domingo, 28 de octubre de 2012


I. TEMAS Y HORIZONTES DE LA CRISTOLOGÍA
1. La plenitud histórica de la autorrevelación de Yahvéh en Jesús de Nazareth.
Al principio y en el centro de la fe cristiana se sitúa la figura histórica de Jesús de Nazareth.
El Hijo de Dios mesiánico está penetrado y empapado (= ungido) del Espíritu Santo y tiene, por tanto, una estrechísima relación con Yahvéh (cf. Mc. 1,11 par.; Rom. 1,3).

En la persona de Jesús como representante de Israel, en su proclamación y en su destino hasta la muerte en cruz y el acontecimiento definitivo de su resurrección por el Padre se revela su misión (= función) de Hijo de Dios (cf. Rom 1,3). Y así llega también a su plenitud la relación Padre-Hijo entre Dios y su pueblo. El es el mediador de toda la creación, tanto en su origen como en su consumación (Jn 1,3; Heb 1,2; 1 Cor 8,6; Col 1,16; Ef 1,10).
En el ministerio de la mediación de Jesús queda Israel constituido en el pueblo de la alianza escatológica de la «Iglesia de judíos y paganos» (Gal 3,28; Ef 2,14). En la confesión de la Iglesia, Yahvéh da testimonio de sí «como Dios y Padre de Jesucristo» y «Dios y Padre» (Sant 1,27) de todos los hombres (Ef. 4,6).
Así, pues, la cristología alcanza su punto culminante en el enunciado:   
La Palabra es el Hijo
(cf. Jn 1,1.14.18; Heb 12,1-3; Fil 2,6-11;
Rom 8,3 etpassim).
Por iniciativa de Dios se ha hecho Jesús como el único Nombre en el que hay salvación (Act 4,12). Ha sido instituido como «autor de la vida» (Act 3,15). Él es el único camino hacia el Padre, hacia la verdad y hacia la vida de Dios (Jn 14.6).
El nombre de Jesús (Mt. 1,21) es la plena representación y mediación humana del único «nombre de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo» (Mt 28,19) en el mundo, en la historia y en toda la una y única creación de Dios.

2. Contenido de la cristología.
La pregunta cristológica básica es: ¿Quién es este Jesús de Nazaret (cristología en sentido estricto) y qué significa para nuestra relación con Dios (soteriología)?
La pregunta sobre el quién se refiere a la persona de Jesús, es decir, a su identidad relacional como hombre en su relación a Dios y a su anclaje en la autorrelación interna de Dios como Palabra consigo mismo que tiene su origen en la paternidad (en el ser-padre) de Dios.
La soteriología (= la doctrina sobre la significación salvífica universal de Jesús para nuestra relación con Dios) es el aspecto externo de la cristología (= la doctrina sobre la unidad de la divinidad y la humanidad en la persona del Hijo y la Palabra del Padre eterno). Y, a la inversa, la cristología se manifiesta en la soteriología.
La soteriología y la cristología no son dos tratados distintos, son simplemente los dos aspectos del único misterio de Cristo. Forman un todo único en el sentido de una relación de mutua fundamentación y esclarecimiento.

La cristología abarca los siguiente contenidos concretos:
  • La relación singular de Jesús con Dios como Padre suyo (relación abba);
  • Su unidad con el Padre en el Espíritu Santo (= unción con el Espíritu Santo como Mesías/Cristo);
  • La predicación de Jesús, y más en particular su proclamación del reino de Dios;
  • Su doctrina del reino y sus actividades salvíficas (= praxis soteriológica);
  • La institución de la nueva alianza en la última Cena y en la cruz;
  • La resurrección, exaltación y envío del Espíritu;
  • La presencia personal de Jesús en la Iglesia como su cabeza y su actividad en la  Iglesia (proclamación, servicio de salvación y servicio al mundo);
  • Su nueva venida al fin de los tiempos como juicio y reconciliación.

La primitiva Iglesia cultivaba la cristología desde dos perspectivas, con zonas de interferencia:
Ø    en la procesión intratrinitaria de la Palabra del Hijo desde el Padre en la comunión del Espíritu Santo, así como la encarnación en virtud del nacimiento de Jesús en el tiempo de la virgen María);
Ø    y, en segundo lugar, la de la economía (= la acción salvífica de Dios trino por medio de la Palabra encarnada, es decir, por medio de la misión, la historia y el destino del hombre Jesús de Nazaret).
En el espejo del hombre Jesús percibe el hombre claramente qué y quién es él frente a Dios. Y Dios mismo se media históricamente en su esencia y su voluntad salvífica a través de la humanidad y la compasión humana de Jesús. (cfr. GS 22)
La cristología es el Dios trino que se ha encarnado, por medio de la Palabra, en el hombre Jesús de Nazaret. Y por eso, este Jesús es también, en la unidad de su humanidad y su divinidad. Dios sólo es accesible si revela en la Palabra su realidad personal y si es posible el encuentro con la Palabra como carne, es decir, si aparece en la historia como hombre.
Así, la cristología científica es fundamentación que reflexiona metodológicamente y razona sistemáticamente, es explanación interna y mediación del acontecimiento Cristo en cuanto que en Jesucristo sale el mismo Dios al encuentro del hombre, de modo que así tienen los hombres, por y con Jesús de Nazaret, acceso a la salvación de Dios, creador y consumador de todo el género humano.
3. El dogma cristológico-soteriológico

a) Aspectos esenciales de la fe en Cristo de la Iglesia
Tomando como base los enunciados esenciales de la Sagrada Escritura sobre Jesús, Hijo de Dios y salvador de todos los hombres, las fórmulas ternarias de confesión de la Iglesia primitiva dedican a Jesús su artículo segundo.

Jesús es la segunda Persona de la Trinidad, que ha recibido su divinidad mediante «generación y nacimiento» eterno del Padre. Esta Palabra de Dios, o Hijo del Padre, igual en esencia, ha asumido la existencia humana y sale a nuestro encuentro en el hombre concreto Jesús de Nazaret. Mediante el acto de la aceptación de la naturaleza humana en la encarnación en virtud de la respuesta obediente del hombre Jesús (en su conciencia de criatura y en la libertad que le compete como ser creado) viene Dios al mundo en la historia y en el destino de un hombre concreto. En razón de la unidad de la naturaleza humana y la divina, fundamentada en la persona o hipóstasis del Logos (= la unión hipostática), Jesucristo es Dios y, hombre, dado que posee, desde la eternidad, su naturaleza divina y ha hecho suya, en el tiempo y en la historia, una naturaleza humana real y verdadera.

Por su muerte expiatoria vicaria en la cruz a causa de nuestros pecados ha llevado a cabo, mediante su obediencia al Padre y en cuanto representante de los hombres, la justicia de la nueva alianza (= expiación). En la resurrección de Jesús, Dios se ha revelado como Padre de Jesucristo y le ha confirmado como el mediador escatológico de la salvación. En la humanidad plena de Jesús está el Padre presente para siempre en el mundo como salvación. Mediante la resurrección, el Dios-hombre ha vencido a la muerte.

El dogma cristológico, en su sentido estricto, declara que, en virtud de la unión hipostática, la naturaleza humana y la divina de Jesús están unidas en Cristo inseparablemente, pero sin mezcla ni confusión entre ellas («una persona en dos naturalezas»). Por consiguiente, debe hablarse de Cristo desde una triple perspectiva:
1. En virtud del nacimiento y generación eterna del Padre, el Logos posee una naturaleza divina.
2. El Logos ha tomado de María un verdadero cuerpo humano y un alma asimismo humana, dotada de inteligencia y voluntad. Posee, por tanto, una naturaleza humana verdadera, total e íntegra.
3. La unidad de las dos naturalezas no se produce a causa de una conexión o combinación externa, ni mediante una unificación de las voluntades. Surge en virtud de la hipóstasis/subsistencia/persona de la Palabra divina.

b) El descubrimiento del kerygma de Cristo
La causa del fracaso de las investigaciones sobre la vida de Jesús radicaba en su falta de familiaridad con las fuentes históricas. Se advirtió claramente que no se les puede imputar a los evangelistas, en el plano histórico y hermenéutico, una comprensión positivistamente reducida de la realidad. No puede establecerse una clara y nítida separación entre el contenido de un testimonio sobre una situación histórica y su transmisión a través de los testigos. Sólo a través del testimonio de la Iglesia primitiva se tiene acceso a la figura de Jesús, a las intenciones que le movían y a las acciones que llevó a cabo. En el kerygma de la comunidad no se encuentra sólo la fe de los discípulos, sino que es el mismo Jesús el que se hace accesible en aquel kerygma de la proto-Iglesia. El Christus praesens que nos sale al encuentro en la liturgia, la predicación y la vida de la comunidad es la única eficacia creadora de historia que se remonta inmediatamente al mismo Jesús. De ahí que sólo a través de esta historia eficaz pueda descubrirse una vía de acceso hacia el origen de tal eficiencia. Todo lo demás es simple producto artificial de una «investigación histórica» que aún no ha llegado a resultados claros respecto de las condiciones epistemológicas del conocimiento histórico y trascendental.

El creyente no puede, seguir apoyándose en hechos salvíficos objetivos que puedan verificarse también fuera de la fe, con ayuda de las ciencias naturales e históricas. En cuanto que actúa en Cristo, Dios es la verdad y la realidad de mi existencia en la palabra, pronunciada aquí y ahora en el interior de mi propia vida. Estaría incluso en contradicción con la fe (que no significa sino estar situado, en cada circunstancia, en la verdad de la propia existencia), la pretensión de afianzarse en un fundamento objetivable fuera del pro me.
c) El reencuentro de la problemática histórica y la dogmática y el planteamiento de una cristología «desde abajo»
El nuevo enfoque del problema del Jesús histórico
La vía de acceso a Jesús es la que queda abierta por el kerygma de la comunidad y por la literatura evangélica que surgió en su seno. Ahora bien, los evangelios mismos estaban interesados por la figura del Jesús histórico. Con ayuda del método histórico formal pueden averiguarse muchas de las palabras, los hechos y los comportamientos auténticos de Jesús y llegar así, a modo de conclusión, hasta la concepción que él tenía de sí mismo. Sería erróneo un enfoque centrado exclusivamente en el Christus praesens en el kerygma, porque reconstruiría un Jesús terreno aislado de la confesión creyente, mientras que los evangelios dan testimonio precisamente de la identificación del Jesús terreno con el Señor y el Cristo exaltado y acreditado por Dios. Esta mutua interpretación del Jesús terreno y el Jesucristo creído habría sido la única posibilidad con que contaba la Iglesia primitiva para testificar ante todo el mundo que este hombre Jesús representa, como hombre verdadero de esta historia, la automanifestación escatológica de Dios y lleva a cabo la mediación del reino de Dios escatológico.
El nuevo enfoque de la cristología dogmática
La cristología sistemática no puede ya seguir aceptando la alternativa «Jesús histórico» o «Cristo de la fe» como punto de arranque. Se trata más bien de asumir las dos dimensiones, mutuamente referidas, de una síntesis constituida, en definitiva, por Dios y accesible a los hombres en el acto de la fe. El hombre es en sí mismo la unidad de la referencia a la historia por un lado y de la capacitación, por el otro, para el análisis trascendental de la verdad y la libertad de la autocomunicación de Dios que acontece en el medio de la historia. La historia se convierte en lenguaje y gramática, a través de los cuales se comunica Dios. Y es también, por otra parte, el lugar concreto de la referencia trascendental del hombre al misterio de toda la realidad en Dios.

Entonces la clásica «cristología desde arriba» debería transformarse —para preservar la plenitud de su sustancia— en una «cristología desde abajo». Y ésta debería iniciar su recorrido por la pregunta antropológica del ser humano en sí mismo, para pasar luego al análisis de las condiciones y los supuestos de su plenitud en la referencia a aquel misterio sacro al que, en cuanto misterio absoluto inobjetivo y, sin embargo, irrecusable, de la verdad y del amor, se aplica el nombre de Dios.

Este planteamiento antropológico-trascendental de la cristología puede mostrar que las afirmaciones dogmáticas sobre Jesús no son una verdad complementaria —que deba ser creída por simple autoridad—. Se trata, por el contrario, de un enfoque que configura la base para un análisis profundizado de los constitutivos antropológicos y puede proporcionar la mediación interna entre la trascendencia de Dios y la demanda humana de la salvación en el contexto de la historia. Sólo una reflexión histórico-trascendental es capaz de superar la moderna escisión sujeto-objeto y, a una con ello, también la oposición entre historia y dogma, entre el «Jesús de la historia» y el «Cristo de la fe».

