SÍNTESIS
DE TEOLOGÍA DOGMATICA
GRACIA
1. Doctrina de la gracia y su
lugar en la dogmática
El tema de la doctrina de la gracia es la comunión de vida del
hombre liberado del pecado y de la muerte y llamado a la vida
eterna con el Dios trino.
La doctrina de la gracia es la cumbre y la
suma de toda la teología cristiana. Al enviar Dios Padre el Espíritu de su Hijo
a nuestros corazones, compartimos en la gracia la relación filial de
Jesucristo al Padre (cf. Gal 4,6). La esencia más íntima de la gracia es el
amor que es Dios mismo en la realización de su vida trina y por el que se
entrega a los hombres, (1 Jn 4,9.13; Rom 5,5). En el sistema de la dogmática se
sitúa la doctrina de la gracia como punto final y cima desde la que puede
contemplarse la panorámica total de la fe y de la teología en la perspectiva de
la autocomunicación del Dios trino como vida del hombre. En la serie de los
tratados que explicitan la respuesta del hombre, a lo largo de la historia de
la fe, a la autocomunicación intrahistórica de Dios, la gracia tiene su correspondencia
en la pneumatología, en la que el tema principal es el punto culminante de la
autoapertura del Dios trino.
La doctrina de la gracia constituye
un tratado específico como resultado de la peculiar evolución de la
teología latina occidental. En la teología oriental, las cuestiones
relacionadas con la gracia figuran sobre todo en la soteriología oikonomia). El
rechazo del pelagianismo dio ocasión a
la formación de una doctrina específica de la gracia. Fue aquí determinante la
influencia del doctor de la gracia, san Agustín (354-430). La orientación
pelagiana, denominación derivada del nombre del monje británico Pelagio,
aseveraba que el hombre puede obtener la gracia en virtud de sus buenas obras y
por su propia iniciativa. Según Pelagio, el hombre no necesita un impulso
interno específico para poder asumir en su realización personal la redención
histórica acontecida en la obra salvífica de Jesucristo (gratia externa).
Frente a esta posición, Agustín insistió en la total incapacidad del hombre en
el ámbito de las obras sobrenaturales y en su impotencia para elevarse,
mediante un impulso de su propia voluntad (auto-trascendencia) a Dios. La razón
es que la naturaleza humana ha quedado dañada por el pecado original de Adán.
Sin la ayuda de la gracia, el hombre no puede alcanzar su meta, a saber, la
comunión vivificante con Dios.
Entre los problemas clásicos de la doctrina
de la gracia figuran la relación entre la participación humana y la divina en
el proceso de la salvación, la conexión entre la gracia divina y los méritos
humanos, los temas de la voluntad salvífica de Dios _particular o universal—,
de la doble predestinación de unos para la vida eterna y de otros para la
eterna condenación y de si la iniciativa,
en el camino de la justificación, le corresponde a Dios o al hombre.
En la Escolástica , las
reflexiones giraron principalmente en torno al tema de si la gracia es, la
persona del Espíritu Santo, que habita en los justificados, o si se da en
nuestra alma una cualidad creada, en
virtud de la cual Dios nos capacita para responder a la gracia de su
autodonación o autocomunicación. Puesto que la gracia es Dios mismo, que se
comunica en la creación (gratia creatoris), en la redención (gratia Christi) y
en la santificación y la justificación (gratia spiritus sancti), no puede ser
una realidad creada. La gracia es Dios mismo en el acontecimiento de su
autocomunicación (gratia increata). Pero como, debido a la infinita distancia
entre ambos, Dios no puede encontrar al hombre en su mismo nivel, crea en él,
mediante su comunicación personal, las condiciones que le capacitan para
aceptar esta autocomunicación divina (gratia creata). Esta adecuada disposición,
creada por Dios en el hombre, recibe el nombre de gracia santificante. A
través de ella puede el hombre participar, conociendo, confiando y amando, del
amor trino que es Dios mismo, mediante las virtudes sobrenaturales (divinas) y
los actos de la fe, la esperanza y la caridad.
En el curso de la historia de los debates
teológicos se ha ido configurando una terminología muy matizada, aunque se la
puede entender sin mayor dificultad bajo dos aspectos formales:
1. Autocomunicación de Dios en cuanto amor
que se da y se comunica (gratia increata);
2. Autocomunicación de Dios que produce en
el hombre, mediante el perdón de los pecados, la justificación y la nueva
creación, aquella disposición por la que puede entrar en la comunicación de la
autodonación divina (gratia créada).
Esta «gracia creada» puede presentarse bien
como gracia santificante y disposición de ánimo básica dada por Dios, o bien
como gracia auxiliadora. Por su medio es elevado el hombre al nivel de la
filiación divina (gratia elevans) y convertido en templo del Espíritu Santo.
Esta es necesaria para que el hombre pueda, con su ayuda preveniente,
concomitante y perfeccionante transformar la gracia habitual en los actos de
la fe, la esperanza y la caridad en los que ejerce su comunión con Dios. En
cuanto que Dios da la capacidad para actos salvíficos sobrenaturales es gracia
suficiente, y en cuanto que otorga el poder de realizarlos de hecho es gratia
efficax. Se distingue también entre la gracia que sirve para justificar y
santificar a cada persona (gratia gratum faciens) y la que se concede para
poder ejercer un ministerio con poder divino, por ejemplo, el carácter
indeleble por el que los bautizados, los confirmados y los ordenados para el
ministerio sacerdotal pueden desempeñar su correspondiente función (gratia
gratis data).
2.
Principales documentos del magisterio.
1. El XV (o XVI) sínodo de Cartago, de 418,
aprobó ocho cánones sobre el pecado original y la gracia contra los
pelagianos.
2. El concilio de Éfeso, de 431, condenó de
una manera global las doctrinas pelagianas.
3. El sínodo de Orange de 529, contiene 22
cánones contra el pelagianismo y el semipelagianismo, que abarcan los temas del
pecado original, la gracia, el inicio de la fe, la cooperación del hombre y la
predestinación.
4. El concilio de Trento rechazó, en el Decreto
sobre la justificación del 13.1.1547, a lo largo de 16 capítulos doctrinales y
33 cánones, los ataques de los reformistas y expuso, con lenguaje positivo, la
concepción católica de la doctrina de la justificación que había sido el punto
de arranque de la Reforma
y había provocado la ruptura y escisión de la Iglesia. Debe
tenerse también en cuenta el Decreto sobre el pecado original de 1546
5.El papa Pío V condenó, en la bula Ex
ómnibus aflictionibus, de 1567, los errores de Miguel Bayo sobre la naturaleza
del hombre y sobre la gracia.
6.En la constitución Cuín occasione, de
1653, el papa Inocencio X 1092-1097 se
calificaron de erróneas y se condenaron cinco sentencias de Jansenio sobre la
gracia.
7. Los papas Paulo V en 1607, Inocencio X
en 1654 y Benedicto XIV en 1748,
declararon que existía libertad de opinión en torno a las cuestiones de los
auxilios de la gracia debatidas entre los tomistas, agustinos y molinistas,
así como acerca del problema de una más exacta definición de la gracia auxiliar
y la libertad humana en la preparación para la justificación.
8. El papa Pío XII, en la encíclica Mystici
corporis, de 1943, abordaba, entre otras materias, el tema de la «gracia creada
e increada» y se refería a la gracia como autodonación o autocomunicación de
Dios y como unión comunicativa con él: «Por esta visión será posible, por modo
absolutamente inefable, contemplar con los ojos adornados de sobrenatural luz
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, asistir de cerca por toda la eternidad a
las procesiones de las divinas Personas y ser bienaventurados por gozo muy semejante
al que hace bienaventurada a la santísima e individua Trinidad».
9. En la encíclica Humani generis, Pío XII
afirmaba, en contra de las erróneas interpretaciones de la Nouvelle Théologie ,
la gratuidad absoluta de la gracia y la posibilidad, en principio, de una
natura pura. «Otros desvirtúan el concepto de "gratuidad" del orden
sobrenatural, como quiera que opinan que Dios no puede crear seres
intelectuales sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica».
10.La constitución pastoral Gaudium etspes
del II concilio Vaticano sobre la Iglesia en el mundo de hoy (7.12.1965)
ofrece una exposición cristológica y pneu-matológica global de la antropología
teológica (GS 11-23).
3.
Principales declaraciones doctrinales sobre la gracia.
a) La gracia es la amorosa inclinación de Dios
al hombre, su criatura, que se había convertido en pecador. Esta inclinación
se manifiesta en la autocomunicación de Dios en Jesucristo y en el Espíritu
Santo bajo las formas de revelación, perdón, justificación y consumación.
b) Esta amorosa inclinación por la gracia se
produce de una forma totalmente libre. Pero aunque el hombre no puede
conseguir, merecer o arrebatar la gracia, está ordenado a su recepción en
virtud de su naturaleza espiritual y libre (autotrascendencia), y ha sido predispuesto por Dios mismo para la
comunicación en el amor. «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de
Dios y la comunión del Espíritu Santo» (ICor 13,13) son la síntesis del encuentro
de Dios y el hombre. De aquí surge una fecunda tensión interna y una coordinación
de naturaleza y gracia.
c) Todos los hombres se hallan bajo la gracia
de la voluntad salvífica universal de Dios (ITim 2,5) y «han sido elegidos
antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia»
(Ef 1,4). Ningún hombre puede ganar o merecer la gracia de la predestinación.
Pero sí son, en cambio, libres para rechazar la recepción de la gracia.
d) La gracia perdona y justifica y se ha realizado
históricamente en el acontecimiento de Cristo. Sólo en virtud de la gracia
preveniente actual puede prepararse el hombre para la recepción de la
justificación, hacerla suya y trasladarla a la historia de su propia vida como
configuración con Cristo (= mérito).
e) En virtud de la gracia de la justificación,
el pecador se convierte en nueva criatura en Cristo y en «templo» habitado por
el Espíritu Santo. Por eso la gracia le es «inherente» (DH 1530s., 1561; DHR
800,821). El hombre no está justificado sólo externamente, en un sentido
«judicial», «como si» no se le imputara el pecado, sino que lo está
verdaderamente. Pero no puede disponer de la gracia santificante como si fuera
dueño de ella. La gracia le prepara y le dispone para la recepción actual de
la autocomunicación de Dios y para el ejercicio de la comunicación
humano-divina en el amor mediante los actos básicos de la fe, la esperanza y
la caridad.
f) La gracia del Dios trino ha asumido en el
acontecimiento de Cristo forma encarnada. El Señor glorificado transmite su
presencia encarnada por medio del Espíritu Santo y, de ordinario, bajo la
forma eclesial y sacramental de la misión salvífica de la Iglesia en sus
realizaciones fundamentales (el bautismo y la eucaristía, entre otras).
g) Toda la gracia de Cristo tiende, mediante
la inhabitación del Espíritu Santo en los corazones de los hombres (Rom 5,5), a
la divinización (theiosis) de la criatura, es decir, a la participación
personal dialogal en la koinonia del amor trino de Dios. La participación en
la vida divina en virtud de la gracia acontece en la correalización de las
relaciones del Hijo y el Espíritu al Padre llevadas a cabo eternamente en un
mutuo darse y deberse.
h) La gracia es la síntesis de la revelación y
de la fe cristiana. La teología reciente intenta superar el estrechamiento
idealista e individualista y articular la gracia en el contexto
historicosalvífico cristológico, pneumatológico y eclesial del ser y de la vida
cristiana..
II.
