domingo, 28 de octubre de 2012


SÍNTESIS DE TEOLOGÍA DOGMATICA
GRACIA

1.    Doctrina de la gracia y su lugar en la dogmática
El tema de la doctrina de la gracia es la comunión de vida del hombre  libera­do del pecado y de la muerte y llamado a la vida eterna con el Dios trino.

La doctrina de la gracia es la cumbre y la suma de toda la teología cristiana. Al enviar Dios Padre el Espíritu de su Hijo a nuestros corazo­nes, compartimos en la gracia la relación filial de Jesucristo al Padre (cf. Gal 4,6). La esencia más íntima de la gracia es el amor que es Dios mismo en la realización de su vida trina y por el que se entrega a los hombres, (1 Jn 4,9.13; Rom 5,5). En el sistema de la dogmática se sitúa la doctrina de la gracia como punto final y cima desde la que puede contemplarse la panorámica total de la fe y de la teología en la perspectiva de la autocomunicación del Dios tri­no como vida del hombre. En la serie de los tratados que explicitan la respuesta del hombre, a lo largo de la his­toria de la fe, a la autocomunicación intrahistórica de Dios, la gracia tiene su corres­pondencia en la pneumatología, en la que el tema principal es el punto culminan­te de la autoapertura del Dios trino.

La doctrina de la gracia  constituye  un tratado específico como resul­tado de la peculiar evolución de la teología latina occidental. En la teología orien­tal, las cuestiones relacionadas con la gracia figuran sobre todo en la soteriología oikonomia). El rechazo  del pelagianismo dio ocasión a la formación de una doctrina específica de la gracia. Fue aquí determinante la influencia del doctor de la gracia, san Agustín (354-430). La orientación pelagiana, denominación derivada del nombre del monje británico Pelagio, aseveraba que el hombre puede obtener la gracia en virtud de sus buenas obras y por su propia iniciativa. Según Pelagio, el hombre no necesita un impulso interno específico para poder asumir en su realización personal la redención histórica acontecida en la obra salvífica de Jesucristo (gratia externa). Frente a esta posición, Agustín insis­tió en la total incapacidad del hombre en el ámbito de las obras sobrenaturales y en su impotencia para elevarse, mediante un impulso de su propia voluntad (auto-trascendencia) a Dios. La razón es que la naturaleza humana ha quedado dañada por el pecado original de Adán. Sin la ayuda de la gracia, el hom­bre no puede alcanzar su meta, a saber, la comunión vivificante con Dios.

Entre los problemas clásicos de la doctrina de la gracia figuran la relación entre la participación humana y la divina en el proceso de la salvación, la conexión entre la gracia divina y los méritos humanos, los temas de la voluntad salvífica de Dios _particular o universal—, de la doble predestinación de unos para la vida eterna y de otros para la eterna condenación  y de si la iniciativa, en el camino de la justificación, le corresponde a Dios o al hombre.

En la Escolástica, las reflexiones giraron principalmente en torno al tema de si la gracia es, la persona del Espíritu Santo, que habita en los jus­tificados, o si se da en nuestra alma una cualidad creada,  en virtud de la cual Dios nos capacita para responder a la gracia de su autodonación o autocomunicación. Puesto que la gracia es Dios mismo, que se comunica en la creación (gratia creatoris), en la redención (gratia Christi) y en la santificación y la justificación (gratia spiritus sancti), no puede ser una realidad creada. La gracia es Dios mismo en el acontecimiento de su autocomunicación (gratia increata). Pero como, debido a la infinita distancia entre ambos, Dios no puede encontrar al hombre en su mismo nivel, crea en él, mediante su comunicación personal, las condiciones que le capa­citan para aceptar esta autocomunicación divina (gratia creata). Esta adecuada dis­posición, creada por Dios en el hombre, recibe el nombre de gra­cia santificante. A través de ella puede el hombre participar, conociendo, confiando y amando, del amor trino que es Dios mismo, mediante las virtudes sobrenaturales (divinas) y los actos de la fe, la esperanza y la caridad.

En el curso de la historia de los debates teológicos se ha ido configurando una terminología muy matizada, aunque se la puede entender sin mayor dificultad bajo dos aspectos formales:

1. Autocomunicación de Dios en cuanto amor que se da y se comunica (gra­tia increata);
2. Autocomunicación de Dios que produce en el hombre, mediante el perdón de los pecados, la justificación y la nueva creación, aquella disposición por la que puede entrar en la comunicación de la autodonación divina (gratia créada).

Esta «gracia creada» puede presentarse bien como gracia santificante y disposición de ánimo básica dada por Dios, o bien como gracia auxiliadora. Por su medio es elevado el hombre al nivel de la filiación divina (gratia elevans) y convertido en templo del Espíritu Santo. Esta es necesaria para que el hombre pueda, con su ayuda preveniente, concomitante y perfec­cionante transformar la gracia habitual en los actos de la fe, la esperanza y la caridad en los que ejerce su comunión con Dios. En cuanto que Dios da la capa­cidad para actos salvíficos sobrenaturales es gracia suficiente, y en cuanto que otorga el poder de realizarlos de hecho es gratia efficax. Se distingue también entre la gracia que sirve para justificar y santificar a cada persona (gratia gratum faciens) y la que se concede para poder ejercer un ministerio con poder divino, por ejemplo, el carácter indeleble por el que los bautizados, los confirmados y los ordenados para el ministerio sacerdotal pue­den desempeñar su correspondiente función (gratia gratis data).

2. Principales documentos del magisterio.

1. El XV (o XVI) sínodo de Cartago, de 418, apro­bó ocho cánones sobre el pecado original y la gracia contra los pelagianos.
2. El concilio de Éfeso, de 431, condenó de una manera global las doctrinas pelagianas.
3. El sínodo de Orange de 529, contiene 22 cánones contra el pelagianismo y el semipelagianismo, que abarcan los temas del pecado original, la gracia, el inicio de la fe, la cooperación del hombre y la predestinación.
4. El concilio de Trento rechazó, en el Decreto sobre la justificación del 13.1.1547, a lo largo de 16 capítulos doctrinales y 33 cáno­nes, los ataques de los reformistas y expuso, con lenguaje positivo, la concep­ción católica de la doctrina de la justificación que había sido el punto de arran­que de la Reforma y había provocado la ruptura y escisión de la Iglesia. Debe tenerse también en cuenta el Decreto sobre el pecado original de 1546
5.El papa Pío V condenó, en la bula Ex ómnibus aflictionibus, de 1567, los errores de Miguel Bayo sobre la naturaleza del hom­bre y sobre la gracia.
6.En la constitución Cuín occasione, de 1653, el papa Inocencio X 1092-1097  se calificaron de erróneas y se condenaron cinco sen­tencias de Jansenio sobre la gracia.
7. Los papas Paulo V en 1607, Inocencio X en 1654  y Benedicto XIV en 1748, declararon que exis­tía libertad de opinión en torno a las cuestiones de los auxilios de la gracia deba­tidas entre los tomistas, agustinos y molinistas, así como acerca del problema de una más exacta definición de la gracia auxiliar y la libertad humana en la preparación para la justificación.
8. El papa Pío XII, en la encíclica Mystici corporis, de 1943, abordaba, entre otras materias, el tema de la «gracia creada e increa­da» y se refería a la gracia como autodonación o autocomunicación de Dios y como unión comunicativa con él: «Por esta visión será posible, por modo abso­lutamente inefable, contemplar con los ojos adornados de sobrenatural luz al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las divinas Personas y ser bienaventurados por gozo muy seme­jante al que hace bienaventurada a la santísima e individua Trinidad».
9. En la encíclica Humani generis, Pío XII afir­maba, en contra de las erróneas interpretaciones de la Nouvelle Théologie, la gratuidad absoluta de la gracia y la posibilidad, en principio, de una natura pura. «Otros desvirtúan el concepto de "gratuidad" del orden sobrenatural, como quiera que opinan que Dios no puede crear seres intelectuales sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica».
10.La constitución pastoral Gaudium etspes del II concilio Vaticano sobre la Igle­sia en el mundo de hoy (7.12.1965) ofrece una exposición cristológica y pneu-matológica global de la antropología teológica (GS 11-23).
3. Principales declaraciones doctrinales sobre la gracia.

a)     La gracia es la amorosa inclinación de Dios al hombre, su criatura, que se había convertido en pecador. Esta inclina­ción se manifiesta en la autocomunicación de Dios en Jesucristo y en el Espíri­tu Santo bajo las formas de revelación, perdón, justificación y consumación.

b)    Esta amorosa inclinación por la gracia se produce de una forma totalmente libre. Pero aunque el hombre no puede conseguir, merecer o arrebatar la gracia, está ordenado a su recepción en virtud de su naturaleza espiritual y libre (autotrascendencia),  y ha sido predispuesto por Dios mismo para la comunicación en el amor. «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo» (ICor 13,13) son la síntesis del encuen­tro de Dios y el hombre. De aquí surge una fecunda tensión interna y una coor­dinación de naturaleza y gracia.

c)     Todos los hombres se hallan bajo la gracia de la voluntad salvífica universal de Dios (ITim 2,5) y «han sido elegidos antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia» (Ef 1,4). Ningún hombre puede ganar o merecer la gracia de la predestinación. Pero sí son, en cambio, libres para recha­zar la recepción de la gracia.

d)    La gracia perdona y justifica y se ha realizado históricamente en el aconteci­miento de Cristo. Sólo en virtud de la gracia preveniente actual puede prepa­rarse el hombre para la recepción de la justificación, hacerla suya y trasladarla a la historia de su propia vida como configuración con Cristo (= mérito).

