dios.
Términos
|
Pasajes bíblicos
|
|
«Mi Hijo amado»
|
Mc 1,11; 9,6; Lc 3,22; Mt 2,15; 3,17; 2Pe 1,17
|
|
«Dios ha enviado/glorificado a su Hijo»
|
Rom 1,3,9; 5,10; 8,3.29.39; 1Cor 1,9; 15,28;
3,13.26; Gal 1,16; 4,4.6; 1Tes 1,10; Act 4,27; 13,13
|
|
«El Hijo de su amor»
|
Col 1,13; Ef 1,6
|
|
«El Padre se revela en su Hijo»
|
Jn 1,14.18; Heb 1,2.8; 3,6; 7,28
|
|
«Su Hijo es la vida eterna»
|
1Jn 1,3.7; 2,22.24; 3,23; 4,9.14; 5,9.11.12.20;
2Jn 9
|
|
«Él es el Hijo unigénito del Padre»
|
Jn 1,14.18; 3,16.18; 1 Jn 4,9
|
|
«El Hijo del Padre»
|
2Jn 3; cf. Mc 13,32; Lc 10,22s.; Mt 11,25-27.
|
El
título de Hijo, empleado en sentido absoluto, está además indirectamente
vinculado, mediante un pronombre posesivo, con la paternidad, el ser-Padre, de
Dios. El título designa aquí también la filiación intradivina como constitutivo
esencial de Dios, que alcanza la plenitud de su vida en la referencia interna
de Padre, Hijo y Espíritu.
Es
parte constitutiva de la esencia de la paternidad de Dios la realidad llamada
Hijo o Palabra, con la que se relaciona el Padre y por la que se revela, en la
encarnación, por mediación de la humanidad de Jesús.
b) Tres concepciones básicas de la unidad humano-divina de Cristo:
preexistencia, encarnación, concepción pneumática
a) ¿Qué significa la preexistencia del Hijo?
La preexistencia es un enunciado que se refiere a la divinidad del Logos/Hijo.
La subsistencia relacional del Hijo del Padre eterno se presenta como la
portadora de la naturaleza humana de Jesús asumida en el tiempo y en la
historia.
La preexistencia del Hijo en Pablo. Pablo
expresa la unidad de Cristo con Dios cuando aplica en sentido posesivo el
predicado Hijo a Dios. Aparece así la fórmula básica «Dios y su Hijo» (Rom
1,3.9; 5,10; 8,3.29.32; 1Cor 1,9; 15,28; Gal 1,16; 4,4.6; cf. Ef 1,6; Col 1,13;
2Pe 1,17). El Padre posee su ser divino sólo en relación al Hijo. Por tanto, el
Hijo pertenece enteramente al Padre, de quien recibe su ser-hijo divino.
«Cuando vino la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... a fin de que
recibiéramos la adopción filial. Y prueba de que sois hijos es que Dios envió a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!» (Gal 4,4-6).
La
preexistencia en la carta a los Hebreos. También según la Carta a los
Hebreos la preexistencia es presupuesto de la mediación de Jesucristo (Heb
1,1-4). Después de haber hablado Dios Padre, de múltiples maneras, a los padres
por medio de los profetas, «en estos últimos días» ha hablado a los hombres
«por medio del Hijo» (Heb 1,2).
«Y como los hijos comparten la sangre y la carne,de igual modo él
participó de ambas, para que así, por la muerte, destruyera al que tenía el
dominio de la muerte, o sea, al diablo... De ahí que tuviera que ser asemejado
en todo a sus hermanos, para llegar a ser el sumo sacerdote misericordioso y
fiel en las relaciones con Dios, afín de expiar los pecados del pueblo» (Heb 2,14s.).
La denominación directa de Jesús como Dios. De lo hasta ahora dicho se desprende claramente que o ueox designa la
Persona del Padre. De ahí que sólo en muy raras ocasiones se llame Dios al
Hijo, para evitar una mezcla o confusión entre ambos. El Hijo no es el segundo
ejemplar del género «divinidad», sino el portador —que forma parte esencial del
ser-Dios del Padre— de la relacionalidad de Dios. La denominación de Dios
aplicada al Hijo es tan sólo una expresión diferente para referirse al Hijo del
Padre, que forma parte de la esencia de Dios.
b) La encarnación del Logos
Algunos pocos decenios después de Pablo, en el Evangelio de Juan se
identifica al Hijo de Dios preexistente con la Sabiduría o con la Palabra de
Dios.
El concepto joánico
del Logos empalma con la idea paleotestamentaria de la palabra poderosa (dabar)
de Dios. Los LXX traducen este concepto clave de la «palabra de Dios» por logoz. Este término designaba en los
inicios de la formación del lenguaje cristiano el evangelio o anuncio del reino
de Dios de Jesucristo. De ahí que «logos» haya podido pasar a ser una
denominación del Hijo de Dios, que se ha expresado a sí mismo en Jesucristo en
hechos y palabras (Jn 1,14-18; Ap 19,13).
Sólo es posible
salvar la infinita distancia entre Dios y el hombre si el mismo Dios asume, en
su Palabra eterna y en su Hijo, la existencia humana y se hace carne (=
hombre).
«Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Pero
nosotros vimos su gloria, gloria corno de Hijo único que viene del Padre, lleno
de gracia y de verdad... Porque la ley fue dada por medio de Moisés; por
Jesucristo vino la gracia
y la
verdad. A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, Dios, el que está en
el seno del Padre, él es quien lo dio a
conocer» (Jn 1,14-18; cf. Heb 2,14; Prov 8,31; Sab 9,10;
Bar 3,38).
Para evitar una errónea interpretación del concepto carne
—perfectamente posible en la
antropología dicotómica del helenismo— a partir del siglo IV se habló de una
«humanización de Dios».
El concepto «engendrar» se refiere a la divinidad del Hijo. La
naturaleza humana de Jesús no es engendrado por el Padre en sentido
biológico o sexual. Esta naturaleza llega a la existencia mediante el acto de
la encarnación. El origen de la vida del hombre Jesús se da en la virgen María
por obra del Espíritu.
c) La concepción del hombre Jesús por obra del Espíritu y su
nacimiento de la virgen María
Los evangelistas Mateo y Lucas ofrecen un nuevo enfoque, con una
cristología que tiene como punto de partida la humanidad de Jesús.
Pablo y Juan exponen
el misterio de Cristo inmediatamente desde la referencia del Padre al Hijo (ex
parte naturae assumentis). A diferencia de este planteamiento «desde
arriba», la cristología de los Sinópticos se inicia con la humanidad de Jesús (ex
parte naturae assumptae). Sólo de manera indirecta e implícita se deduce, a
partir de sus obras y de su poder divino, la íntima conexión
de su persona con Dios Padre.
Las introducciones cristológicas de Mateo y Lucas no se centran en el
tema de que el Hijo de Dios es hombre, sino en que el hombre Jesús puede ser,
en razón del origen y del comienzo de su ser humano por el poder del pneuma
divino, el Mesías e incluso más, esto es, la presencia, bajo figura humana, del
reino escatológico de Dios. Los relatos del bautismo de los Sinópticos
fundamentan definitivamente la mesianidad de Jesús en el hecho de que estaba
lleno del Espíritu. Precisamente por eso se puede proclamar a Jesús como «el
Hijo amado del Padre».
III. LA CONFESIÓN DE CRISTO
EN LA HISTORIA DE LA FE
1.
Síntesis de los temas y de las etapas de la historia de los dogmas cristológicos
Son
tres principales perspectivas de la cristología y el desarrollo global, a
saber:
1. La cuestión concerniente a la verdadera
divinidad de la Palabra divina que nos sale al encuentro en Jesús de
Nazaret en cuanto hombre.
2. La afirmación de que Jesús posee una plena,
verdadera e íntegra naturaleza humana, que sólo es imaginable con un
cuerpo humano real y un alma racional humana dotada de voluntad que garantiza
la unidad del compositum corpóreo-espiritual de la naturaleza humana y
puede, a la vez, realizar la referencia trascendental a Dios.
3. Finalmente, la difícil pregunta de la unidad de
ambas naturalezas en la persona/hipóstasis/subsistencia del Logas o Hijo
eterno del Padre.