EL TESTIMONIO BÍBLICO SOBRE LA GRACIA
Referencias
en el Antiguo Testamento
a) El campo conceptual: El término
teológico técnico de gracia ( )
no cuenta con correspondencias inmediatas en el Antiguo Testamento. Debe
precisarse su equivalente objetivo en un campo lingüístico más amplio: hen
(gracia, inclinación-benevolencia, simpatía); hesed (LXX) significa la
comunión salvífica con Yahvéh que debe renovarse constantemente mediante la
alianza con Dios); sedeq (justicia, justificación); rahamum (compasión); hemet
(fidelidad). El sujeto de la gracia y de su benévola inclinación al hombre es
siempre Dios. Mediante su palabra y sus obras causa la salvación, la
liberación, la bendición, la elección, el perdón, la promesa y la alianza
eterna. En los hechos salvíficos de Dios se revela su fidelidad, su amor y su
providencia por el pueblo elegido y por toda la creación.
b) Elección y alianza: Dios establece con libertad soberana una
relación de elección y de alianza con su pueblo que es fruto de su amor, que se
comunica libre y eficazmente (Ex 3,14). La respuesta adecuada es el amor de
correspondencia de Israel (Dt 6,4-6). El pueblo está «a la altura de la
alianza» cuando, mediante el cumplimiento de los mandamientos, se somete
obedientemente a la voluntad divina y se santifica.
c) La creación del hombre a imagen y
semejanza de Dios: El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Gen l,26ss.;
Sal 8; Sab 2,23; cf. Eclo 17,3), experimenta la comunicación con él, la
bendición que mantiene la vida y que hace posibles las relaciones sociales (entre
el varón y la mujer, el hermano y la hermana y de los pueblos entre sí).
Frente a la ruptura de la amistad original del hombre con Dios reacciona
Yahvéh con la promesa de una nueva iniciativa salvífica que se va revelando
progresivamente en su horizonte universal.
d) El mensaje profético: Dios es amor. El
Antiguo Testamento testifica también los esfuerzos de Yahvéh por ganarse el
corazón de su pueblo. Intenta superar la negativa colectiva y los pecados
personales que se oponen a la aceptación de su oferta de alianza. Reacciona
frente al pecado con la promesa de un perdón aún mayor, nacido del amor, que es
la fuente de su gracia y de su benévola inclinación a la alianza. (Os 2,21; cf. Is 42-53).
e) La promesa de una nueva alianza
universal: La gracia emerge como redención y perdón de toda culpa y como
establecimiento de una nueva ( renovada y perfeccionada) creación (Is 65,17).
La alianza de la gracia consiste en una comunicación del amor y en una
revelación del corazón divino, así como en la renovación y la inclinación
amorosa del corazón humano es decir, del centro mismo de la persona del
hombre a Dios: Ésta será la alianza que sellaré con la casa
de Israel, después de aquellos días —oráculo de Yahvéh—: Pongo mi ley en su
interior y la escribo en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo.
(Jer 31,31-34).
Yahvéh vigila, como el buen pastor, por su
pueblo (Ez 34,11), le apacienta por medio de su «siervo David», instituido como
pastor único (Ez 34,23s.; cf. Jn 10,11; IPe 2,25). Da a los hombres un corazón
nuevo (Ez 36,26) y, al final de los tiempos, derramará su espíritu sobre toda
carne (Joel 3,1-5). Todo ello sucederá cuando el espíritu santo de Dios llame y
equipe para su obra salvífica al portador salvífico escatológico, al Mesías
(cf. Me 1,10) y el nuevo pueblo de Dios sea señal e instrumento del reino de
Dios del fin de los tiempos y de la efusión universal del Espíritu (Hch 2,17).
2.
La gracia en el Nuevo Testamento
a)
El reino de Dios como gracia y Jesús como
su mediador.
Jesús proclamó el evangelio de la cercanía
de la gracia de Dios. En sus acciones simbólicas de curación de los enfermos y
de superación de los poderes hostiles a Dios, hace realidad «en el espíritu y
el poder de Dios» la llegada del reino divino (Lc 10,20). En el mandamiento del
amor a Dios y al prójimo se pone de manifiesto la nueva relación de Dios con
su pueblo. El amor es la medida y la plenitud de todos los mandamientos y la
auténtica forma de realización del encuentro del hombre y Dios (Mt 22,37-39;
Rom ll,9s.; Gal 5.6). El reino de Dios acontece en el amor. Cuando se cumple la
voluntad de Dios, llega su reino y se consuma la nueva alianza como comunión
de Dios y el hombre y de los hombres entre sí.
Jesús anuncia la disposición ilimitada de
Dios al perdón y la reconciliación frente a todos los pecadores (cf. Lc 15: la
parábola del hijo pródigo y del padre misericordioso).
La doctrina cristiana de la gracia hunde
sus raíces en las acciones del Jesús pre-pascual. La práctica del reino de Dios
de Jesús; su mensaje acerca de la disposición incondicional de Dios al perdón,
de su compasión y del amor del Padre celestial; la llamada a los pecadores; la
invitación a la conversión, a la fe, al seguimiento y a la relación personal
con Dios Padre; la exhortación a la oración y la insistencia en la
responsabilidad que recae sobre el hombre por su destino eterno.
La llegada de la gracia de Dios se produce
cuando se cumple el destino de su mediador, es decir, en la entrega de la vida
de Jesús en la cruz, donde funda la nueva alianza mediante su sangre derramada
(Mc 14,24). La cruz de Jesús es la fuente de la gracia, porque en ella debe
encontrarse la manifestación y el despojamiento último del amor de Dios (Flp
2,6-11).
b)
La gracia es vida y comunión con Dios
(Juan)
Cristo es el «Salvador del mundo» (Jn 4,42)
en virtud de la entrega de su vida, en cuanto que, como «Cordero de Dios»,
quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Da su vida por la vida del mundo (Jn
6,51). Puede sintetizarse la esencia de la gracia en las siguientes palabras
del evangelista: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y al que enviaste, Jesucristo» (Jn 17,3). La gracia es comunión con
Dios, vivida como koinonia del Padre, el Hijo y el Espíritu (Jn 17,20-26). En
Jesucristo han conocido los discípulos la Palabra del Padre hecha carne y «han
visto la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn
1,14). Como luz, vida y verdad, Jesucristo es la gracia de Dios en su persona
y en su historia humana.
La gracia se comunica mediante la palabra
de Cristo y de su espíritu vivificante (Jn 6,63) y mediante el bautismo por el
que los hombres renacen en el agua y el espíritu y se preparan para la vida
eterna (Jn 3,5; cf. Tit 3,5). Dios transmite su presencia encarnada por medio
de la eucaristía, pues Jesús es «el pan bajado del cielo que da la vida al
mundo» (Jn 6,41.48.51). «Todo el que ve al Hijo y cree en él tiene vida eterna
y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,40).
c)
La gracia como nueva justicia y santidad
(Pablo)
Pablo ampliamente el misterio de la redención
bajo el punto de vista de la «justificación del pecador». El horizonte
hermenéutico de la terminología aquí empleada (santidad, «ira» de Dios,
exoneración y justificación, ley y evangelio, etc.) es el de la teología de la
alianza paleotestamentaria. Pablo pudo desarrollar la acción salvífica de Dios
en Jesucristo con ayuda de otras categorías: shalom, reconciliación, nueva
alianza, nueva creación, comunión con Cristo y con el Espíritu Santo, conformación
con Cristo, filiación divina de cada individuo concreto o de la Iglesia en su
conjunto, como templo del Espíritu Santo.
A causa del pecado, el hombre ha perdido la
justicia y la santidad original. De amigo de Dios ha pasado a ser enemigo. Del
reino de Dios, que da alegría y vida, el hombre se vio trasladado al dominio
del pecado, que trae consigo sufrimiento y muerte (= lejanía de Dios, pérdida
del amor). Ahora el hombre no vive ya en el espíritu de Dios, sino en la
referencia a sí mismo, preso de una inquina que le empuja a oponerse a Dios
(hostilidad a lo divino). Sólo a través del evangelio de la gracia es
interpelado internamente el hombre por la palabra de Dios y es de tal modo
llenado por el Espíritu que, mediante la adhesión a la obediencia de Cristo en
la fe, puede aceptar la justicia otorgada por Dios y realizarse plenamente en
la esperanza y el amor (cf. Gal 5,6).
La justicia por la que Dios nos justifica
en su gracia libre llega hasta nosotros en Jesucristo. Dios le hizo pecado por
nosotros (2Cor 5,21). En su sangre, es decir, en su obediencia en cruz hasta la
muerte (Flp 2,8), Cristo ha aportado la expiación que ha hecho posible que Dios
se incline a nosotros y que nosotros aceptemos a Dios en la obediencia de la
alianza. Mediante su obediencia vicaria se ha convertido en el origen de la
capacidad de todos los seres humanos de recibir en su corazón la gracia de la
salvación en el Espíritu. De donde se sigue que creer significa entrar en la
forma de obediencia de Jesús.
«Todos pecaron y están privados de la
gloria de Dios. Pero, por gracia suya, quedan gratuitamente justificados
mediante la redención realizada en Cristo Jesús, al que Dios públicamente
presentó como medio de expiación por su propia sangre, mediante la fe, a fin
de mostrar su justicia al pasar por alto los pecados cometidos anteriormente,
en el tiempo de la paciencia divina, y a fin de mostrar su justicia en el
tiempo presente, para ser él justo y el que justifica a quien tiene fe en
Jesús» (Rom 3,23-26).
Somos justificados no en virtud de una
observancia legalista de la ley que busca la autojustificación, sino por la fe
como puro don de la gracia. Cristo es el mediador único de la justicia divina
para todos los hombres. Él es el único camino por el que los hombres llegan
hasta Dios como resultado de su adhesión a la obediencia de Cristo y a su
configuración con él, y se hacen, en el Espíritu, hijos suyos, pues pueden
compartir la relación de filiación de Cristo al Padre (Gal 4,4-6; Rom 8,15.29).
Los judíos no tienen ya ninguna vía de acceso a la justicia de Dios por medio
de la ley, ni la tienen tampoco los paganos a través de un conocimiento de Dios
meramente natural y una obediencia simplemente ética a los postulados de la
conciencia (Rom 1,20; 2,24).
Quien ha sido justificado en Cristo pasa a
ser nueva criatura ante Dios (2Cor 5,17; Gal 6,15; Rom 6,4) y es llamado a
«participar de la esencia y la figura de su hijo» (Rom 8,29). Ahora vive bajo
la «ley del Espíritu y de la vida» que le ha liberado en Cristo Jesús (Rom
8,2). Vivir en la gracia del Espíritu Santo (Gal 5,25) significa «tener la fe
que actúa por medio del amor» (Gal 5,6). El fruto del Espíritu es: «amor,
alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre,
templanza. Contra tales cosas no hay ley» (Gal 5,22).
d)
La gracia como comunión con Dios y
participación en su vida
Juan describe la gracia como comunión con
Dios y participación en la unión amorosa del Padre, el Hijo y el Espíritu.
Pablo entiende la nueva existencia del cristiano como «ser en Cristo» (ICor
1,30). En virtud de la gracia de Cristo se han convertido en templo santo de
Dios en el que habita el Espíritu Santo de la divinidad (ICor 3,17; 6,19; 2Cor
6,16). La gracia de Dios sólo puede ser
captada bajo aspectos escatológicos y universales. «Pues se ha manifestado la
gracia de Dios para salvar a todos los hombres» (Tit 2,11; 2Tim 2,5).
III.
EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LA DOCTRINA DE LA GRACIA
1.
´
2.
La visión patrística de la redención antes
de Agustín
La idea básica reza: Dios se ha hecho
hombre para que el hombre se haga Dios (Ireneo de Lyon). Nos hallamos aquí ante
el concepto de la theosis o la theopoiesis, que desempeñó, también en
Occidente, un importante papel hasta muy entrada la Edad Media. Para los
teólogos orientales el proceso de la santificación o recepción de la gracia se
identifica con la actuación salvífica universal de Dios. Las acciones de Dios
en favor nuestro se inician ya con la creación y alcanzan su punto culminante
en Cristo.