e)     En virtud de la gracia de la justificación, el pecador se convierte en nueva cria­tura en Cristo y en «templo» habitado por el Espíritu Santo. Por eso la gracia le es «inherente» (DH 1530s., 1561; DHR 800,821). El hombre no está justifica­do sólo externamente, en un sentido «judicial», «como si» no se le imputara el pecado, sino que lo está verdaderamente. Pero no puede disponer de la gracia santificante como si fuera dueño de ella. La gra­cia le prepara y le dispone para la recepción actual de la autocomunicación de Dios y para el ejercicio de la comunicación humano-divina en el amor median­te los actos básicos de la fe, la esperanza y la caridad.

f)      La gracia del Dios trino ha asumido en el acontecimiento de Cristo forma encar­nada. El Señor glorificado transmite su presencia encarnada por medio del Espí­ritu Santo y, de ordinario, bajo la forma eclesial y sacramental de la misión sal­vífica de la Iglesia en sus realizaciones fundamentales (el bautismo y la eucaristía, entre otras).

g)     Toda la gracia de Cristo tiende, mediante la inhabitación del Espíritu Santo en los corazones de los hombres (Rom 5,5), a la divinización (theiosis) de la cria­tura, es decir, a la participación personal dialogal en la koinonia del amor tri­no de Dios. La participación en la vida divina en virtud de la gracia acontece en la correalización de las relaciones del Hijo y el Espíritu al Padre llevadas a cabo eternamente en un mutuo darse y deberse.

h)    La gracia es la síntesis de la revelación y de la fe cristiana. La teología reciente intenta superar el estrechamiento idealista e individualista y articular la gracia en el contexto historicosalvífico cristológico, pneumatológico y eclesial del ser y de la vida cristiana..

II. EL TESTIMONIO BÍBLICO SOBRE LA GRACIA

Referencias en el Antiguo Testamento

a) El campo conceptual: El término teológico técnico de gracia (         ) no cuenta con corresponden­cias inmediatas en el Antiguo Testamento. Debe precisarse su equivalente objeti­vo en un campo lingüístico más amplio: hen (gracia, inclinación-benevolencia, sim­patía); hesed (LXX) significa la comunión salvífica con Yahvéh que debe renovarse constantemente mediante la alianza con Dios); sedeq (justicia, justifi­cación); rahamum (compasión); hemet (fidelidad). El sujeto de la gracia y de su benévola inclinación al hombre es siempre Dios. Mediante su palabra y sus obras causa la salvación, la liberación, la bendición, la elección, el perdón, la promesa y la alianza eterna. En los hechos salvíficos de Dios se revela su fidelidad, su amor y su providencia por el pueblo elegido y por toda la creación.

b) Elección y alianza:  Dios establece con libertad soberana una relación de elección y de alianza con su pueblo que es fruto de su amor, que se comunica libre y eficazmente (Ex 3,14). La respuesta adecuada es el amor de correspondencia de Israel (Dt 6,4-6). El pueblo está «a la altura de la alianza» cuando, mediante el cumplimiento de los mandamientos, se somete obedientemente a la voluntad divina y se santifica.

c) La creación del hombre a imagen y semejanza de Dios: El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Gen l,26ss.; Sal 8; Sab 2,23; cf. Eclo 17,3), experimenta la comunicación con él, la bendición que mantiene la vida y que hace posibles las relaciones sociales (entre el varón y la mujer, el her­mano y la hermana y de los pueblos entre sí). Frente a la ruptura de la amistad ori­ginal del hombre con Dios reacciona Yahvéh con la promesa de una nueva inicia­tiva salvífica que se va revelando progresivamente en su horizonte universal.

d) El mensaje profético: Dios es amor. El Antiguo Testamento testifica también los esfuerzos de Yahvéh por ganarse el corazón de su pueblo. Intenta superar la negativa colectiva y los peca­dos personales que se oponen a la aceptación de su oferta de alianza. Reacciona frente al pecado con la promesa de un perdón aún mayor, nacido del amor, que es la fuente de su gracia y de su benévola inclinación a la alianza.  (Os 2,21; cf. Is 42-53).

e) La promesa de una nueva alianza universal: La gracia emerge como redención y perdón de toda culpa y como establecimiento de una nueva ( renovada y perfeccionada) creación (Is 65,17). La alianza de la gracia consiste en una comunicación del amor y en una revelación del corazón divino, así como en la renovación y la inclinación amorosa del corazón humano es decir, del centro mismo de la persona del hombre  a Dios:  Ésta será la alianza que sellaré con la casa de Israel, después de aque­llos días —oráculo de Yahvéh—: Pongo mi ley en su interior y la escribo en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. (Jer 31,31-34).

Yahvéh vigila, como el buen pastor, por su pueblo (Ez 34,11), le apacienta por medio de su «siervo David», instituido como pastor único (Ez 34,23s.; cf. Jn 10,11; IPe 2,25). Da a los hombres un corazón nuevo (Ez 36,26) y, al final de los tiempos, derramará su espíritu sobre toda carne (Joel 3,1-5). Todo ello sucederá cuando el espíritu santo de Dios llame y equipe para su obra salvífica al portador salvífico escatológico, al Mesías (cf. Me 1,10) y el nuevo pueblo de Dios sea señal e instrumento del reino de Dios del fin de los tiempos y de la efusión universal del Espíritu (Hch  2,17).

2. La gracia en el Nuevo Testamento

a)    El reino de Dios como gracia y Jesús como su mediador.

Jesús proclamó el evangelio de la cercanía de la gracia de Dios. En sus accio­nes simbólicas de curación de los enfermos y de superación de los poderes hostiles a Dios, hace realidad «en el espíritu y el poder de Dios» la llegada del reino divino (Lc 10,20). En el mandamiento del amor a Dios y al prójimo se pone de manifies­to la nueva relación de Dios con su pueblo. El amor es la medida y la plenitud de todos los mandamientos y la auténtica forma de realización del encuentro del hom­bre y Dios (Mt 22,37-39; Rom ll,9s.; Gal 5.6). El reino de Dios acontece en el amor. Cuando se cumple la voluntad de Dios, llega su reino y se consuma la nueva alian­za como comunión de Dios y el hombre y de los hombres entre sí.
Jesús anuncia la disposición ilimitada de Dios al perdón y la reconciliación fren­te a todos los pecadores (cf. Lc 15: la parábola del hijo pródigo y del padre mise­ricordioso).

La doctrina cristiana de la gracia hunde sus raíces en las acciones del Jesús pre-pascual. La práctica del reino de Dios de Jesús; su mensaje acer­ca de la disposición incondicional de Dios al perdón, de su compasión y del amor del Padre celestial; la llamada a los pecadores; la invitación a la conversión, a la fe, al seguimiento y a la relación personal con Dios Padre; la exhortación a la ora­ción y la insistencia en la responsabilidad que recae sobre el hombre por su desti­no eterno.
La llegada de la gracia de Dios se produce cuando se cumple el destino de su mediador, es decir, en la entrega de la vida de Jesús en la cruz, donde funda la nue­va alianza mediante su sangre derramada (Mc 14,24). La cruz de Jesús es la fuente de la gracia, porque en ella debe encontrarse la manifestación y el despojamiento últi­mo del amor de Dios (Flp 2,6-11).

b)    La gracia es vida y comunión con Dios (Juan)

Cristo es el «Salvador del mundo» (Jn 4,42) en virtud de la entrega de su vida, en cuanto que, como «Cordero de Dios», quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Da su vida por la vida del mundo (Jn 6,51). Puede sintetizarse la esencia de la gracia en las siguientes palabras del evangelista: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo» (Jn 17,3). La gracia es comunión con Dios, vivida como koinonia del Padre, el Hijo y el Espíritu (Jn 17,20-26). En Jesucristo han conocido los discípu­los la Palabra del Padre hecha carne y «han visto la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Como luz, vida y verdad, Jesucristo es la gra­cia de Dios en su persona y en su historia humana.

La gracia se comunica mediante la palabra de Cristo y de su espíritu vivifican­te (Jn 6,63) y mediante el bautismo por el que los hombres renacen en el agua y el espíritu y se preparan para la vida eterna (Jn 3,5; cf. Tit 3,5). Dios transmite su presencia encarnada por medio de la eucaristía, pues Jesús es «el pan bajado del cielo que da la vida al mundo» (Jn 6,41.48.51). «Todo el que ve al Hijo y cree en él tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,40).

c)     La gracia como nueva justicia y santidad (Pablo)

 Pablo ampliamente el misterio de la redención bajo el punto de vista de la «justificación del pecador». El horizonte hermenéutico de la terminología aquí empleada (san­tidad, «ira» de Dios, exoneración y justificación, ley y evangelio, etc.) es el de la teología de la alianza paleotestamentaria. Pablo pudo desarrollar la acción salvífica de Dios en Jesucristo con ayuda de otras categorías: shalom, reconciliación, nueva alianza, nueva creación, comunión con Cristo y con el Espíritu Santo, con­formación con Cristo, filiación divina de cada individuo concreto o de la Iglesia en su conjunto, como templo del Espíritu Santo.