5. La primitiva síntesis cristológica: el Jesús crucificado es el Cristo resucitado por el Padre
a) El acontecimiento de Pascua como origen del testimonio pascual
La confesión de Jesús como Cristo y, por tanto, la totalidad de la cristología como reflexión de la fe en Cristo se apoya en el carácter indeducible de un hecho histórico. En las apariciones pascuales se revela Jesús a sus discípulos como viviendo junto a Dios y como mediador del reino escatológico divino atestiguado y respaldado por Dios, a quien llamaba su Padre. A la luz de aquella experiencia pascual pudieron sus seguidores identificar al Señor elevado hasta Dios y resucitado de entre los muertos con el Jesús de Nazaret, que se había presentado y actuado como mediador del reino de Dios del fin de los tiempos. Es el Jesús de la historia, que se sabe inserto en una relación singular con Dios como su Padre (relación «abba»). Es el hombre Jesús de Nazaret que, a causa de su pretensión de proclamar el dominio escatológico aquí y ahora y de su llamamiento a creer en él y a seguirle, fue condenado por los hombres a morir en la cruz.
El acontecimiento de Pascua es el fundamento de la fe pascual. La fe pascual es el origen del mensaje pascual. Este mensaje pascual único está presente en los diferentes testimonios pascuales.
El primitivo kerygma apostólico confirma que sólo hay una vía de acceso a la persona del Jesús histórico y a su significación soteriológica: la que lleva de la confesión de fe de los discípulos hasta Jesús (cristología explícita). Sólo porque Dios se revela en el acontecimiento de la resurrección y en las apariciones pascuales como el Padre de Jesús pueden interpretar adecuadamente los discípulos la relación de Jesús con Dios que podía percibirse ya también en la historia y en las actividades del Jesús prepascual (cristología implícita).
Esta primitiva síntesis cristológica puede ser reconducida, a pesar de la multiforme variedad de sus formulaciones, a un único contenido básico:

El Jesús crucificado es el mediador escatológico del reino de Dios testificado por Yahvéh. Es el Cristo, el «Hijo de Dios» mesiánico. En él ha llegado a su cumplimiento definitivo la promesa de la presencia escatológica de Dios, una presencia que se ha realizado deforma histórica concreta en el hombre Jesús (cf. el testimonio literario más antiguo: 1 Cor 15,3-5; cf. también 1 Tes 1,10; 4,14; Rom 10,9; 2Tim 2,8; 1 Pe 3,18; 1 Tim 3,16; Mc 16,6; Mt 28,5s.; Lc 24,5-7; Jn 20,8s. Et passim).

b) La unidad de la confesión pascual en la pluralidad de los testimonios bíblicos
Aunque el testimonio de los escritores bíblicos sobre Jesús presenta una gran diversidad, no es menos evidente que todos ellos tienen como punto de referencia común las apariciones pascuales.
Pueden distinguirse como mínimo tres formas diferentes de la tradición de la única confesión básica de la fe cristológica:
 - Pablo da por absolutamente evidente la historicidad de Jesús (cf. Rom 1,3; 9,3; Gal 4,4-6). Pero su pensamiento se centra en la significación soteriológica de la cruz y la resurrección.

 - Los evangelios sinópticos ofrecen, en cambio, recurriendo a los relatos más antiguos sobre las actividades terrenas de Jesús y sobre su pasión, una cristología de índole más narrativa.

 - Puede considerarse el Evangelio de Juan (y su primera Carta) como una combinación de la cristología narrativa y la homológica (o confesional). El relato de la historia terrena de Jesús está claramente integrado en la revelación del misterio de su persona.

c) La traslación de la experiencia pascual a la forma lingüística del testimonio pascual

De aquí se sigue que la formulación lingüística de la experiencia y del testimonio pascuales de los discípulos y de la Iglesia está permanentemente determinada por la acción eficaz del Espíritu Santo. Las diferentes redacciones lingüísticas del acontecimiento único (por ejemplo, como resurrección, glorificación, exaltación, comunicación, revelación del Hijo) indican que la capacidad de configuración de la razón humana no alcanza a percibir adecuadamente el acontecimiento y sólo puede expresarlo mediante un lenguaje analógico. Pero no por ello se reduce el acontecimiento, el misterio de la fe, a la dimensión de la capacidad de comprensión del entendimiento humano.

El Espíritu Santo, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos y ha dado a la mente de los discípulos capacidad para lograr la síntesis valorativa de la fe pascual, supera la diástasis entre las verdades de razón vacías de historia y los procesos históricos vacíos de verdad.
II. EL PRIMITIVO TESTIMONIO DE LA IGLESIA SOBRE JESÚS, EL CRISTO

1. Origen y transmisión de la confesión de Cristo.
Jesús de Nazaret como figura histórica.
Jesús de Nazaret fue un hombre inserto en el ámbito de la historia, no en la esfera del mito o de la leyenda religiosa. Vivió, hasta cumplir los treinta años de edad, en la pequeña localidad de Nazaret, en Galilea (Mc 1,9). Por ello, en cuanto ser en la historia, recibe el nombre de «Jesús de Nazaret» (Mc 1,24 et passim).
Aunque los evangelistas no pretenden escribir una biografía de índole histórico-psicológica, están indudablemente interesados por la secuencia de los hechos históricos. Jesús es «el hijo de María» (Mc 6,3; según Gal 4,4, el hecho de «haber nacido de mujer» demuestra que es verdadero hombre).

Al ser adoptado por José, «esposo de María, de la que nació Jesús, el Cristo y Mesías» (cf. Mt 1,16), Jesús se inscribe en la línea de la promesa del esperado Mesías real (= «Hijo de Dios»), de la descendencia de David (cf. Lc 1,32; Rom 1,3). De ahí que en su primera aparición en público se le tuviera por hijo del carpintero José (cf. Lc 3,23; Jn 1,45). En el árbol genealógico de Jesús de Mateo se le presenta, en sentido teológico, como «hijo de David, hijo de Abraham» (Mt 1,1), mientras que Lucas remonta su origen inmediatamente hasta Adán, el primer hombre creado por Dios, y le testifica, por tanto, como el «hombre nuevo» que procede directamente de Dios (Lc 3,38).

Jesús nació en Palestina, entre el año 7 y el 4 antes de la era cristiana (así llamada en honor del propio Cristo), y no en el año 1, debido a un error de cálculo cometido por Dionisio el Exiguo cuando trasladó el calendario romano al cristiano. Reinaba por entonces en Judea Herodes el Grande (37-4 a.C.) y estaba al frente del Imperio Romano Octavio Augusto (27 a.C.-14 d.C.). Según las indicaciones de los evangelistas Mateo y Lucas, Jesús nació, durante el reinado de Herodes, en Belén de Judá (Mt 2,1), debido a que varias disposiciones para el registro estadístico de la población del Imperio Romano obligó a sus padres a trasladarse, por el tiempo de su nacimiento, a aquella antigua ciudad real de David (cf. Miq 5,1-3; 1 Sam 17,12s.; Rut 4,11-18; Lc 2,1-7).

Hasta el comienzo de sus actividades públicas, Jesús vivió en su «pueblo» (Mc 6,1), donde «se había criado» (Lc 4,16). Se le tenía por «carpintero» (Mc 6,3) o por «el hijo del carpintero» (Mt 13,55; cf. Lc 3,23; Jn 6,42). Se le suponían unos 30 años de edad (Lc 3,23; Jn 8,57).
El contenido de su mensaje y de sus acciones fue el establecimiento del señorío de Yahvéh, del reino de Dios (basileia tou ueou). Proclamó la cercanía inminente de este reino. Invitó a responder a su llamada mediante la conversión y la fe en el evangelio de Dios. Al cabo de una vida activa pública de entre un año y medio y tres años de duración, sobre todo en Galilea, Judea y Jerusalén (aunque también en la Decápolis, Traconítide, Iturea y Transjordania), cumplió su destino en Jerusalén, centro religioso de Israel. Murió en cruz, probablemente el día 7 de abril (14-15 de nisán) del año 30, ciertamente un viernes, tras haber sido condenado a la pena capital por el gobernador romano Poncio Pilato (26-36 d.C.), durante el reinado del emperador romano Tiberio (14-36 d. C.). El cargo de sumo sacerdote recaía sobre Caifas (18-36 d.C.). Fue ajusticiado porque las autoridades judías le acusaron de blasfemo y falso mesías y las romanas de sedicioso político. Goza de certeza histórica el rótulo de la acusación colgado de la cruz: «Rey de los judíos» (Mc 15,26). Dado que los sumos sacerdotes y los letrados de la Ley se mofaban de Jesús crucificado como del «mesías y rey y de Israel» (Mc 15,32), es patente que Jesús fue condenado a muerte porque al identificar el reino de Dios con su persona se le consideraba un falso «pretendiente a mesías».

2. La actividad pública de Jesús hasta su muerte en la cruz
a) El centro de la predicación: la proclamación del reino escatológico de Dios

El centro en torno al cual se organizó la actividad pública de Jesús en hechos y palabras (praxis soteriológica) y la concepción de sí exclusivamente orientada a Dios (mesianidad, filiación divina), fue la proclamación del reino, ya cercano, de su Padre, abierto al futuro. Los sinópticos presentan la impresión global a través de la sentencia de Jesús:

«Se ha cumplido el tiempo (el «kairos»). El reino de Dios (basileia tou ueou) está cerca. Convertíos y creed al evangelio» (Mc 1,15; cf. Mt 4,17; Lc 4,14s).

Fuera de la tradición de los evangelios, el concepto de basileia pasa a un segundo plano (pero cf. Act 1,3; 8,12; 14,22; 19,8; 28,23.31; Jn 3,3.5; Rom 14,17; 1 Cor 4,20; 15.24; Col 1,11s,; 2 Tes 1,5). El término «cielo» describe el ser y la actividad de Dios. El mismo Jesús habló del reino y del reinado de Dios. El reino de Dios establecido a través de las acciones de Jesús abarca los siguientes aspectos: nueva alianza; reconciliación; justificación del pecador, liberación y libertad; salvación; santificación; redención; perdón de los pecados; koinonia con el Padre y el Hijo en el amor del Espíritu; vida eterna; paz (shalom); renacimiento para una vida nueva; nueva criatura en Cristo y en el Espíritu; banquete nupcial del Cordero; creación del nuevo cielo y la nueva tierra; nuevo paraíso.

b) El teocentrismo de la basileia
La basileia no se refiere a un territorio de dominio o soberanía política intramundana. Tampoco se puede confundir con una comunión de sentimientos (en el sentido de un espiritualismo que huye del mundo o de una intimidad sin relación con la historia).
El reino de Dios como consumación de la historia de la alianza de Israel
El reino de Dios acontece en el aquí y el ahora de la predicación de Jesús. Mediante su actividad salvífica mesiánica establece el prometido reino de Dios en medio del pueblo elegido de la alianza.

El reino de Dios no llega en medio de pompas externas y símbolos de rango y posición social generados por la voluntad humana de configuración. Se le experimenta como poder liberador y vivificador del Espíritu de Dios (cf. Gal 5,22).
El hombre sólo puede reaccionar a la llegada de la realidad personal de Dios en el mundo mediante los actos personales de la fe, la conversión y el amor. El mandamiento supremo de amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo (Mt 22,34-40) desborda con mucho los límites de una ética del deber apoyada en una autoridad divina.

Presente y futuro de la basileia

La basileia no puede entenderse su venida al modo de una especie de movimiento físico de Dios desde el mundo superior del cielo o desde un más allá espacio-temporal en dirección a la tierra. Dios no llega al mundo desde arriba o desde el exterior. La trascendencia divina se identifica con su realidad personal. Dios se acerca al hombre bajo la forma del encuentro de un mediador humano.
En la venida de Dios al mundo mediada por Jesús, el mismo Jesús cualifica al mundo como lugar de la realidad de la salvación (cf. la plenitud de los tiempos). Es en la referencia a las dimensiones de su existencia en el presente, en el pasado y en el futuro donde el creyente lleva a cabo la unidad de su relación personal a Dios en la yuxtaposición plural del espacio y en la sucesión en el tiempo.

c) La práctica del reino de Dios de Jesús
Las obras poderosas y las acciones simbólicas (los milagros) de Jesús
Jesús no sólo proclamó el evangelio de la basileia (especialmente en sus parábolas), sino que reveló también el poder salvador de Dios en sus propias acciones salvíficas (cf. Mt 4,23-25).
Del mismo modo que en la palabra humana de Jesús se transmite la palabra de Dios, así también se transmite en sus acciones la voluntad salvífica del Padre. En los hechos de Jesús acontece el reino del Padre y la venida de su reino:

«Si yo arrojo los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20; Mt 12,28).

EL hombre moderno ve milagros precisamente en la regularidad de las leyes de la naturaleza y su orden, y contempla la historia como lugar donde él se realiza.
Sobre todo, los relatos de la resurrección de la hija de Jairo, del joven de Naín y de Lázaro intentan presentar a Jesús como Señor sobre vida y muerte. Se advierte que los milagros naturales son un añadido secundario a la tradición primitiva.

Esas leyendas serían de examinar teniendo en cuenta no tanto su contenido histórico como su intencionalidad teológica. No dicen nada sobre ciertos hechos salvadores, sino sobre el significado del único acontecimiento salvífico. Jesucristo. Por tanto, al probarse que ciertos milagros no se pueden atribuir al Jesús terreno, no se ha dicho en absoluto que carezcan de importancia teológica y kerigmática. Tales relatos milagrosos no-históricos son expresiones de fe sobre el significado salvador de la persona y mensaje de Jesús. Con todo sería falso deducir de esta tesis que no hay absolutamente acción alguna milagrosa de Jesús con garantía histórica.

Después de un examen crítico de la tradición de los milagros en los evangelios se deduce también que no se puede negar un núcleo histórico de esa tradición. Jesús hizo acciones extraordinarias que maravillaron a sus contemporáneos. Hay que mencionar curaciones de diversas enfermedades y de síntomas que entonces se consideraban signos de posesión de espíritus.

Hoy se intenta «aclarar» «psicogénicamente» la curación de fiebre, parálisis, lepra (como se llamaba entonces a ciertas enfermedades de la piel), proponiéndose, en consecuencia, interpretar los milagros de Jesús como «terapia superadora» por la fuerza de la voluntad. Así sería posible explicar los milagros de Jesús tanto teológicamente, en cuanto acciones de Dios, como psicológicamente, atribuyéndolos a la fuerza carismática que irradiaba Jesús y a la fe que suscitaba.

Tradicionalmente se entiende el milagro como un acontecimiento perceptible que trasciende las posibilidades naturales, que es causado por la omnipotencia de Dios quebrantando o, al menos, eludiendo las causalidades naturales, y que confirman por tanto la palabra reveladora.

El milagro dirige la mirada hacia arriba, hacia Dios. El hombre bíblico considera la realidad no como naturaleza, sino como creatura; por eso toda la realidad es para él definitivamente maravillosa. La problemática de los milagros en la Biblia no tiene, pues, nada que ver con las ciencias naturales, sino con algo religioso y teológico; se trata de la fe y de la glorificación de Dios. ilustremos con un sencillo ejemplo qué significa todo esto. Según se diga: «Una depresión atmosférica provoca viento del este» o: «Dios mandó viento del este», nos estamos moviendo en un terreno lingüístico y de contenido totalmente distinto. La primera afirmación se mantiene en el terreno de lo constatable, mientras que la segunda remite al origen trascendental y al significado religioso de ese acontecimiento constatable. En ambos casos se habla del mismo acontecimiento de un modo y desde una perspectiva totalmente distinta, de manera que ambas proposiciones no se pueden contraponer entre sí, pero tampoco situar en el mismo plano. De ello se deduce lo siguiente: la cuestión del milagro sólo puede discutirse adecuadamente si se tiene en cuenta su contexto religioso y el «juego lingüístico» teológico, del que no se puede separar.