El hombre ha sido creado a imagen y
semejanza de Dios y Dios debería ser su plenitud última. Con el pecado no se ha
extinguido esta imagen, pero sí ha quedado profundamente distorsionada. Sólo
Dios puede restaurarla. El primer gran
platónico cristiano, Clemente de Alejandría, describió la redención como una
educación por cuyo medio nos adecuamos a Dios. Ya el propio Platón había dicho
que la justicia nos asemeja a Dios. El hombre debe orientarse según su imagen
ideal. En la concepción cristiana, esta imagen ideal es el Logos de Dios, que
se ha hecho hombre para representar en sí mismo aquella semejanza del hombre
con la divinidad. Hacerse cristiano significa imprimir en el propio ser la
imagen de Cristo, reconocer que la salvación tiene su origen en la encarnación
y dejarse transformar, mediante el seguimiento de Cristo, en esta imagen.
Aquí, todo el peso de la idea de la redención descansa en la encarnación y desde
ella se interpretan la cruz y la resurrección.
Gregorio palamas(1296/97-1359) obispo de
Tesalónica advierte claramente la diferencia entre todo lo creado y Dios. Todo
aquello que sólo puede llegar hasta Dios a través de las energías divinas es
criatura, es realidad creada. No obstante, en estas energías divinas
(humanidad de Cristo, bautismo, eucaristía) se alcanza el restablecimiento
total del hombre (en cuerpo y alma, en su ser y sus obras). Y así, también sus
acciones están escatológicamente referidas a la «inmortalidad».
Toda la acción de la gracia tiende al
restablecimiento de la imagen de Dios en el hombre. Y como en este
restablecimiento entran también las acciones del hombre, esta nueva actividad
humana está condicionada por la energía divina. El objetivo último y total de
Dios tiende a la apokatastasis (cf. hch 3,21), es decir, a la restauración de
todas las cosas. La redención consiste aquí en la consumación de la creación.
En esta concepción unitaria no se da una estricta distinción entre creación y
redención, entre naturaleza y gracia.
2. En la antesala de la doctrina de la gracia
occidental: el enfrentamiento con el dualismo gnóstico maniqueo
En los cuatro primeros siglos, el gran
desafío a que tuvo que enfrentarse el cristianismo fue el dualismo gnóstico,
bajo sus diversas modalidades. Para este dualismo, el mundo de la materia es
la fuente de todo mal. Cuando el hombre llega, por medio del Revelador, al
conocimiento (gnosis), entiende la redención como retorno de la parte
espiritual al mundo divino de la luz. Aquí la redención se concibe como
liberación de la materia, que es la fuente de la maldad.
Todas estas concepciones son radicalmente
contrarias a la fe cristiana en la creación. En la creación llevada a cabo por
Dios no hay nada ontológicamente malo. La materia, como principio constitutivo
del cosmos, es tan buena como el principio constitutivo del espíritu. La consecuencia lógica es que, en sus
controversias con los gnósticos, los cristianos se vieran precisados a
destacar tanto la bondad de la creación como la permanente importancia del
libre albedrío para la práctica del bien. La convicción de que estamos llamados
al seguimiento de Jesús, también, y precisamente, a través de las obras, y de
la necesidad del esfuerzo ascético para dominar los impulsos tanto
espirituales como materiales se convirtieron en el signo distintivo de la
concepción del mundo del primitivo cristianismo. Este cristianismo insistía en
la dimensión ética y ascética de la nueva humanidad, fundamentada en la gracia.
Para los Padres de la Iglesia el origen del
mal no debe buscarse en la materia en cuanto tal, sino en la voluntad del
hombre, que se aleja de Dios. Tertuliano, el primero en establecer diferencias
entre la naturaleza y la gracia . Este universo conceptual en torno a la
naturaleza y la gracia estaba llamado a convertirse en un tema siempre recurrente.
Tertuliano lo había empleado para garantizar la bondad ontológica del ser
humano, es decir, de su naturaleza. Es cierto que, a causa del pecado de Adán,
se ha instalado el mal en el hombre . Pero esto no es su naturaleza. Se superpone
al hombre por así decirlo como una segunda naturaleza, como una naturaleza
impropia. ¿Qué relación existe entonces entre la naturaleza y el pecado original?
Según Tertuliano, la naturaleza, perturbada, pero no destruida, se enfrenta a
la nueva iniciativa de la gracia de Dios. El hombre se hace partícipe de la
voluntad salvífica de Dios mediante el bautismo. Este don recibido de Dios se
llama, para distinguirlo de la naturaleza, gracia. No es una parte constitutiva
de la naturaleza creada. Le adviene desde fuera, es sobrenatural e incluye
tanto los hechos salvíficos de Dios en el curso de la historia (encarnación,
redención, concepción de Jesús en María por obra del Espíritu, etc.) como sus
efectos en los hombres (perdón de los pecados, nueva criatura. El hombre no ha
perdido su parecido natural, sólo ha resultado dañado. La semejanza
sobrenatural ha sido restablecida por la gracia de Jesucristo.
3.
La controversia agustino-pelagiana sobre la gracia y el nacimiento de un
tratado específico sobre la gracia (separación de la soteriología y la doctrina
de la gracia)
La controversia pelagiana de la primera
mitad del siglo v tiene un rango similar al de los grandes debates trinitarios
y cristológicos de la primitiva Iglesia. La autoría de la interpretación
herética de la gracia recae sobre el monje británico Pelagio, que vivió
algunos años (en torno al 410) en Roma, desempeñando las funciones de maestro
de ascética y director de almas. Fueron sobre todo sus discípulos quienes, en
el fragor del enfrentamiento con Agustín, llevaron hasta posiciones extremas
los principios del pelagianismo.
Pelagio tenía más de fervoroso religioso
que de teólogo profundo. En contra de la opinión que Agustín le achacaba, no
negó bajo ningún concepto la gracia. Ni tampoco atribuía sencillamente a las
obras humanas la capacidad de la auto-redención. También él sabía que hemos
sido redimidos por la gracia. Pero la entendía básicamente como una
capacitación natural de la voluntad para practicar el bien, esto es, como
gracia externa (gratia externa). La gracia era para él el curso total de la
historia de la salvación, mediante la cual Dios influye sobre nosotros en la
ley, en las enseñanzas de los profetas y, finalmente, en Jesucristo, nos dirige,
nos configura y nos educa. Cristo es el ejemplo que debe imitar el pecador que,
inspirándose en él, puede restaurar de nuevo la originaria imagen y semejanza
con Dios que había quedado distorsionada.
Llevados de su impulso ético-ascético, los
pelagianos rechazaban también la doctrina del estado de perdición total de la
naturaleza humana y la eliminación de nuestra libertad como consecuencia del
pecado. No habría quedado totalmente destruida la imagen de Dios en nosotros.
Es el libre albedrío el que decide si emprendemos el camino de Cristo y evitamos
el mal ejemplo de Adán. Por tanto, para los pelagianos, el problema del pecado
de Adán se reducía al contagio del mal ejemplo.
Según Agustín, no puede dar el primer paso en la fe hacia Dios si no nos
precede su gracia (gratia praeveniens) y nos posibilita la fe en Dios (gratia
actualis). En su opinión, el hombre no puede responder al don externo de la
gracia en la historia de la salvación si no es alcanzado en su subjetividad
interna y guiado hacia los bienes sobrenaturales por la gracia interna, es decir,
por el Espíritu Santo (gratia interna spiritus sancti). Sólo en virtud de esta
gracia interna puede garantizarse que la gracia es la ayuda eficaz —y única—
para la salvación (la «gratuidad de la gracia», en estricta oposición a la
acción autónoma de la libertad humana.
También Pelagio sabía que nuestra voluntad
necesita contar con el apoyo de la gracia y nuestra inteligencia con la
iluminación del Espíritu Santo. Pero esta necesidad se limita a permitirnos
conocer y observar más fácilmente los preceptos morales. No creía que sólo por
la gracia podamos llegar a conocer y cumplir la voluntad divina. La gracia no
significa en el pelagianismo una apoyatura total de nuestra persona únicamente
merced a la cual tenemos capacidad real de acción.
El fallo teológico del pelagianismo
consistía en que no acertó a comprender el giro radical que se había producido
en la historia del pensamiento de la Edad Antigua tardía. El hombre había
dejado ya de entenderse como inserto en el espacio cósmico universal de una
gracia de Dios histórico salvífica y pedagógica transmitida por la Iglesia y
los sacramentos, a partir del cual debería emprender su marcha hacia Dios con
su propia libertad. Ahora experimentaba más bien a Dios, de una manera
psicológica interna, como Aquel que le interpela personalmente, le concede su
gracia y le inserta así en el ámbito de la vida eclesial.
4.
Agustín-, doctor de la gracia
Agustín (354-430) es el más importante de
los Padres de la Iglesia de Occidente.
En síntesis, puede describirse la doctrina de la gracia de Agustín, en
su dimensión teocéntrica, cristológica y pneumatológica, en los siguientes
términos: como consecuencia del pecado original, el hombre se convirtió en
objeto de la «ira divina». La humanidad pasó a ser massa damnata. La naturaleza
humana, lastrada por el pecado original, se ha debilitado y se halla ahora sometida
sobre todo a la presión de la concupiscencia. Es cierto que el hombre no peca
necesariamente, porque aún conserva el libre albedrío (liberum arbitrium), pero
de hecho peca, dadas las circunstancias reales.
Sigue, a pesar de todo, destinado a un fin
sobrenatural, pero como le falta la fe, y la gracia, que depende de esta misma
fe, ni advierte este fin ni puede, por tanto, conseguirlo. La concupiscencia que,
en cierto sentido, es pecado, porque es el resultado del pecado original, actúa
como castigo, con tan formidable poder que sólo puede ser plenamente dominada
en virtud de la gracia del bautismo .Esta impotencia sólo es superada merced a
la gracia de la justificación conseguida por la muerte de Cristo, que restituye
en el hombre la imagen de Dios y produce una transformación interior y una
renovación, así como la auténtica libertad.
Para alcanzar, conservar y utilizar la gracia de la justificación, es necesaria
la eficacia de la gracia actual. Sin ella, el hombre no puede desear —y mucho
menos aún llevar a cabo— ningún bien sobrenatural, ni puede tampoco perseverar
hasta el fin.
Insistió incansablemente, contra el
pelagianismo, en la gratuidad de la gracia. Por muchas que sean las buenas
acciones que alguien pueda realizar, no puede merecer la gracia, ni adquiere
ningún derecho a ella. Pues «no sería gracia si no fuera gratuitamente
(gratis) dada». Como por un lado todo el linaje humano está sujeto, a consecuencia
del pecado de Adán, a la perdición y, por otro, nadie tiene derecho a la
gracia ni puede, si no cuenta con la gracia preveniente, llevar a cabo ningún
bien sobrenatural, la conclusión evidente es que la salvación de todos y cada
uno de los individuos depende de la divina misericordia. La dificultad que
aquí se plantea es la siguiente: ¿Concede Dios a todos los hombres la gracia
necesaria o hace una selección? Según Agustín, en todo caso una parte de la
humanidad está condenada. Escribe: «Sabemos que no a todos da Dios su gracia».
De donde habría que concluir que la voluntad salvífica de Dios es sólo
«parcial», esto es, que se da una «selección». Pero la situación objetiva no es
tan clara. Es posible que los condenados incurran en su triste destino sólo
porque no han utilizado la gracia suficiente que de hecho se les ha concedido,
y no porque no hayan recibido ninguna gracia. Mientras no se haga luz sobre
esta cuestión, no puede hablarse con certeza de una «selección» parcial.