A causa del pecado, el hombre ha perdido la justicia y la santidad original. De amigo de Dios ha pasado a ser enemigo. Del reino de Dios, que da alegría y vida, el hombre se vio trasladado al dominio del pecado, que trae consigo sufrimiento y muerte (= lejanía de Dios, pérdida del amor). Ahora el hombre no vive ya en el espíritu de Dios, sino en la referencia a sí mismo, preso de una inquina que le empu­ja a oponerse a Dios (hostilidad a lo divino). Sólo a través del evangelio de la gra­cia es interpelado internamente el hombre por la palabra de Dios y es de tal modo llenado por el Espíritu que, mediante la adhesión a la obediencia de Cristo en la fe, puede aceptar la justicia otorgada por Dios y realizarse plenamente en la espe­ranza y el amor (cf. Gal 5,6).

La justicia por la que Dios nos justifica en su gracia libre llega hasta nosotros en Jesucristo. Dios le hizo pecado por nosotros (2Cor 5,21). En su sangre, es decir, en su obediencia en cruz hasta la muerte (Flp 2,8), Cristo ha aportado la expiación que ha hecho posible que Dios se incline a nosotros y que nosotros aceptemos a Dios en la obediencia de la alianza. Mediante su obediencia vicaria se ha conver­tido en el origen de la capacidad de todos los seres humanos de recibir en su cora­zón la gracia de la salvación en el Espíritu. De donde se sigue que creer significa entrar en la forma de obediencia de Jesús.

«Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios. Pero, por gracia suya, que­dan gratuitamente justificados mediante la redención realizada en Cristo Jesús, al que Dios públicamente presentó como medio de expiación por su propia san­gre, mediante la fe, a fin de mostrar su justicia al pasar por alto los pecados come­tidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia divina, y a fin de mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y el que justifica a quien tiene fe en Jesús» (Rom 3,23-26).

Somos justificados no en virtud de una observancia legalista de la ley que bus­ca la autojustificación, sino por la fe como puro don de la gracia. Cristo es el mediador único de la justicia divina para todos los hombres. Él es el único camino por el que los hombres llegan hasta Dios como resultado de su adhesión a la obediencia de Cristo y a su configuración con él, y se hacen, en el Espíritu, hijos suyos, pues pue­den compartir la relación de filiación de Cristo al Padre (Gal 4,4-6; Rom 8,15.29). Los judíos no tienen ya ninguna vía de acceso a la justicia de Dios por medio de la ley, ni la tienen tampoco los paganos a través de un conocimiento de Dios mera­mente natural y una obediencia simplemente ética a los postulados de la conciencia (Rom 1,20; 2,24).

Quien ha sido justificado en Cristo pasa a ser nueva criatura ante Dios (2Cor 5,17; Gal 6,15; Rom 6,4) y es llamado a «participar de la esencia y la figura de su hijo» (Rom 8,29). Ahora vive bajo la «ley del Espíritu y de la vida» que le ha liberado en Cristo Jesús (Rom 8,2). Vivir en la gracia del Espíritu Santo (Gal 5,25) significa «tener la fe que actúa por medio del amor» (Gal 5,6). El fruto del Espíritu es: «amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza. Contra tales cosas no hay ley» (Gal 5,22).

d)    La gracia como comunión con Dios y participación en su vida

Juan describe la gracia como comunión con Dios y participación en la unión amorosa del Padre, el Hijo y el Espíritu. Pablo entiende la nueva existencia del cris­tiano como «ser en Cristo» (ICor 1,30). En virtud de la gracia de Cristo se han con­vertido en templo santo de Dios en el que habita el Espíritu Santo de la divinidad (ICor 3,17; 6,19; 2Cor 6,16).  La gracia de Dios sólo puede ser captada bajo aspectos escatológicos y uni­versales. «Pues se ha manifestado la gracia de Dios para salvar a todos los hom­bres» (Tit 2,11; 2Tim 2,5).
III. EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LA DOCTRINA DE LA GRACIA
1.     ´
2.     La visión patrística de la redención antes de Agustín

La idea básica reza: Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios (Ireneo de Lyon). Nos hallamos aquí ante el concepto de la theosis o la theopoiesis, que desempeñó, también en Occidente, un importante papel hasta muy entrada la Edad Media. Para los teólogos orientales el proceso de la santificación o recepción de la gra­cia se identifica con la actuación salvífica universal de Dios. Las acciones de Dios en favor nuestro se inician ya con la creación y alcan­zan su punto culminante en Cristo.

El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y Dios debería ser su plenitud última. Con el pecado no se ha extinguido esta imagen, pero sí ha que­dado profundamente distorsionada. Sólo Dios puede restaurarla.  El primer gran platónico cristiano, Clemente de Alejandría, describió la redención como una educación por cuyo medio nos adecuamos a Dios. Ya el propio Platón había dicho que la justicia nos asemeja a Dios. El hombre debe orientarse según su imagen ideal. En la concepción cristiana, esta imagen ideal es el Logos de Dios, que se ha hecho hombre para representar en sí mismo aquella semejanza del hombre con la divinidad. Hacerse cristiano significa imprimir en el propio ser la imagen de Cristo, reconocer que la salvación tiene su origen en la encarnación y dejar­se transformar, mediante el seguimiento de Cristo, en esta imagen. Aquí, todo el peso de la idea de la redención descansa en la encarnación y des­de ella se interpretan la cruz y la resurrección.
Gregorio palamas(1296/97-1359) obispo de Tesalónica advierte claramente la diferencia entre todo lo creado y Dios. Todo aquello que sólo puede llegar hasta Dios a través de las energías divinas es cria­tura, es realidad creada. No obstante, en estas energías divinas (humanidad de Cristo, bautismo, eucaristía) se alcanza el restablecimiento total del hombre (en cuerpo y alma, en su ser y sus obras). Y así, también sus acciones están escatológicamente referidas a la «inmortalidad».

Toda la acción de la gracia tiende al restablecimiento de la imagen de Dios en el hombre. Y como en este restablecimiento entran también las acciones del hom­bre, esta nueva actividad humana está condicionada por la energía divina. El obje­tivo último y total de Dios tiende a la apokatastasis (cf. hch 3,21), es decir, a la res­tauración de todas las cosas. La redención consiste aquí en la consumación de la creación. En esta concepción unitaria no se da una estricta distinción entre creación y redención, entre  naturaleza      y gracia.

 2. En la antesala de la doctrina de la gracia occidental: el enfrentamiento con el dualismo gnóstico maniqueo
En los cuatro primeros siglos, el gran desafío a que tuvo que enfrentarse el cris­tianismo fue el dualismo gnóstico, bajo sus diversas modalidades. Para este dualis­mo, el mundo de la materia es la fuente de todo mal. Cuando el hombre llega, por medio del Revelador, al conocimiento (gnosis), entiende la redención como retorno de la parte espiritual al mundo divino de la luz. Aquí la redención se con­cibe como liberación de la materia, que es la fuente de la maldad.

Todas estas concepciones son radicalmente contrarias a la fe cristiana en la creación. En la creación llevada a cabo por Dios no hay nada ontológicamente malo. La materia, como principio constitutivo del cosmos, es tan buena como el princi­pio constitutivo del espíritu.   La consecuencia lógica es que, en sus controversias con los gnósticos, los cris­tianos se vieran precisados a destacar tanto la bondad de la creación como la per­manente importancia del libre albedrío para la práctica del bien. La convicción de que estamos llamados al seguimiento de Jesús, también, y precisamente, a tra­vés de las obras, y de la necesidad del esfuerzo ascético para dominar los impul­sos tanto espirituales como materiales se convirtieron en el signo distintivo de la concepción del mundo del primitivo cristianismo. Este cristianismo insistía en la dimensión ética y ascética de la nueva humanidad, fundamentada en la gracia.

Para los Padres de la Iglesia el origen del mal no debe bus­carse en la materia en cuanto tal, sino en la voluntad del hombre, que se aleja de Dios. Tertuliano, el primero en establecer dife­rencias entre la naturaleza y la gracia . Este universo conceptual en tor­no a la naturaleza y la gracia estaba llamado a convertirse en un tema siempre recurrente. Tertuliano lo había empleado para garantizar la bondad ontológica del ser humano, es decir, de su naturaleza. Es cierto que, a causa del pecado de Adán, se ha instalado el mal en el hombre . Pero esto no es su naturaleza. Se super­pone al hombre por así decirlo como una segunda naturaleza, como una naturale­za impropia. ¿Qué relación existe entonces entre la naturaleza y el pecado origi­nal? Según Tertuliano, la naturaleza, perturbada, pero no destruida, se enfrenta a la nueva iniciativa de la gracia de Dios. El hombre se hace partícipe de la voluntad salvífica de Dios mediante el bautismo. Este don recibido de Dios se llama, para distinguirlo de la naturaleza, gracia. No es una parte constitutiva de la naturaleza creada. Le adviene desde fuera, es sobrenatural e incluye tanto los hechos salvíficos de Dios en el curso de la historia (encarnación, redención, concepción de Jesús en María por obra del Espíritu, etc.) como sus efectos en los hombres (perdón de los pecados, nueva criatura. El hombre no ha perdido su parecido natu­ral, sólo ha resultado dañado. La semejanza sobrenatural ha sido restablecida por la gracia de Jesucristo.

3. La controversia agustino-pelagiana sobre la gracia y el nacimiento de un tratado específico sobre la gracia (separación de la soteriología y la doctrina de la gracia)

La controversia pelagiana de la primera mitad del siglo v tiene un rango simi­lar al de los grandes debates trinitarios y cristológicos de la primitiva Iglesia. La autoría de la interpretación herética de la gracia recae sobre el monje bri­tánico Pelagio, que vivió algunos años (en torno al 410) en Roma, desempeñando las funciones de maestro de ascética y director de almas. Fueron sobre todo sus discípulos quienes, en el fragor del enfrentamiento con Agustín, llevaron hasta posiciones extremas los principios del pelagianismo.