La confesión de Cristo en la Patrística
La Iglesia primitiva
cultivó la teología de la encarnación (aunque no como contrapuesta a la
teología de la cruz o de la resurrección). Para poder transmitir en el espacio
de la cultura helenista la pretensión de verdad universal de la revelación, los
teólogos de la primera época tuvieron que situar la confesión de Cristo en el
horizonte conceptual de una interpretación de la realidad de impronta
filosófica.
Se aseguraba asimismo la
universalidad de la pretensión de la revelación, porque se expresaba el
acontecimiento de una manera acomodada a la razón y a través de un lenguaje
humano de conceptos más precisos.
Los debates en torno a
las condiciones objetivas y formales de la exposición teológica del acontecimiento Cristo hicieron
palpable la necesidad de distinguir dos categorías (naturaleza y persona) para
poder expresar en un estricto lenguaje teológico la unidad humano-divina de Jesús.
En
el caso de la naturaleza humana de Jesús, el principio actualizador de su
existencia como hombre no es un acto creador general de Dios, sino el ser mismo
del Logos, que posee su divinidad en virtud de una relación personal con el
Padre y se une con la naturaleza humana de Jesús en el acto de la
unificación que forma la persona. Al
servicio de esta visión básica están los conceptos cristológicos centrales:
Griego
|
ousia/physis, etc.
|
hypostasis/prosopon
|
Latín
|
essentia/substantia
(secunda)
|
substantia
príma/subsistentia/ persona
|
Español
|
esencia/naturaleza
|
persona/acto esencial
individualizador
|
La fórmula clásica del dogma cristológico dice:
Nuestro Señor Jesucristo es la Persona única de
la Palabra divina que subsiste eternamente en la naturaleza del Logos y
temporalmente en la naturaleza humana asumida (una persona en dos naturalezas).
Debe aquí tenerse en cuenta que la palabra
«Jesús» no designa únicamente la realidad, sensiblemente perceptible, del
hombre de Nazaret, sino también la persona (invisible) del Logos que fundamenta
la unidad de las dos naturalezas e individualiza su existencia humana concreta.
Con
las aportaciones teóricas de los Capadocios se abrió paso una primera
aclaración conceptual
satisfactoria. El III concilio de Constantinopla (680-681), y más aún el II concilio de Nicea (787), enumerado como el
séptimo de los ecuménicos, forman una cesura en la evolución de los dogmas y
marcan en cierto modo el punto final de la cristología de la Iglesia primitiva,
en cuanto que atribuyen a la veneración de las imágenes, permitida por la
Iglesia, una relación con la significación salvífica de la humanidad de Jesús.
Puede afirmarse lo siguiente:
Sólo si el Logos es verdaderamente Dios y se ha
hecho verdaderamente
hombre, hemos sido redimidos y participamos, como hombres, de la gracia de Dios
(Atanasio, incarn. 54: «pues se hizo hombre para que nosotros nos
divinizáramos»).
En virtud asimismo del interés
soteriológico debe afirmarse la plena naturaleza humana de Jesús (cf. Gregorio
de Nacianzo, ep. 101: «Lo que no ha sido asumido
no ha sido redimido: quod non est assumptum, non est sanatum»).
2. La
formación del dogma cristológico en los siete primeros siglos
a) Las
primeras reflexiones cristológicas
En algunos escritos
de inspiración judeocristiana (Primera carta de Clemente, Didakhe y
varios apócrifos paleo y neotestamentarios reelaborados desde una óptica
cristiana, por ejemplo, las Odas de Salomón, la Carta de Bernabé y
El Pastor de Hermas) se subraya la divinidad de Jesús desde los
supuestos del monoteísmo bíblico. Se le contempla unido a Dios Padre en virtud
de una relación singular. Se interpreta la filiación desde un punto de vista
historico-salvífico funcional, aunque siempre fundamentado en el ser de Dios.
Jesús, el «Nombre de Dios»
La manifestación de la esencia divina en la historia (cf. Ex 3,14; Is
7,14; Mt 1,23; 28,19; Act 4,12; Jn 17,6).
Jesús, el «siervo de Yahvéh»
Se descubre a Jesús como hijo de David y siervo de Yahvéh. Él es la
alianza, el inicio de la comunión con Dios por la gracia o la ley divina instalada
en el centro de la realidad del mundo.
Jesús, el «angelos de Dios»
Empalmando con las teofanías paleotestamentarias bajo la figura del
«ángel de Yahvéh», se entiende a Jesús como el angelos de Dios por
antonomasia (que no debe ser confundido con los ángeles de naturaleza creada).
Jesús, el «pneuma de Dios en la carne»
Del mismo modo que el Antiguo Testamento entendía el pneuma y
la sophia como modos de actuar de Dios, también ahora se
interpreta al hombre Jesús como el modo de la presencia encarnada de la
voluntad salvífica divina.
El pneuma divino no designa la divinidad del Logos y del Hijo (cf. Gal
4,4-6; Rom 8,3), sino la unión o vinculación del hombre Jesús con Dios o con el
Hijo del Padre.
Debe tenerle en cuenta que en Pablo y Juan el pneuma designa también a un portador autónomo de la autocomunicación divina distinto del Padre y del Hijo. Aquí no hay, por tanto, una identificación del Logos con el pneuma.
Debe tenerle en cuenta que en Pablo y Juan el pneuma designa también a un portador autónomo de la autocomunicación divina distinto del Padre y del Hijo. Aquí no hay, por tanto, una identificación del Logos con el pneuma.
b) La negación de la divinidad de Cristo (adopcianismo)
El ebionismo surgió en los círculos
judeocristianos del siglo II. En esta doctrina, la vinculación de Jesús con
Dios se inscribía en la misma categoría que la elección de los profetas. En el
bautismo en el Jordán habría descendido el Espíritu sobre Jesús y de este modo,
y a través de él, se habría manifestado Dios. Pero Jesús sería simplemente un
hombre a quien Dios confió una misión reveladora. La conexión entre Dios y el
hombre se habría producido en virtud de una especie de adopción. Sólo
mediante esta categoría pensaban los ebionitas que era posible salvaguardar el
monoteísmo bíblico.
Fotino de Sirmio (muerto el 376) enseñó un adopcianismo radical, según
el cual Jesús fue un simple hombre,
externamente unido (a modo de adopción) con el Logos en recompensa por sus
méritos y por su acrisolada obediencia. A los partidarios de esta doctrina se
les denomina fo,tinianos y también homuncionistas.
c) La negación de la verdadera humanidad de
Cristo (docetismo y gnosis)
Bajo
la denominación de docetismo se agrupa una gavilla de tendencias que tienen
como común punto de coincidencia la negación de la realidad plena de la
naturaleza humana de Cristo.
La visión fundamental de la gnosis se apoya en la contraposición
dualista entre un mundo espiritual y divino por un lado, y el mundo material,
el mundo de acá, por el otro. El hombre puede escapar a este mundo material
inferior y malo si mediante un movimiento del conocimiento especulativo (=
gnosis) se libera de sus ataduras materiales y vuelve a explorar y tantear sus
orígenes espirituales trascendentales en la esfera de lo divino. Ahora bien,
esta autoliberación por el conocimiento es una postura radicalmente
contraria a la concepción cristiana, que atribuye exclusivamente a Dios la
acción liberadora y enseña que el mundo material y sensible es bueno y que, por
tanto, Dios puede estar presente también en la realidad histórica del hombre
Jesús.
Aquí, pues, el Jesús histórico sería el ropaje externo del Cristo
trascendente e impasible o de la idea especulativa de Cristo. En el momento de
su muerte, este Cristo se habría despojado de la envoltura del cuerpo de Jesús.
La resurrección significa, en esta concepción, la inmortalidad de la idea de
Cristo, con independencia del Jesús histórico, que estaba sujeto a la
corrupción y se disolvió en la materia.
d) La cristología eclesial hasta el concilio de Nicea
Los primeros tanteos de una doctrina sobre la unidad de sujeto de Dios
y el hombre en Jesucristo
Frente a la gnosis y el docetismo, la Iglesia católica de los siglos
II y III afirmó inequívocamente que el
Logos añade a su divinidad una verdadera humanidad, que recibió de la virgen
María un cuerpo verdadero y natural, una verdadera naturaleza humana, igual a
la que Dios ha otorgado al hombre en la creación. La encarnación de Dios y la
realidad histórica de los acontecimientos salvíficos son, pues, la roca sobre
la que se asienta la fe cristiana (cf. Ignacio, Smyrn. l,ls.).