Surge una nueva dificultad cuando se
pregunta: ¿Por qué no da Dios también a los condenados (como concede a los
santos), la gracia eficaz, sino sólo, en el mejor de los casos, la gracia
suficiente? ¿Por qué permite que haya niños que mueren sin el bautismo? Como respuesta,
Agustín se remite a los insondables designios de Dios y a la sentencia: «¿Puede
la vasija pedir cuentas al alfarero?» . Dicho con otras palabras: confiesa su
desorientación y pone su confianza en la justicia de Dios.
La asignación de la gracia, contemplada en
conexión con el plan divino universal, condiciona también, finalmente, el
problema de la predestinación. ¿Por qué ha permitido Dios que en su proyecto
eterno haya santos y condenados? No puede echársele en cara a Agustín que no
sepa la respuesta. Pero sí se le ha objetado que en su teoría de la
predestinación defiende una concepción de la gracia que suprime el libre
albedrío y proclama la coacción de la libertad. Ocurre, sin embargo, que este
reproche no está justificado. Agustín nunca renunció, en efecto, de un lado a
la libertad y, del otro, a la presencia de una gracia que alcanza con seguridad
su fin. Nunca habla de coacción. Pero tampoco aclara cómo poder conciliar entre
sí la libertad y la gracia que actúa con absoluta seguridad.
Para la actual comprensión del problema
debe tenerse en cuenta lo siguiente:
«1. Agustín es un teólogo típicamente
existencialista, que no piensa en los conceptos especulativos abstractos de la
teología posterior, sino dentro del orden histórico concreto de la tradición
bíblica paleocristiana. No conoce, pues, el concepto abstracto de la
naturaleza humana (naturapura), una naturaleza que, por otra parte nunca ha
existido realmente, sino que contempla al hombre en los modos existenciales
concretos, tal como los ha experimentado y los sigue experimentando el linaje
humano, de acuerdo con la Biblia, es decir, como situaciones reales de
salvación y de perdición. Por consiguiente, desconoce algunas de las expresiones
técnicas de la teología posterior, por ejemplo, los términos de supernaturalis,
grana sufficiens, grafía efficax y grana irresistibilis.
»2. Tampoco los términos de pecado, pecado
original y gracia de Agustín se corresponden con los de la teología actual. Por
pecado entiende, como pensador paleocristiano, la rebelión contra el orden de
las cosas querido por Dios, que repercute necesariamente sobre la totalidad
del hombre. Esta rebelión lleva a la desarmonía —en sus sentido espiritual y
corporal—, que impera también en la convivencia con los demás. Frente a la
concepción naturalista de la gracia de Pelagio y de sus seguidores, que
infravaloraban el orden cristiano de la salvación y la redención, Agustín se
concentra en la gratia Christi, es decir, en la gracia inmerecida que actúa
"con poder interno e inefable en el corazón del hombre, hace surgir las
buenas decisiones de la voluntad y le justifica al infundirle el amor por medio
del Espíritu Santo".
»3. En lo que atañe a la doctrina de
Agustín sobre el libre albedrío, es importante su distinción entre liberum
arbltrium y vera libertas. Con el primero se refiere sencillamente a la
capacidad de elección del hombre, a su autodeterminación, que conserva incluso
después de la caída en el pecado original. En cambio, según él, el hombre caído
ha perdido la libertad de elegir el bien y de llevarlo a cabo; sólo la puede
recuperar —de acuerdo con Jn 8,36 y Rom 6,20-22— por medio de la gracia.
5.
El enfrentamiento con el semipelagianismo
Semipelagianismo es el término
habitualmente utilizado a partir del siglo XVI para designar la reacción
provocada en África y en el sur de las Galias por la doctrina agustiniana de la
necesidad absoluta de la gracia para toda obra meritoria.
Si todo mérito es don de la gracia, habría
que concluir que ninguna obra buena ni ninguna oración tienen valor en sí
mismas. A esta conclusión opone el semipelagianismo que, atendida la voluntad
salvífica universal de Dios, la elección o la recusación de una persona no
depende del consejo salvífico divino, sino del asentimiento o la oposición de
la voluntad humana. Los niños que mueren reciben —o no— el bautismo como
renacimiento para la vida eterna según los méritos o deméritos —previstos por
Dios— que habrían contraído si hubieran llegado a la edad adulta. También, en
esta opinión, la perseverancia en la gracia sería un mérito, no un don. De
donde se concluye que el inicio de la justificación (initium fidei; plus
creduliíatis affectus) depende de la iniciativa del hombre. Queda aquí, por tanto,
en entredicho la gratuidad de la gracia.
Debe insistirse, con Agustín, en que el
inicio, el contenido y la consumación de la justificación descansan únicamente
en la gracia de Dios, de modo que también son frutos de la gracia los actos que
preparan para la justificación, la perseverancia y las buenas obras. Los
semipelagianos, llamados en aquel tiempo «marsilienses» o «restos de los
pelagianos», fueron definitivamente condenados en el II concilio de Orange
(529).
6.
Las decisiones del magisterio de la Iglesia
Los tres documentos magisteriales más
importantes son los 8 cánones del concilio de Cartago (418), el llamado
Indiculus Coelestini y los 25 cánones del II Arausicano (529). Estas
declaraciones del magisterio prolongan la línea de Agustín y de sus grandes
discípulos Próspero de Aquitania y Cesáreo de Arles. Los documentos citados no
proceden ciertamente de concilios ecuménicos ni de declaraciones ex cathedra de
los papas en el sentido actual de esta expresión. Pero no es menos cierto que
han sido aceptados por la Iglesia universal y se les considera, por
consiguiente, como expresión auténtica de la fe de la Iglesia.
a)
La doctrina del pecado original
El hombre debe ser entendido desde el
estado original (status integritatis). Era, en virtud de su naturaleza, una
criatura referida a Dios a la que se había comunicado Dios en la gracia como
vida. Pero su libre acción de rechazo le convirtió en pecador. La consecuencia
ha sido la muerte de toda la humanidad, en alma y cuerpo. También el alma pecó
y ha quedado sometida al poder de la muerte (cf. Ez 18,20).
En segundo lugar, la opinión de que sólo
hemos heredado el castigo de Adán. La realidad es que por él todos hemos sido
hechos pecadores. Se dice que el hombre es pecador no debido a una
transgresión personal de los mandamientos, sino como consecuencia de la pérdida
de la presencia vivificante de Dios, que le reduce a la condición o estado de
pecador y deudor de la justicia y la santidad sobrenatural que se le había
concedido originalmente. Así se explica la praxis eclesial de bautizar «para el
perdón de los pecados» también a los niños que no han cometido ningún pecado
personal. Se afirma claramente que sólo la gracia puede trasladar al hombre de
la condición de pecador a la de santificado y justificado, es decir, de muerto
ante Dios en viviente (en, por y hacia Dios). Por eso es necesaria la gracia
que posibilita la fe también como fe salvífica (y no sólo como convicción
subjetiva de una realidad). En el bautismo se comunica la gracia bajo la forma
concreta de renacimiento, nueva criatura y justificación.
b)
La doctrina de la eficacia de la gracia de
Cristo
En su canon 22, el II Arausicano afirma que
en el estado de Adán el hombre no es sino mentira y pecado. Es incapaz de amar
a Dios sobre todas las cosas. No puede hacer obras buenas por amor a Dios ni
tampoco tiene la capacidad de dar el primer paso hacia él. Pero ahora que se
nos ha otorgado la gracia, es también Dios mismo quien impulsa nuestra voluntad
para solicitar en la fe el bautismo. No podemos decir, por tanto, que cuando
el hombre lleva a cabo lo que de hecho es capaz de realizar por sí mismo recibe
ciertamente la gracia de Dios. Ésta era la idea que expresaba un axioma que
desempeñó un importante papel entre los teólogos medievales y que dio pie a la
acusación reformista de que la teología tradicional adolecía de tendencias
pelagianas: Facienti quod est in se Deus non denegat gratiam: «a quien hace lo
que está en su mano, Dios no le niega su gracia».
Debemos, pues, confesar que sólo mediante
la gracia es posible el inicio, el ahondamiento, el acrecentamiento y la
plenitud, en fin, y la consumación de la fe, el amor y nuestra moralidad, esto
es, el cumplimiento de los mandamientos. El acto por el que creemos en Dios y
le amamos no es simplemente algo que tengamos por y desde nosotros mismos. Es
un acto condicionado y determinado por la gracia, que nos lleva más allá de las
posibilidades de nuestra naturaleza. Sólo en las virtudes sobrenaturales
infusas (fe, esperanza y caridad) puede activar la criatura su libertad en
orden a Dios de una manera relevante para la salvación. La gracia no suprime el
libre albedrío, sino que le libera para su contenido propio y auténtico, es
decir, para la libertad. En el canon 9 del Indículo se afirma a este propósito:
«Porque es tanta la bondad de Dios para con
todos los hombres que quiere que sean méritos nuestros lo que son dones suyos,
y por lo mismo que Él nos ha dado, nos añadirá recompensas eternas. Obra,
efectivamente, en nosotros, que lo que Él quiere, nosotros lo queramos y hagamos,
y no consiente que esté ocioso en nosotros lo que nos dio para ser ejercitado,
no para ser descuidado, de suerte que seamos también nosotros cooperadores de
la gracia de Dios.
La
cooperación a la vida de la gracia no es una actividad que surge de la
capacidad humana y se orienta a la gracia, sino que es una acción del hombre
previamente agraciado orientada hacia el fin de la gracia inscrito en el hecho
mismo de ser agraciado: la vida eterna. Por tanto, la cooperación del libre
albedrío redimido es necesaria para la salvación consecutive, es decir,
«después de».
c)
El problema del inicio de la fe
El
canon 5 del II Arausicano da la siguiente respuesta: «Si alguno dice que está
naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe y hasta el afecto de credulidad por el que creemos en Aquel que justifica al
impío y que llegamos a la regeneración del sagrado bautismo no por don de la
gracia —es decir, por inspiración del Espíritu Santo, que corrige nuestra
voluntad de la infidelidad a la fe, de la impiedad a la piedad— se muestra
enemigo de los dogmas apostólicos»
7.
La evolución del problema en la teología medieval
La teología occidental se ha mantenido a lo
largo de un milenio dentro del campo de influencia de los temas agustinianos.
La reflexión sobre la gracia —entendida como la síntesis de toda la salvación
en Cristo— pasó a constituir en la Escolástica un tratado propio, con una
temática totalmente específica y claramente delimitada.
a) La
controversia sobre la predestinación. El florecimiento de la teología en el
Renacimiento carolingio tras el largo silencio subsiguiente al colapso de la
cultura romana se inició con los vivos enfrentamientos en torno a la doctrina
de la doble predestinación defendida por Godes-calco, monje de Orbais. Esta
doctrina fue rechazada en los sínodos de Maguncia (848) y Quercy-Oise (853),
bajo la dirección de Hincmaro, arzobispo de Reims. Ambos sínodos defendieron la
doctrina de la voluntad salvífica universal de Dios y del libre albedrío del
hombre, así como la predestinación única a la salvación (cf. Rom 8,33; Ef 1,1).
Dios conoce de antemano, se decía allí, quiénes son los condenados que
permanecen en la massa perditionis. Pero no los predestina al mal ni a la
condenación.
b) La
preparación para la gracia. Estaba ciertamente fuera de discusión el
carácter gratuito de la gracia de la salvación (la gratuitas gratiae). Pero el
problema consiste en cómo se ordena el libre albedrío a la recepción de la gracia,
pues ésta no le adviene al hombre simplemente desde arriba. El hombre no tiene
ante la gracia una actitud meramente pasiva, sino receptiva, es decir, en cierto
modo perfectamente activa. La recibe como su destinatario y de acuerdo con la
estructura de su condición de criatura. Si, pues, el hombre es el ser dotado de
libre albedrío, entonces la gracia debe ser aceptada por la voluntad de acuerdo
con su naturaleza libre. Aquí, puede decirse que la gracia no es solamente una
relación que Dios crea en nosotros, sino también el principio con el que
nuestro libre albedrío responde al ofrecimiento de Dios.