Pelagio tenía más de fervoroso religioso que de teólogo profundo. En contra de la opinión que Agustín le achacaba, no negó bajo ningún concepto la gracia. Ni tampoco atribuía sencillamente a las obras humanas la capacidad de la auto-redención. También él sabía que hemos sido redimidos por la gracia. Pero la entendía básicamente como una capacitación natural de la voluntad para practicar el bien, esto es, como gracia externa (gratia externa). La gracia era para él el cur­so total de la historia de la salvación, mediante la cual Dios influye sobre noso­tros en la ley, en las enseñanzas de los profetas y, finalmente, en Jesucristo, nos diri­ge, nos configura y nos educa. Cristo es el ejemplo que debe imitar el pecador que, inspirándose en él, puede restaurar de nuevo la originaria imagen y semejanza con Dios que había quedado distorsionada.

Llevados de su impulso ético-ascético, los pelagianos rechazaban también la doctrina del estado de perdición total de la naturaleza humana y la eliminación de nuestra libertad como consecuencia del pecado. No habría quedado totalmen­te destruida la imagen de Dios en nosotros. Es el libre albedrío el que decide si emprendemos el camino de Cristo y evitamos el mal ejemplo de Adán. Por tanto, para los pelagianos, el problema del pecado de Adán se reducía al contagio del mal ejemplo.  Según Agustín, no puede dar el primer paso en la fe hacia Dios si no nos precede su gracia (gratia praeveniens) y nos posibilita la fe en Dios (gra­tia actualis). En su opinión, el hombre no puede responder al don externo de la gracia en la historia de la salvación si no es alcanzado en su subjetividad interna y guia­do hacia los bienes sobrenaturales por la gracia interna, es decir, por el Espíritu Santo (gratia interna spiritus sancti). Sólo en virtud de esta gracia interna puede garantizarse que la gracia es la ayuda eficaz —y única— para la salvación (la «gratuidad de la gracia», en estricta oposición a la acción autónoma de la libertad huma­na.

También Pelagio sabía que nuestra voluntad necesita contar con el apoyo de la gracia y nuestra inteligencia con la iluminación del Espíritu Santo. Pero esta nece­sidad se limita a permitirnos conocer y observar más fácilmente los preceptos mora­les. No creía que sólo por la gracia podamos llegar a conocer y cumplir la voluntad divina. La gracia no significa en el pelagianismo una apoyatura total de nuestra per­sona únicamente merced a la cual tenemos capacidad real de acción.
El fallo teológico del pelagianismo consistía en que no acertó a comprender el giro radical que se había producido en la historia del pensamiento de la Edad Anti­gua tardía. El hombre había dejado ya de entenderse como inserto en el espacio cósmico universal de una gracia de Dios histórico salvífica y pedagógica transmitida por la Iglesia y los sacramentos, a partir del cual debería emprender su marcha hacia Dios con su propia libertad. Ahora experimentaba más bien a Dios, de una manera psicológica interna, como Aquel que le interpela personalmente, le concede su gracia y le inserta así en el ámbito de la vida eclesial.
4. Agustín-, doctor de la gracia

Agustín (354-430) es el más importante de los Padres de la Iglesia de Occi­dente.  En síntesis, puede describirse la doctrina de la gracia de Agustín, en su dimen­sión teocéntrica, cristológica y pneumatológica, en los siguientes términos: como consecuencia del pecado original, el hombre se convirtió en objeto de la «ira divi­na». La humanidad pasó a ser massa damnata. La natura­leza humana, lastrada por el pecado original, se ha debilitado y se halla ahora some­tida sobre todo a la presión de la concupiscencia. Es cierto que el hombre no peca necesariamente, porque aún conserva el libre albedrío (liberum arbitrium), pero de hecho peca, dadas las circunstancias reales.

Sigue, a pesar de todo, destinado a un fin sobrenatural, pero como le falta la fe, y la gracia, que depende de esta misma fe, ni advierte este fin ni puede, por tanto, conseguirlo. La concupiscencia que, en cierto sentido, es pecado, porque es el resultado del pecado original, actúa como cas­tigo, con tan formidable poder que sólo puede ser plenamente dominada en virtud de la gracia del bautismo .Esta impotencia sólo es superada merced a la gracia de la justificación conseguida por la muerte de Cristo, que restituye en el hombre la imagen de Dios y produce una trans­formación interior y una renovación, así como la auténtica libertad.  Para alcanzar, conservar y utilizar la gracia de la justificación, es necesaria la eficacia de la gracia actual. Sin ella, el hombre no puede desear —y mucho menos aún llevar a cabo— ningún bien sobrenatural, ni puede tampoco perseverar hasta el fin.

Insistió incansablemente, contra el pelagianismo, en la gratuidad de la gracia. Por muchas que sean las buenas acciones que alguien pueda realizar, no puede merecer la gracia, ni adquiere ningún derecho a ella. Pues «no sería gracia si no fue­ra gratuitamente (gratis) dada». Como por un lado todo el linaje humano está sujeto, a consecuencia del peca­do de Adán, a la perdición y, por otro, nadie tiene derecho a la gracia ni puede, si no cuenta con la gracia preveniente, llevar a cabo ningún bien sobrenatural, la con­clusión evidente es que la salvación de todos y cada uno de los individuos depen­de de la divina misericordia. La dificultad que aquí se plantea es la siguiente: ¿Con­cede Dios a todos los hombres la gracia necesaria o hace una selección? Según Agustín, en todo caso una parte de la humanidad está condenada. Escribe: «Sabe­mos que no a todos da Dios su gracia». De donde habría que concluir que la volun­tad salvífica de Dios es sólo «parcial», esto es, que se da una «selección». Pero la situación objetiva no es tan clara. Es posible que los condenados incurran en su tris­te destino sólo porque no han utilizado la gracia suficiente que de hecho se les ha concedido, y no porque no hayan recibido ninguna gracia. Mientras no se haga luz sobre esta cuestión, no puede hablarse con certeza de una «selección» parcial.

Surge una nueva dificultad cuando se pregunta: ¿Por qué no da Dios también a los condenados (como concede a los santos), la gracia eficaz, sino sólo, en el mejor de los casos, la gracia suficiente? ¿Por qué permite que haya niños que mueren sin el bautismo? Como respuesta, Agustín se remite a los insondables designios de Dios y a la sentencia: «¿Puede la vasija pedir cuentas al alfarero?» . Dicho con otras palabras: confiesa su desorientación y pone su confianza en la justicia de Dios.

La asignación de la gracia, contemplada en conexión con el plan divino uni­versal, condiciona también, finalmente, el problema de la predestinación. ¿Por qué ha permitido Dios que en su proyecto eterno haya santos y condenados? No puede echársele en cara a Agustín que no sepa la respuesta. Pero sí se le ha objetado que en su teoría de la predestinación defiende una concepción de la gracia que supri­me el libre albedrío y proclama la coacción de la libertad. Ocurre, sin embargo, que este reproche no está justificado. Agustín nunca renunció, en efecto, de un lado a la libertad y, del otro, a la presencia de una gracia que alcanza con seguridad su fin. Nunca habla de coacción. Pero tampoco aclara cómo poder conciliar entre sí la libertad y la gracia que actúa con absoluta seguridad.

Para la actual comprensión del problema debe tenerse en cuenta lo siguiente:

«1. Agustín es un teólogo típicamente existencialista, que no piensa en los con­ceptos especulativos abstractos de la teología posterior, sino dentro del orden his­tórico concreto de la tradición bíblica paleocristiana. No conoce, pues, el concep­to abstracto de la naturaleza humana (naturapura), una naturaleza que, por otra parte nunca ha existido realmente, sino que contempla al hombre en los modos existenciales concretos, tal como los ha experimentado y los sigue experimentan­do el linaje humano, de acuerdo con la Biblia, es decir, como situaciones reales de salvación y de perdición. Por consiguiente, desconoce algunas de las expresio­nes técnicas de la teología posterior, por ejemplo, los términos de supernaturalis, grana sufficiens, grafía efficax y grana irresistibilis.

»2. Tampoco los términos de pecado, pecado original y gracia de Agustín se corresponden con los de la teología actual. Por pecado entiende, como pensador paleocristiano, la rebelión contra el orden de las cosas querido por Dios, que reper­cute necesariamente sobre la totalidad del hombre. Esta rebelión lleva a la desar­monía —en sus sentido espiritual y corporal—, que impera también en la convi­vencia con los demás. Frente a la concepción naturalista de la gracia de Pelagio y de sus seguidores, que infravaloraban el orden cristiano de la salvación y la redención, Agustín se con­centra en la gratia Christi, es decir, en la gracia inmerecida que actúa "con poder interno e inefable en el corazón del hombre, hace surgir las buenas decisiones de la voluntad y le justifica al infundirle el amor por medio del Espíritu Santo".

»3. En lo que atañe a la doctrina de Agustín sobre el libre albedrío, es impor­tante su distinción entre liberum arbltrium y vera libertas. Con el primero se refiere sencillamente a la capacidad de elección del hombre, a su autodeterminación, que conserva incluso después de la caída en el pecado original. En cambio, según él, el hombre caído ha perdido la libertad de elegir el bien y de llevarlo a cabo; sólo la pue­de recuperar —de acuerdo con Jn 8,36 y Rom 6,20-22— por medio de la gracia.



5. El enfrentamiento con el semipelagianismo

Semipelagianismo es el término habitualmente utilizado a partir del siglo XVI para designar la reacción provocada en África y en el sur de las Galias por la doctrina agustiniana de la necesidad absoluta de la gracia para toda obra meritoria.