Es presupuesto de todo ello lo que puede llamarse unidad de sujeto de
la naturaleza humana y la divina de Jesucristo. Jesús y Cristo no son dos
sujetos distintos, sino «uno y el mismo» (unus et ídem). Él es el único
Señor (1Cor 12,5), el único mediador (1Tim 2,5), el uno y único Hijo
del Padre (Rom 1,3 et passim). Es aquel único y mismo que poseía la
figura de la divinidad y que, en la existencia humana asumida, se ha sometido a
la humillación y la exaltación (cf. Flp 2,6-11).
El término «homoousia»
Dado que el sabelianismo negaba la diferencia
de las personas divinas, cuando se hablaba de la igualdad esencial del Logos
con el Padre podría parecer que se defendía la identidad de las hipóstasis de
ambos.
El término homoousia se le emplea, en
sentido teológico, para señalar la igualdad del Padre y del Hijo en lo
concerniente a la esencia divina, salvando siempre la diferencia de su
independencia personal como Padre e Hijo. Pero para ello se requería una
diferenciación conceptual en el que ousia significa la esencia e hypostasis
la persona.
La cristología eclesial prenicena del Logos
En el siglo III, la terminología era ya clara: Logos designa la
persona del Hijo de Dios en cuanto diferente del Padre y de la persona del
Espíritu Santo.
Se trata de un término con muy rica tradición. Hunde sus raíces en el
lenguaje paleotestamentario sobre la palabra de Dios. Así, Juan puede identificar
al Logos con Dios. El Logos es el Hijo único, el que está en el seno del Padre
y es Dios. El Logos es Jesús, el Cristo (Jn 1,14-18).
Justino Mártir. (muerto hacia el 165 d.C.) El
Logos divino habría actuado en la historia ya antes de la aparición de Jesús,
cuando esparció en el mundo «gérmenes de la salvación» (logoi spermatikoi). Pero
sólo en el Jesús histórico llegó a su plenitud la presencia salvífica de Dios
en el mundo. Justino enseña una subordinación historico-salvífica funcional del
Hijo hecho hombre, aunque no del Logos bajo el Padre (2 apol. 6). A este subordinacianismo
historicosalvífico recurrirán más adelante los arríanos.
Orígenes. Orígenes (hacia 185-254) ofrece
una reelaboración global de la cristología a partir de la idea rectora del Logos.
Su filosofía evidencia la impronta del neoplatonismo. Pero lo que Orígenes
busca no es una intelección conceptual especulativa del misterio, sino la
orientación soteriológica de la comprensión cristiana de la realidad. Si Dios
quiere la salvación como unión con los hombres, entonces el mediador Jesucristo
debe ser enteramente Dios y enteramente hombre. La encarnación es, por tanto,
la constitución del hombre-Dios (theanthropos: in Ez. 3,3). El Logos es,
en razón de su esencia y por su propia naturaleza, el Hijo eterno del Padre.
Orígenes afirma que
Dios ha llegado al hombre para posibilitarle el regreso a Dios. Para que pueda
conseguirse la divinización (theiosis) del hombre, el Logos debe
encontrarle en su totalidad, en cuerpo y alma. E ilustra la unión de la Palabra divina y la realidad humana con la célebre
comparación de que el Logos penetra el cuerpo y el alma de la naturaleza humana
del mismo modo que el fuego penetra y torna incandescente un trozo de hierro.
Como platónico, daba por supuesta la preexistencia de las almas
humanas, incluida la de Cristo. El alma humana está unida al Logos «desde el
principio de la creación [...] y aparece en su luz y su resplandor» (cf. princ.
II, 6,3). Pero entonces no parece ser un auténtico hacerse-hombre, sino
tan sólo la añadidura de un cuerpo humano a la, ya previamente existente, del
Logos y el alma.
e) La controversia en torno a la divinidad del Logos e Hijo del Padre
a) La doctrina de
Arrio
El presbítero alejandrino Arrio (256-336) provocó la mayor de cuantas
crisis ha tenido que afrontar la confesión de Cristo de la Iglesia. Arrio,
influido por el universo conceptual de la gnosis y del neoplatonismo,
desarrolló una concepción que socavaba los cimientos mismos de la fe en Cristo
desde un doble punto de vista.
- Negaba la filiación divina
eterna del Logos y su igualdad esencial con el Padre; sólo en un sentido
derivado le atribuía el título de «Hijo de Dios».
- Negaba también, por otra
parte, la existencia del alma humana de Cristo. El Logos, como la criatura
suprema y más noble de Dios, sólo habría asumido un cuerpo humano.
En vida de Arrio la controversia discurrió básicamente en torno a la
igualdad esencial (homoousia) del Hijo divino con el Padre.
El pensamiento de Arrio perseguía como objetivo fundamental el intento
de preservar el monoteísmo y presentar al Logos como mediador entre Dios y el
mundo. Para ello, recurría a las concepciones neoplatónicas (Plotino,
Porfirio). Lo protooriginario no engendrado es el Uno absoluto como
protoprincipio de todo. Es identidad absoluta, totalmente fuera del alcance de
nuestro pensamiento, porque está más allá de nuestras categorías del Uno y la
multiplicidad.
La convicción eclesial de la igualdad esencial del Padre, el Hijo y el
Espíritu debería desembocar, según este punto de vista, en una especie de
duplicación o triplicación del protoprincipio ingénito. El monoteísmo quedaría
deformado en una especie de biteísmo o triteísmo.
Es criatura, creada por Dios de la nada. El Logos no procede de la
naturaleza divina en virtud de una generación que le conferiría una igualdad
esencial. Es constituido Hijo en virtud de un acto de la voluntad de Dios
distinto de la esencia divina. Este Hijo de Dios creado está sujeto a los
cambios y las mutaciones (sufrimientos) del mundo. Aunque ha sido producido por
Dios con el fin de crear el mundo y asume la función de mediador demiúrgico de
la creación, cuando los hombres se encuentran con el Logos en el Hijo
Jesucristo hecho hombre no se relacionan directamente con Dios.
Arrio no niega la encarnación del Logos creado. Sólo que, según él, el
Hijo creado se presenta como hombre bajo una envoltura de carne. El cuerpo
humano de Jesús es un revestimiento, un envase externo del Logos, con el
propósito de permitirle actuar en el mundo visible.
Los enunciados básicos de Arrio sobre el Logos dicen:
— «Hubo un tiempo en el que no fue» (hn pote ote ouk hn).
— «Antes de ser engendrado no existía».
— Ha sido hecho de la nada» (cf. DH 126; DHR 54).
b) El concilio de
Nicea del año 325
El sínodo de Nicea, con el que se abre la lista de los concilios
ecuménicos, rechazó las enseñanzas de Arrio y toda forma de subordinacionismo
cuando definió la igualdad esencial del Padre y del Hijo. El concilio de
Constantinopla del 381, reconocido como el
segundo de los ecuménicos, significó, merced a sus declaraciones sobre
la verdadera naturaleza divina y el ser personal del Espíritu Santo, el punto
final del proceso de la formación de la confesión trinitaria.
El símbolo de Nicea tomó como base de partida la confesión de fe de la
Iglesia de Cesárea. Las declaraciones dogmáticas del concilio se apoyaban, por
tanto, en la confesión bautismal eclesial, tal como era recitada, con
coincidencia cuanto a los contenidos, en la Iglesia universal.
Deben retenerse tres
enunciados teológicos centrales:
1. El Hijo no es una creatura. «Quienes
afirman que: Hubo un tiempo en que no fue y que antes de ser engendrado no fue,
y que fue hecho de la nada, o los que dicen que es de otra hipóstasis o de otra
sustancia, los anatematiza la Iglesia Católica» (DH 126; L54).
2. El Hijo eterno procede del Padre por “Generación”. El término “generación” pretende indicar una manera propia y
específica de proceder el Hijo del Padre fundamentalmente distinta de la
producción de las esencias finitas por Dios en la creación. Si la
esencia de Dios existe en el Padre como ingénita y en el Hijo
como unigénita, se está señalando una relalidad que forma parte de la
esencia divina. La agénesis del Padre no tiene como sujeto un ser divino
anterior a la generación del Hijo. El Padre sólo posee su ser divino en
la generación del Hijo y en orden a él.