La gracia es, pues, el principio de nuestra
actividad o, dicho de otra manera, el principio de la virtud. De donde se
concluye que el libre albedrío debe prepararse, a su propio modo, para la recepción
de la gracia. Puede comprenderse más fácilmente este razonamiento si se tienen
en cuenta los conceptos aristotélicos subyacentes. Sólo una materia previamente
dispuesta puede asumir una forma. Por poner un ejemplo, sólo una materia
humanamente conformada puede recibir un alma humana, de tal modo que ésta, como
principio formativo, pueda convertir a aquella determinada materia en cuerpo de
este hombre concreto.
Pero, ¿qué es lo que mueve a la voluntad a
disponerse hacia Dios? ¿Se trata de una ayuda divina, es decir, de un don
general por el que el Creador está siempre junto a su criatura, o es, en
sentido específico, la gracia de Cristo o del Espíritu Santo la que mueve la
voluntad? Si se responde que la voluntad es ciertamente movida por Dios, pero
no por la gracia de Dios, se cae fácilmente bajo la estela del
semi-pelagianismo. Aquí, en efecto, es, de alguna manera, la voluntad la que
da, por propia iniciativa, el primer paso hacia Dios. El hombre podría, por
tanto, prepararse para la gracia a partir de su propia voluntad, a condición,
por supuesto, de que Dios le asista con su ayuda, pero sin ser el principio de
la actividad humana. Pues, en efecto, la ayuda de Dios no se identifica con la
gracia misma.
En este contexto, fueron muchos los
teólogos que hablaron de un mérito de congruo. Si el hombre hace cuanto puede
por seguir la llamada de Dios a la penitencia. adquiere un mérito al que Dios
responde adecuadamente (congruentemente) con la infusión de la gracia
justificante. Pero no se da un mérito de condigno (meritum de condigno) que
obligue a Dios a la infusio gratiae.
En todas estas reflexiones debe advertirse
que se está hablando únicamente de una preparación lejana del pecador para la
recepción de la gracia. Lo determinante sigue siendo que la preparación
inmediata (la ultima dispositio) coincide con la infusión de la gracia. La
forma, es decir, la gracia misma, dispone su materia en un instante (in
instanti), en el momento mismo en que se une al alma. Y, a la inversa, en ese
mismo instante queda el hombre capacitado para recibir la gracia. Por
consiguiente —y en contra de lo que más tarde la crítica reformista recelaba—
el hombre no aporta una «contribución» anterior a su recepción de la gracia y
como condición de la misma. El proceso discurre a la inversa: en el instante
mismo de la infusión de la gracia, queda el hombre tan plenamente dispuesto
para la comunión con Dios que dicha gracia puede convertirse en el principio
de la dinámica de su espíritu y su voluntad hacia la divinidad. En conclusión,
la gracia misma es el principio de su recepción (activa) por el hombre.
c) El
problema de la gracia creada e increada. Hasta la Escolástica, se había venido entendiendo la gracia
principalmente como una inclinación amorosa de Dios por la que nos admite en su
comunión. Por consiguiente, propiamente hablando la gracia es una relación del
hombre a Dios fundamentada en el favor divino (favor Dei). Es Dios mismo, en
cuanto que nos ama y nos concede la vida eterna (= autocomunicación de Dios o
inhabitación de Dios en nosotros).
La Escolástica lo denominó gracia increada
(grafía increata). ¿En qué consiste, entonces, la gracia creada? Si es algo
(aliquid) en el hombre, se corre el peligro de concebirla como una cosa
apersonal. Por tanto, la teología reformista se creyó autorizada a acusar al
lado católico de cosificación de la gracia y de abrigar la pretensión de tener
un poder de disposición sobre ella. Pasaría a ser una posesión del hombre y se
vería rebajada a la condición de obra meritoria.
A Pedro Lombardo se le objetaba: Dios se
ama a sí mismo en nosotros y a través de nosotros. No somos nosotros mismos
quienes amamos a Dios con el poder del Espíritu Santo. Y lo que interesa es que
sea la criatura misma el sujeto del amor a Dios.
La voluntad, ciertamente libre, pero enteramente
debilitada por el pecado, no puede por sí misma amar a Dios sobre todas la
cosas, ni unirse a él en la unión del amor. Para esto debe primero el Espíritu
Santo santificar en su raíz el libre albedrío. Sólo mediante esta capacitación
de la voluntad a través de la gracia puede el hombre ejercer su libertad,
remontarse a Dios y cumplir de tal modo la ley moral que sea un paso hacia él.
La voluntad se mueve en virtud de un hábito producido por la gracia (=
acuñación previa de la actividad). Puede hablarse también aquí de una cualidad
(qualitas) del alma causada por el Espíritu Santo. Con ella, las funciones
naturales del alma (la fe, la esperanza, la confianza y el amor) quedan
conformadas por la gracia, elevadas (sobrenatural-mente) por encima de sí mismas
y dirigidas al Dios de la revelación.
Recibe los nombres de gracia inherente o
gracia creada, hábito de nuestra alma causado por Dios y gracia justificante o
santificante. Lo que verdaderamente importa es establecer una correcta
definición de la relación entre la gracia creada y la increada. Los grandes
teólogos de la Edad Media fijaban como principio de su reflexión la
autocomunicación de Dios. Al llegar Dios hasta nosotros en su amor, su gracia
abarca, como uno de sus elementos constitutivos propios, también el aspecto de
que crea en nosotros los presupuestos para que podamos aceptar, en cuanto criaturas,
la gracia en nuestra realidad y podamos responder al amor de Dios con el amor
de nuestra voluntad ornada con la gracia. La gracia produce, pues, una modificación
en el hombre (un efecto). Le convierte en nueva criatura y le capacita para el
cumplimiento de los mandamientos como expresión del amor a Dios. Si se entiende
la gracia como amor, surge inevitablemente la idea de una gracia creada. Es el
efecto de Dios en la criatura por el que nos capacita para que, salvando la
distancia infinita, podamos ser alzados hasta su nivel y seamos capaces de
salir al encuentro de nuestro Creador.
«La gracia santificante dispone al alma
para recibir a una persona divina (en cuanto que el Espíritu Santo habita en
el alma como en un templo). Esto es lo que se quiere decir cuando se afirma que
el Espíritu Santo es enviado según el don de la gracia. No obstante, este don
de la gracia es el mismo Espíritu Santo (como don y como donador a un mismo
tiempo). Por eso se dice que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo. Los reformadores entendían la gracia
fundamentalmente como perdón de los pecados. Por eso, en su pensamiento ocupaba
el primer plano la fe en el mérito justificante de Cristo, que siempre
permanece extra me. En este contexto, se presta a erróneas interpretaciones la
idea de la gracia inherente.
d) La
gracia como tema central de la antropología (Tomás de Aquino). La idea básica es aquí radicalmente
teocéntrica. Dios es en sí mismo vida y movimiento. La creación significa
comunicación y participación en la vida divina y orientación para su
recepción. Y así, del Dios uno y trino parte el movimiento hacia el mundo , que
lleva hasta el hombre. En el hombre se produce un cambio de sentido: en él la
creación entera se vuelve hacia Dios como hacia su consumación en la vida
eterna. La mediación de ambos movimientos se produce mediante el Verbum Dei. A
causa del pecado, modificó Dios su movimiento hacia el mundo mediante la
encarnación del Logos y su pasión vicaria por nosotros como revelación del
amor de Dios también hacia los pecadores. El movimiento de retorno de la
criatura sólo acontece por medio de Cristo, es decir, del Hijo de Dios
crucificado y resucitado, que ha asumido real y verdaderamente la naturaleza
humana.
En esta concepción no se puede analizar la
gracia a continuación de la cristología, sino que debe situársela, como tema
específico, en la cima de la antropología. En este punto debe mostrarse que la
gracia de Dios que nos ha sido otorgada en Jesucristo es aquella realidad por
la que el hombre lleva a su consumación su movimiento hacia Dios.
Dios y la criatura no se enfrentan como
competidores situados en un mismo nivel. Dios, en la plenitud soberana de su
causalidad universal, mueve de tal modo a las esencias creadas que éstas pueden
comportarse de acuerdo con el principio de su naturaleza.
Es parte constitutiva de la naturaleza
humana no sólo tener, junto a diversas características biológicas o sociales,
también un trozo de libertad. Debe más bien afirmarse que el hombre, en cuanto
criatura espiritual, es libertad. Esto incluye el ejercicio de la libertad en
el marco de sus condiciones materiales. Donde confluyen la causalidad
universal divina y la actividad propia del hombre nos hallamos ante una
relación personal de hondo calado ontológico. El hombre no puede encontrar
nunca a Dios al lado de o incluso enfrentado a su naturaleza, es decir, a su
libertad, sino justamente en la activación de la voluntad y el conocimiento
hacia Dios, esto es, en su naturaleza.
La naturaleza humana tiene un único fin, a
saber, alcanzar su consumación plena mediante la autocomunicación de Dios y,
más concretamente, en la unificación del amor. La gracia no suprime la naturaleza,
sino que la perfecciona. Sin la gracia, la naturaleza no podría llegar a su
meta, porque está fuera de ella y fuera también del alcance de sus
posibilidades.
El don de la gracia de Dios, que es su
autocomunicación a nosotros, tiende definitivamente a la unión en el amor.
Esta singular relación o unificación presupone ciertamente la subsistencia (la
realidad y actividad propias de la criatura personal) y la activa. Si el hombre
no fuera persona, no podría hablarse de amor, porque el amor apuesta por la
unión y la comunión de las diferencias personales. Ahora bien, el hombre no
puede ser amado por Dios, en sentido estricto, sin que este amor capacite a la
persona creada a amar también por sí misma y alcanzar así la communio con Dios.
«Mediante la gracia de la justificación el hombre se constituye en amante de
Dios, porque por la gracia está ordenado al fin que Dios le permite compartir...
El primerísimo efecto de la gracia santificante es que el hombre ama a Dios».
Queda, pues, claramente establecido que
sólo por la gracia alcanza el hombre a Dios. Pero la llegada de la gracia hace
que lleguen también hasta sí mismos nuestros actos del conocimiento y la
voluntad. La doctrina de la gracia tiene, pues, su lugar propio en la
antropología, porque la gracia es la plenitud de la libertad.
8.
Las innovaciones de la Baja Edad Media como trasfondo de la protesta de la
Reforma
Se registra una primera e importante
modificación en el hecho de que el tema de la gracia no se analizaba ya dentro
de la antropología. Se objetaba en contra que podemos amar a Dios actualmente
en virtud de un hábito que el Espíritu Santo ha producido en nosotros, es
decir, mediante una gracia creada. En la Escolástica tardía se trastoca la
relación total entre la gracia causal creada y la increada. Para empezar, el
hombre debe preocuparse de la cualidad de la gracia como de una cualidad
propia, para que se le pueda hacer a continuación partícipe de la gracia de la
autocomunicación, de la justificación y de la vida eterna. Como la doctrina de
la justificación se estudiaba ahora en la teodicea, se planteaba la difícil
pregunta de hasta qué punto conservaba Dios su libertad frente a la disposición
humana por él mismo causada. Se producía aquí un giro nuevo y ciertamente decisivo
respecto de la antiquísima pregunta sobre la relación entre la gracia y la
libertad.
El problema no es ya cómo mantiene, o puede
mantener, el hombre su libertad frente a la acción de Dios, sino cómo puede
conservarla Dios respecto de la gracia por él mismo concedida.