Si todo mérito es don de la gracia, habría que concluir que ninguna obra buena ni ninguna oración tienen valor en sí mismas. A esta conclusión opone el semipelagianismo que, atendida la voluntad salvífica universal de Dios, la elec­ción o la recusación de una persona no depende del consejo salvífico divino, sino del asentimiento o la oposición de la voluntad humana. Los niños que mueren reci­ben —o no— el bautismo como renacimiento para la vida eterna según los méritos o deméritos —previstos por Dios— que habrían contraído si hubieran llegado a la edad adulta. También, en esta opinión, la perseverancia en la gracia sería un méri­to, no un don. De donde se concluye que el inicio de la justificación (initium fidei; plus creduliíatis affectus) depende de la iniciativa del hombre. Queda aquí, por tan­to, en entredicho la gratuidad de la gracia.
Debe insistirse, con Agustín, en que el inicio, el contenido y la consumación de la justificación descansan únicamente en la gracia de Dios, de modo que también son frutos de la gracia los actos que preparan para la justificación, la perseverancia y las buenas obras. Los semipelagianos, llamados en aquel tiempo «marsilienses» o «restos de los pelagianos», fueron definitivamente condenados en el II con­cilio de Orange (529).
6. Las decisiones del magisterio de la Iglesia

Los tres documentos magisteriales más importantes son los 8 cánones del con­cilio de Cartago (418), el llamado Indiculus Coelestini y los 25 cánones del II Arausicano (529). Estas declaraciones del magisterio prolongan la línea de Agustín y de sus grandes discípulos Próspero de Aquitania y Cesáreo de Arles. Los documentos citados no proceden ciertamente de concilios ecuménicos ni de declaraciones ex cathedra de los papas en el sentido actual de esta expresión. Pero no es menos cierto que han sido aceptados por la Iglesia universal y se les con­sidera, por consiguiente, como expresión auténtica de la fe de la Iglesia.

a)    La doctrina del pecado original

El hombre debe ser entendido desde el estado original (status integritatis). Era, en virtud de su naturaleza, una criatura referida a Dios a la que se había comu­nicado Dios en la gracia como vida. Pero su libre acción de rechazo le convirtió en pecador. La consecuencia ha sido la muerte de toda la humanidad, en alma y cuerpo. También el alma pecó y ha quedado sometida al poder de la muerte (cf. Ez 18,20).

En segundo lugar, la opinión de que sólo hemos hereda­do el castigo de Adán. La realidad es que por él todos hemos sido hechos pecado­res. Se dice que el hombre es pecador no debido a una transgresión personal de los mandamientos, sino como consecuencia de la pérdida de la presencia vivificante de Dios, que le reduce a la condición o estado de pecador y deudor de la justicia y la santidad sobrenatural que se le había concedido originalmente. Así se explica la praxis eclesial de bautizar «para el perdón de los pecados» también a los niños que no han cometido ningún pecado personal. Se afirma claramente que sólo la gracia puede trasladar al hom­bre de la condición de pecador a la de santificado y justificado, es decir, de muer­to ante Dios en viviente (en, por y hacia Dios). Por eso es necesaria la gracia que posibilita la fe también como fe salvífica (y no sólo como convicción subjetiva de una realidad). En el bautismo se comunica la gracia bajo la forma concreta de rena­cimiento, nueva criatura y justificación.


b)    La doctrina de la eficacia de la gracia de Cristo
En su canon 22, el II Arausicano afirma que en el estado de Adán el hombre no es sino mentira y pecado. Es incapaz de amar a Dios sobre todas las cosas. No puede hacer obras buenas por amor a Dios ni tampoco tiene la capacidad de dar el primer paso hacia él. Pero ahora que se nos ha otorgado la gracia, es también Dios mismo quien impulsa nuestra voluntad para solicitar en la fe el bautismo. No pode­mos decir, por tanto, que cuando el hombre lleva a cabo lo que de hecho es capaz de realizar por sí mismo recibe ciertamente la gracia de Dios. Ésta era la idea que expresaba un axioma que desempeñó un importante papel entre los teólogos medie­vales y que dio pie a la acusación reformista de que la teología tradicional adolecía de tendencias pelagianas: Facienti quod est in se Deus non denegat gratiam: «a quien hace lo que está en su mano, Dios no le niega su gracia».

Debemos, pues, confe­sar que sólo mediante la gracia es posible el inicio, el ahondamiento, el acrecenta­miento y la plenitud, en fin, y la consumación de la fe, el amor y nuestra moralidad, esto es, el cumplimiento de los mandamientos. El acto por el que creemos en Dios y le amamos no es simplemente algo que tengamos por y desde nosotros mismos. Es un acto condicionado y determinado por la gracia, que nos lleva más allá de las posibilidades de nuestra naturaleza. Sólo en las virtudes sobrenaturales infusas (fe, esperanza y caridad) puede activar la criatura su libertad en orden a Dios de una manera relevante para la salvación. La gracia no suprime el libre albedrío, sino que le libera para su contenido propio y auténtico, es decir, para la libertad. En el canon 9 del Indículo se afirma a este propósito:

«Porque es tanta la bondad de Dios para con todos los hombres que quiere que sean méritos nuestros lo que son dones suyos, y por lo mismo que Él nos ha dado, nos añadirá recompensas eternas. Obra, efectivamente, en nosotros, que lo que Él quiere, nosotros lo queramos y hagamos, y no con­siente que esté ocioso en nosotros lo que nos dio para ser ejercitado, no para ser descuidado, de suerte que seamos también nosotros cooperadores de la gracia de Dios.
La  cooperación a la vida de la gracia no es una actividad que surge de la capacidad humana y se orienta a la gracia, sino que es una acción del hombre previamente agra­ciado orientada hacia el fin de la gracia inscrito en el hecho mismo de ser agracia­do: la vida eterna. Por tanto, la cooperación del libre albedrío redimido es necesa­ria para la salvación consecutive, es decir, «después de».

c) El problema del inicio de la fe

 El canon 5 del II Arausicano da la siguiente respuesta: «Si alguno dice que está naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe  y hasta el afecto de credulidad  por el que creemos en Aquel que justifica al impío y que llegamos a la regeneración del sagrado bautismo no por don de la gracia —es decir, por inspiración del Espíritu Santo, que corrige nues­tra voluntad de la infidelidad a la fe, de la impiedad a la piedad— se muestra enemigo de los dogmas apostólicos»

7. La evolución del problema en la teología medieval

La teología occidental se ha mantenido a lo largo de un milenio dentro del cam­po de influencia de los temas agustinianos. La reflexión sobre la gracia —enten­dida como la síntesis de toda la salvación en Cristo— pasó a constituir en la Esco­lástica un tratado propio, con una temática totalmente específica y claramente delimitada.

a)     La controversia sobre la predestinación.  El florecimiento de la teología en el Renacimiento carolingio tras el largo silen­cio subsiguiente al colapso de la cultura romana se inició con los vivos enfrentamientos en torno a la doctrina de la doble predestinación defendida por Godes-calco, monje de Orbais. Esta doctrina fue rechazada en los sínodos de Maguncia (848) y Quercy-Oise (853), bajo la dirección de Hincmaro, arzobispo de Reims. Ambos sínodos defendieron la doctrina de la voluntad salvífica universal de Dios y del libre albedrío del hombre, así como la predestinación única a la salvación (cf. Rom 8,33; Ef 1,1). Dios conoce de antemano, se decía allí, quiénes son los conde­nados que permanecen en la massa perditionis. Pero no los predestina al mal ni a la condenación.

b)    La preparación para la gracia.  Estaba ciertamente fuera de discu­sión el carácter gratuito de la gracia de la salvación (la gratuitas gratiae). Pero el problema consiste en cómo se ordena el libre albedrío a la recepción de la gra­cia, pues ésta no le adviene al hombre simplemente desde arriba. El hombre no tiene ante la gracia una actitud meramente pasiva, sino receptiva, es decir, en cier­to modo perfectamente activa. La recibe como su destinatario y de acuerdo con la estructura de su condición de criatura. Si, pues, el hombre es el ser dotado de libre albedrío, entonces la gracia debe ser aceptada por la voluntad de acuerdo con su naturaleza libre. Aquí, puede decirse que la gracia no es solamente una relación que Dios crea en nosotros, sino también el principio con el que nuestro libre albedrío responde al ofrecimiento de Dios.

La gracia es, pues, el principio de nuestra actividad o, dicho de otra manera, el principio de la virtud. De donde se concluye que el libre albedrío debe prepararse, a su propio modo, para la recep­ción de la gracia. Puede comprenderse más fácilmente este razonamiento si se tienen en cuenta los conceptos aristotélicos subyacentes. Sólo una materia previamente dispuesta puede asumir una forma. Por poner un ejemplo, sólo una materia humanamente conformada puede recibir un alma humana, de tal modo que ésta, como principio formativo, pueda convertir a aquella determinada materia en cuerpo de este hom­bre concreto.

Pero, ¿qué es lo que mueve a la voluntad a disponerse hacia Dios? ¿Se trata de una ayuda divina, es decir, de un don general por el que el Creador está siempre junto a su criatura, o es, en sentido específico, la gracia de Cristo o del Espíritu San­to la que mueve la voluntad? Si se responde que la voluntad es ciertamente movi­da por Dios, pero no por la gracia de Dios, se cae fácilmente bajo la estela del semi-pelagianismo. Aquí, en efecto, es, de alguna manera, la voluntad la que da, por propia iniciativa, el primer paso hacia Dios. El hombre podría, por tanto, prepa­rarse para la gracia a partir de su propia voluntad, a condición, por supuesto, de que Dios le asista con su ayuda, pero sin ser el principio de la actividad humana. Pues, en efecto, la ayuda de Dios no se identifica con la gracia misma.