Aunque estas relaciones de origen en Dios son eternas y no se da, por
consiguiente, una secuencia temporal, no son intercambiables. Tienen un orden de
procesión (ordo relationis). El Padre puede comunicar al Hijo toda su
divinidad, pero no su paternidad.
3. En la
diferencia relacional entre el Padre y el Hijo existe una unidad esencial de la
realidad óntica, numéricamente úna, de Dios. Esta unidad se sitúa en el nivel de la
esencia divina que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo realizan, de una
manera específica en cada persona, precisamente en la unicidad «numérica».
Por eso es el Hijo de la misma substancia (ousia) que el Padre.
Es Dios de Dios. Es esencialmente igual al Padre (omousioz tw patoi). Se rechaza así la concepción arriana.
En la fórmula de la definición de Nicea no se expresa aún con total
claridad la la conceptual entre la ousia y las hypostasis. Por
tanto, este concilio no pudo ofrecer la solución definitiva al problema del
arrianismo. Cuanto a su contenido, el enunciado básico de la confesión nicena
dice:
«Creemos
— en un solo Dios Padre
omnipotente,
— y en un solo Señor,
Jesucristo, Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia
del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron
hechas...
— y en el Espíritu Santo.» (NR155; DH 125; DHR 54)
c) La controversia sobre la
integridad de la naturaleza humana (apolinarismo)
Apolinar
(obispo de Laodicea desde el 360) fue un estricto seguidor del concilio de
Nicea, que volvió a suscitar el problema del alma de Cristo. En su opinión, la
divinidad del Logos sólo pudo llevar a cabo la obra de la redención si estaba
inmediatamente unida a la carne de Cristo para formar una única naturaleza (cf.
a este respecto la fórmula mia physis, es decir, una naturaleza).
En
consecuencia, en la encarnación el Logos no se habría unido a una naturaleza
humana íntegra y perfecta formada de cuerpo y alma espiritual, sino sólo a una
carne humana, para constituir una sola naturaleza que podía ser comparada a la
unidad sustancial de cuerpo y alma del resto de los hombres. Con aguda
penetración establecía Apolinar una conexión entre el esquema tradicional logos-sarx
y la antropología tricotómica helenista según la cual el hombre se compone
de cuerpo, alma y espíritu (nous). Apolinar entendía que en la
encarnación el Logos divino ocupó el puesto del alma humana o de la nous.
Debe
decirse, en contra de esta concepción, que si el Logos divino sólo asumió el torso de la naturaleza humana y no también
su principio esencial configurador, no ha llevado a cabo una verdadera
encarnación.
El sínodo de Alejandría del 362 confiesa:
«...
que el Señor no ha tenido un cuerpo sin alma, sin facultades sensitivas o sin
razón, pues es imposible que pudiera convertirse en hombre sin la facultad de
la razón. La salvación operada en el Logos no ha sido salvación sólo del
cuerpo, sino también del alma» (Citado según I. Ortiz
de Urbina, Nizaa und Konstantinopel, 301; cf. también las cartas del
papa Dámaso I sobre este tema: DH 144-149).
Fueron los teólogos de orientación antioquena
(Eustasio de Antioquía, Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia) quienes
consiguieron abrir paso al esquema del logos-anthropos, más adecuado al
contenido real.
En una visión simplificada de las tendencias
antioquenas por garantizar la integridad de la naturaleza humana de Cristo pudo
surgir, en el nestorianismo, el peligro opuesto de independizar a la humanidad
de Cristo frente al Logos.
f) La controversia en torno a la unidad de sujeto en Cristo (la unión
hipostática)
a) Síntesis y evolución
Tras la superación del arrianismo, del apolinarismo y del antiguo
docetismo, estaba ya fuera de toda discusión la encarnación de Dios en
Jesucristo y la plena integridad tanto de su naturaleza humana como de la
divina.
Las herejías que surgieron en el contexto de la controversia sobre la
unión hipostática de ambas naturalezas (nestorianismo, monofisismo,
monotelismo) no negaban en principio ningún contenido de fe. Tuvieron su origen
en la dificultad de exponer con precisión, mediante los recursos lingüísticos y
conceptuales de la razón humana, el misterio de fe de la unión (henosis) y de
la vinculación (synafeia) humano-divina.
El enfrentamiento se prolongó, desde mediados del siglo IV (sínodo de
Antioquía del 362; I concilio de Constantinopla del 381), a lo largo de tres
siglos, hasta la conclusión del proceso de formación del dogma cristológico en
el III concilio de Constantinopla del año 680. Se entrevieron dos polos de la
teología de la diferencia y la separación de los antioquenos (especialmente de
Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, Juan
Crisóstomo, Teodoreto de Ciro y Nestorio) por un lado y la cristología de la
unión de los alejandrinos (ya en Ireneo de Lyon, Atanasio y, sobre todo, Cirilo
de Alejandría) por el otro.
La orientación antioquena estaba interesada sobre todo en acentuar la
diferencia de la naturaleza humana y la divina. En las controversias con el
apolinarisno se concedía una singular importancia a la plena integridad de la
naturaleza humana. El peligro, en esta corriente, estaba en dejarse arrastrar
hacia un difisitismo extremo que aflojaría el lazo de unión de ambas
naturalezas y daría cuando al menos algún fundamento a la sospecha de que la
unidad sólo se había realizado en la voluntad y la conciencia de Jesús, pero no
como unión hipostática (cristología de la prueba).
Frente a esta tendencia, los alejandrinos acentuaron la unión de las
dos naturalezas en el único sujeto del Logos. El origen de esta clásica cristología
desde arriba se encuentra en el Evangelio de Juan (cf. Jn 1,14).
Esta tradición joanea fue prolongada por Ignacio de Antioquía e Ireneo de Lyon.
La argumentación partía de la oposición frontal a la división gnóstica en un Cristo
celeste y un Jesús humano y terrestre.
Ambas corrientes cristológicas de las escuelas orientales de
Alejandría y Antioquía, con sus respectivos claroscuros y con la formación de
centros de gravedad, contribuyeron al final feliz de la formación del dogma
cristológico.
En el II concilio de Constantinopla, del año 553, el movimiento pendular se
inclinó más directamente hacia la cristología de la unión.
El III concilio de Constantinopla, de los años 680-681, recuperó de nuevo la
tendencia antioquena de las dos naturalezas íntegras y completas. En él se
destacó, frente al monoenergetismo y el monotelismo, que la naturaleza humana
de Jesús está dotada de una actividad de índole humana creada y de la
correspondiente voluntad propia de esta naturaleza.
En los debates tuvieron también una importante función las rivalidades
de la política eclesiástica de los patriarcados de Alejandría y de
Constantinopla, así como, a otro nivel, la reclamación del primado de Roma.
b) Teodoro de Mopsuestia
Teodoro de Mopsuestia (352-428) es considerado el teólogo y exégeta
más importante de la Escuela antioquena. Aunque fue condenado en el II concilio de
Constantinopla del 553, junto con Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, con
ocasión de la controversia de los Tres capítulos; no pueden ignorarse sus
contribuciones positivas a la formulación del dogma cristológico.
En su obra principal Sobre la encarnación contribuyó a
implantar definitivamente el esquema logos-anthropos. Teodoro
argumentaba que la redención del hombre habría sido imposible si en la
encarnación el Logos no hubiera asumido plena e íntegramente la naturaleza
humana, incluida también el alma. Pero aquí surge el nuevo problema de si lo
que asumió fue una naturaleza humana (natura humana) o un hombre ya
previamente existente, al menos lógicamente, antes de la encarnación (homo
assumptus). Si la naturaleza humana de Cristo estaba ya individualizada en
principio, y con independencia del acto de la encarnación, por una actualidad
propia de la naturaleza, entonces podría ocurrir que se entendiera erróneamente
que se trataba tan sólo de una unidad moral. Respecto del concreto Jesucristo,
existe siempre en la unidad de las dos naturalezas.
En contra del apolinarismo,
Teodoro subraya la libertad de la voluntad humana de Jesús. Declaraba
que Jesús no había pecado no porque no tuviera voluntad humana, sino
precisamente porque la tenía. Esta voluntad humana se habría acreditado, en su
libertad y en virtud de su vinculación por la gracia con el Logos divino, en el
curso de los desafíos concretos de su vida y en la obediencia hasta la muerte
en cruz.