Juan Duns Escoto estaba particularmente
interesado por el tema de la libertad de Dios. No hay, pues, nada creado, ya
sea una obra meritoria o una cualidad de la gracia creada, a la que Dios tenga
la obligación de contestar con el don de la vida eterna. Dios tiene plena
libertad frente a cualquier tipo de reclamación o exigencia coactiva de la
creación. El hombre se justifica única y exclusivamente en virtud del acto
divino de su aceptación. Dios puede, si
así lo quiere, aceptar también al hombre en pecado mortal. Ahora bien, ante
esta libertad divina, entendida en estos términos, resulta, al parecer,
superflua la proclamación del evangelio y la conversión, porque Dios puede aceptarnos
o rechazarnos sin tener para nada en cuenta nuestra situación de pecadores o de
agraciados.
Para poder seguir avanzando en este
terreno, Escoto distingue dos voluntades en Dios. Existe, por un lado, la
potencia absoluta divina, en virtud de la cual hace lo que quiere (potentia Dei
absoluta). Y existe, por otra parte, una libertad en la que se compromete a
mantener el orden salvífico por él mismo establecido (potentia Dei ordinaía).
En razón de la potentia absoluta, Dios
tiene siempre libertad para aceptar lo que quiere. En cambio, la potentia
ordinata le obliga a conservar el orden salvífico fáctico. Aquí ha asumido el
compromiso de aceptar en la vida eterna a quienes tienen —por Dios mismo—
gracia y amor, y a rechazar a quienes —por su propia culpa— no los tienen.
Esta relajación interna de la vinculación
entre Dios y la historia de la salvación presenta varios problemas. Algunos
autores especulan si Dios habría podido hacer de otra manera todo cuanto ha
hecho. Muchos de los que buscan detrás o al lado a otro Dios se preguntan por
qué razón nuestro camino hacia Dios está vinculado a los sacramentos, a la
Iglesia y a la persona histórica de Jesús. La respuesta de la teología de la
Baja Edad Media era de carácter positivista: Dios ha dispuesto que sólo concederá
la vida eterna a quien cumpla las condiciones por él mismo impuestas y se
disponga, mediante la recepción de la gracia en los sacramentos y una vida
acorde con los preceptos, para la gracia de la vida eterna: en definitiva, a
quien aporte su colaboración mediante un mérito de congruo.
La preocupada pregunta del hombre: «¿Cómo
puedo conseguir un Dios benévolo, es decir, cómo alcanzo la vida eterna?»,
recibe, en esta perspectiva, la siguiente respuesta: «Si haces lo que está en
tu mano, es decir, si recibes la gracia de los sacramentos, y en especial el de
la penitencia, y, por tus propias fuerzas naturales, amas a Dios tal como está
mandado, entonces Dios te concederá, de potentia Dei ordinata, la gracia de la
vida eterna». Parece, pues, que el hombre puede contribuir en algo, puesto que
debe hacerlo: debe instalarse en el estado de gracia (habitus y qualitas) para
salvarse. Hay, pues, un mandato de Dios de tener la gracia.
Ahora bien: ¿tiene este hombre totalmente
corrompido por el pecado, este esclavo de la concupiscencia, la más mínima
posibilidad de aportar por sus propias fuerzas una contribución preparatoria
cuando, como consecuencia de la perdición del pecado original, no dispone de
ninguna capacidad para orientarse a Dios?
Según
la doctrina de la gracia de la edad media, el hombre contribuiría en
algo y de alguna manera, en virtud de la adquisición de la cualidad de la
gracia (gratia creata), a su propia justificación. Pero como no puede hacer tal
cosa por su propia voluntad pecadora, hostil a Dios, la salvación no depende de
las fuerzas humanas ni puede nunca, en consecuencia, tener el hombre certeza
acerca de su salvación. No puede amar a Dios con sus solas fuerzas naturales.
Por eso polemiza Lutero contra la fórmula fides caritate formata. A su
entender, aquí la fe se apoyaría en la obra humana del amor y no haría sino
confundir la fe, en cuanto acto específicamente salvífico, con una acción del
hombre. Lutero entendía que, por este camino, podría reducirse la doctrina
católica a un sinergismo en el sentido de que el hombre estaría justificado y
alcanzaría la vida eterna en parte mediante la fe que Dios le ha concedido y,
en parte, mediante sus propias obras (por sus propias fuerzas naturales).
9.
Los rasgos básicos de la concepción luterana de la justificación del pecador
El centro de la teología reformada está
constituido por la afirmación de que el pecador alcanza la justificación sólo
mediante la promesa de la justicia de Cristo, aceptada únicamente en la fe. Se
trata de la iustificatio impii per verbum evangelii. Es realizada objetivamente
sólo por medio de Cristo (solus Christus). Es pura gracia (sola gratia). Es
prometida por la palabra del evangelio (solo Verbo) y aceptada únicamente en
la fe (sola fides).
En opinión de Lutero, en el tema de la
justificación nos hallamos ante el artículo en el que se decide si la Iglesia
se mantiene o cae . «El artículo de la justificación es dueño y príncipe,
señor, guía y juez por encima de todos
los géneros de doctrina. Contiene y gobierna toda la enseñanza eclesial y anima
a nuestra conciencia en presencia de Dios. Sin este artículo, el mundo está
total y enteramentre muerto y hundido en las tinieblas» (WA 39 1,205,2). Los
pasajes centrales, a los que recurre una y otra vez, se encuentran en la Carta
a los romanos: Rom 1.17; 3,21-26; 4,25; 5,18; cf. 2Cor 5,21. Lutero advierte
que la doctrina paulina por él redescubierta está en contradicción con la
justificación por las obras, bajo la que habrían sucumbido la Escolástica de
la Edad Media tardía y todo el «sistema eclesiástico papal». La controversia no
se limita, pues, a unos puntos doctrinales concretos; se trata de una concepción
global de la existencia cristiana totalmente diferente. Tenía aquí una importancia
determinante el interrogante existencial sobre la salvación: «¿Cómo puedo
conseguir un Dios benévolo?». Esta pregunta estaba estrechamente relacionada
con la concepción escatológica del último juicio. ¿Cómo puede justificarse ante
Dios el hombre que ha merecido la muerte por sus pecados? ¿Quién intercede por
él, para que la sentencia de muerte (en sentido trasladado: la separación
eterna de Dios) se transforme en sentencia absolutoria (es decir, en la promesa
de nueva vida)?
Para comprender correctamente el concepto
luterano de la justicia (iustiúa Dei), no debe imaginarse que Lutero se propuso
simplemente enfrentarse a la manía humana por la autojustificación o combatir
la ética del merecimiento (cf. la descripción que hace de su descubrimiento de
la justicia de la gracia de Dios, es decir, la «ruptura reformista»). Lo que le
preocupaba, en una dimensión más radical, era la ejecución de la sentencia —ya
plenamente merecida— a la muerte eterna y a la condenación. Puede alejarse esta
sentencia no porque el delincuente aduzca algo en su defensa, sino porque en
Cristo se ha introducido alguien que, como justo, merece incondicionalmente la
vida. Se lleva aquí a cabo el «trueque
feliz». Cristo, que era rico, se ha hecho pobre por nosotros, y nosotros, que
éramos pobres y reos de muerte, somos ricos por él y participamos de su vida
(cf. 2Cor 8,9; 5,21: «Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros,
para que en él llegáramos nosotros a ser justicia de Dios»). Así, la
justificación objetiva de Cristo se convierte en nuestra justicia subjetiva.
10.
La doctrina de la justificación del concilio de Trento
El Decreto sobre la justificación es, junto
con el Decreto sobre el pecado original, la más importante declaración
doctrinal del concilio de Trento (1545-1563):
Para su correcta interpretación no deben
perderse de vista tres puntos:
1.
el concilio pretendía exponer la doctrina católica de una manera ponderada y
equilibrada;
2.
evitaba, en consecuencia, hacer declaraciones que pudieran favorecer a alguna
de las opiniones teológicas de las diferentes escuelas (tomistas, escotistas,
agustinos estrictos o nominalistas);
3.
renunció a condenar las personas mismas de los reformistas. Sólo se hacía
referencia a su doctrina.
El decreto tiene 16 capítulos doctrinales y
33 cánones, que resumen la doctrina de los capítulos. Dada su enorme
importancia no sólo para la doctrina de fe católica, sino también para el
diálogo ecuménico, en las líneas que siguen se expone resumidamente y se
interpreta el contenido de cada uno de ellos.
Capítulo
1. La incapacidad de la
naturaleza humana y de la ley de Moisés para justificar al hombre.
Todos los hombres han perdido, a
consecuencia del pecado de Adán, la inocencia original, es decir, son
culpables ante Dios de la pérdida de su justicia. Han caído totalmente bajo el
poder del pecado, de la muerte y del demonio. No pueden con sus solas fuerzas
naturales ni mediante la observancia de la ley de Moisés liberarse por sí
mismos y elevarse a Dios. Pero conservan el libre albedrío (como disposición
natural). Así, pues, el pecador tiene liberum arbitrium, pero no libertas, es
decir, la libre voluntad adornada con la gracia. Por tanto: sin la gracia nadie
puede salvarse.
Capítulo
2. El misterio salvífico
del advenimiento de Cristo. En la plenitud de los tiempos vino el Hijo de Dios
para redimir a los hombres, tanto a los judíos como a los paganos.
Capítulo
3. Quiénes son
justificados por Cristo. Cristo ha muerto por todos. Pero sólo son justificados
aquellos a quienes se les comunica el mérito de la pasión de Cristo. Los
renacidos en Cristo reciben la gracia que los hace justos.
Capítulo
4. En qué consiste
propiamente la justificación
La definición objetiva reza así:
«Translatio ab eo statu, in quo homo nascitur filius Adae, in statum gratiae et
"adoplionis filiorum" (Rom 8,15) Deipersecundiim Adam Jesum Christum
Salvatorem nostrum». El medio absolutamente
necesario para ello es el bautismo o, respectivamente, el deseo del mismo
(votum sacramenti).
Capítulo
5. La necesidad y el
fundamento de la preparación para la justificación en los adultos
El inicio de la justificación (initium
fidei) es la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo Jesús (es decir, la
gracia de la redención). Acontece en nosotros sin mérito precedente alguno por
nuestra parte. Por ella nos llama Dios para que nos inclinemos a la
justificación. Es, pues, la gracia la que mueve —pero en modo alguno obliga— a
la voluntad, iluminada por el Espíritu Santo, a dirigirse a Dios. No se excluye
el libre asentimiento y la coooperación (cooperado) humana. La gracia libera la
actividad propia del hombre. El libre albedrío no quedó extinguido en Adán.
Por eso goza el hombre de libertad para admitir o rechazar la gracia y es
responsable de sus actos, aunque no es la cooperación la que causa o condiciona
la gracia, sino que es ésta la que capacita para dicha cooperación.).
Capítulo
6. El modo de preparación. Se expone, mediante una descripción
psicológica espiritual y de forma típica ideal, el proceso de la conversión. No
se trata tanto de una yuxtaposición o sucesión cronológica, sino de la mención
de los elementos objetivos más importantes: A partir de la gracia, se percibe
la fe por el oído (fides ex auditu); a esto sigue la aceptación, en la fe, de
las verdades reveladas y de las promesas divinas, en especial la relativa a la
justificación de los pecadores por medio de la gracia de Dios en Cristo, el
temor ante la propia inclinación al pecado, la confianza en la divina
misericordia por causa de Cristo, el inicio del amor a Dios, el odio al pecado,
la disposición a la penitencia y a la conversión, la solicitud del bautismo y
el propósito de emprender una vida nueva y de observar los mandamientos
divinos.
Capítulo
7. La esencia de la
justificación del impío y sus causas. A
esta preparación, producida por la gracia, le sigue la justificación, que no es
solamente perdón de los pecados, sino que implica la renovación del hombre interior.