En este contexto, fueron muchos los teólogos que hablaron de un mérito de congruo. Si el hombre hace cuanto puede por seguir la llamada de Dios a la penitencia. adquiere un mérito al que Dios responde adecuadamente (congruentemente) con la infusión de la gracia justificante. Pero no se da un mérito de condigno (meritum de condigno) que obligue a Dios a la infusio gratiae.

En todas estas reflexiones debe advertirse que se está hablando únicamente de una preparación lejana del pecador para la recepción de la gracia. Lo determi­nante sigue siendo que la preparación inmediata (la ultima dispositio) coincide con la infusión de la gracia. La forma, es decir, la gracia misma, dispone su materia en un instante (in instanti), en el momento mismo en que se une al alma. Y, a la inver­sa, en ese mismo instante queda el hombre capacitado para recibir la gracia. Por consiguiente —y en contra de lo que más tarde la crítica reformista recelaba— el hombre no aporta una «contribución» anterior a su recepción de la gracia y como condición de la misma. El proceso discurre a la inversa: en el instante mismo de la infusión de la gracia, queda el hombre tan plenamente dispuesto para la comu­nión con Dios que dicha gracia puede convertirse en el principio de la dinámica de su espíritu y su voluntad hacia la divinidad. En conclusión, la gracia misma es el principio de su recepción (activa) por el hombre.

c)     El problema de la gracia creada e increada.  Hasta la Escolástica, se había venido entendiendo la gracia principalmente como una inclinación amorosa de Dios por la que nos admite en su comunión. Por con­siguiente, propiamente hablando la gracia es una relación del hombre a Dios fun­damentada en el favor divino (favor Dei). Es Dios mismo, en cuanto que nos ama y nos concede la vida eterna (= autocomunicación de Dios o inhabitación de Dios en nosotros).

La Escolástica lo denominó gracia increada (grafía increata). ¿En qué consiste, entonces, la gracia creada? Si es algo (aliquid) en el hombre, se corre el peligro de concebirla como una cosa apersonal. Por tanto, la teología reformista se creyó autorizada a acusar al lado católico de cosificación de la gracia y de abrigar la pretensión de tener un poder de disposición sobre ella. Pasaría a ser una posesión del hombre y se vería rebajada a la condición de obra meritoria.
A Pedro Lombardo se le objetaba: Dios se ama a sí mismo en noso­tros y a través de nosotros. No somos nosotros mismos quienes amamos a Dios con el poder del Espíritu Santo. Y lo que interesa es que sea la criatura misma el suje­to del amor a Dios.

La voluntad, ciertamente libre, pero enteramente debilitada por el pecado, no puede por sí misma amar a Dios sobre todas la cosas, ni unirse a él en la unión del amor. Para esto debe primero el Espíritu San­to santificar en su raíz el libre albedrío. Sólo mediante esta capacitación de la volun­tad a través de la gracia puede el hombre ejercer su libertad, remontarse a Dios y cumplir de tal modo la ley moral que sea un paso hacia él. La voluntad se mueve en virtud de un hábito producido por la gracia (= acuñación previa de la actividad). Puede hablarse también aquí de una cualidad (qualitas) del alma causada por el Espíritu Santo. Con ella, las funciones naturales del alma (la fe, la esperanza, la confianza y el amor) quedan conformadas por la gracia, elevadas (sobrenatural-mente) por encima de sí mismas y dirigidas al Dios de la revelación.

Recibe los nombres de gracia inherente o gracia creada, hábito de nuestra alma causado por Dios y gracia justificante o santificante. Lo que verdaderamente impor­ta es establecer una correcta definición de la relación entre la gracia creada y la increada. Los grandes teólogos de la Edad Media fijaban como principio de su refle­xión la autocomunicación de Dios. Al llegar Dios hasta nosotros en su amor, su gra­cia abarca, como uno de sus elementos constitutivos propios, también el aspecto de que crea en nosotros los presupuestos para que podamos aceptar, en cuanto cria­turas, la gracia en nuestra realidad y podamos responder al amor de Dios con el amor de nuestra voluntad ornada con la gracia. La gracia produce, pues, una modi­ficación en el hombre (un efecto). Le convierte en nueva criatura y le capacita para el cumplimiento de los mandamientos como expresión del amor a Dios. Si se entien­de la gracia como amor, surge inevitablemente la idea de una gracia creada. Es el efecto de Dios en la criatura por el que nos capacita para que, salvando la distan­cia infinita, podamos ser alzados hasta su nivel y seamos capaces de salir al encuen­tro de nuestro Creador.

«La gracia santificante dispone al alma para recibir a una persona divi­na (en cuanto que el Espíritu Santo habita en el alma como en un templo). Esto es lo que se quiere decir cuando se afirma que el Espíritu Santo es enviado según el don de la gracia. No obstante, este don de la gracia es el mismo Espíritu San­to (como don y como donador a un mismo tiempo). Por eso se dice que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Los reformadores entendían la gracia fundamentalmente como perdón de los pecados. Por eso, en su pensamiento ocupaba el primer plano la fe en el mérito jus­tificante de Cristo, que siempre permanece extra me. En este contexto, se presta a erróneas interpretaciones la idea de la gracia inherente.

d)    La gracia como tema central de la antropología (Tomás de Aquino). La idea básica es aquí radicalmente teocéntrica. Dios es en sí mismo vida y movi­miento. La creación significa comunicación y participación en la vida divina y orien­tación para su recepción. Y así, del Dios uno y trino parte el movimiento hacia el mundo , que lleva hasta el hombre. En el hombre se pro­duce un cambio de sentido: en él la creación entera se vuelve hacia Dios como hacia su consumación en la vida eterna. La mediación de ambos movimientos se produce mediante el Verbum Dei. A causa del pecado, modificó Dios su movimiento hacia el mundo mediante la encarnación del Logos y su pasión vica­ria por nosotros como revelación del amor de Dios también hacia los pecadores. El movimiento de retorno de la criatura sólo acontece por medio de Cris­to, es decir, del Hijo de Dios crucificado y resucitado, que ha asumido real y verdaderamente la naturaleza humana.

En esta concepción no se puede analizar la gracia a continuación de la cristología, sino que debe situársela, como tema específico, en la cima de la antropolo­gía. En este punto debe mostrarse que la gracia de Dios que nos ha sido otorgada en Jesucristo es aquella realidad por la que el hombre lleva a su consumación su movimiento hacia Dios.

Dios y la criatura no se enfrentan como competidores situados en un mismo nivel. Dios, en la plenitud sobe­rana de su causalidad universal, mueve de tal modo a las esencias creadas que éstas pueden comportarse de acuerdo con el principio de su naturaleza.

Es parte constitutiva de la naturaleza humana no sólo tener, junto a diversas características biológicas o sociales, también un trozo de libertad. Debe más bien afirmarse que el hombre, en cuanto criatura espiritual, es libertad. Esto incluye el ejercicio de la libertad en el marco de sus condiciones materiales. Don­de confluyen la causalidad universal divina y la actividad propia del hombre nos hallamos ante una relación personal de hondo calado ontológico. El hombre no puede encontrar nunca a Dios al lado de o incluso enfrentado a su naturaleza, es decir, a su libertad, sino justamente en la activación de la voluntad y el conocimiento hacia Dios, esto es, en su naturaleza.
La naturaleza humana tiene un único fin, a saber, alcanzar su consumación ple­na mediante la autocomunicación de Dios y, más concretamente, en la unifica­ción del amor. La gracia no suprime la natu­raleza, sino que la perfecciona. Sin la gracia, la natura­leza no podría llegar a su meta, porque está fuera de ella y fuera también del alcan­ce de sus posibilidades.

El don de la gracia de Dios, que es su autocomunicación a nosotros, tiende defi­nitivamente a la unión en el amor. Esta singular relación o unificación presupone ciertamente la subsistencia (la realidad y actividad propias de la criatura personal) y la activa. Si el hombre no fuera persona, no podría hablarse de amor, porque el amor apuesta por la unión y la comunión de las diferencias personales. Ahora bien, el hombre no puede ser amado por Dios, en sentido estricto, sin que este amor capa­cite a la persona creada a amar también por sí misma y alcanzar así la communio con Dios. «Mediante la gracia de la justificación el hombre se constituye en aman­te de Dios, porque por la gracia está ordenado al fin que Dios le permite compar­tir... El primerísimo efecto de la gracia santificante es que el hombre ama a Dios».

Queda, pues, claramente establecido que sólo por la gracia alcanza el hombre a Dios. Pero la llegada de la gracia hace que lleguen también hasta sí mismos nues­tros actos del conocimiento y la voluntad. La doctrina de la gracia tiene, pues, su lugar propio en la antropología, porque la gracia es la plenitud de la libertad.

8. Las innovaciones de la Baja Edad Media como trasfondo de la protesta de la Reforma

Se registra una primera e importante modificación en el hecho de que el tema de la gracia no se analizaba ya dentro de la antropología. Se obje­taba en contra que podemos amar a Dios actualmente en virtud de un hábito que el Espíritu Santo ha producido en nosotros, es decir, mediante una gracia creada. En la Escolástica tardía se trastoca la relación total entre la gracia causal creada y la increada. Para empezar, el hombre debe preocuparse de la cualidad de la gracia como de una cualidad propia, para que se le pueda hacer a continuación partícipe de la gracia de la autocomunicación, de la justificación y de la vida eterna. Como la doctrina de la justificación se estudiaba ahora en la teodicea, se planteaba la difí­cil pregunta de hasta qué punto conservaba Dios su libertad frente a la disposición humana por él mismo causada. Se producía aquí un giro nuevo y ciertamente deci­sivo respecto de la antiquísima pregunta sobre la relación entre la gracia y la liber­tad.