Se siguen utilizando
prácticamente como sinónimos los términos de prosopon, physis, ousia e hypostasis.
Por prosopon entiende Teodoro al hombre en la manifestación de su
naturaleza concretamente perfilada (prosopon natural).
c) El nestorianismo
Las tensiones que se venían acumulando desde
tiempo atrás estallaron en conflicto abierto entre Nestorio (381-451),
patriarca de Constantinopla, y Cirilo (muerto en el año 444), patriarca de
Alejandría. Con ocasión de los debates en torno a la justificación del título
de theotokos. Nestorio propuso una solución de compromiso. María no
sería sólo anthropotokos, porque no había concebido y dado a luz a un
simple hombre, sin vinculación ninguna con el Logos. Pero, por otro lado, el
título de theotokos iba demasiado lejos, porque la procesión del Hijo
divino desde el Padre no había ocurrido en modo alguno por medio de María.
Nestorio se inclinaba, por consiguiente, a favor de la denominación Christotokos,
porque la palabra «Cristo» expresaba la unión de las dos naturalezas.
Nestorio parte, pues, de la idea de que existe la mayor unión posible
entre la naturaleza de la divinidad y la naturaleza de la humanidad, una unidad
tal como sólo Dios puede llevar a cabo. Su imagen de que la divinidad
del Hijo habita en el cuerpo de Jesús como en un templo que la divinidad hace
total y enteramente suyo fue muy mal interpretada. El obispo Proclo de Cízico
le objetaba: «Nosotros no predicamos un hombre divinizado, sino un Dios
encarnado» (PG 65,680).
Pero como tampoco los alejandrinos podían, por su parte, formular
acertadamente una clara diferenciación de las dos naturalezas, Nestorio debió
sentirse, con alguna razón, rehabilitado cuando oyó decir que en la carta
dogmática del papa León al patriarca Flaviano y en las declaraciones del
concilio de Calcedonia se establecía una clara distinción de las dos
naturalezas.
d) Cirilo de Alejandría
A diferencia de Nestorio, Cirilo toma como punto de partida la única
persona de la Palabra, que existe desde la eternidad en igualdad de esencia con
el Padre y que en la plenitud de los tiempos se ha hecho hombre. La cristología
cirílica gira en torno a la idea joánica básica del verbum caro (Jn
1,14), entendiendo aquí por carne una naturaleza humana completa, dotada de
alma racional. Cirilo enseña decididamente que en el Logos del verbum
incarnatum hay una sola persona. El Logos preexistente se identifica con el
Logos encarnado. El Logos es el portador de la naturaleza divina y de la
naturaleza humana de Jesús que le ha sido añadida y ha llegado a la existencia
en virtud del acto de la unión.
Como Cirilo, al
igual que Nestorio, emplea casi siempre los conceptos prosopon, physis e
hypostasis como sinónimos de substancia subsistente, también para él en
la Palabra encarnada hay una sola hypostasis y una sola physis. Habla,
por tanto, de la «única naturaleza encarnada de la Palabra divina».
En su escrito sobre la unidad de
Cristo argumenta Cirilo del siguiente modo:
«No
afirmamos dos hijos ni dos señores. Si la Palabra, el Hijo unigénito del Padre,
Hijo según la esencia, es Dios, también comparte con el hombre unido a él y uno
con él el nombre y el honor de Hijo (...). No se puede, pues, dividir al Emmanuel
en un hombre subsistente en sí y Dios la Palabra... Afirmo, por el contrario,
que debe ser llamado Dios hecho hombre y que es, en una sola y misma Persona,
lo uno y lo otro. Porque al hacerse hombre no ha dejado de ser Dios, ni tampoco
se ha despojado de la naturaleza humana en el estado de alienación...» (BKV
II/12,132s., 141)
e) El concilio de
Éfeso
El resultado del
concilio de Éfeso no fue la unificación sino, por el contrario, la escisión de
las dos orientaciones. Las conclusiones adoptadas por Cirilo y sus partidarios
consiguieron más tarde general aceptación, sobre todo en Roma. Se entendió que
la segunda carta de Cirilo era la expresión de la fe católica (DH 250s.; DHR
111a).
Se destaca ahora la
unidad de sujeto de Cristo. Él es «uno y el mismo» (heis kai autos/unus et
ídem). Es el soporte y el portador de la unidad de Dios y el hombre. No es
un tercero, surgido de la unificación de ambas naturalezas. No hay dos sujetos
en Cristo, es decir, una persona portadora de la humanidad y otra portadora de
la divinidad (allos kai allos/alius et alius). El sujeto de la unidad es
el Logos mismo. Es el Logos quien constituye el unum esse, es decir, la
realidad indivisa del Dios-hombre Cristo. Tuvo aquí una importancia
determinante el motivo soteriológico. En Jesucristo, Dios mismo se ha
comprometido en favor de los hombres, ha entrado en la realidad humana, ha
nacido, padecido, muerto y ha sido resucitado. Se garantiza así que es Dios,
por sí mismo —no por medio de alguien a quien encomienda esta tarea—, quien ha
llevado a cabo la redención, a través de la gracia y de la libre voluntad del
hombre unido a Él de la más íntima manera.
Todo lo anterior
encuentra su síntesis en el título de theotokos de María, convertido en
el signo del reconocimiento de la ortodoxia, tal como era entendida por Cirilo.
María no ha concebido y dado a luz un puro hombre. Ha engendrado la persona del
Logos, no según su divinidad, sino en la humanidad que ha tomado de ella. Por
tanto, el Logos es el sujeto del engendrado y nacido como hombre:
«Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el
Emmanuel, y que por eso la santa Virgen
es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea
anatema» (DH 252; DHR113).
f)
Los orígenes del monofisismo
Llevado de un excesivo celo antinestoriano, el archimandrita Eutiques
(muerto hacia el 378) recurrió de nuevo a la fórmula de Cirilo —largo tiempo
abandonada— de «unaphysis del Logos encarnado». Mientras que Cirilo
entendía bajo estas palabras la realidad unida del Dios-hombre, ahora Eutiques
les daba una interpretación que desembocaba en la disolución de la naturaleza
humana en la divina. Afirmaba: «Confieso que, antes de la unión, nuestro Señor
tenía dos naturalezas, pero después de la unión confieso una sola y única
naturaleza» (cf. ACÓ II/I, l,134s.). Admitía ciertamente, en contra del
docetismo, la realidad de la naturaleza humana que Jesús había tomado del
cuerpo de María. Pero no podía aceptar que esta naturaleza humana creada no
sólo no perdiera en Cristo su subsistencia, sino que pudiera incluso aumentarla
y consumarla. Citando a Teodoreto de Ciro (eran. 2: PG 83,153) sostenía que la
humanidad de Cristo había sido absorbida en la divinidad como una gota de miel
es absorbida por el océano.
i) El concilio de Calcedonia del 451
a) La definición de Calcedonia
Tras reconocer la ortodoxia de los grandes antioquenos Teodoro de
Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa y del patriarca Flaviano, se adoptaron,
como criterios de la fe ortodoxa, los símbolos de Nicea y de Constantinopla. Se
admitió asimismo como auténtica la interpretación contenida en la Segunda carta
de Cirilo a Nestorio, en el símbolo de la unión del 433 y en la Carta dogmática
de León Magno a Flaviano (Tomus Leonis). Aplicando las matizaciones y
clarificaciones terminológicas conseguidas por la teología trinitaria, ahora la
hipóstasis designaba la persona de Logos. Él es el sujeto, el prosopon,
la persona que, después de la encarnación, existe en dos naturalezas,
esencias o substancias, a saber, en la divina propia del Logos y en la humana
tomada de María. Se llega así a la breve y densa fórmula «una persona — dos
naturalezas». Contra una crítica que parte de un concepto de persona estrecho,
tomado de la psicología de la conciencia, puede afirmarse que esta fórmula no
pretende decir que al hombre Jesús se le ha añadido una naturaleza divina o que
el hombre (!) Jesús tiene dos conciencias. Aquí se está hablando de la persona
del Logos, realizada eternamente en la naturaleza divina, que subsiste en el
tiempo y en la historia en la naturaleza humana asumida.