Los milagros dicen que esta salvación no es solamente algo espiritual, sino que afecta a todo el hombre, también a su dimensión corporal. Por eso los milagros de Jesús son signos de la salvación del reino de Dios que ya irrumpe. Son expresión de su dimensión corporal y mundana.

El reino de Dios es una realidad escatológica que remite al futuro, y pasa lo mismo con los milagros de Jesús. Son signa prognostica, asomo, crepúsculo matutino de la nueva creación, anticipación del futuro abierto en Cristo. Por eso son prenda de la esperanza del hombre en que tanto él como el mundo serán liberados de la esclavitud de lo caduco (Rom 8, 21). Sólo pueden entenderse desde el trasfondo de la esperanza originaria de lo totalmente distinto y lo totalmente nuevo, de la llegada de un mundo nuevo y reconciliado. Los milagros interpelan al hombre en orden a esta esperanza y no en virtud de un conocimiento comprobable, constatable. Al hombre le es esencial la esperanza de lo inaudita e indeduciblemente nuevo; negar por principio los milagros equivaldría a abandonar la esperanza humana originaria. Sobre todo para la idea bíblica de la basileia, una fe sin milagros sería tan absurda como un hierro de madera. Los milagros de Jesús significan la irrupción del reino de Dios en nuestro mundo concreto, material; por eso son signos de esperanza para el mundo.

d) La mesianidad de Jesús
El debate en torno al «secreto de Mesías»
El contenido y el núcleo de la actividad de Jesús es el reino de Dios. No habló nunca de su persona en el sentido de una autopredicación. Fue la comunidad postpascual la que recurrió a las figuras de mediadores salvíficos humanos prometidos en el Antiguo Testamento (el hijo de Dios mesiánico, el siervo de Yahvéh, el hijo del hombre, el profeta) y las vinculó con los modos de ser y de revelarse de Dios (palabra, sabiduría, espíritu) para poner de relieve la significación de Jesús.

Jesús actúa como proclamador del reino de Dios desde su convicción de que su ser humano no es otra cosa sino la auto-mediación de Dios. En sus acciones y en su conducta acontece inmediatamente la presencia de Dios. Mientras que los rabinos de su tiempo se comportaban únicamente como intérpretes de la Ley, Jesús enseña «como quien tiene autoridad, no como los letrados» (Mt 1,22). Sus oyentes estaban «fuera de sí» porque en su enseñanza acontecía la revelación de Dios.

No suplicaba al Padre que perdone los pecados. Los perdona él mismo, con su propia autoridad (cf. Mc 2,5: «Hijo, perdonados te son tus pecados»). Así, pues, sus acciones no contaban sólo con la autorización extrínseca de Dios. En sus obras actúa de forma inmediata la autoridad del mismo Dios. La autocomprensión de Jesús hunde sus raíces en el hecho de haber sido enviado por el Padre, en la conciencia de la unión con él y en la presencia actual del Padre en él como en «el Hijo».

f) La consumación de la proexistencia de Jesús en la muerte en cruz
El significado salvífico de la cruz de Jesús
A partir del acontecimiento pascual, los testigos neotestamentarios atribuyen a la muerte en cruz de Jesús una importancia salvífica universal. Jesús aceptó la muerte, por obediencia a la voluntad de su Padre, como un sacrificio en virtud  del cual se expía el pecado y se abre la nueva alianza como comunión eterna de vida de los hombres para todos cuantos se abren a su vez, en la fe y en el amor, al reino de Dios.

Estos testigos han conseguido descubrir la importancia salvífica de la cruz al establecer una relación entre la basileia y el destino de su representante: «Cristo murió por nuestros pecados» (1 Cor 15,3). El elemento determinante es aquí la unidad de acción del Padre y del Hijo. La entrega del Hijo es la revelación del ser-para del Padre. Esta entrega tiene su correspondencia y encuentra su figura histórica en la autoentrega libre y espontánea del Hijo al Padre para implantar el reino de Dios como magnitud definitivamente aceptada por los hombres. Es el Hijo de Dios «que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20; cf. 1 Tim 2,5) «como ofrenda y víctima agradable a Dios» (Ef 5,2.25).

Todo ello acontece «según la Escritura» (1 Cor 15,3s.). No se trata aquí de la verificación de profecías concretas, sino del cumplimiento histórico de la prometida autocomunicación de Dios como salvación de todos los hombres, tal como se desprende de los libros sagrados en su conjunto.

¿Tenía el Jesús prepascual clara conciencia de la significación salvífica de su muerte?

No puede, pues, separarse la muerte de Jesús, libremente aceptada, de su proclamación de la basileia. La muerte de Jesús no aconteció a consecuencia de un fracaso en el plan salvífico divino. Tampoco llegó como una condición, caprichosamente impuesta desde el exterior, añadida a la predicación de la basileia, una condición sin la que Dios no estaría dispuesto a reconciliarse con los hombres. Dios no es, en efecto, el objeto sino el sujeto del acontecimiento de la reconciliación.  De todas formas, la muerte de Jesús tendría siempre carácter salvífico, porque en ella alcanzó su validez última y se acreditó la obediencia al Padre. En la libre aceptación de la muerte como destino humano y en su asunción vicaria (como manifestación de la pérdida de Dios provocada por el pecado) se produce definitivamente la unidad de la voluntad y de la revelación del Padre y el Hijo.

Jesús no pudo contemplar anticipadamente, desde su conciencia humana, su futuro ni poseerle como un contenido objetivo consciente. La libertad creada sólo puede moverse hacia el futuro y sólo puede constituirse en el campo del desafío de su propio porvenir. Pero la conciencia humana de Jesús estaba profundamente marcada por su relación al Padre. 
En todo caso, sí tenía clara conciencia de que la proclamación de la basileia y su reclamación de autoridad y de ser enviado podían acarrearle con mucha probabilidad este mortal destino.

3. La resurrección de Jesús de entre los muertos como reconocimiento por parte del Padre de que Jesús es «su Hijo»

a) El kerygma pascual (testimonio y confesión) El foso infranqueable entre el Viernes Santo y Pascua

La muerte es el límite absoluto e infranqueable del pensamiento y del poder humanos. En la perspectiva de los discípulos, el Viernes de pasión significaba el colapso y desmoronamiento definitivo de su fe en Jesús como mediador escatológico del reino de Dios. Estaba en vigor el principio: «Maldito el que cuelga del madero» (Dt 21,23; cf. Gal 3,15; Act 5,30).

Dado que la poderosa acción escatológica de Dios en favor de Jesús, muerto en la cruz, se sustrae a todo género de verificación empírica, tan sólo el autotestimonio de Jesús, en cuanto mediador del reino divino que vive junto a Dios, puede ser el factor desencadenante del kerygma de Pascua y de la confesión pascual de los discípulos.
A través del testimonio de los discípulos se les abre a los destinatarios de su predicación una vía de acceso al acontecimiento pascual y a la persona de Jesús de Nazaret resucitado.

La presentación del acontecimiento pascual en la tradición confesional

En los inicios de la tradición pascual figuran fórmulas de confesión de un solo miembro: «Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos» (1Tes 1,10; Gal 1,1; 1Cor 15,15; Rom 4,25; 10,9; Act 2,32; Ef 1,20; Col 2,12); «ha resucitado» (1Tes 4,14); «retornó a la vida» (Rom 14,9; 1Pe 3,18): ha sido «exaltado a la derecha del Padre» (Flp 2,9; Act 2,33; 5,31); ha sido «glorificado» (Jn 7,39; 12,16; 17,1); «ha pasado al Padre» (Jn 13,1.3).

La redacción literaria de la fórmula breve del credo protoapostólico transmitida por Pablo se remonta a tres o cuatro años después del acontecimiento pascual testificado por Cefas y los otros apóstoles:
«Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras,
fue sepultado
y al tercer día resucitó según las Escrituras,
se apareció a Cefas y después a los Doce»
(1Cor 15,3-5; cf. Lc 24,34).

El kerygma pascual está testificado en el Nuevo Testamento en dos contextos
de transmisión. Se distingue entre:
1. Los relatos de las apariciones pascuales de Jesús a los discípulos. Esta tradición está centrada en Galilea, adonde habían huido los seguidores de Jesús tras la prisión y muerte del Maestro.
2. Los relatos sobre el sepulcro vacío, que apuntan a Jerusalén como su lugar de origen.
A diferencia de la tradición originaria del kerygma pascual de las fórmulas de confesión —que se limitan a testificar el hecho del acontecimiento y las apariciones pascuales de Jesús— los evangelios sinópticos y Juan aportan una proclamación pascual de tendencia más narrativa. También aquí el núcleo del mensaje es la resurrección, anunciada por uno o dos ángeles, es decir, sólo accesible a través de la revelación divina. El kerygma pascual está inserto en los relatos sobre el sepulcro vacío, las apariciones pascuales de Jesús y los encuentros del resucitado con los discípulos y con una discípula, María de Magdala (cf. Mc 16,1-8; Mt 28,1-20; Le 24,1-31; Act 1,4-11; Jn 20,21; cf. también el final canónico de Marcos que, en los versículos 16,9-20, ofrece una síntesis más tardía de los diversos elementos de la tradición).

b) La historicidad de la experiencia pascual y la trascendencia del acontecimiento de Pascua

Los testigos de las apariciones pascuales no se apoyan ni en éxtasis piadosos ni en los éxitos de la capacidad creadora de su fantasía para forjar visiones o alucinaciones. No son víctimas de una concepción del mundo precientífica y mitológica. Hablar de la resurrección no era para ellos la cifra de la difundida opinión de que de la muerte surge de nuevo la vida.

Debe tomarse en serio el autotestimonio de los discípulos. Las dudas acerca de la realidad de la resurrección y su reducción a un estado anímico de los discípulos se apoyan en prejuicios conceptuales. El mundo helenista rechazaba la idea de la resurrección (cf. Act 17,31) porque no admitía que Dios fuera el autor de la materia. Una consumación del hombre también —y precisamente— en su corporeidad, creada por Dios, parecía, fuera del ámbito de la experiencia bíblica de Dios, un contrasentido antropológico y teológico.

Para los discípulos, por el contrario, el contexto hermenéutico en el tema de la resurrección de Jesús es la experiencia de Israel con Dios, creador del espíritu y de la materia y comprometido en la historia a favor de los hombres. Él es el Dios «que da vida y respiración a todas las cosas» (Act 17,25). En cuanto creador, del que brota toda vida y en orden al cual ha sido creado el hombre, «ha establecido un día en el que habrá de juzgar al mundo entero según la justicia por medio de un hombre a quien ha designado para que salga fiador suyo ante todos, al resucitarlo de entre los muertos» (Act 17,31).

c) El horizonte de comprensión teocéntrico de la fe pascual La autorrevelación del Señor resucitado (las apariciones pascuales)

La resurrección de Jesús no significa que se haya alejado de la tierra para instalarse en un piso superior supraterrenal del cosmos o en un «trasmundo» metafísico (F. Nietzsche). La cercanía o la distancia del hombre respecto de Dios no puede medirse según categorías espaciales o temporales, sino primariamente en categorías personales. En la muerte acontece el tránsito de la existencia humana, junto con sus condiciones existenciales espirituales y materiales, al estadio definitivo de la comunión personal con Dios. Al resucitar Dios a Jesús crucificado, indica que lleva la realidad humana total de Jesús a su plena consumación. En él culmina Dios su autorrevelación en la historia: en el Hijo, que se hizo hombre, padeció, murió y fue resucitado, está para siempre presente el Padre corno salvación y vida de los hombres.

Cuando el resucitado se dio a conocer como el crucificado y se identificó con él. comprendieron los discípulos la unidad de la revelación de Dios y Jesús y entraron a participar en la unidad vital del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo a través de la mediación del Señor crucificado y resucitado (cf. Gal 4,4-6; Un 4,2 et passim).

Aquí es Jesús mismo el sujeto que se da a conocer a los discípulos. No se pone al alcance de la vista al modo de las cosas accesibles a la experiencia natural. Es necesario que sea él mismo quien tome la iniciativa de abrirse al conocimiento de los discípulos y de crear los presupuestos cognitivos que surgen de Dios mismo y en el marco de los cuales pueden ellos identificarle con Jesús de Nazaret crucificado. Jesús sale de la realidad de Dios y se sitúa en el horizonte de comprensión de sus seguidores, un horizonte iluminado por la presencia del Espíritu Santo (1Cor 12,3). Y esta experiencia básica de que Jesús vive junto al Padre y de que el Padre le revela como a su Hijo empuja hacia una creciente verbalización y reflexión.

El sepulcro vacío en la tradición pascual

La primitiva tradición de las apariciones pascuales no se planteó, en un primer momento, el sepulcro vacío como tema de reflexión específico, aunque se le puede deducir, de forma implícita, de las fórmulas de confesión prepaulinas (1Cor 15,3-5). El «sepulcro» es, en efecto, el sello de la muerte de Jesús y el cadáver la prueba de que realmente había muerto. Así, pues, la resurrección no acontece más allá del mundo, sino que está referida a la historia y el ser de Jesús, de los que sus restos mortales representan el último recuerdo.