El problema no es ya cómo mantiene, o puede mantener, el hombre su liber­tad frente a la acción de Dios, sino cómo puede conservarla Dios respecto de la gracia por él mismo concedida.
Juan Duns Escoto estaba particularmente interesado por el tema de la libertad de Dios. No hay, pues, nada creado, ya sea una obra meritoria o una cualidad de la gracia creada, a la que Dios tenga la obligación de contestar con el don de la vida eterna. Dios tiene plena libertad frente a cualquier tipo de recla­mación o exigencia coactiva de la creación. El hombre se justifica única y exclusi­vamente en virtud del acto divino de su aceptación.  Dios puede, si así lo quiere, aceptar también al hombre en pecado mortal. Aho­ra bien, ante esta libertad divina, entendida en estos términos, resulta, al parecer, superflua la proclamación del evangelio y la conversión, porque Dios puede acep­tarnos o rechazarnos sin tener para nada en cuenta nuestra situación de pecadores o de agraciados.

Para poder seguir avanzando en este terreno, Escoto distingue dos voluntades en Dios. Existe, por un lado, la potencia absoluta divina, en virtud de la cual hace lo que quiere (potentia Dei absoluta). Y existe, por otra parte, una libertad en la que se compromete a mantener el orden salvífico por él mismo establecido (poten­tia Dei ordinaía).

En razón de la potentia absoluta, Dios tiene siempre libertad para aceptar lo que quiere. En cambio, la potentia ordinata le obliga a conservar el orden salvífi­co fáctico. Aquí ha asumido el compromiso de aceptar en la vida eterna a quienes tienen —por Dios mismo— gracia y amor, y a rechazar a quienes —por su propia culpa— no los tienen.

Esta relajación interna de la vinculación entre Dios y la historia de la salvación presenta varios problemas. Algunos autores especulan si Dios habría podido hacer de otra manera todo cuanto ha hecho. Muchos de los que buscan detrás o al lado a otro Dios se preguntan por qué razón nuestro camino hacia Dios está vinculado a los sacramentos, a la Iglesia y a la persona histórica de Jesús. La respuesta de la teo­logía de la Baja Edad Media era de carácter positivista: Dios ha dispuesto que sólo concederá la vida eterna a quien cumpla las condiciones por él mismo impuestas y se disponga, mediante la recepción de la gracia en los sacramentos y una vida acorde con los preceptos, para la gracia de la vida eterna: en definitiva, a quien aporte su colaboración mediante un mérito de congruo.

La preocupada pregunta del hombre: «¿Cómo puedo conseguir un Dios bené­volo, es decir, cómo alcanzo la vida eterna?», recibe, en esta perspectiva, la siguien­te respuesta: «Si haces lo que está en tu mano, es decir, si recibes la gracia de los sacramentos, y en especial el de la penitencia, y, por tus propias fuerzas naturales, amas a Dios tal como está mandado, entonces Dios te concederá, de potentia Dei ordinata, la gracia de la vida eterna». Parece, pues, que el hombre puede contribuir en algo, puesto que debe hacerlo: debe instalarse en el estado de gracia (habitus y qualitas) para salvarse. Hay, pues, un mandato de Dios de tener la gracia.

Ahora bien: ¿tiene este hombre totalmente corrompido por el pecado, este esclavo de la concupiscencia, la más mínima posibilidad de aportar por sus propias fuerzas una contribución preparatoria cuando, como consecuencia de la perdi­ción del pecado original, no dispone de ninguna capacidad para orientarse a Dios?
Según  la doctrina de la gracia de la edad media, el hombre con­tribuiría en algo y de alguna manera, en virtud de la adquisición de la cualidad de la gracia (gratia creata), a su propia justificación. Pero como no puede hacer tal cosa por su propia voluntad pecadora, hostil a Dios, la salvación no depende de las fuer­zas humanas ni puede nunca, en consecuencia, tener el hombre certeza acerca de su salvación. No puede amar a Dios con sus solas fuerzas naturales. Por eso pole­miza Lutero contra la fórmula fides caritate formata. A su entender, aquí la fe se apoyaría en la obra humana del amor y no haría sino confundir la fe, en cuanto acto específicamente salvífico, con una acción del hombre. Lutero entendía que, por este camino, podría reducirse la doctrina católica a un sinergismo en el sentido de que el hombre estaría justificado y alcanzaría la vida eterna en parte mediante la fe que Dios le ha concedido y, en parte, mediante sus propias obras (por sus propias fuer­zas naturales).

9. Los rasgos básicos de la concepción luterana de la justificación del pecador

El centro de la teología reformada está constituido por la afirmación de que el pecador alcanza la justificación sólo mediante la promesa de la justicia de Cristo, aceptada únicamente en la fe. Se trata de la iustificatio impii per verbum evangelii. Es realizada objetivamente sólo por medio de Cristo (solus Christus). Es pura gra­cia (sola gratia). Es prometida por la palabra del evangelio (solo Verbo) y acepta­da únicamente en la fe (sola fides).

En opinión de Lutero, en el tema de la justificación nos hallamos ante el ar­tículo en el que se decide si la Iglesia se mantiene o cae . «El artículo de la justificación es dueño y príncipe, señor, guía y   juez por encima de todos los géneros de doctrina. Contiene y gobierna toda la enseñanza eclesial y anima a nuestra conciencia en presencia de Dios. Sin este artículo, el mundo está total y enteramentre muerto y hundido en las tinie­blas» (WA 39 1,205,2). Los pasajes centrales, a los que recurre una y otra vez, se encuentran en la Carta a los romanos: Rom 1.17; 3,21-26; 4,25; 5,18; cf. 2Cor 5,21. Lutero advierte que la doctrina paulina por él redescubierta está en contradic­ción con la justificación por las obras, bajo la que habrían sucumbido la Escolásti­ca de la Edad Media tardía y todo el «sistema eclesiástico papal». La controversia no se limita, pues, a unos puntos doctrinales concretos; se trata de una concep­ción global de la existencia cristiana totalmente diferente. Tenía aquí una impor­tancia determinante el interrogante existencial sobre la salvación: «¿Cómo puedo conseguir un Dios benévolo?». Esta pregunta estaba estrechamente relacionada con la concepción escatológica del último juicio. ¿Cómo puede justificarse ante Dios el hombre que ha merecido la muerte por sus pecados? ¿Quién intercede por él, para que la sentencia de muerte (en sentido trasladado: la separación eterna de Dios) se transforme en sentencia absolutoria (es decir, en la promesa de nueva vida)?

Para comprender correctamente el concepto luterano de la justicia (iustiúa Dei), no debe imaginarse que Lutero se propuso simplemente enfrentarse a la manía humana por la autojustificación o combatir la ética del merecimiento (cf. la des­cripción que hace de su descubrimiento de la justicia de la gracia de Dios, es decir, la «ruptura reformista»). Lo que le preocupaba, en una dimensión más radical, era la ejecución de la sentencia —ya plenamente merecida— a la muerte eterna y a la condenación. Puede alejarse esta sentencia no porque el delincuente aduzca algo en su defensa, sino porque en Cristo se ha introducido alguien que, como justo, merece incondicionalmente la vida.  Se lleva aquí a cabo el «trueque feliz». Cristo, que era rico, se ha hecho pobre por nosotros, y nosotros, que éramos pobres y reos de muerte, somos ricos por él y participamos de su vida (cf. 2Cor 8,9; 5,21: «Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que en él llegáramos nosotros a ser justicia de Dios»). Así, la justificación objetiva de Cristo se convierte en nuestra justicia subjetiva.

10. La doctrina de la justificación del concilio de Trento

El Decreto sobre la justificación es, junto con el Decreto sobre el pecado origi­nal, la más importante declaración doctrinal del concilio de Trento (1545-1563):
Para su correcta interpretación no deben perderse de vista tres puntos:

 1. el concilio pretendía exponer la doctrina católica de una manera ponderada y equi­librada;
 2. evitaba, en consecuencia, hacer declaraciones que pudieran favorecer a alguna de las opiniones teológicas de las diferentes escuelas (tomistas, escotistas, agustinos estrictos o nominalistas);
 3. renunció a condenar las personas mismas de los reformistas. Sólo se hacía referencia a su doctrina.

El decreto tiene 16 capítulos doctrinales y 33 cánones, que resumen la doctri­na de los capítulos. Dada su enorme importancia no sólo para la doctrina de fe cató­lica, sino también para el diálogo ecuménico, en las líneas que siguen se expone resumidamente y se interpreta el contenido de cada uno de ellos.

Capítulo 1. La incapacidad de la naturaleza humana y de la ley de Moisés para justificar al hombre.
Todos los hombres han perdido, a consecuencia del pecado de Adán, la ino­cencia original, es decir, son culpables ante Dios de la pérdida de su justicia. Han caído totalmente bajo el poder del pecado, de la muerte y del demonio. No pueden con sus solas fuerzas naturales ni mediante la observancia de la ley de Moisés libe­rarse por sí mismos y elevarse a Dios. Pero conservan el libre albedrío (como dis­posición natural). Así, pues, el pecador tiene liberum arbitrium, pero no libertas, es decir, la libre voluntad adornada con la gracia. Por tanto: sin la gracia nadie puede salvarse.