El hombre pasa a ser santo, justo, amigo e hijo de Dios y, en Cristo, heredero
de la vida eterna mediante la aceptación voluntaria (voluntaría susceptio) de
la gracia y de sus dones . La justificación no es, pues, simple imputación de
la justicia de Cristo o mero favor divino (favor Dei). Es una transformación
total del hombre.
A continuación, el concilio, siguiendo el
esquema causal aristotélico, articula la causa de la justificación en cinco
aspectos:
1. la causa finalis es la gloria de Dios y la
vida eterna; 2. la causa efficiens es la misericordia divina que, sin mérito
alguno por parte del hombre, sana, salva, ayuda y renueva; 3. la causa
meritoria es la pasión de Cristo en la cruz por nosotros, nacida del puro amor
y, con ello, su satisfacción por nosotros ante el Padre; 4. la causa
instrumental es el bautismo, que es el sacramento de la fe, sin el que nadie
puede justificarse; finalmente, 5. la causa formalis es la iustitia Dei
passiva, es decir, la justicia por la que Dios nos salva y nos justifica.
El concilio afirma que no sólo nos llamamos
justos, sino que también lo somos. Para destacar que en la gracia no se
modifica únicamente la conducta de Dios con nosotros, mientras que nosotros no
experimentaríamos ninguna modificación, sino que aquel cambio de la conducta
divina produce también en nosotros un cambio fundamental, los padres
conciliares hablan de una adherencia de la gracia (gra-tia inhaerens). Hemos
interiorizado el amor de Dios, que el Espíritu Santo ha enviado a nuestros
corazones. Ser injertados en Cristo significa que se nos han infundido la fe,
la esperanza y la caridad. Por su medio estamos salvíficamente unidos a Dios en
la realización de nuestro ser personal.
Capítulo
8. Cómo debe entenderse la
afirmación de que el impío es justificado por la fe y sin méritos propios (Rom
8,24). En esta sentencia de la Carta a
los romanos se apoyaba fundamentalmente la luterana iustificatio ex sola fide.
Pablo establece una contraposición entre la fe y el mérito (en el sentido de
autojustificación por las obras de la ley). Pero los padres conciliares interpretaron
la sola fides de lutero como si éste la entendiera separada de la esperanza y
la caridad. Lo cierto es que tanto en Pablo como en lutero la fe incluye el
acto —que abarca la totalidad de la persona— de la entrega confiada y de la
adhesión a los méritos de Cristo. Para entender la oposición, hay que dirigir
una mirada retrospectiva a la Escolástica. Aquí, en efecto, se coordinaban los
actos de la fe, la esperanza y la caridad con cada una de las potencias
cognitivas y volitivas del alma.
El error de la interpretación reformista se
produce cuando, como consecuencia de esta diferenciación en la definición de
los conceptos, se entienden la fe y el amor como actos o realizaciones vitales
humanas autónomas. El Tridentino, en cambio, concibe el amor ya como un don
divino, que se manifiesta en la orientación de nuestra voluntad a Dios.
Capítulo
9. Contra la fe fiducial
de los herejes. Lutero entendió
la fe como un asir, un captar o aferrar la salvación mediante la adhesión
confiada a la justicia ajena de Cristo. El Tridentino interpretó erróneamente
esta concepción como certeza subjetiva de la salvación: en virtud de una
simple fe firme en el perdón, se le podría obligar a Dios, por así decirlo, a
perdonar. Según esta concepción, parecía, además, poderse concluir que la
conducta moral es indiferente y que lo único que importa es tener fides como
fiducia. Lutero, en cambio, estaba totalmente volcado e interesado por esta
certidumbre de la fe y por la redención del corazón angustiado. Hoy día se advierte
claramente que, de acuerdo con el lenguaje escolástico, no puede darse en la
fe ninguna certeza de la salvación de tipo objetivo.
Capítulo
10. El acrecentamiento de
la justificación recibida. Por el poder de la gracia, se da un acrecentamiento en
la justicia como consecuencia de una mayor cercanía a Dios por medio de la
lucha contra la tentación y el egoísmo que anida en nuestro interior y mediante
las buenas obras hacia afuera.
Capítulo
11. De la posibilidad y la
necesidad de observar los mandamientos de Dios. Ya desde sus inicios, la
doctrina reformista de la fe como única causa de la justificación estuvo
expuesta —también dentro de sus propias filas— a abusivas interpretaciones
libertinas. En definitiva —se decía— la ética cristiana es superflua, puesto
que a los creyentes les está permitido todo, o se sitúan por encima de los
preceptos divinos. El concilio rechazó
la opinión de que a los justos les es imposible observar los mandamientos
divinos, aunque es cierto que ni siquiera ellos pueden evitar en esta vida
todos los pecados veniales. Por eso deben suplicar constantemente, en el padrenuestro,
el perdón de sus culpas. Pero no están sujetos a ninguna necesidad interna que
les fuerce a la comisión de pecados mortales. Se reprobaron asimismo las
afirmaciones extremistas del Lutero de la primera época según las cuales los
justos pecan incluso cuando realizan buenas obras. Se desechó asimismo la
sentencia de que peca quien, además de la confianza en Dios como su fin
principal, se mueve a hacer obras buenas por la promesa de la recompensa
eterna.
Capítulo
12. Es preciso precaverse
de una fe temeraria en una predestinación a la salvación absolutamente segura. Esta actitud estaría, en efecto, en
contradicción con la situación —totalmente indeterminada— de la salvación del
hombre en el estado de viador (in statu viae).
Capítulo
13. El don de la
perseverancia. El concilio se pronunció
en contra de una errónea interpretación de Mt 10,22: «Quien persevere hasta el
fin, se salvará», pues tampoco la perseverancia en la gracia es una aportación
propia por la que se pueda conquistar como por la fuerza el cielo. El cristiano
no ha renacido ya para la gloria, sino para la esperanza de la gloria (Rom
8,24; cf. Col 1,27). La perseverancia es necesaria para alcanzar la salvación,
pero no es un don que invite a la molicie, sino que descubre la estructura agónica
de la fe cristiana. Impulsa a los cristianos al dominio de sí y a la práctica
responsable del bien en todas las esferas de la vida humana.
Capítulo
14. De los caídos en
pecado después del bautismo y de su reparación. También los justificados y
bautizados pueden volver a perder la justicia por la comisión de pecados
mortales. No obstante, aun entonces conservan el sello del bautismo. Se
encuentran, por consiguiente, en una situación distinta de la del pecador
antes del bautismo. Sólo pueden conseguirla mediante el sacramento de la
penitencia, distinto del bautismo, que se da por supuesto. Para ello, deben
renunciar al pecado, lo que incluye ciertamente la renovación del acto interno
de la fe. Deben, además, hacer una confesión individual de los pecados y
suplicar la absolución sacerdotal o despertar en sí el deseo del sacramento
(votum sacramenti) y hacer la confesión sacramental en la primera oportunidad
que se presente. Entra aquí también la santificación interna de la voluntad —de
nuevo adornada con la gracia— mediante el dominio de sí, las buenas obras,
ayunos, oración, ahondamiento en la vida espiritual y limosnas. Con la
absolución se perdona el castigo eterno merecido por el pecado, pero no —a
diferencia del bautismo— las penas temporales. Por consiguiente, el creyente
que ha recuperado la justificación debe sanar, por otros medios, y por el poder
de la gracia que se le ha conferido, la herida inferida al amor de Dios.
Capítulo
15. Por cualquier pecado
mortal se pierde la gracia, pero no la fe.
En concepto de la fe en Lulero implica que el único pecado mortal es la
incredulidad, que se manifiesta a través de diferentes comportamientos (pecaminosos).
Para el Tridentino, que entiende que la fe consiste en tener por verdaderos los
misterios de la salvación, esta concepción es absurda. Puede ocurrir, en
efecto, que alguien admita como verdadero, en el plano del conocimiento
teórico, todo cuanto la Iglesia enseña en el campo de la revelación y que, al
mismo tiempo, se aleje de Dios a causa de una conducta contraria al amor que se
nos ha infundido y que es el primero y universal fruto del Espíritu de Dios en
nosotros. O puede también caer porque se niega a orar o a participar en los
actos del culto público. O puede sucumbir porque quebranta su deber de cuidar
de sus padres y allegados, o por celotipia, homicidio, adulterio, o por una
indolente disipación de los talentos, por la omisión de las buenas obras
debidas, etc.
Capítulo
16. El fruto de la
justificación, es decir, el mérito de las buenas obras y la naturaleza del
mérito.
Vuelve a insistirse aquí de nuevo, y con
expresiones claras, en que el principio de todo mérito y de la recompensa de la
vida eterna recae sobre la gracia de Jesucristo que antecede, acompaña y lleva
a su plenitud las buenas obras. Pero precisamente así se dirigen éstas
teleológicamente hacia el fin de la justificación, es decir, a la unión eterna
con Dios en el amor. Por tanto, los méritos propios del creyente no contribuyen
en nada a su justificación. Pero una vez justificado, debe, a partir de su
voluntad movida por el Espíritu Santo, contraer méritos, porque sólo por ellos
está ordenado, por disposición divina, a la vida eterna. En último extremo, no
podemos juzgarnos a nosotros mismos, es decir, no dependemos ni de nuestro
juicio ni del de los demás. En el momento final, cada persona afronta en
solitario el juicio de Dios. Pues sólo Dios escudriña el corazón humano y
retribuirá a cada uno según sus obras.
11.
Aspectos concretos de la doctrina de la gracia postridentina
a)
Característica general: La etapa que discurre desde Trento hasta la
Revolución Francesa y se adentra en buena parte del siglo XIX estuvo profundamente
marcada por la controversia anti-protestante. Contemplada en su conjunto, la
evolución católica se movía entre los extremos del pesimismo reformista ante
una naturaleza humana totalmente corrompida y la incipiente imagen opitimista,
cada vez más sólidamente implantada, de esta naturaleza en el humanisno y en
los primeros esbozos de la Ilustración. Con el transcurso del tiempo se fue
dilatando cada vez más la atmósfera del pensamiento antropocéntrico
inmanentista. Los representantes de la Ilustración de orientación más
declaradamente hostil a la Iglesia y a la revelación adoptaron una postura
contraria a la visión teocéntrica del mundo y a una determinación supuestamente
heterónoma de la libertad de la voluntad humana. La originaria bondad de la
naturaleza humana a la que se refería Jean Jacques Rousseau y la idea de la
capacidad natural y autónoma de alcanzar la perfección del ser humano se
tradujeron en firmes protestas contra la doctrina del pecado original.
c) La
disputa de la gracia y los llamados sistemas de la gracia: Por disputa de la gracia se entiende el enfrentamiento en torno a la
relación entre la gracia divina y la libertad humana a propósito de los actos
que preparan para la recepción de la gracia de la justificación. El Decreto
sobre la justificación del Tridentino había descrito la justificación como
santificación y renovación del hombre interior mediante la aceptación libre y
voluntaria de la gracia. Se incluyen
aquí los actos preparatorios del pecador que desembocan en esta aceptación.
Pero tales actos sólo son posibles en virtud de la gracia preveniente de Dios,
que capacita al hombre para la libre aceptación. Ahora bien, esta gracia
actual, ¿es sólo suficiente o es también eficaz). En el primer caso, podría decirse que Dios se
queda corto en la concesión de la gracia. En el segundo, la gracia podría
doblegar e incluso eliminar la libertad. En el sistema del teólogo dominico
Domingo Báñez (1528-1604) —expuesto en su comentario a la Prima secundae de
Tomás de Aquino— Dios otorga, ya antes del libre asentimiento, una gracia
actual suficiente, que confiere al hombre la posibilidad (la potencia) para
poner el acto salvífico (que prepara para la recepción de la gracia). Pero para
que esta posibilidad se convierta en un hecho real se requiere una segunda
gracia actual, es decir, una gracia eficaz. Esta gracia actúa predestinando
infaliblememente con anterioridad a la decisión libre de pasar desde la
potencialidad otorgada en la gratia sufficciens al acto libre y salvífico realmente
realizado de la aceptación de la gracia santificante. Se preserva la libertad
porque, precisamente a una con su gracia. Dios cualifica como libre el
ejercicio del libre albedrío.