El hecho de que el sepulcro estuviera vacío no debe interpretarse, por sí solo y aislado del contexto, en el sentido de una resurrección llevada a cabo por intervención divina.

d) La resurrección de Jesús como exaltación «a la derecha del Padre»

La exaltación de Jesús a la derecha del Padre se identifica con el acontecimiento de la resurrección. Pero aquí, las expresiones acerca de la «exaltación» acentúan el aspecto de que el Mesías comparte el trono con Dios (cf. Sal 110,1-4). La marcha de Jesús al Padre le lleva «al cielo». La expresión no se refiere a un lugar espacial situado más allá del mundo, sino a la comunión de vida de Jesús con el Padre y al ejercicio compartido del reinado divino del Padre y del Hijo.
El resucitado no se aleja, en ascensión vertical, de la superficie de la tierra. Al contrario, en la historia plena y consumada del hombre Jesús está por siempre presente aquí «por nosotros», los hombres (Mt 28,20).

e) La presencia actual del Señor exaltado en el Espíritu Santo

El Señor resucitado se testifica, a la vez, en sus apariciones pascuales, como aquel que había encomendado a los discípulos la misión de proclamar eficazmente el reino de Dios escatológico (1Cor 15,11; Mt 28,16-20; Act 1,8; Jn 20,21). La misión que la comunidad de los discípulos recibe de Jesús se fundamenta en la misión que Jesús ha recibido de su Padre y que ejerce permanentemente a través de la Iglesia. La misión salvífica universal que el Padre encomienda a Cristo está presente, en el Espíritu Santo, en los actos básicos de la proclamación de la doctrina, del testimonio, de la celebración del bautismo y de la cena, de la comunión, la oración y el seguimiento llevados a cabo en la Iglesia instituida por Cristo.

f) El descenso de Cristo al reino de los muertos

Algunos pocos pasajes neotestamentarios hablan de el sheol, el hades, es decir, de la «bajada» o descenso de Jesús a la región de los muertos (cf., entre otros, Ef 4,9 y 1Pe 3,19; 4,6). Ofrecen un punto de conexión las más antiguas fórmulas de confesión, que aluden a una resurrección «al tercer día», o «al cabo de tres días» (cf. Os 6,2: «En dos días nos dará la vida, al tercer día nos levantará y viviremos en su presencia»). La actividad salvífica de Jesús y su destino mesiánico incluyen su marcha a la muerte. Llega, pues, a «la región de los muertos», que llevan una existencia alejada del espíritu vivificante de Yahvéh. Jesús padeció realmente la muerte (cf. 1Cor 15,4; Act 2,29:... como David «fue sepultado»). También él estuvo en el hades, del que fue rescatado como piadoso de Dios (Act 2,24.27.31; cf. Sal 16,10). Su estancia en el reino de los muertos está tipológicamente anunciada en el episodio del monstruo marino que se traga a Jonás y lo retiene en su vientre durante tres días (cf. en Mt 12,40 una interpretación cristológica de Jon. 2,1).

La idea de una eficacia activa de Jesús en la muerte se deduce del hecho de que es el vencedor de los poderes infernales (Rom 10,7; Ef 4,8s.; Ap 1,18). Es el Señor de vivos y muertos (Rom 14,9). Cuando murió, se abrieron los sepulcros «y muchos cuerpos de los santos ya muertos resucitaron» (Mt 27,52s.). Entre los enunciados bíblicos del descenso, hay un importante pasaje que testifica que Cristo, en virtud de la muerte que padeció por nuestros pecados, «fue a predicar a los espíritus encarcelados». Según ella, con su predicación Jesús llevó a los justos de las épocas pasadas la salvación del reino de Dios y derrotó al pecado, al alejamiento de Dios y a la muerte como los más encarnizados enemigos del hombre. A veces se afirma que fueron bautizados por Jesús o por los apóstoles.

Una «teología del Viernes de pasión» puede indicar por qué el Inmortal quiso someterse a la
La expresión descensus ad inferos apareció hacia el 370 d. C. en el Apostolicum. En el nicenoconstantinopolitano se tradujo el descensus por «fue sepultado».

g) La revelación plena del reino de Dios en la nueva venida de Jesús en el Juicio Final

El reino de Dios escatológico iniciado por Jesús existe ahora bajo su forma humilde y oculta. Se está a la espera de la revelación de su gloria. A la luz del acontecimiento pascual y de la experiencia pentecostal del Espíritu, los discípulos de Jesús identificaron al Mesías ya venido con el «Hijo del hombre por venir» (Dan 7,13), que establecerá, al final, el reino de Dios. La comunidad espera la segunda venida de Jesús, resucitado por Dios de entre los muertos, y su reaparición como juez que viene del cielo, donde se sienta en el trono a la derecha del Padre (Flp 3,20; 2Tes 1,7; Col 3,1; Act 3,20s.), «para librarnos de la ira venidera» (1Tes l,9s.).

El «día del Señor», el día de la ira y del juicio final, es ahora el día de la salvación (Is 13,6; 49,8; Ez 30,2s,; Os 14,15; Joel 2,1-11; Sof 1,14; Mal 3,2.17). Coincide con el último día de la historia de la humanidad, al que se traspone en su validez definitiva. Es el día del Señor, el día de Jesucristo (1Cor 4,5; 11,26; 16,22; Flp 4,5). A la idea del juicio final universal se añade la esperanza de la resurrección general (2Mac 7,9.14; 12,43), que alcanza su concreción última en la resurrección de Jesús.

Jesucristo es la causa de la resurrección, al final de los tiempos, del gran número de los que con él y después de él son resucitados por Dios para la vida eterna (Flp 3,10s.; 1Cor 15,20; Col 1,18; Act 26,33). La nueva venida de Jesús es la consumación definitiva del hombre en la forma plena de la vida eterna ya otorgada desde ahora «en Cristo» a través del bautismo y del seguimiento de Jesús. Por tanto, el hombre es, ya desde ahora, «nueva criatura en Cristo» (2Cor 5,17; Gal 6,15). Ya antes de la resurrección general de los muertos están, los que han fallecido, con y junto a Cristo, el Señor exaltado (1Tes 4,14.17; 5,10; Flp 1,23; 2Cor 5,1: «Sabemos que si nuestra morada terrestre, nuestra tienda, es derruida, tenemos un edificio hecho por Dios, una casa no fabricada por mano de hombre, eterna, situada en los cielos»). De todas formas, el Nuevo Testamento no presenta una aclaración más precisa de la relación entre la escatología individual y la general, ni tampoco una reflexión acerca del «tiempo intermedio».

4. El origen de Jesús en Dios

a) El misterio personal de Jesús: la filiación divina

El testimonio bíblico

El testimonio bíblico, considerado en su conjunto, entiende que la mediación salvífica de Jesús se fundamenta en su relación singular y exclusiva con Dios, su Padre.

Jesús es el Hijo unigénito de Dios, del Padre eterno, es la Palabra eterna de Dios, que se ha hecho carne y sale a nuestro encuentro en este mundo como el hombre Jesús de Nazaret (cf. Jn 1,1.14.18; 3,16.18; Un 4,9; Heb 2,17).
El título de Hijo acabó por convertirse en el concepto más destacado para expresar la singular relación entre Jesús y Dios.

Términos

Pasajes bíblicos

«Mi Hijo amado»

Mc 1,11; 9,6; Lc 3,22; Mt 2,15; 3,17; 2Pe 1,17



«Dios ha enviado/glorificado a su Hijo»

Rom 1,3,9; 5,10; 8,3.29.39; 1Cor 1,9; 15,28; 3,13.26; Gal 1,16; 4,4.6; 1Tes 1,10; Act 4,27; 13,13



«El Hijo de su amor»

Col 1,13; Ef 1,6

«El Padre se revela en su Hijo»

Jn 1,14.18; Heb 1,2.8; 3,6; 7,28

«Su Hijo es la vida eterna»

1Jn 1,3.7; 2,22.24; 3,23; 4,9.14; 5,9.11.12.20; 2Jn 9


«Él es el Hijo unigénito del Padre»

Jn 1,14.18; 3,16.18; 1 Jn 4,9

«El Hijo del Padre»

2Jn 3; cf. Mc 13,32; Lc 10,22s.; Mt 11,25-27.


El título de Hijo, empleado en sentido absoluto, está además indirectamente vinculado, mediante un pronombre posesivo, con la paternidad, el ser-Padre, de Dios. El título designa aquí también la filiación intradivina como constitutivo esencial de Dios, que alcanza la plenitud de su vida en la referencia interna de Padre, Hijo y Espíritu.

Es parte constitutiva de la esencia de la paternidad de Dios la realidad llamada Hijo o Palabra, con la que se relaciona el Padre y por la que se revela, en la encarnación, por mediación de la humanidad de Jesús.

b) Tres concepciones básicas de la unidad humano-divina de Cristo: preexistencia, encarnación, concepción pneumática

a) ¿Qué significa la preexistencia del Hijo?

La preexistencia es un enunciado que se refiere a la divinidad del Logos/Hijo. La subsistencia relacional del Hijo del Padre eterno se presenta como la portadora de la naturaleza humana de Jesús asumida en el tiempo y en la historia.

La preexistencia del Hijo en Pablo. Pablo expresa la unidad de Cristo con Dios cuando aplica en sentido posesivo el predicado Hijo a Dios. Aparece así la fórmula básica «Dios y su Hijo» (Rom 1,3.9; 5,10; 8,3.29.32; 1Cor 1,9; 15,28; Gal 1,16; 4,4.6; cf. Ef 1,6; Col 1,13; 2Pe 1,17). El Padre posee su ser divino sólo en relación al Hijo. Por tanto, el Hijo pertenece enteramente al Padre, de quien recibe su ser-hijo divino.

«Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... a fin de que recibiéramos la adopción filial. Y prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!» (Gal 4,4-6).

La preexistencia en la carta a los Hebreos. También según la Carta a los Hebreos la preexistencia es presupuesto de la mediación de Jesucristo (Heb 1,1-4). Después de haber hablado Dios Padre, de múltiples maneras, a los padres por medio de los profetas, «en estos últimos días» ha hablado a los hombres «por medio del Hijo» (Heb 1,2).

«Y como los hijos comparten la sangre y la carne,de igual modo él participó de ambas, para que así, por la muerte, destruyera al que tenía el dominio de la muerte, o sea, al diablo... De ahí que tuviera que ser asemejado en todo a sus hermanos, para llegar a ser el sumo sacerdote misericordioso y fiel en las relaciones con Dios, afín de expiar los pecados del pueblo» (Heb 2,14s.).

La denominación directa de Jesús como Dios. De lo hasta ahora dicho se desprende claramente que o ueox designa la Persona del Padre. De ahí que sólo en muy raras ocasiones se llame Dios al Hijo, para evitar una mezcla o confusión entre ambos. El Hijo no es el segundo ejemplar del género «divinidad», sino el portador —que forma parte esencial del ser-Dios del Padre— de la relacionalidad de Dios. La denominación de Dios aplicada al Hijo es tan sólo una expresión diferente para referirse al Hijo del Padre, que forma parte de la esencia de Dios.

b) La encarnación del Logos

Algunos pocos decenios después de Pablo, en el Evangelio de Juan se identifica al Hijo de Dios preexistente con la Sabiduría o con la Palabra de Dios.

El concepto joánico del Logos empalma con la idea paleotestamentaria de la palabra poderosa (dabar) de Dios. Los LXX traducen este concepto clave de la «palabra de Dios» por logoz. Este término designaba en los inicios de la formación del lenguaje cristiano el evangelio o anuncio del reino de Dios de Jesucristo. De ahí que «logos» haya podido pasar a ser una denominación del Hijo de Dios, que se ha expresado a sí mismo en Jesucristo en hechos y palabras (Jn 1,14-18; Ap 19,13).

Sólo es posible salvar la infinita distancia entre Dios y el hombre si el mismo Dios asume, en su Palabra eterna y en su Hijo, la existencia humana y se hace carne (= hombre).
«Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Pero nosotros vimos su gloria, gloria corno de Hijo único que viene del Padre, lleno de gracia y de verdad... Porque la ley fue dada por medio de Moisés; por Jesucristo vino la gracia
 y la verdad. A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, Dios, el que está en el  seno del Padre, él es quien lo dio a conocer» (Jn 1,14-18; cf. Heb 2,14; Prov 8,31; Sab 9,10; Bar 3,38).

Para evitar una errónea interpretación del concepto carne —perfectamente  posible en la antropología dicotómica del helenismo— a partir del siglo IV se habló de una «humanización de Dios».
El concepto «engendrar» se refiere a la divinidad del Hijo. La naturaleza humana de Jesús no es engendrado por el Padre en sentido biológico o sexual. Esta naturaleza llega a la existencia mediante el acto de la encarnación. El origen de la vida del hombre Jesús se da en la virgen María por obra del Espíritu.

c) La concepción del hombre Jesús por obra del Espíritu y su nacimiento de la virgen María

Los evangelistas Mateo y Lucas ofrecen un nuevo enfoque, con una cristología que tiene como punto de partida la humanidad de Jesús.
Pablo y Juan exponen el misterio de Cristo inmediatamente desde la referencia del Padre al Hijo (ex parte naturae assumentis). A diferencia de este planteamiento «desde arriba», la cristología de los Sinópticos se inicia con la humanidad de Jesús (ex parte naturae assumptae). Sólo de manera indirecta e implícita se deduce, a partir de sus obras y de su poder divino, la íntima conexión de su persona con Dios Padre.

Las introducciones cristológicas de Mateo y Lucas no se centran en el tema de que el Hijo de Dios es hombre, sino en que el hombre Jesús puede ser, en razón del origen y del comienzo de su ser humano por el poder del pneuma divino, el Mesías e incluso más, esto es, la presencia, bajo figura humana, del reino escatológico de Dios. Los relatos del bautismo de los Sinópticos fundamentan definitivamente la mesianidad de Jesús en el hecho de que estaba lleno del Espíritu. Precisamente por eso se puede proclamar a Jesús como «el Hijo amado del Padre».
III. LA CONFESIÓN DE CRISTO EN LA HISTORIA DE LA FE
1. Síntesis de los temas y de las etapas de la historia  de los dogmas cristológicos
Son tres principales perspectivas de la cristología y el desarrollo global, a saber:
            1. La cuestión concerniente a la verdadera divinidad de la Palabra divina que nos sale al encuentro en Jesús de Nazaret en cuanto hombre.
            2. La afirmación de que Jesús posee una plena, verdadera e íntegra naturaleza humana, que sólo es imaginable con un cuerpo humano real y un alma racional humana dotada de voluntad que garantiza la unidad del compositum corpóreo-espiritual de la naturaleza humana y puede, a la vez, realizar la referencia trascendental a Dios.
            3. Finalmente, la difícil pregunta de la unidad de ambas naturalezas en la persona/hipóstasis/subsistencia del Logas o Hijo eterno del Padre.
La confesión de Cristo en la Patrística
La Iglesia primitiva cultivó la teología de la encarnación (aunque no como contrapuesta a la teología de la cruz o de la resurrección). Para poder transmitir en el espacio de la cultura helenista la pretensión de verdad universal de la revelación, los teólogos de la primera época tuvieron que situar la confesión de Cristo en el horizonte conceptual de una interpretación de la realidad de impronta filosófica.