A la pregunta: «¿Qué es Cristo?», recibimos como respuesta: Dios
verdadero y a la vez hombre verdadero, pero de tal modo que subsisten juntas,
sin mezcla ni confusión, la divinidad y la humanidad, que en virtud de la
persona del Logos forman una unidad de ser y de acción.
Si preguntamos: «¿Quién
es él?», la respuesta dice: La única persona del Logos, es decir, la
hipóstasis del Hijo en la Trinidad, que además de la naturaleza divina propia de su esencia ha asumido la naturaleza humana para llevar a
cabo por ella, con ella y en ella la salvación.
Aquí el punto de partida, con respecto a la unión, es el sujeto del
Logos, que no se une con una naturaleza humana, sino que la asume como suya
propia. Existe, por tanto, entre ambas naturalezas una relación con fundamento
ontológico.
j) Final de la formación del dogma cristológico
Neocalcedonismo
en el II concilio
de Constantinopla del año 553
Este concilio intentó recuperar
a los monofisitas mediante una interpretación del concilio de Calcedonia en
sentido neocalcedónico. Aquí el acento se ponía en la unidad de la persona, no
en la diferencia de las naturalezas. En el quinto anatema figura por vez
primera el término técnico unión hipostática (DH425;DHR217). El anatema
octavo intenta trazar una vía de mediación entre el monofisismo y el difisismo:
«Si alguno,
confesando que la unión se hizo de dos naturalezas: divinidad y humanidad, o
hablando de una sola naturaleza de Dios Verbo hecha carne, no lo toma en el
sentido en que lo enseñaron los Santos Padres, de que de la naturaleza divina y
de la humana, después de hecha la unión según la hipóstasis, resultó un solo Cristo; sino que por tales
expresiones intenta introducir una
sola naturaleza o sustancia de la divinidad y de la carne de Cristo, ese
tal sea anatema. Porque al decir que el Verbo unigénito se unió según
hipóstasis, no decimos que hubiera mutua confusión alguna entre las
naturalezas, sino que entendemos más bien que, permaneciendo cada una lo que
es, el Verbo se unió a la carne. Por eso hay un solo Cristo, Dios y hombre, el mismo consustancial al Padre
según la divinidad, y el mismo consustancial a nosotros según la humanidad.
Porque por modo igual rechaza y anatematiza la Iglesia de Dios a los que
dividen en partes o cortan que a los que confunden el misterio de la divina
economía de Cristo» (DH429s.;DHR220).
3. La cristología en
la Escolástica
a) La
cristología tomista
En la III Parte de su Summa theologiae ofrece Tomás de
Aquino (1225-1274) la más completa exposición teológica de la cristología hasta
entonces existente. En el marco de su esquema global, Cristo es el mediador
entre Dios y los hombres. Dios quiere comunicarse con los hombres mediante la
creación, la encarnación y el envío del Espíritu e introducirlos
comunicativamente en su vida trinitaria (S. th. III q. 1 a. 1). Para que
el hombre, orientado, en razón de su origen y su fin, a Dios, pueda comunicarse
con él, Dios mismo debe pasar al lado humano. Jesucristo es, en cuanto
Dios-hombre, verdadero Dios y hombre verdadero y por ello también verdadero
mediador y portador del acontecimiento de la redención.
En alusión a los
misterios de la vida de Jesús (concepción por obra del Espíritu y nacimiento de
la virgen María, circuncisión entendida como cumplimiento de la ley,
presentación en el templo, bautismo en el Jordán, pobreza y sencillez de vida,
sus tentaciones, su predicación, sus señales y milagros, su transfiguración y,
finalmente, la culminación de su obra en su pasión, su muerte, sepultura y
descenso a los muertos, su resurrección y ascensión, su exaltación a la derecha
del Padre y su nueva venida para el juicio) quiere Tomás entender la vida de
Jesús, sus enseñanzas, su obras salvíficas y su destino como un libro abierto
en el que puede leerse la revelación en palabras y vivirse la revelación en
hechos. El cristiano vincula con Jesús su propio destino existencial. En el
seguimiento de Jesús, todos los creyentes pueden entender su vida y sus
sufrimientos, su muerte y su sepultura, como copia del modelo Cristo y llegar,
con ayuda de la gracia, a la autoconsumación en el amor pleno a Dios y al
prójimo.
Enfrentándose a un vaciamiento racionalista del misterio, Tomás se
propone exponer, a partir del concepto de la analogía, la racionalidad interna
de la fe. La razón no puede aportar argumentos que lleven necesariamente al
acto de fe. Pero la fe puede afrontar cualquier interrogante racional. En el
acto de fe, convierte la razón en realidad sus posibilidades supremas. La
naturaleza humana es un compositum de alma y cuerpo. Aquí es el alma el
principio que da la forma y transmite el ser. Por consiguiente, a pesar de la
composición de sus principios, el hombre es una unidad interna y una realidad
única.
El Logos no ha
asumido un hombre previamente subsistente, es decir, existente ya antes en
virtud de un acto ontológico general (assumptus homo), ni una naturaleza humana
abstracta que pudiera ser pensada como carente de subsistencia (humana
natura). Jesús es realmente un hombre concreto y existente (homo). En
cuanto hombre que nos sale así al encuentro es aliquid, es un ente. Pero
existe, como tal hombre concreto, precisamente en virtud de la unión de su
naturaleza humana con la naturaleza divina en la actualidad de la persona del
Logos eterno.
Cuanto a la pregunta de cómo se ha producido la unión hipostática,
debe distinguirse entre la posibilidad de entenderla desde la naturaleza divina
asumente (ex parte naturae assumentis) o desde la naturaleza humana
asumida (ex parte naturae assumptae). La naturaleza humana de Cristo es
actualizada por la hipóstasis del Logos para constituir un hombre concreto.
Subsiste en la persona de la Palabra divina. Así, la persona del Logos es en sí
misma el principio de su ser, de su concreción, de su autonomía, de su unidad y
de su actividad. Sólo de este modo puede el Logos actuar como redentor a través
de un hombre concreto. Dios mismo es, pues, en el hombre Jesús, el Redentor,
pero por, con y en la humanidad asumida de Jesús.
El instrumento de la salvación es la libertad de la voluntad de Jesús,
su libre obediencia frente a la misión que le ha encomendado el Padre.
Justamente porque la libertad de la voluntad humana de Jesús llega a su
plenitud máxima a causa de su unión con el Logos (grafía unionis), es
Jesús, en su naturaleza humana, el nuevo Adán, la realización causal
ejemplar de la nueva criatura, el representante y cabeza de la nueva humanidad,
el mediador de la salvación y el sumo sacerdote de la nueva alianza, cabeza de
la Iglesia, de quien fluyen los torrentes de la gracia en el cuerpo de Cristo,
es decir, en la comunidad de los discípulos.
b) La doctrina de Duns Escoto sobre la unión hipostática
Juan Duns Escoto
(1265/1266-1308) asienta su doctrina totalmente sobre el terreno de la
cristología de la Iglesia antigua. Pero frente a la tradición tomista, pone
otros acentos. Su espiritualidad franciscana tiene una orientación más cristocéntrica y destaca más la significación propia de la humanidad de
Jesús. Son también importantes las diferencias en el planteamiento metafísico.
Con la tradición de cuño leonino-agustiniano, Escoto parte de la integridad,
entendida en sentido difisista, de las dos naturalezas, aunque siempre,
ciertamente, desde el presupuesto de la unión hipostática. Insiste aún más en
la autonomía propia de la naturaleza humana de Jesús respecto del Logos y bajo
el Logos (autonomía relativa). Si se quiere recurrir de nuevo a la
antigua fórmula —a la que puede dársele una interpretación absolutamente
ortodoxa— del assumptus homo (como quid, no como quis), debe
entendérsela en el sentido de una «filiación adoptiva» de la naturaleza humana.
A la pregunta: ¿Quién es ese hombre Jesús?, los tomistas responden: Es
la persona del Hijo eterno en la naturaleza humana en él asumida, con él unida
y por él existente. Pero Duns Escoto contestaría: Es, en cuanto hombre, hijo
adoptivo de la Trinidad, hipostáticamente unido con la persona del Logos
eterno. Cuando se habla de Jesucristo como sujeto, se piensa en la naturaleza
humana de este hombre, con su centro de actividad humano, que subsiste en el
Hijo eterno de Dios. Aquí se enuncia sólo in obliquo el ser de Jesús
como Hijo de Dios. Todas estas afirmaciones están estrechamente vinculadas con
el concepto de persona.