El principal fallo radica en que hacen una
interpretación excesivamente cosificada y mecanicista de las categorías de la
causalidad. En la mentalidad dialogal personal puede entenderse la conexión
(siempre instalada en el misterio) entre la libertad finita y la infinita como
el don de Dios que se descubre a sí mismo, que libera para sí, en el acto de la
promesa y de la reclamación, la libertad creada y la capacita para dar una
respuesta en el amor. Como el contenido de la libertad es auto-donación y
abandono de sí en el amor, el hombre no se siente acosado bajo la presión del
amor de Dios que le elige, sino que se reconoce como liberado de la prisión de
la reclusión en sí y movido por una gozosa respuesta en el amor (in actu).
12.
Las deficiencias de la teología de la gracia moderna y su superación
Si se entiende el concepto de causa formal
en estrictos términos filosóficos y técnicos, dicha causa es lo que resulta de
la aplicación de una forma. En nuestro caso, es la gracia santificante, es
decir, el efecto creado (causado) por la autoco-municación de Dios a nosotros.
Si se interpreta al Tridentino en este sentido, se produce una peligrosa
desviación respecto de las enseñanzas de la Escritura, de la Patrística y de la
Alta Escolástica, ya que entonces el Dios que se nos comunica y que habita en
nosotros es, por así decirlo, el aspecto accidental de la gracia, mientras que
la esencia de dicha gracia consistiría en el efecto creado en nosotros. Si
añadimos ahora el axioma (con frecuencia mal entendido) de la doctrina de la
gracia según el cual todas las obras de Dios ad extra son comunes a las tres
divinas personas, porque son propias de la naturaleza divina en cuanto tal, se
concluye que la gracia creada o santificante sólo fundamenta una relación
general a Dios.
Aquí apenas hay espacio para una relación
específica a cada una de las personas según el orden de sus procesiones
inmanentes y económicas. Sólo si mantenemos esta relación específica con cada
una de ellas —no como suma de las tres, sino según el orden de su vida interna—
participamos realmente de la vida divina como amor trino y somos asumidos en la
vida de Dios. Los hombres comparten la vida divina si son de tal modo
introducidos en la relación filial de Cristo que puedan participar en su
procesión del Padre en el Espíritu Santo y en su entrega al Padre, como respuesta,
en este mismo Espíritu, en virtud de la gracia que las tres nos dan. Al afirmar
que las relaciones entre las personas divinas y el agraciado son sólo apropiadas
o asignadas, pero no reales, la teología —que considera que la gracia sólo fundamenta
una relación general a Dios— desligaba la doctrina trinitaria de la de la
gracia. La Trinidad retrocedía al plano de un misterio especulativo que ya nada
tenía que ver con el misterio de la vida cristiana.
A todo ello ha de sumarse que había quedado
en una zona de penumbra el valor de la experiencia religiosa, a saber, la
comunión interna del alma con el Dios trino. Se entendía la fe como un
convencimiento intelectual del estado de gracia y un movimiento moral hacia
Dios nacido de la voluntad. Pero ya no era la ejercitación viva de la unión con
el Dios trino en la esperanza y la caridad según la participación —garantizada
por la gracia— en las procesiones y las relaciones intradivinas. La
consecuencia fue una desviación hacia una visión religiosa del mundo de tipo
racionalista y hacia un cierto género de ética del deber de signo estoico.
Según Kant, la religión no es sino una intelección de los deberes como
preceptos religiosos. Y, a la inversa, las experiencias religiosas, que siempre
se seguían registrando, podían ser relegadas al campo del irracionalismo, que
se presentaba a sí mismo como una corrección del concepto racionalista de la
fe.
La nueva formulación sólo ha podido surgir
a través del enfrentamiento con la experiencia secularizada del mundo y el
sentimiento mundano del hombre moderno, tal como está marcado por las ciencias
y la técnica y por el contexto económico-político de la existencia humana.
Es también de fundamental importancia la
dimensión ecuménica del problema. Fue justamente la problemática de la gracia
y la justificación la que marcó el inicio de la escisión moderna de la Iglesia
de Occidente. Y tiene asimismo un enorme alcance el redescubrimiento (aportado
por la teología de la liberación) del poder de transformación y revitalización
de la gracia (cf. el Capítulo 5).
La moderna doctrina de la gracia vuelve a
mostrar un firme sello trinitario. La fundamentación pneumatológica garantiza
la primacía de la autodonación y la autocomunicación de Dios (gratia increata)
frente a los efectos creados de la gracia en el hombre. La gracia acontece
eclesial y sacramentalmente en el espacio histórico y escatológico del reino
de Dios que se inicia en virtud de la encarnación de Dios en su Hijo y en el
envío del Espíritu Santo a los corazones de los hombres (cf. Rom 5,5).
IV.
LA GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO:
PRINCIPIO
DE LA EXISTENCIA CRISTIANA EN
LA
FE, LA ESPERANZA Y LA CARIDAD
1. La
gracia como síntesis del evangelio: La gracia es la cifra y síntesis de la
totalidad del encuentro humano-divino en la autorrevelación del Padre, la
encarnación del Hijo y la efusión del Espíritu Santo en nuestros corazones. La
gracia es el Dios trino que se comunica a sí mismo y nos salva. En su
misericordia para con nosotros hace al mismo tiempo posible que el hombre, en
su respuesta, pueda referirse a él y expresar esta comunicación con él en su
existencia total.
Uno de los elementos de la relación del
hombre a Dios, sustentada por el Espíritu divino, es su efecto de recreación y
liberación del hombre: la nueva criatura, el traslado total del estado de
pecador al de justificado en Cristo, la elección para la filiación divina. La
gracia como unión de Dios y la criatura humana en el amor encierra en sí, en
cuanto tiene su origen en Dios y su meta en el hombre, el don de la asunción y
de la aceptación de esta asunción en virtud del envío del Espíritu Santo del
amor a nuestros corazones (Rom 5,5). La gracia del Espíritu Santo es la
autopromesa escatológica de Dios a nosotros, en la que el mismo Dios se convierte,
con irreversible lealtad, en el principio más íntimo por el que el hombre
existe, encuentra en Dios su lugar (fe) y se mueve, en la esperanza, hacia la
consumación definitiva de su vida. En la fe y en la esperanza queda incluido el
cristiano en la unión del amor del Padre, el Hijo y el Espíritu y llevado así a
su plena consumación (cf. Jn 17,26).
La justificación del pecador acontece de
tal modo que «se comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor
Jesucristo; esto, sin embargo, en esta justificación del impío, se hace al
tiempo que, por el mérito de la santísima pasión, la caridad de Dios se derrama
por medio del Espíritu Santo en los corazones (Rom 5,5) de aquellos que son
justificados y queda en ellos inherente. De ahí que en la justificación misma,
juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes
cosas que a la vez se le infunden por Jesucristo, en quien es injertado: la fe,
la esperanza y la caridad».
En la concepción bíblica, la fe, la
esperanza y la caridad son actos posibilitados y sostenidos por el Espíritu
Santo, pero absoluta y plenamente humanos, de la auto-entrega del hombre en su
existencia total, en sus acciones y en el esquema de su vida, con los que da
respuesta a la autocomunicación de Dios, Padre, Hijo y Espíritu.
A través de estos tres actos existenciales
básicos se dirige el hombre a las tres divinas personas.
2. «...
Por la fe caminamos, no por la realidad vista» (2Cor 5,7): En la concepción bíblica, la «fe» designa la respuesta espontánea del hombre,
posibilitada por Dios mismo, a su autorrevelación en la historia, y la disposición
a dejarse guiar por su voluntad salvífica. esta fe se manifiesta como confianza
(Mc 11,24), como obediencia (Gen 12,4; Rom 4,11; 10,16; 2Cor 9,13) y como conocimiento
de Dios Padre y del Hijo (Jn 17,3 etpassim). Por la fe conoce el hombre la
voluntad salvífica divina en medio de la actividad salvadora de Jesucristo, su
Hijo. Por la fe llegan los discípulos a reconocer la obra salvífica de Dios
Padre en favor de Jesucristo crucificado y resucitado. Sólo en la fe
descubrieron la autorrevelación escatológica de Dios en Jesucristo por el poder
del Espíritu Santo (ICor 12,3).
Creer significa acceder a la realidad de
Dios. Ea fe es «garantía de lo que se espera, prueba de las cosas que no se
ven» (Heb 11,1). Ea fe es transmitida por Jesucristo, «autor de la salvación
eterna, autor y consumador de la fe» (Heb 5,9; 12,2; Act 3,15). Por la fe
comparte el cristiano el ser y el destino de Jesús. Por la fe recibe la
justificación (Rom 1,17; 3,21-31; Gal 3,15-18) y participa en la gloria del
Dios revelado en Cristo, a condición de reconocer que sólo Cristo es el
camino, la verdad y la vida (Jn 14.6; 20,31 et passim). Por eso, según la
definición del Tridentino, «la fe es el inicio de la salvación humana, el
fundamento y raíz de toda justificación: sin ella es imposible agradar a Dios
(Heb 11,6) y llegar al consorcio de sus hijos». Esta fe acontece bajo la forma
de encuentro y de unión con la gracia de Dios, cuando Dios «toca el corazón del
hombre con la luz del Espíritu Santo» y el hombre, guiado por este mismo
Espíritu, «asintiendo y cooperando libremente» con ella (DH N 1525; DHR 797),
pone su vida bajo el signo del seguimiento de Cristo en una existencia nueva
dirigida por el Pneuma.
3. En
la esperanza de la gloria de Dio (Rom 5,2):
Al carácter
itinerante de la existencia cristiana, a medio camino entre la promesa
irreversible del don de la salvación y la revelación todavía por llegar de lo
que somos ya ahora, le corresponde la esperanza como actitud existencial
básica. «Nos sentimos seguros en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom 5,2),
porque «el Dios de la esperanza» (Rom 5,13) ha aceptado al hombre, porque
Cristo es entre nosotros la esperanza de la gloria (Col 1,27) y porque podemos
alimentar en el Espíritu la esperanza de la justicia (Gal 5,5). En la
esperanza mueve el Espíritu Santo al
hombre a la firmeza en la fe, a la acreditación y a la paciencia en toda
tribulación. En la esperanza mueve el Espíritu al hombre a la oración, que le
orienta, confiado en la salvación que se le ha prometido, al mismo Dios: (Rom 8,23-27).
4. «Pero
el mayor es el amor» (ICor 13,13): En la fe adquiere el hombre el acceso básico a la
realidad trascendental de Dios y a su mediación en la historia de la salvación
y en el acontecimiento de Cristo. Por la esperanza se encamina a la cobranza
futura de todas las promesas de Dios en Jesucristo. Pero el amor es Dios mismo,
que nos ama y con el que, amando, entramos en la comunión del Padre, el Hijo y
el Espíritu: El Dios del amor se revela en «la gracia del Señor Jesucristo y el
amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo» (2Cor 13,13).
El encuentro del hombre con Dios en el
amor, que es Dios mismo en su eterna realización vital (Un 4,8), significa
plenitud insuperable y felicidad imperecedera (cf. Rom 5,5). El Espíritu del amor hace a quienes creen y
confían semejantes a Dios (Un 3,2) y prepara para la visión de Dios «cara a
cara» (ICor 13,12).
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