Se aseguraba asimismo la universalidad de la pretensión de la revelación, porque se expresaba el acontecimiento de una manera acomodada a la razón y a través de un lenguaje humano de conceptos más precisos.
Los debates en torno a las condiciones objetivas y formales de la exposición  teológica del acontecimiento Cristo hicieron palpable la necesidad de distinguir dos categorías (naturaleza y persona) para poder expresar en un estricto lenguaje teológico la unidad humano-divina de Jesús.

En el caso de la naturaleza humana de Jesús, el principio actualizador de su existencia como hombre no es un acto creador general de Dios, sino el ser mismo del Logos, que posee su divinidad en virtud de una relación personal con el Padre y se une con la naturaleza humana de Jesús en el acto de la unificación que forma la  persona. Al servicio de esta visión básica están los conceptos cristológicos centrales:



Griego

ousia/physis, etc.

hypostasis/prosopon

Latín

essentia/substantia (secunda)

substantia príma/subsistentia/ persona

Español

esencia/naturaleza

persona/acto esencial individualizador

La fórmula clásica del dogma cristológico dice:
Nuestro Señor Jesucristo es la Persona única de la Palabra divina que subsiste eternamente en la naturaleza del Logos y temporalmente en la naturaleza humana asumida (una persona en dos naturalezas).
Debe aquí tenerse en cuenta que la palabra «Jesús» no designa únicamente la realidad, sensiblemente perceptible, del hombre de Nazaret, sino también la persona (invisible) del Logos que fundamenta la unidad de las dos naturalezas e individualiza su existencia humana concreta.

Con las aportaciones teóricas de los Capadocios se abrió paso una primera aclaración conceptual satisfactoria. El III concilio de Constantinopla (680-681), y más aún el II concilio de Nicea (787), enumerado como el séptimo de los ecuménicos, forman una cesura en la evolución de los dogmas y marcan en cierto modo el punto final de la cristología de la Iglesia primitiva, en cuanto que atribuyen a la veneración de las imágenes, permitida por la Iglesia, una relación con la significación salvífica de la humanidad de Jesús. Puede afirmarse lo siguiente:

Sólo si el Logos es verdaderamente Dios y se ha hecho verdaderamente hombre, hemos sido redimidos y participamos, como hombres, de la gracia de Dios (Atanasio, incarn. 54: «pues se hizo hombre para que nosotros nos divinizáramos»).

En virtud asimismo del interés soteriológico debe afirmarse la plena naturaleza humana de Jesús (cf. Gregorio de Nacianzo, ep. 101: «Lo que no ha sido asumido no ha sido redimido: quod non est assumptum, non est sanatum»).

2. La formación del dogma cristológico en los siete primeros siglos

a) Las primeras reflexiones cristológicas

En algunos escritos de inspiración judeocristiana (Primera carta de Clemente, Didakhe y varios apócrifos paleo y neotestamentarios reelaborados desde una óptica cristiana, por ejemplo, las Odas de Salomón, la Carta de Bernabé y El Pastor de Hermas) se subraya la divinidad de Jesús desde los supuestos del monoteísmo bíblico. Se le contempla unido a Dios Padre en virtud de una relación singular. Se interpreta la filiación desde un punto de vista historico-salvífico funcional, aunque siempre fundamentado en el ser de Dios.

Jesús, el «Nombre de Dios»
La manifestación de la esencia divina en la historia (cf. Ex 3,14; Is 7,14; Mt 1,23; 28,19; Act 4,12; Jn 17,6).
Jesús, el «siervo de Yahvéh»
Se descubre a Jesús como hijo de David y siervo de Yahvéh. Él es la alianza, el inicio de la comunión con Dios por la gracia o la ley divina instalada en el centro de la realidad del mundo.
Jesús, el «angelos de Dios»
Empalmando con las teofanías paleotestamentarias bajo la figura del «ángel de Yahvéh», se entiende a Jesús como el angelos de Dios por antonomasia (que no debe ser confundido con los ángeles de naturaleza creada).
Jesús, el «pneuma de Dios en la carne»
Del mismo modo que el Antiguo Testamento entendía el pneuma y la sophia como modos de actuar de Dios, también ahora se interpreta al hombre Jesús como el modo de la presencia encarnada de la voluntad salvífica divina.

El pneuma divino no designa la divinidad del Logos y del Hijo (cf. Gal 4,4-6; Rom 8,3), sino la unión o vinculación del hombre Jesús con Dios o con el Hijo del Padre.
Debe tenerle en cuenta que en Pablo y Juan el pneuma designa también a un portador autónomo de la autocomunicación divina distinto del Padre y del Hijo. Aquí no hay, por tanto, una identificación del Logos con el pneuma.

b) La negación de la divinidad de Cristo (adopcianismo)

El ebionismo surgió en los círculos judeocristianos del siglo II. En esta doctrina, la vinculación de Jesús con Dios se inscribía en la misma categoría que la elección de los profetas. En el bautismo en el Jordán habría descendido el Espíritu sobre Jesús y de este modo, y a través de él, se habría manifestado Dios. Pero Jesús sería simplemente un hombre a quien Dios confió una misión reveladora. La conexión entre Dios y el hombre se habría producido en virtud de una especie de adopción. Sólo mediante esta categoría pensaban los ebionitas que era posible salvaguardar el monoteísmo bíblico.

Fotino de Sirmio (muerto el 376) enseñó un adopcianismo radical, según el cual  Jesús fue un simple hombre, externamente unido (a modo de adopción) con el Logos en recompensa por sus méritos y por su acrisolada obediencia. A los partidarios de esta doctrina se les denomina fo,tinianos y también homuncionistas.

c) La negación de la verdadera humanidad de Cristo  (docetismo y gnosis)

Bajo la denominación de docetismo se agrupa una gavilla de tendencias que tienen como común punto de coincidencia la negación de la realidad plena de la naturaleza humana de Cristo.

La visión fundamental de la gnosis se apoya en la contraposición dualista entre un mundo espiritual y divino por un lado, y el mundo material, el mundo de acá, por el otro. El hombre puede escapar a este mundo material inferior y malo si mediante un movimiento del conocimiento especulativo (= gnosis) se libera de sus ataduras materiales y vuelve a explorar y tantear sus orígenes espirituales trascendentales en la esfera de lo divino. Ahora bien, esta autoliberación por el conocimiento es una postura radicalmente contraria a la concepción cristiana, que atribuye exclusivamente a Dios la acción liberadora y enseña que el mundo material y sensible es bueno y que, por tanto, Dios puede estar presente también en la realidad histórica del hombre Jesús.
Aquí, pues, el Jesús histórico sería el ropaje externo del Cristo trascendente e impasible o de la idea especulativa de Cristo. En el momento de su muerte, este Cristo se habría despojado de la envoltura del cuerpo de Jesús. La resurrección significa, en esta concepción, la inmortalidad de la idea de Cristo, con independencia del Jesús histórico, que estaba sujeto a la corrupción y se disolvió en la materia.

d) La cristología eclesial hasta el concilio de Nicea

Los primeros tanteos de una doctrina sobre la unidad de sujeto de Dios y el hombre  en Jesucristo

Frente a la gnosis y el docetismo, la Iglesia católica de los siglos II y III afirmó  inequívocamente que el Logos añade a su divinidad una verdadera humanidad, que recibió de la virgen María un cuerpo verdadero y natural, una verdadera naturaleza humana, igual a la que Dios ha otorgado al hombre en la creación. La encarnación de Dios y la realidad histórica de los acontecimientos salvíficos son, pues, la roca sobre la que se asienta la fe cristiana (cf. Ignacio, Smyrn. l,ls.).

Es presupuesto de todo ello lo que puede llamarse unidad de sujeto de la naturaleza humana y la divina de Jesucristo. Jesús y Cristo no son dos sujetos distintos, sino «uno y el mismo» (unus et ídem). Él es el único Señor (1Cor 12,5), el único mediador (1Tim 2,5), el uno y único Hijo del Padre (Rom 1,3 et passim). Es aquel único y mismo que poseía la figura de la divinidad y que, en la existencia humana asumida, se ha sometido a la humillación y la exaltación (cf. Flp 2,6-11).
El término «homoousia»
Dado que el sabelianismo negaba la diferencia de las personas divinas, cuando se hablaba de la igualdad esencial del Logos con el Padre podría parecer que se defendía la identidad de las hipóstasis de ambos.

El término homoousia se le emplea, en sentido teológico, para señalar la igualdad del Padre y del Hijo en lo concerniente a la esencia divina, salvando siempre la diferencia de su independencia personal como Padre e Hijo. Pero para ello se requería una diferenciación conceptual en el que ousia significa la esencia e hypostasis la persona.

La cristología eclesial prenicena del Logos

En el siglo III, la terminología era ya clara: Logos designa la persona del Hijo de Dios en cuanto diferente del Padre y de la persona del Espíritu Santo.

Se trata de un término con muy rica tradición. Hunde sus raíces en el lenguaje paleotestamentario sobre la palabra de Dios. Así, Juan puede identificar al Logos con Dios. El Logos es el Hijo único, el que está en el seno del Padre y es Dios. El Logos es Jesús, el Cristo (Jn 1,14-18).

Justino Mártir. (muerto hacia el 165 d.C.) El Logos divino habría actuado en la historia ya antes de la aparición de Jesús, cuando esparció en el mundo «gérmenes de la salvación» (logoi spermatikoi). Pero sólo en el Jesús histórico llegó a su plenitud la presencia salvífica de Dios en el mundo. Justino enseña una subordinación historico-salvífica funcional del Hijo hecho hombre, aunque no del Logos bajo el Padre (2 apol. 6). A este subordinacianismo historicosalvífico recurrirán más adelante los arríanos.

Orígenes. Orígenes (hacia 185-254) ofrece una reelaboración global de la cristología a partir de la idea rectora del Logos. Su filosofía evidencia la impronta del neoplatonismo. Pero lo que Orígenes busca no es una intelección conceptual especulativa del misterio, sino la orientación soteriológica de la comprensión cristiana de la realidad. Si Dios quiere la salvación como unión con los hombres, entonces el mediador Jesucristo debe ser enteramente Dios y enteramente hombre. La encarnación es, por tanto, la constitución del hombre-Dios (theanthropos: in Ez. 3,3). El Logos es, en razón de su esencia y por su propia naturaleza, el Hijo eterno del Padre.

Orígenes afirma que Dios ha llegado al hombre para posibilitarle el regreso a Dios. Para que pueda conseguirse la divinización (theiosis) del hombre, el Logos debe encontrarle en su totalidad, en cuerpo y alma. E ilustra la unión de la Palabra divina y la realidad humana con la célebre comparación de que el Logos penetra el cuerpo y el alma de la naturaleza humana del mismo modo que el fuego penetra y torna incandescente un trozo de hierro.

Como platónico, daba por supuesta la preexistencia de las almas humanas, incluida la de Cristo. El alma humana está unida al Logos «desde el principio de la creación [...] y aparece en su luz y su resplandor» (cf. princ. II, 6,3). Pero entonces no parece ser un auténtico hacerse-hombre, sino tan sólo la añadidura de un cuerpo humano a la, ya previamente existente, del Logos y el alma.

e) La controversia en torno a la divinidad del Logos e Hijo del Padre

            a) La doctrina de Arrio

El presbítero alejandrino Arrio (256-336) provocó la mayor de cuantas crisis ha tenido que afrontar la confesión de Cristo de la Iglesia. Arrio, influido por el universo conceptual de la gnosis y del neoplatonismo, desarrolló una concepción que socavaba los cimientos mismos de la fe en Cristo desde un doble punto de vista.
 - Negaba la filiación divina eterna del Logos y su igualdad esencial con el Padre; sólo en un sentido derivado le atribuía el título de «Hijo de Dios».
 - Negaba también, por otra parte, la existencia del alma humana de Cristo. El Logos, como la criatura suprema y más noble de Dios, sólo habría asumido un cuerpo humano.

En vida de Arrio la controversia discurrió básicamente en torno a la igualdad esencial (homoousia) del Hijo divino con el Padre.
El pensamiento de Arrio perseguía como objetivo fundamental el intento de preservar el monoteísmo y presentar al Logos como mediador entre Dios y el mundo. Para ello, recurría a las concepciones neoplatónicas (Plotino, Porfirio). Lo protooriginario no engendrado es el Uno absoluto como protoprincipio de todo. Es identidad absoluta, totalmente fuera del alcance de nuestro pensamiento, porque está más allá de nuestras categorías del Uno y la multiplicidad.

La convicción eclesial de la igualdad esencial del Padre, el Hijo y el Espíritu debería desembocar, según este punto de vista, en una especie de duplicación o triplicación del protoprincipio ingénito. El monoteísmo quedaría deformado en una especie de biteísmo o triteísmo.

Es criatura, creada por Dios de la nada. El Logos no procede de la naturaleza divina en virtud de una generación que le conferiría una igualdad esencial. Es constituido Hijo en virtud de un acto de la voluntad de Dios distinto de la esencia divina. Este Hijo de Dios creado está sujeto a los cambios y las mutaciones (sufrimientos) del mundo. Aunque ha sido producido por Dios con el fin de crear el mundo y asume la función de mediador demiúrgico de la creación, cuando los hombres se encuentran con el Logos en el Hijo Jesucristo hecho hombre no se relacionan directamente con Dios.

Arrio no niega la encarnación del Logos creado. Sólo que, según él, el Hijo creado se presenta como hombre bajo una envoltura de carne. El cuerpo humano de Jesús es un revestimiento, un envase externo del Logos, con el propósito de permitirle actuar en el mundo visible.