Tomás de Aquino parte de una distinción real entre la esencia y la
existencia. Para Escoto, en cambio, la distinción entre esencia y existencia es
meramente formal. Apoyándose en Ricardo de San Víctor, intenta desarrollar
un concepto de persona que, con las pertinentes modificaciones, pueda ser
aplicado básicamente a las personas de la Trinidad, a la persona del
Dios-hombre y a la persona de cada ser humano concreto. Una persona no es tan
sólo la actualidad de una esencia general determinada por el espíritu, sino determinada
también, a la vez, por su constitución ontológica, es decir, por su permanente
relación al origen. Son dos, por consiguiente, los elementos constitutivos de
la definición de la persona: la referencia a los orígenes y la esencia. Las
personas divinas no se definen en virtud de su participación unívoca en una
naturaleza común, sino precisamente por sus relaciones de origen, que se
realizan relacionalmente. En la Trinidad, las personas se definen positivamente
en su propia autonomía. De todas formas, a su autodiferencia (no-mediatez), en
virtud de la cual cada una de ellas es ella misma, no le corresponde un
carácter negativo, y ni siquiera privativo. Pero las cosas son diferentes
cuando se trata de la definición de la persona humana. En las criaturas
coinciden la naturaleza y el suppositum, de modo que resulta imposible
una realización positiva de una naturaleza esencial concretamente existente en
varias personas relacionalmente referidas entre sí.
Como en Escoto la persona no se define sólo por la esencia, sino
también, y aún más, por su relación de origen, puede otorgar la plenitud de sus
respectivos derechos tanto a la naturaleza divina de Cristo como a la humana.
Al mismo tiempo, confiere la debida importancia a la idea de la unión
hipostática en el sentido de que en Cristo una naturaleza humana alcanza su
máxima realización posible, ya que en virtud de su relación de origen existe y
actúa históricamente a través de la hipóstasis del Logos.
De todas formas, también en Tomás de Aquino se
detectan estos mismos centros de interés. Cuando Escoto admite en Cristo dos esse
existentiae, aunque subsistentes ambos en la hipóstasis del Logos, debe
admitir asimismo dos relaciones filiales en Cristo. Pero este enunciado no
desemboca necesariamente en la doctrina nestoriana de los dos hijos. Estas dos
relaciones filiales subsisten unidas en la persona del Logos.
4. Las
cuestiones cristológicas en la Reforma
El cristianismo luterano y calvinista de la Reforma se situó
decididamente en el terreno de la cristología de la Iglesia antigua. En la Confessio
Augustana (art. 1 y 3) se destaca expresamente que en lo referente al dogma
trinitario y cristológico no existen diferencias que separen a las Iglesias.
Así, Lutero declara: «En estos artículos no hay disputa ni debate, porque
ambas martes creemos y confesamos lo mismo» (Schm. Art. 1 Parte =BSLK 415). Es,
de todos modos, bien conocida la crítica de Felipe Melanchthon (1479-1560) a
una cristología que, en manos de la Escolástica nominalista, se había degradado
a campo de juegos de acrobacia conceptuales de carácter especulativo. No
debería sacarse a la cristología, según Melanchthon, de su contexto
soteriológico ni reducirla a simple clasificación terminológica de las
categorías de naturaleza y persona.
Para Martín Lutero (1483-1546), la encarnación se identifica con el
misterio de Cristo como mediador de la salvación y con su venida al mundo para
cargar sobre sí nuestros pecados. En un «trueque feliz», Cristo toma nuestra
pobreza para entregarnos su divina riqueza (cf. 2Cor 8,9).
En su Grosser Katechismus o Catecismo mayor describe la
conexión íntima entre la cristología y la justificación del pecador por la
gracia sola:
«Pues
habíamos sido creados y habíamos recibido de Dios Padre toda clase de bienes,
pero vino el diablo y nos arrastró a la desobediencia, al pecado, a la muerte y
a toda infelicidad, de modo que caímos bajo su cólera y su inclemencia,
castigados a la condenación eterna ... No había consejo, ayuda ni consuelo,
hasta que este único y eterno Hijo de Dios, compadecido por su bondad
insondable de nuestra aflicción y nuestra miseria, bajó del cielo para
ayudarnos. Y así, ahora han sido expulsados todos aquellos tiranos y verdugos y
en su lugar ha entrado Jesucristo, Señor de la vida y de la justicia, de toda
bondad y felicidad, y nos ha arrancado a nosotros, pobres hombres perdidos, de
la venganza del infierno, nos ha ganado, liberado y devuelto a la misericordia
y la gracia del Padre ... Los pasajes que siguen en estos artículos no hacen
otra cosa sino explicar esta redención y expresar cómo y por medio de quién ha
sucedido...» (BSLK 651s.).
En conexión con la doctrina de la justificación de Lutero se plantea
la pregunta de hasta qué punto tiene la voluntad humana de Jesús alguna
significación salvífica. No se ve claramente si los padecimientos expiatorios
vicarios de Cristo sólo fueron soportados por la persona del Logos en la
naturaleza humana o si también fueron aceptados obedientemente por la libertad
humana de Jesús. Esta problemática tiene repercusiones en la doctrina sobre la
Iglesia, el sacrificio y los méritos. Si Cristo actuó vicariamente en su
humanidad también expersonae ecclesiae, puede señalarse que actúa
asimismo como cabeza de la nueva humanidad, que une a la Iglesia consigo para
formar una unidad de acción y la incluye, en el acontecimiento salvífico, en la
comunicación del Padre y del Hijo.
Juan Calvino (1509-1564) está más marcado por la cristología de la
separación. Considera que la unidad de las dos naturalezas se fundamenta
dinámicamente en el ministerio de la mediación de Cristo. Como el Logos
participa de ambas naturalezas y existe en las dos, media a los hombres, en el
Espíritu Santo, en la comunión con Dios.
Pero, apartándose de la opinión de Lutero, no admite que la naturaleza
humana comparta la omnipresencia de la divinidad. Es cierto que la naturaleza
divina abarca a la humanidad de Cristo, pero no está vinculada a ella. Sin
duda, la naturaleza divina ha descendido del cielo en la encarnación y se ha
unido a nuestra naturaleza humana en la persona del Logos. Pero, al mismo
tiempo, permanece en el cielo (extra calvinisticum).
Al igual que Zuinglio (1484-1531), también
Calvino niega la presencia corporal de Cristo en la Cena. Si el cuerpo de
Cristo está sentado a la derecha del Padre y se encuentra en un lugar concreto
del cielo, no puede estar a la vez localiter y circumscríptive en el
altar. Es cierto que la palabra y el elemento material de la eucaristía
representan a Cristo en la unidad de su divinidad y su humanidad, pero no se
trata de una presencia real, sino de una especie de presencia
espiritual. Así, al comer y beber los dones de la cena, el Espíritu Santo
uniría, de espiritual manera, a los que creen en su corazón, con el Dios-hombre
que está en el cielo.
Ocupa un importante lugar en la soteriología la doctrina de Calvino
sobre los tres ministerios de Cristo (triplex munus Christi) (Inst.
chris. reí. II, 15).
- En su ministerio profético,
Cristo anuncia la palabra de Dios.
- En su ministerio real, Cristo
ejerce la soberanía de Dios y lleva a los creyentes a la vida eterna.
- En su ministerio sacerdotal, finalmente,
desempeña su tarea salvífica (en sentido estrictamente soteriológico). En un
sentido algo trasladado, también la dogmática católica ha asumido, desde el
siglo XVIII, y luego sobre todo y plenamente en el II concilio Vaticano, la doctrina del triple ministerio
de Cristo (cf LG 9-12 et passim).