Los enunciados básicos de Arrio sobre el Logos dicen:
— «Hubo un tiempo en el que no fue» (hn pote ote ouk hn).
— «Antes de ser engendrado no existía».
— Ha sido hecho de la nada» (cf. DH 126; DHR 54).

            b) El concilio de Nicea del año 325

El sínodo de Nicea, con el que se abre la lista de los concilios ecuménicos, rechazó las enseñanzas de Arrio y toda forma de subordinacionismo cuando definió la igualdad esencial del Padre y del Hijo. El concilio de Constantinopla del 381, reconocido como el
segundo de los ecuménicos, significó, merced a sus declaraciones sobre la verdadera naturaleza divina y el ser personal del Espíritu Santo, el punto final del proceso de la formación de la confesión trinitaria.

El símbolo de Nicea tomó como base de partida la confesión de fe de la Iglesia de Cesárea. Las declaraciones dogmáticas del concilio se apoyaban, por tanto, en la confesión bautismal eclesial, tal como era recitada, con coincidencia cuanto a los contenidos, en la Iglesia universal.

            Deben retenerse tres enunciados teológicos centrales:

1. El Hijo no es una creatura. «Quienes afirman que: Hubo un tiempo en que no fue y que antes de ser engendrado no fue, y que fue hecho de la nada, o los que dicen que es de otra hipóstasis o de otra sustancia, los anatematiza la Iglesia Católica» (DH 126; L54).

2. El Hijo eterno procede del Padre por “Generación”. El término “generación” pretende indicar una manera propia y específica de proceder el Hijo del Padre fundamentalmente distinta de la producción de las esencias finitas por Dios en la creación. Si la esencia de Dios existe en el Padre como ingénita y en el Hijo como unigénita, se está señalando una relalidad que forma parte de la esencia divina. La agénesis del Padre no tiene como sujeto un ser divino anterior a la generación del Hijo. El Padre sólo posee su ser divino en la generación del Hijo y en orden a él.
Aunque estas relaciones de origen en Dios son eternas y no se da, por consiguiente, una secuencia temporal, no son intercambiables. Tienen un orden de procesión (ordo relationis). El Padre puede comunicar al Hijo toda su divinidad, pero no su paternidad.

3. En la diferencia relacional entre el Padre y el Hijo existe una unidad esencial de la realidad óntica, numéricamente úna, de Dios. Esta unidad se sitúa en el nivel de la esencia divina que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo realizan, de una manera específica en cada persona, precisamente en la unicidad «numérica».

Por eso es el Hijo de la misma substancia (ousia) que el Padre. Es Dios de Dios. Es esencialmente igual al Padre (omousioz tw patoi). Se rechaza así la concepción arriana.

En la fórmula de la definición de Nicea no se expresa aún con total claridad la la conceptual entre la ousia y las hypostasis. Por tanto, este concilio no pudo ofrecer la solución definitiva al problema del arrianismo. Cuanto a su contenido, el enunciado básico de la confesión nicena dice:

«Creemos
— en un solo Dios Padre omnipotente,
— y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas...
— y en el Espíritu Santo.» (NR155; DH 125; DHR 54)

            c) La controversia sobre la integridad de la naturaleza humana (apolinarismo)

Apolinar (obispo de Laodicea desde el 360) fue un estricto seguidor del concilio de Nicea, que volvió a suscitar el problema del alma de Cristo. En su opinión, la divinidad del Logos sólo pudo llevar a cabo la obra de la redención si estaba inmediatamente unida a la carne de Cristo para formar una única naturaleza (cf. a este respecto la fórmula mia physis, es decir, una naturaleza).

En consecuencia, en la encarnación el Logos no se habría unido a una naturaleza humana íntegra y perfecta formada de cuerpo y alma espiritual, sino sólo a una carne humana, para constituir una sola naturaleza que podía ser comparada a la unidad sustancial de cuerpo y alma del resto de los hombres. Con aguda penetración establecía Apolinar una conexión entre el esquema tradicional logos-sarx y la antropología tricotómica helenista según la cual el hombre se compone de cuerpo, alma y espíritu (nous). Apolinar entendía que en la encarnación el Logos divino ocupó el puesto del alma humana o de la nous.

Debe decirse, en contra de esta concepción, que si el Logos divino sólo asumió  el torso de la naturaleza humana y no también su principio esencial configurador, no ha llevado a cabo una verdadera encarnación.
El sínodo de Alejandría del 362 confiesa:

«... que el Señor no ha tenido un cuerpo sin alma, sin facultades sensitivas o sin razón, pues es imposible que pudiera convertirse en hombre sin la facultad de la razón. La salvación operada en el Logos no ha sido salvación sólo del cuerpo, sino también del alma» (Citado según I. Ortiz de Urbina, Nizaa und Konstantinopel, 301; cf. también las cartas del papa Dámaso I sobre este tema: DH 144-149).

Fueron los teólogos de orientación antioquena (Eustasio de Antioquía, Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia) quienes consiguieron abrir paso al esquema del logos-anthropos, más adecuado al contenido real.

En una visión simplificada de las tendencias antioquenas por garantizar la integridad de la naturaleza humana de Cristo pudo surgir, en el nestorianismo, el peligro opuesto de independizar a la humanidad de Cristo frente al Logos.

f) La controversia en torno a la unidad de sujeto en Cristo (la unión hipostática)

a) Síntesis y evolución

Tras la superación del arrianismo, del apolinarismo y del antiguo docetismo, estaba ya fuera de toda discusión la encarnación de Dios en Jesucristo y la plena integridad tanto de su naturaleza humana como de la divina.
Las herejías que surgieron en el contexto de la controversia sobre la unión hipostática de ambas naturalezas (nestorianismo, monofisismo, monotelismo) no negaban en principio ningún contenido de fe. Tuvieron su origen en la dificultad de exponer con precisión, mediante los recursos lingüísticos y conceptuales de la razón humana, el misterio de fe de la unión (henosis) y de la vinculación (synafeia) humano-divina.

El enfrentamiento se prolongó, desde mediados del siglo IV (sínodo de Antioquía del 362; I concilio de Constantinopla del 381), a lo largo de tres siglos, hasta la conclusión del proceso de formación del dogma cristológico en el III concilio de Constantinopla del año 680. Se entrevieron dos polos de la teología de la diferencia y la separación de los antioquenos (especialmente de Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, Juan Crisóstomo, Teodoreto de Ciro y Nestorio) por un lado y la cristología de la unión de los alejandrinos (ya en Ireneo de Lyon, Atanasio y, sobre todo, Cirilo de Alejandría) por el otro.

La orientación antioquena estaba interesada sobre todo en acentuar la diferencia de la naturaleza humana y la divina. En las controversias con el apolinarisno se concedía una singular importancia a la plena integridad de la naturaleza humana. El peligro, en esta corriente, estaba en dejarse arrastrar hacia un difisitismo extremo que aflojaría el lazo de unión de ambas naturalezas y daría cuando al menos algún fundamento a la sospecha de que la unidad sólo se había realizado en la voluntad y la conciencia de Jesús, pero no como unión hipostática (cristología de la prueba).

Frente a esta tendencia, los alejandrinos acentuaron la unión de las dos naturalezas en el único sujeto del Logos. El origen de esta clásica cristología desde arriba se encuentra en el Evangelio de Juan (cf. Jn 1,14). Esta tradición joanea fue prolongada por Ignacio de Antioquía e Ireneo de Lyon. La argumentación partía de la oposición frontal a la división gnóstica en un Cristo celeste y un Jesús humano  y terrestre.

Ambas corrientes cristológicas de las escuelas orientales de Alejandría y Antioquía, con sus respectivos claroscuros y con la formación de centros de gravedad, contribuyeron al final feliz de la formación del dogma cristológico.

En el II concilio de Constantinopla, del año 553, el movimiento pendular se inclinó más directamente hacia la cristología de la unión.
El III concilio de Constantinopla, de los años 680-681, recuperó de nuevo la tendencia antioquena de las dos naturalezas íntegras y completas. En él se destacó, frente al monoenergetismo y el monotelismo, que la naturaleza humana de Jesús está dotada de una actividad de índole humana creada y de la correspondiente voluntad propia de esta naturaleza.

En los debates tuvieron también una importante función las rivalidades de la política eclesiástica de los patriarcados de Alejandría y de Constantinopla, así como, a otro nivel, la reclamación del primado de Roma.

b) Teodoro de Mopsuestia

Teodoro de Mopsuestia (352-428) es considerado el teólogo y exégeta más importante de la Escuela antioquena. Aunque fue condenado en el II concilio de Constantinopla del 553, junto con Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, con ocasión de la controversia de los Tres capítulos; no pueden ignorarse sus contribuciones positivas a la formulación del dogma cristológico.

En su obra principal Sobre la encarnación contribuyó a implantar definitivamente el esquema logos-anthropos. Teodoro argumentaba que la redención del hombre habría sido imposible si en la encarnación el Logos no hubiera asumido plena e íntegramente la naturaleza humana, incluida también el alma. Pero aquí surge el nuevo problema de si lo que asumió fue una naturaleza humana (natura humana) o un hombre ya previamente existente, al menos lógicamente, antes de la encarnación (homo assumptus). Si la naturaleza humana de Cristo estaba ya individualizada en principio, y con independencia del acto de la encarnación, por una actualidad propia de la naturaleza, entonces podría ocurrir que se entendiera erróneamente que se trataba tan sólo de una unidad moral. Respecto del concreto Jesucristo, existe siempre en la unidad de las dos naturalezas.

En contra del apolinarismo, Teodoro subraya la libertad de la voluntad humana de Jesús. Declaraba que Jesús no había pecado no porque no tuviera voluntad humana, sino precisamente porque la tenía. Esta voluntad humana se habría acreditado, en su libertad y en virtud de su vinculación por la gracia con el Logos divino, en el curso de los desafíos concretos de su vida y en la obediencia hasta la muerte en cruz.

Se siguen utilizando prácticamente como sinónimos los términos de prosopon, physis, ousia e hypostasis. Por prosopon entiende Teodoro al hombre en la manifestación de su naturaleza concretamente perfilada (prosopon natural).

c) El nestorianismo

Las tensiones que se venían acumulando desde tiempo atrás estallaron en conflicto abierto entre Nestorio (381-451), patriarca de Constantinopla, y Cirilo (muerto en el año 444), patriarca de Alejandría. Con ocasión de los debates en torno a la justificación del título de theotokos. Nestorio propuso una solución de compromiso. María no sería sólo anthropotokos, porque no había concebido y dado a luz a un simple hombre, sin vinculación ninguna con el Logos. Pero, por otro lado, el título de theotokos iba demasiado lejos, porque la procesión del Hijo divino desde el Padre no había ocurrido en modo alguno por medio de María. Nestorio se inclinaba, por consiguiente, a favor de la denominación Christotokos, porque la palabra «Cristo» expresaba la unión de las dos naturalezas.

Nestorio parte, pues, de la idea de que existe la mayor unión posible entre la naturaleza de la divinidad y la naturaleza de la humanidad, una unidad tal como sólo Dios puede llevar a cabo. Su imagen de que la divinidad del Hijo habita en el cuerpo de Jesús como en un templo que la divinidad hace total y enteramente suyo fue muy mal interpretada. El obispo Proclo de Cízico le objetaba: «Nosotros no predicamos un hombre divinizado, sino un Dios encarnado» (PG 65,680).
Pero como tampoco los alejandrinos podían, por su parte, formular acertadamente una clara diferenciación de las dos naturalezas, Nestorio debió sentirse, con alguna razón, rehabilitado cuando oyó decir que en la carta dogmática del papa León al patriarca Flaviano y en las declaraciones del concilio de Calcedonia se establecía una clara distinción de las dos naturalezas.

d) Cirilo de Alejandría

A diferencia de Nestorio, Cirilo toma como punto de partida la única persona de la Palabra, que existe desde la eternidad en igualdad de esencia con el Padre y que en la plenitud de los tiempos se ha hecho hombre. La cristología cirílica gira en torno a la idea joánica básica del verbum caro (Jn 1,14), entendiendo aquí por carne una naturaleza humana completa, dotada de alma racional. Cirilo enseña decididamente que en el Logos del verbum incarnatum hay una sola persona. El Logos preexistente se identifica con el Logos encarnado. El Logos es el portador de la naturaleza divina y de la naturaleza humana de Jesús que le ha sido añadida y ha llegado a la existencia en virtud del acto de la unión.

Como Cirilo, al igual que Nestorio, emplea casi siempre los conceptos prosopon, physis e hypostasis como sinónimos de substancia subsistente, también para él en la Palabra encarnada hay una sola hypostasis y una sola physis. Habla, por tanto, de la «única naturaleza encarnada de la Palabra divina».
            En su escrito sobre la unidad de Cristo argumenta Cirilo del siguiente modo:

«No afirmamos dos hijos ni dos señores. Si la Palabra, el Hijo unigénito del Padre, Hijo según la esencia, es Dios, también comparte con el hombre unido a él y uno con él el nombre y el honor de Hijo (...). No se puede, pues, dividir al Emmanuel en un hombre subsistente en sí y Dios la Palabra... Afirmo, por el contrario, que debe ser llamado Dios hecho hombre y que es, en una sola y misma Persona, lo uno y lo otro. Porque al hacerse hombre no ha dejado de ser Dios, ni tampoco se ha despojado de la naturaleza humana en el estado de alienación...» (BKV II/12,132s., 141)

e) El concilio de Éfeso

El resultado del concilio de Éfeso no fue la unificación sino, por el contrario, la escisión de las dos orientaciones. Las conclusiones adoptadas por Cirilo y sus partidarios consiguieron más tarde general aceptación, sobre todo en Roma. Se entendió que la segunda carta de Cirilo era la expresión de la fe católica (DH 250s.; DHR 111a).

Se destaca ahora la unidad de sujeto de Cristo. Él es «uno y el mismo» (heis kai autos/unus et ídem). Es el soporte y el portador de la unidad de Dios y el hombre. No es un tercero, surgido de la unificación de ambas naturalezas. No hay dos sujetos en Cristo, es decir, una persona portadora de la humanidad y otra portadora de la divinidad (allos kai allos/alius et alius). El sujeto de la unidad es el Logos mismo. Es el Logos quien constituye el unum esse, es decir, la realidad indivisa del Dios-hombre Cristo. Tuvo aquí una importancia determinante el motivo soteriológico. En Jesucristo, Dios mismo se ha comprometido en favor de los hombres, ha entrado en la realidad humana, ha nacido, padecido, muerto y ha sido resucitado. Se garantiza así que es Dios, por sí mismo —no por medio de alguien a quien encomienda esta tarea—, quien ha llevado a cabo la redención, a través de la gracia y de la libre voluntad del hombre unido a Él de la más íntima manera.

Todo lo anterior encuentra su síntesis en el título de theotokos de María, convertido en el signo del reconocimiento de la ortodoxia, tal como era entendida por Cirilo. María no ha concebido y dado a luz un puro hombre. Ha engendrado la persona del Logos, no según su divinidad, sino en la humanidad que ha tomado de ella. Por tanto, el Logos es el sujeto del engendrado y nacido como hombre:

«Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la  santa Virgen es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema» (DH 252; DHR113).

f) Los orígenes del monofisismo

Llevado de un excesivo celo antinestoriano, el archimandrita Eutiques (muerto hacia el 378) recurrió de nuevo a la fórmula de Cirilo —largo tiempo abandonada— de «unaphysis del Logos encarnado». Mientras que Cirilo entendía bajo estas palabras la realidad unida del Dios-hombre, ahora Eutiques les daba una interpretación que desembocaba en la disolución de la naturaleza humana en la divina. Afirmaba: «Confieso que, antes de la unión, nuestro Señor tenía dos naturalezas, pero después de la unión confieso una sola y única naturaleza» (cf. ACÓ II/I, l,134s.). Admitía ciertamente, en contra del docetismo, la realidad de la naturaleza humana que Jesús había tomado del cuerpo de María. Pero no podía aceptar que esta naturaleza humana creada no sólo no perdiera en Cristo su subsistencia, sino que pudiera incluso aumentarla y consumarla. Citando a Teodoreto de Ciro (eran. 2: PG 83,153) sostenía que la humanidad de Cristo había sido absorbida en la divinidad como una gota de miel es absorbida por el océano.

i) El concilio de Calcedonia del 451

a) La definición de Calcedonia

Tras reconocer la ortodoxia de los grandes antioquenos Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa y del patriarca Flaviano, se adoptaron, como criterios de la fe ortodoxa, los símbolos de Nicea y de Constantinopla. Se admitió asimismo como auténtica la interpretación contenida en la Segunda carta de Cirilo a Nestorio, en el símbolo de la unión del 433 y en la Carta dogmática de León Magno a Flaviano (Tomus Leonis). Aplicando las matizaciones y clarificaciones terminológicas conseguidas por la teología trinitaria, ahora la hipóstasis designaba la persona de Logos. Él es el sujeto, el prosopon, la persona que, después de la encarnación, existe en dos naturalezas, esencias o substancias, a saber, en la divina propia del Logos y en la humana tomada de María. Se llega así a la breve y densa fórmula «una persona — dos naturalezas». Contra una crítica que parte de un concepto de persona estrecho, tomado de la psicología de la conciencia, puede afirmarse que esta fórmula no pretende decir que al hombre Jesús se le ha añadido una naturaleza divina o que el hombre (!) Jesús tiene dos conciencias. Aquí se está hablando de la persona del Logos, realizada eternamente en la naturaleza divina, que subsiste en el tiempo y en la historia en la naturaleza humana asumida.

A la pregunta: «¿Qué es Cristo?», recibimos como respuesta: Dios verdadero y a la vez hombre verdadero, pero de tal modo que subsisten juntas, sin mezcla ni confusión, la divinidad y la humanidad, que en virtud de la persona del Logos forman una unidad de ser y de acción.
Si preguntamos: «¿Quién es él?», la respuesta dice: La única persona del Logos, es decir, la hipóstasis del Hijo en la Trinidad, que además de la naturaleza divina propia de su esencia ha asumido la naturaleza humana para llevar a cabo por ella, con ella y en ella la salvación.

Aquí el punto de partida, con respecto a la unión, es el sujeto del Logos, que no se une con una naturaleza humana, sino que la asume como suya propia. Existe, por tanto, entre ambas naturalezas una relación con fundamento ontológico.

j) Final de la formación del dogma cristológico

Neocalcedonismo en el II concilio de Constantinopla del año 553

Este concilio intentó recuperar a los monofisitas mediante una interpretación del concilio de Calcedonia en sentido neocalcedónico. Aquí el acento se ponía en la unidad de la persona, no en la diferencia de las naturalezas. En el quinto anatema figura por vez primera el término técnico unión hipostática (DH425;DHR217). El anatema octavo intenta trazar una vía de mediación entre el monofisismo y el difisismo:

«Si alguno, confesando que la unión se hizo de dos naturalezas: divinidad y humanidad, o hablando de una sola naturaleza de Dios Verbo hecha carne, no lo toma en el sentido en que lo enseñaron los Santos Padres, de que de la naturaleza divina y de la humana, después de hecha la unión según la hipóstasis, resultó un solo Cristo; sino que por tales expresiones intenta introducir una sola naturaleza o sustancia de la divinidad y de la carne de Cristo, ese tal sea anatema. Porque al decir que el Verbo unigénito se unió según hipóstasis, no decimos que hubiera mutua confusión alguna entre las naturalezas, sino que entendemos más bien que, permaneciendo cada una lo que es, el Verbo se unió a la carne. Por eso hay un solo Cristo, Dios y hombre, el mismo consustancial al Padre según la divinidad, y el mismo consustancial a nosotros según la humanidad. Porque por modo igual rechaza y anatematiza la Iglesia de Dios a los que dividen en partes o cortan que a los que confunden el misterio de la divina economía de Cristo» (DH429s.;DHR220).
3. La cristología en la Escolástica

a) La cristología tomista

En la III Parte de su Summa theologiae ofrece Tomás de Aquino (1225-1274) la más completa exposición teológica de la cristología hasta entonces existente. En el marco de su esquema global, Cristo es el mediador entre Dios y los hombres. Dios quiere comunicarse con los hombres mediante la creación, la encarnación y el envío del Espíritu e introducirlos comunicativamente en su vida trinitaria (S. th. III q. 1 a. 1). Para que el hombre, orientado, en razón de su origen y su fin, a Dios, pueda comunicarse con él, Dios mismo debe pasar al lado humano. Jesucristo es, en cuanto Dios-hombre, verdadero Dios y hombre verdadero y por ello también verdadero mediador y portador del acontecimiento de la redención.

En alusión a los misterios de la vida de Jesús (concepción por obra del Espíritu y nacimiento de la virgen María, circuncisión entendida como cumplimiento de la ley, presentación en el templo, bautismo en el Jordán, pobreza y sencillez de vida, sus tentaciones, su predicación, sus señales y milagros, su transfiguración y, finalmente, la culminación de su obra en su pasión, su muerte, sepultura y descenso a los muertos, su resurrección y ascensión, su exaltación a la derecha del Padre y su nueva venida para el juicio) quiere Tomás entender la vida de Jesús, sus enseñanzas, su obras salvíficas y su destino como un libro abierto en el que puede leerse la revelación en palabras y vivirse la revelación en hechos. El cristiano vincula con Jesús su propio destino existencial. En el seguimiento de Jesús, todos los creyentes pueden entender su vida y sus sufrimientos, su muerte y su sepultura, como copia del modelo Cristo y llegar, con ayuda de la gracia, a la autoconsumación en el amor pleno a Dios y al prójimo.

Enfrentándose a un vaciamiento racionalista del misterio, Tomás se propone exponer, a partir del concepto de la analogía, la racionalidad interna de la fe. La razón no puede aportar argumentos que lleven necesariamente al acto de fe. Pero la fe puede afrontar cualquier interrogante racional. En el acto de fe, convierte la razón en realidad sus posibilidades supremas. La naturaleza humana es un compositum de alma y cuerpo. Aquí es el alma el principio que da la forma y transmite el ser. Por consiguiente, a pesar de la composición de sus principios, el hombre es una unidad interna y una realidad única.

El Logos no ha asumido un hombre previamente subsistente, es decir, existente ya antes en virtud de un acto ontológico general (assumptus homo), ni una naturaleza humana abstracta que pudiera ser pensada como carente de subsistencia (humana natura). Jesús es realmente un hombre concreto y existente (homo). En cuanto hombre que nos sale así al encuentro es aliquid, es un ente. Pero existe, como tal hombre concreto, precisamente en virtud de la unión de su naturaleza humana con la naturaleza divina en la actualidad de la persona del Logos eterno.

Cuanto a la pregunta de cómo se ha producido la unión hipostática, debe distinguirse entre la posibilidad de entenderla desde la naturaleza divina asumente (ex parte naturae assumentis) o desde la naturaleza humana asumida (ex parte naturae assumptae). La naturaleza humana de Cristo es actualizada por la hipóstasis del Logos para constituir un hombre concreto. Subsiste en la persona de la Palabra divina. Así, la persona del Logos es en sí misma el principio de su ser, de su concreción, de su autonomía, de su unidad y de su actividad. Sólo de este modo puede el Logos actuar como redentor a través de un hombre concreto. Dios mismo es, pues, en el hombre Jesús, el Redentor, pero por, con y en la humanidad asumida de Jesús.
El instrumento de la salvación es la libertad de la voluntad de Jesús, su libre obediencia frente a la misión que le ha encomendado el Padre. Justamente porque la libertad de la voluntad humana de Jesús llega a su plenitud máxima a causa de su unión con el Logos (grafía unionis), es Jesús, en su naturaleza humana, el nuevo Adán, la realización causal ejemplar de la nueva criatura, el representante y cabeza de la nueva humanidad, el mediador de la salvación y el sumo sacerdote de la nueva alianza, cabeza de la Iglesia, de quien fluyen los torrentes de la gracia en el cuerpo de Cristo, es decir, en la comunidad de los discípulos.

b) La doctrina de Duns Escoto sobre la unión hipostática

Juan Duns Escoto (1265/1266-1308) asienta su doctrina totalmente sobre el terreno de la cristología de la Iglesia antigua. Pero frente a la tradición tomista, pone otros acentos. Su espiritualidad franciscana tiene una orientación más cristocéntrica y destaca más la significación propia de la humanidad de Jesús. Son también importantes las diferencias en el planteamiento metafísico. Con la tradición de cuño leonino-agustiniano, Escoto parte de la integridad, entendida en sentido difisista, de las dos naturalezas, aunque siempre, ciertamente, desde el presupuesto de la unión hipostática. Insiste aún más en la autonomía propia de la naturaleza humana de Jesús respecto del Logos y bajo el Logos (autonomía relativa). Si se quiere recurrir de nuevo a la antigua fórmula —a la que puede dársele una interpretación absolutamente ortodoxa— del assumptus homo (como quid, no como quis), debe entendérsela en el sentido de una «filiación adoptiva» de la naturaleza humana.

A la pregunta: ¿Quién es ese hombre Jesús?, los tomistas responden: Es la persona del Hijo eterno en la naturaleza humana en él asumida, con él unida y por él existente. Pero Duns Escoto contestaría: Es, en cuanto hombre, hijo adoptivo de la Trinidad, hipostáticamente unido con la persona del Logos eterno. Cuando se habla de Jesucristo como sujeto, se piensa en la naturaleza humana de este hombre, con su centro de actividad humano, que subsiste en el Hijo eterno de Dios. Aquí se enuncia sólo in obliquo el ser de Jesús como Hijo de Dios. Todas estas afirmaciones están estrechamente vinculadas con el concepto de persona.

Tomás de Aquino parte de una distinción real entre la esencia y la existencia. Para Escoto, en cambio, la distinción entre esencia y existencia es meramente formal. Apoyándose en Ricardo de San Víctor, intenta desarrollar un concepto de persona que, con las pertinentes modificaciones, pueda ser aplicado básicamente a las personas de la Trinidad, a la persona del Dios-hombre y a la persona de cada ser humano concreto. Una persona no es tan sólo la actualidad de una esencia general determinada por el espíritu, sino determinada también, a la vez, por su constitución ontológica, es decir, por su permanente relación al origen. Son dos, por consiguiente, los elementos constitutivos de la definición de la persona: la referencia a los orígenes y la esencia. Las personas divinas no se definen en virtud de su participación unívoca en una naturaleza común, sino precisamente por sus relaciones de origen, que se realizan relacionalmente. En la Trinidad, las personas se definen positivamente en su propia autonomía. De todas formas, a su autodiferencia (no-mediatez), en virtud de la cual cada una de ellas es ella misma, no le corresponde un carácter negativo, y ni siquiera privativo. Pero las cosas son diferentes cuando se trata de la definición de la persona humana. En las criaturas coinciden la naturaleza y el suppositum, de modo que resulta imposible una realización positiva de una naturaleza esencial concretamente existente en varias personas relacionalmente referidas entre sí.

Como en Escoto la persona no se define sólo por la esencia, sino también, y aún más, por su relación de origen, puede otorgar la plenitud de sus respectivos derechos tanto a la naturaleza divina de Cristo como a la humana. Al mismo tiempo, confiere la debida importancia a la idea de la unión hipostática en el sentido de que en Cristo una naturaleza humana alcanza su máxima realización posible, ya que en virtud de su relación de origen existe y actúa históricamente a través de la hipóstasis del Logos.

De todas formas, también en Tomás de Aquino se detectan estos mismos centros de interés. Cuando Escoto admite en Cristo dos esse existentiae, aunque subsistentes ambos en la hipóstasis del Logos, debe admitir asimismo dos relaciones filiales en Cristo. Pero este enunciado no desemboca necesariamente en la doctrina nestoriana de los dos hijos. Estas dos relaciones filiales subsisten unidas en la persona del Logos.