5. Las concepciones cristológicas actuales
a) Las perspectivas de la cristología en la actualidad
La cristología se
cultiva hoy día desde la idea rectora de someter a comprobación intelectual y
hacer aceptable al hombre moderno, marcado por un pensamiento y una
sensibilidad históricos y científico-naturales, los enunciados bíblicos, dogmáticos
y dogmático-históricos sobre Jesús, el Cristo. En este
contexto, presenta una notable dificultad el hecho de que en la Edad Moderna se
entienda la realidad, cada vez más acentuadamente, desde una perspectiva
alejada de la metafísica. Mientras que la cristología bíblica y eclesial se
iniciaba con el enunciado de la preexistencia, la afirmación de la encarnación
y el testimonio del acontecimiento pascual, la teología contemporánea arranca
de la autoexperiencia humana. A partir del interrogante antropológico básico
sobre el origen y el fin, el proyecto y la consumación de la vida humana, la
atención se centra, en la connaturalidad con la historia del hombre Jesús de
Nazaret, en el tema del horizonte trascendental sobre cuyo trasfondo la unión
específica de Jesús con Dios no parezca fantasía mitológica, sino la respuesta
adecuada a la pregunta antropológica.
IV. JESUCRISTO, EL MEDIADOR
DE LA SALVACIÓN
1. La metodología de la soteriología
La soteriología es la doctrina de la redención (del
griego swthria) de
todos los hombres de la lejanía de Dios, la desesperación y la muerte llevada a
cabo por Dios mediante la acción salvífica de Jesucristo.
En la concepción bíblica y patrística, la doctrina
de la persona de Cristo y la de su obra forman una unidad inmediata. Sólo en la
Escolástica tardía aparecen separadas, en la estructura de la dogmática, las
enseñanzas sobre la persona de Jesús (unión hipostática) y las concernientes a
la obra salvífica del Redentor. La teología occidental de la redención centró
sus análisis en dos perspectivas, a
saber:
— por un lado, en la redención objetiva mediante
la encarnación del Logos y el sacrificio expiatorio vicario de Cristo en la
cruz;
— por otro lado, en la apropiación
subjetiva de la obra salvífica de Cristo por los creyentes en el
acontecimiento de la justificación y de la santificación personal. Esto sucede
en virtud de la gracia interna del Espíritu Santo, que sostiene y fundamenta
los actos básicos humanos de la fe, la esperanza y el amor (cf. la pneumatología
y la doctrina de la gracia).
En la teología actual, la cristología y la
soteriología deben ser analizadas y expuestas de nuevo, en virtud de su radical
y fundamental unidad, como un mismo tratado dogmático. La fuente y el
contenido de la soteriología es la persona de Jesús. La soteriología es
cristología en cuanto que en ella se destaca el aspecto de la pro-existencia
de Jesús. La soteriología es coextensiva con la autocomunicación divina que
se concreta escatológicamente en la encarnación del Hijo de Dios. Jesús es el
salvador absoluto y el portador de la esperanza de la humanidad que atrae a
todos a sí.
Dios Padre se revela a sí mismo en el Hijo por medio
del Espíritu Santo para que los hombres puedan decir a través del Espíritu y
junto con el Hijo Abba, Padre (cf. Gal 4,4-6; Rom 8,15.29). Toda la
doctrina de la redención se concentra y condensa en la autopredicación de Jesús
en Juan: «Yo soy el camino y la verdad y la vida» (Jn 14,6).
2. El testimonio
bíblico de la salvación y del mediador salvífico
La «salvación» es en
el Nuevo Testamento la cifra y síntesis de la plenitud y consumación de todos
los anhelos humanos de verdad y vida, de libertad y de amor en Dios, creador y
consumador de su criatura. La voluntad salvífica eterna de Dios adquiere forma
histórica en sus obras redentoras, salvadoras y liberadoras
La autorrealización
personal del hombre subsiste en sus condiciones naturales en los niveles:
- de los principios estructurales del hombre
en espiritualidad, libertad y corporeidad;
- la intercomunicación personal en el tiempo
(historia);
- del entorno natural en el espacio (mundo).
La venida del reino
de Dios en Jesucristo y su revelación en la historia de obediencia de la libertad humana de Jesús indican
que no puede establecerse ninguna diferencia real entre Dios como sujeto del
acontecimiento salvífico y el contenido de la salvación.
Jesús no es el
portador externo de una salvación distinta de su persona. Es la la en su propia
persona:
Cristo
restablece la relación de los hombres con Dios rota por el pecado al aceptar
sobre sí, siendo inocente, nuestros pecados en nuestro lugar, al sepultarlos
consigo en su muerte y al revelar y hacer accesible en su resurrección la nueva
vida de comunión con Dios en el amor (cf. Rom 4,25; 8,3; 2Cor 5,21; Gal 3,13;
Heb 4,15). La caída generalizada, fundamentada en Adán, en la muerte, el más
cruel enemigo del hombre, ha quedado superada en Cristo. Con su resurrección ha
ganado la vida nueva para todos nosotros. En el Espíritu Santo, sus discípulos
se convierten en sus hermanos y hermanas y participan, por el poder de la
gracia que está en sus corazones (Rom 5,5), de la relación filial con el Padre
y de la vida interna de Dios como amor (cf. Gal 4,4-6; Rom 8,29; Col 1,18; Ef
1,5).
3. El dogma soteriológico
El magisterio de la Iglesia no ha presentado una concepción teológica
específicamente suya de la redención, aunque sí testifica el hecho mismo de
esta redención por Jesucristo. Todos y cada uno de los enunciados concretos se
apoyan en definitiva en la confesión de que Jesús es el mediador único de la
salvación. La formulación del credo niceno-constantinopolitano ofrece una
orientación de todos los enunciados soteriológicos:
«Creemos en un solo Dios... Y en un solo Señor, Jesucristo, el Hijo
unigénito de Dios... que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación,
descendió de los cielos... y se encarnó...» (DH 150; DHR 86).
Dios convierte en realidad esta voluntad salvífica mediante la misión
y la obediencia del hombre Jesús (DH 1522ss.; DHR 794s.). El Hijo de Dios lleva
a cabo su ministerio de mediador (sacerdotal, real y profético) entre Dios y
los hombres en la naturaleza humana asumida en virtud de la unión hipostática
(DH 261; DHR 122). Jesucristo no tiene pecado y tomó una naturaleza humana
también sin pecado (DH 533; DHR 283), aunque en su estado concreto de
sometimiento al poder del pecado, de la muerte y del diablo (DH 292s; DHR 144).
En virtud de su naturaleza divina triunfa sobre la culpa (DH 291s.) al padecer
una muerte que es castigo y expresión del alejamiento de Dios por parte del
hombre como consecuencia del pecado de Adán (DH 539; DHR 286). Por su
obediencia hasta la muerte en cruz ha adquirido mérito infinito y ha superado
el pecado de Adán y sus consecuencias (DH 1025,1513; DHR, 790).
Aunque Cristo ofreció su muerte sacrificial cruenta en el altar de la
cruz una sola vez, este sacrificio permanece por siempre presente en la Iglesia
de forma sacramental (el mismo sacrificio, indiviso e irrepetible en la
multiplicidad de las celebraciones sacramentales). En su sacrificio se ofrece,
como ofrenda y como sacerdote a la vez, al Padre para alabanza, agradecimiento,
expiación y súplica (DH 1739-1743,1751-1754; DHR 938-941,948-951).
Los hombres participan de la gracia de la redención por medio de los
sacramentos y de la realización subjetiva de la relación con Dios en la fe, la
esperanza y el amor (DH 1520-1583; DHR 792a-843). La senda de la vida cristiana
es caminar con Cristo (seguimiento). En la gracia maduran y acrecientan los
creyentes la comunión del amor de Dios. Como miembros del cuerpo de Cristo, que
es la Iglesia, adquieren, mediante el nuevo género de vida a partir del
Espíritu Santo, es decir, a través de acciones nuevas guiadas por el Espíritu,
verdaderos méritos y ofrecen, por consiguiente, satisfacción a Dios por sus
pecados. No hay aquí contradicción ninguna con el sacrificio de Cristo en la
cruz, que ha dado a Dios satisfacción plena y total, sino que, precisamente, lo
presupone (DH 1545ss.; DHR 803,809). La redención objetiva acontece mediante la
encarnación del Hijo de Dios y su concepción por obra del Espíritu, su
nacimiento de María, su actividad salvífica en la tierra, su pasión y muerte,
su descenso a los muertos, la resurrección, su ascensión, el envío del Espíritu
y, en fin, la nueva venida de Cristo al final de los tiempos para el juicio y
la consumación de la creación entera.
La cristología y la soteriología
dan respuesta a dos preguntas: ¿Quién es Jesús y qué es para nosotros? Las dos
tienen una única respuesta:
«Él es
el Dios verdadero y la vida eterna» (1Jn 5,20).
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