4. Las cuestiones cristológicas en la Reforma

El cristianismo luterano y calvinista de la Reforma se situó decididamente en el terreno de la cristología de la Iglesia antigua. En la Confessio Augustana (art. 1 y 3) se destaca expresamente que en lo referente al dogma trinitario y cristológico no existen diferencias que separen a las Iglesias. Así, Lutero declara: «En estos artículos no hay disputa ni debate, porque ambas martes creemos y confesamos lo mismo» (Schm. Art. 1 Parte =BSLK 415). Es, de todos modos, bien conocida la crítica de Felipe Melanchthon (1479-1560) a una cristología que, en manos de la Escolástica nominalista, se había degradado a campo de juegos de acrobacia conceptuales de carácter especulativo. No debería sacarse a la cristología, según Melanchthon, de su contexto soteriológico ni reducirla a simple clasificación terminológica de las categorías de naturaleza y persona.

Para Martín Lutero (1483-1546), la encarnación se identifica con el misterio de Cristo como mediador de la salvación y con su venida al mundo para cargar sobre sí nuestros pecados. En un «trueque feliz», Cristo toma nuestra pobreza para entregarnos su divina riqueza (cf. 2Cor 8,9).

En su Grosser Katechismus o Catecismo mayor describe la conexión íntima entre la cristología y la justificación del pecador por la gracia sola:

«Pues habíamos sido creados y habíamos recibido de Dios Padre toda clase de bienes, pero vino el diablo y nos arrastró a la desobediencia, al pecado, a la muerte y a toda infelicidad, de modo que caímos bajo su cólera y su inclemencia, castigados a la condenación eterna ... No había consejo, ayuda ni consuelo, hasta que este único y eterno Hijo de Dios, compadecido por su bondad insondable de nuestra aflicción y nuestra miseria, bajó del cielo para ayudarnos. Y así, ahora han sido expulsados todos aquellos tiranos y verdugos y en su lugar ha entrado Jesucristo, Señor de la vida y de la justicia, de toda bondad y felicidad, y nos ha arrancado a nosotros, pobres hombres perdidos, de la venganza del infierno, nos ha ganado, liberado y devuelto a la misericordia y la gracia del Padre ... Los pasajes que siguen en estos artículos no hacen otra cosa sino explicar esta redención y expresar cómo y por medio de quién ha sucedido...» (BSLK 651s.).

En conexión con la doctrina de la justificación de Lutero se plantea la pregunta de hasta qué punto tiene la voluntad humana de Jesús alguna significación salvífica. No se ve claramente si los padecimientos expiatorios vicarios de Cristo sólo fueron soportados por la persona del Logos en la naturaleza humana o si también fueron aceptados obedientemente por la libertad humana de Jesús. Esta problemática tiene repercusiones en la doctrina sobre la Iglesia, el sacrificio y los méritos. Si Cristo actuó vicariamente en su humanidad también expersonae ecclesiae, puede señalarse que actúa asimismo como cabeza de la nueva humanidad, que une a la Iglesia consigo para formar una unidad de acción y la incluye, en el acontecimiento salvífico, en la comunicación del Padre y del Hijo.

Juan Calvino (1509-1564) está más marcado por la cristología de la separación. Considera que la unidad de las dos naturalezas se fundamenta dinámicamente en el ministerio de la mediación de Cristo. Como el Logos participa de ambas naturalezas y existe en las dos, media a los hombres, en el Espíritu Santo, en la comunión con Dios.  Pero, apartándose de la opinión de Lutero, no admite que la naturaleza humana comparta la omnipresencia de la divinidad. Es cierto que la naturaleza divina abarca a la humanidad de Cristo, pero no está vinculada a ella. Sin duda, la naturaleza divina ha descendido del cielo en la encarnación y se ha unido a nuestra naturaleza humana en la persona del Logos. Pero, al mismo tiempo, permanece en el cielo (extra calvinisticum).

Al igual que Zuinglio (1484-1531), también Calvino niega la presencia corporal de Cristo en la Cena. Si el cuerpo de Cristo está sentado a la derecha del Padre y se encuentra en un lugar concreto del cielo, no puede estar a la vez localiter y circumscríptive en el altar. Es cierto que la palabra y el elemento material de la eucaristía representan a Cristo en la unidad de su divinidad y su humanidad, pero no se trata de una presencia real, sino de una especie de presencia espiritual. Así, al comer y beber los dones de la cena, el Espíritu Santo uniría, de espiritual manera, a los que creen en su corazón, con el Dios-hombre que está en el cielo.

Ocupa un importante lugar en la soteriología la doctrina de Calvino sobre los tres ministerios de Cristo (triplex munus Christi) (Inst. chris. reí. II, 15).
 - En su ministerio profético, Cristo anuncia la palabra de Dios.
 - En su ministerio real, Cristo ejerce la soberanía de Dios y lleva a los creyentes a la vida eterna.
 - En su ministerio sacerdotal, finalmente, desempeña su tarea salvífica (en sentido estrictamente soteriológico). En un sentido algo trasladado, también la dogmática católica ha asumido, desde el siglo XVIII, y luego sobre todo y plenamente en el II concilio Vaticano, la doctrina del triple ministerio de Cristo (cf LG 9-12 et passim).

5. Las concepciones cristológicas actuales

a) Las perspectivas de la cristología en la actualidad

La cristología se cultiva hoy día desde la idea rectora de someter a comprobación intelectual y hacer aceptable al hombre moderno, marcado por un pensamiento y una sensibilidad históricos y científico-naturales, los enunciados bíblicos, dogmáticos y dogmático-históricos sobre Jesús, el Cristo. En este contexto, presenta una notable dificultad el hecho de que en la Edad Moderna se entienda la realidad, cada vez más acentuadamente, desde una perspectiva alejada de la metafísica. Mientras que la cristología bíblica y eclesial se iniciaba con el enunciado de la preexistencia, la afirmación de la encarnación y el testimonio del acontecimiento pascual, la teología contemporánea arranca de la autoexperiencia humana. A partir del interrogante antropológico básico sobre el origen y el fin, el proyecto y la consumación de la vida humana, la atención se centra, en la connaturalidad con la historia del hombre Jesús de Nazaret, en el tema del horizonte trascendental sobre cuyo trasfondo la unión específica de Jesús con Dios no parezca fantasía mitológica, sino la respuesta adecuada a la pregunta antropológica.


IV. JESUCRISTO, EL MEDIADOR DE LA SALVACIÓN

1. La metodología de la soteriología

La soteriología es la doctrina de la redención (del griego swthria) de todos los hombres de la lejanía de Dios, la desesperación y la muerte llevada a cabo por Dios mediante la acción salvífica de Jesucristo.

En la concepción bíblica y patrística, la doctrina de la persona de Cristo y la de su obra forman una unidad inmediata. Sólo en la Escolástica tardía aparecen separadas, en la estructura de la dogmática, las enseñanzas sobre la persona de Jesús (unión hipostática) y las concernientes a la obra salvífica del Redentor. La teología occidental de la redención centró sus análisis en  dos perspectivas, a saber:

por un lado, en la redención objetiva mediante la encarnación del Logos y el sacrificio expiatorio vicario de Cristo en la cruz;
por otro lado, en la apropiación subjetiva de la obra salvífica de Cristo por los creyentes en el acontecimiento de la justificación y de la santificación personal. Esto sucede en virtud de la gracia interna del Espíritu Santo, que sostiene y fundamenta los actos básicos humanos de la fe, la esperanza y el amor (cf. la pneumatología y la doctrina de la gracia).

En la teología actual, la cristología y la soteriología deben ser analizadas y expuestas de nuevo, en virtud de su radical y fundamental unidad, como un mismo tratado dogmático. La fuente y el contenido de la soteriología es la persona de Jesús. La soteriología es cristología en cuanto que en ella se destaca el aspecto de la pro-existencia de Jesús. La soteriología es coextensiva con la autocomunicación divina que se concreta escatológicamente en la encarnación del Hijo de Dios. Jesús es el salvador absoluto y el portador de la esperanza de la humanidad que atrae a todos a sí.

Dios Padre se revela a sí mismo en el Hijo por medio del Espíritu Santo para que los hombres puedan decir a través del Espíritu y junto con el Hijo Abba, Padre (cf. Gal 4,4-6; Rom 8,15.29). Toda la doctrina de la redención se concentra y condensa en la autopredicación de Jesús en Juan: «Yo soy el camino y la verdad y la vida» (Jn 14,6).

2. El testimonio bíblico de la salvación y del mediador salvífico

La «salvación» es en el Nuevo Testamento la cifra y síntesis de la plenitud y consumación de todos los anhelos humanos de verdad y vida, de libertad y de amor en Dios, creador y consumador de su criatura. La voluntad salvífica eterna de Dios adquiere forma histórica en sus obras redentoras, salvadoras y liberadoras

La autorrealización personal del hombre subsiste en sus condiciones naturales en los niveles:
 - de los principios estructurales del hombre en espiritualidad, libertad y corporeidad;
 - la intercomunicación personal en el tiempo (historia);
 - del entorno natural en el espacio (mundo).

La venida del reino de Dios en Jesucristo y su revelación en la historia de obediencia de la libertad humana de Jesús indican que no puede establecerse ninguna diferencia real entre Dios como sujeto del acontecimiento salvífico y el contenido de la salvación.
Jesús no es el portador externo de una salvación distinta de su persona. Es la la en su propia persona:
Cuadro de texto: Predicados	
Pasajes Bíblicos
Jesús es para nosotros sabiduría, justicia, salvación y redención	
1Cor 1,30

es la paz y la reconciliación
	Ef 2,14

es la vida, la verdad y el camino
	Jn 14,6

en él están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento
	Col 2,3

Cristo es en nosotros la esperanza de la gloria
	Col 1,27

es el Dios verdadero y la vida eterna
	1Jn 5,20

sólo por medio de la comunión con el hombre Jesús hay también koinonia con el Hijo del Padre en el Espíritu Santo. 
Como Dios y hombre es el mediador de la comunicación humano-divina en el amor.
	
cf. Jn 17,21-23; 
Jn 1,1-3




















Cristo restablece la relación de los hombres con Dios rota por el pecado al aceptar sobre sí, siendo inocente, nuestros pecados en nuestro lugar, al sepultarlos consigo en su muerte y al revelar y hacer accesible en su resurrección la nueva vida de comunión con Dios en el amor (cf. Rom 4,25; 8,3; 2Cor 5,21; Gal 3,13; Heb 4,15). La caída generalizada, fundamentada en Adán, en la muerte, el más cruel enemigo del hombre, ha quedado superada en Cristo. Con su resurrección ha ganado la vida nueva para todos nosotros. En el Espíritu Santo, sus discípulos se convierten en sus hermanos y hermanas y participan, por el poder de la gracia que está en sus corazones (Rom 5,5), de la relación filial con el Padre y de la vida interna de Dios como amor (cf. Gal 4,4-6; Rom 8,29; Col 1,18; Ef 1,5).

3. El dogma soteriológico

El magisterio de la Iglesia no ha presentado una concepción teológica específicamente suya de la redención, aunque sí testifica el hecho mismo de esta redención por Jesucristo. Todos y cada uno de los enunciados concretos se apoyan en definitiva en la confesión de que Jesús es el mediador único de la salvación. La formulación del credo niceno-constantinopolitano ofrece una orientación de todos los enunciados soteriológicos:

«Creemos en un solo Dios... Y en un solo Señor, Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios... que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió de los cielos... y se encarnó...» (DH 150; DHR 86).

Dios convierte en realidad esta voluntad salvífica mediante la misión y la obediencia del hombre Jesús (DH 1522ss.; DHR 794s.). El Hijo de Dios lleva a cabo su ministerio de mediador (sacerdotal, real y profético) entre Dios y los hombres en la naturaleza humana asumida en virtud de la unión hipostática (DH 261; DHR 122). Jesucristo no tiene pecado y tomó una naturaleza humana también sin pecado (DH 533; DHR 283), aunque en su estado concreto de sometimiento al poder del pecado, de la muerte y del diablo (DH 292s; DHR 144). En virtud de su naturaleza divina triunfa sobre la culpa (DH 291s.) al padecer una muerte que es castigo y expresión del alejamiento de Dios por parte del hombre como consecuencia del pecado de Adán (DH 539; DHR 286). Por su obediencia hasta la muerte en cruz ha adquirido mérito infinito y ha superado el pecado de Adán y sus consecuencias (DH 1025,1513; DHR, 790).

Aunque Cristo ofreció su muerte sacrificial cruenta en el altar de la cruz una sola vez, este sacrificio permanece por siempre presente en la Iglesia de forma sacramental (el mismo sacrificio, indiviso e irrepetible en la multiplicidad de las celebraciones sacramentales). En su sacrificio se ofrece, como ofrenda y como sacerdote a la vez, al Padre para alabanza, agradecimiento, expiación y súplica (DH 1739-1743,1751-1754; DHR 938-941,948-951).

Los hombres participan de la gracia de la redención por medio de los sacramentos y de la realización subjetiva de la relación con Dios en la fe, la esperanza y el amor (DH 1520-1583; DHR 792a-843). La senda de la vida cristiana es caminar con Cristo (seguimiento). En la gracia maduran y acrecientan los creyentes la comunión del amor de Dios. Como miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, adquieren, mediante el nuevo género de vida a partir del Espíritu Santo, es decir, a través de acciones nuevas guiadas por el Espíritu, verdaderos méritos y ofrecen, por consiguiente, satisfacción a Dios por sus pecados. No hay aquí contradicción ninguna con el sacrificio de Cristo en la cruz, que ha dado a Dios satisfacción plena y total, sino que, precisamente, lo presupone (DH 1545ss.; DHR 803,809). La redención objetiva acontece mediante la encarnación del Hijo de Dios y su concepción por obra del Espíritu, su nacimiento de María, su actividad salvífica en la tierra, su pasión y muerte, su descenso a los muertos, la resurrección, su ascensión, el envío del Espíritu y, en fin, la nueva venida de Cristo al final de los tiempos para el juicio y la consumación de la creación entera.

La cristología y la soteriología dan respuesta a dos preguntas: ¿Quién es Jesús y qué es para nosotros? Las dos tienen una única respuesta:

 «Él es el Dios verdadero y la vida eterna» (1Jn 5,20).

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