Capítulo 2. El misterio salvífico del advenimiento de Cristo. En la plenitud de los tiempos vino el Hijo de Dios para redimir a los hombres, tanto a los judíos como a los paganos.

Capítulo 3. Quiénes son justificados por Cristo. Cristo ha muerto por todos. Pero sólo son justificados aquellos a quienes se les comunica el mérito de la pasión de Cristo. Los renacidos en Cristo reciben la gra­cia que los hace justos.

Capítulo 4. En qué consiste propiamente la justificación
La definición objetiva reza así: «Translatio ab eo statu, in quo homo nascitur filius Adae, in statum gratiae et "adoplionis filiorum" (Rom 8,15) Deipersecundiim Adam Jesum Christum Salvatorem nostrum».  El medio abso­lutamente necesario para ello es el bautismo o, respectivamente, el deseo del mis­mo (votum sacramenti).

Capítulo 5. La necesidad y el fundamento de la preparación para la justificación en los adultos
El inicio de la justificación (initium fidei) es la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo Jesús (es decir, la gracia de la redención). Acontece en noso­tros sin mérito precedente alguno por nuestra parte. Por ella nos llama Dios para que nos inclinemos a la justificación. Es, pues, la gracia la que mueve —pero en modo alguno obliga— a la voluntad, iluminada por el Espíritu Santo, a dirigirse a Dios. No se excluye el libre asentimiento y la coooperación (cooperado) humana. La gracia libera la actividad propia del hombre. El libre albedrío no quedó extin­guido en Adán. Por eso goza el hombre de libertad para admitir o rechazar la gra­cia y es responsable de sus actos, aunque no es la cooperación la que causa o condiciona la gracia, sino que es ésta la que capacita para dicha cooperación.).

Capítulo 6. El modo de preparación.  Se expone, mediante una descripción psicológica espiritual y de forma típica ideal, el proceso de la conversión. No se trata tanto de una yuxtaposición o suce­sión cronológica, sino de la mención de los elementos objetivos más importantes: A partir de la gracia, se percibe la fe por el oído (fides ex auditu); a esto sigue la aceptación, en la fe, de las verdades reveladas y de las promesas divinas, en espe­cial la relativa a la justificación de los pecadores por medio de la gracia de Dios en Cristo, el temor ante la propia inclinación al pecado, la confianza en la divina misericordia por causa de Cristo, el inicio del amor a Dios, el odio al peca­do, la disposición a la penitencia y a la conversión, la solicitud del bautismo y el propósito de emprender una vida nueva y de observar los mandamientos divinos.

Capítulo 7. La esencia de la justificación del impío y sus causas.  A esta preparación, producida por la gracia, le sigue la justificación, que no es solamente perdón de los pecados, sino que implica la renovación del hombre inte­rior. El hombre pasa a ser santo, justo, amigo e hijo de Dios y, en Cristo, herede­ro de la vida eterna mediante la aceptación voluntaria (voluntaría susceptio) de la gracia y de sus dones . La justificación no es, pues, simple imputación de la justicia de Cristo o mero favor divino (favor Dei). Es una trans­formación total del hombre.
A continuación, el concilio, siguiendo el esquema causal aristotélico, articula la causa de la justificación en cinco aspectos:
1.     la causa finalis es la gloria de Dios y la vida eterna; 2. la causa efficiens es la misericordia divina que, sin mérito alguno por parte del hombre, sana, salva, ayuda y renueva; 3. la causa meritoria es la pasión de Cristo en la cruz por nosotros, nacida del puro amor y, con ello, su satisfacción por nosotros ante el Padre; 4. la causa instrumental es el bautismo, que es el sacra­mento de la fe, sin el que nadie puede justificarse; finalmente, 5. la causa formalis es la iustitia Dei passiva, es decir, la justicia por la que Dios nos salva y nos justifica.

El concilio afirma que no sólo nos llamamos justos, sino que también lo somos. Para destacar que en la gracia no se modifica únicamente la conducta de Dios con nosotros, mientras que nosotros no experimentaríamos ninguna modificación, sino que aquel cambio de la conducta divina produce también en nosotros un cam­bio fundamental, los padres conciliares hablan de una adherencia de la gracia (gra-tia inhaerens). Hemos interiorizado el amor de Dios, que el Espíritu Santo ha envia­do a nuestros corazones. Ser injertados en Cristo significa que se nos han infundido la fe, la esperanza y la caridad. Por su medio estamos salvíficamente unidos a Dios en la realización de nuestro ser personal.

Capítulo 8. Cómo debe entenderse la afirmación de que el impío es justificado por la fe y sin méritos propios (Rom 8,24).  En esta sentencia de la Carta a los romanos se apoyaba fundamentalmente la luterana iustificatio ex sola fide. Pablo establece una contraposición entre la fe y el mérito (en el sentido de autojustificación por las obras de la ley). Pero los padres conciliares interpretaron la sola fides de lutero como si éste la entendiera sepa­rada de la esperanza y la caridad. Lo cierto es que tanto en Pablo como en lutero la fe incluye el acto —que abarca la totalidad de la persona— de la entrega con­fiada y de la adhesión a los méritos de Cristo. Para entender la oposición, hay que dirigir una mirada retrospectiva a la Escolástica. Aquí, en efecto, se coordinaban los actos de la fe, la esperanza y la caridad con cada una de las potencias cognitivas y volitivas del alma.
El error de la interpretación reformista se produce cuando, como consecuen­cia de esta diferenciación en la definición de los conceptos, se entienden la fe y el amor como actos o realizaciones vitales humanas autónomas. El Tridentino, en cambio, concibe el amor ya como un don divino, que se manifiesta en la orienta­ción de nuestra voluntad a Dios.

Capítulo 9. Contra la fe  fiducial  de los herejes.  Lutero entendió la fe como un asir, un captar o aferrar la salvación mediante la adhesión confiada a la justicia ajena de Cristo. El Tridentino inter­pretó erróneamente esta concepción como certeza subjetiva de la salvación: en vir­tud de una simple fe firme en el perdón, se le podría obligar a Dios, por así decir­lo, a perdonar. Según esta concepción, parecía, además, poderse concluir que la conducta moral es indiferente y que lo único que importa es tener fides como fiducia. Lutero, en cambio, estaba totalmente volcado e interesado por esta certi­dumbre de la fe y por la redención del corazón angustiado. Hoy día se advierte cla­ramente que, de acuerdo con el lenguaje escolástico, no puede darse en la fe nin­guna certeza de la salvación de tipo objetivo.

Capítulo 10. El acrecentamiento de la justificación recibida. Por el poder de la gracia, se da un acrecentamiento en la justicia como conse­cuencia de una mayor cercanía a Dios por medio de la lucha contra la tentación y el egoísmo que anida en nuestro interior y mediante las buenas obras hacia afuera.

Capítulo 11. De la posibilidad y la necesidad de observar los mandamientos de Dios. Ya desde sus inicios, la doctrina reformista de la fe como única causa de la justificación estuvo expuesta —también dentro de sus propias filas— a abusivas interpretaciones libertinas. En definitiva —se decía— la ética cristiana es superflua, puesto que a los creyentes les está permitido todo, o se sitúan por encima de los preceptos divinos.  El concilio rechazó la opinión de que a los justos les es imposible observar los mandamientos divinos, aunque es cierto que ni siquiera ellos pueden evitar en esta vida todos los pecados veniales. Por eso deben suplicar constantemente, en el padre­nuestro, el perdón de sus culpas. Pero no están sujetos a ninguna necesidad inter­na que les fuerce a la comisión de pecados mortales. Se reprobaron asimismo las afirmaciones extremistas del Lutero de la primera época según las cuales los justos pecan incluso cuando realizan buenas obras. Se desechó asimismo la sentencia de que peca quien, además de la confianza en Dios como su fin principal, se mueve a hacer obras buenas por la promesa de la recompensa eterna.

Capítulo 12. Es preciso precaverse de una fe temeraria en una predestinación a la sal­vación absolutamente segura.  Esta actitud estaría, en efecto, en contradicción con la situación —totalmente indeterminada— de la salvación del hombre en el estado de viador (in statu viae).

Capítulo 13. El don de la perseverancia.  El concilio se pronunció en contra de una errónea interpretación de Mt 10,22: «Quien persevere hasta el fin, se salvará», pues tampoco la perseverancia en la gra­cia es una aportación propia por la que se pueda conquistar como por la fuerza el cielo. El cristiano no ha renacido ya para la gloria, sino para la esperanza de la glo­ria (Rom 8,24; cf. Col 1,27). La perseverancia es necesaria para alcanzar la salva­ción, pero no es un don que invite a la molicie, sino que descubre la estructura agó­nica de la fe cristiana. Impulsa a los cristianos al dominio de sí y a la práctica responsable del bien en todas las esferas de la vida humana.

Capítulo 14. De los caídos en pecado después del bautismo y de su reparación. También los justificados y bautizados pueden volver a perder la justicia por la comisión de pecados mortales. No obstante, aun entonces conservan el sello del bautismo. Se encuentran, por consiguiente, en una situación distinta de la del peca­dor antes del bautismo. Sólo pueden conseguirla mediante el sacramento de la penitencia, distinto del bautis­mo, que se da por supuesto. Para ello, deben renunciar al pecado, lo que incluye ciertamente la renovación del acto interno de la fe. Deben, además, hacer una con­fesión individual de los pecados y suplicar la absolución sacerdotal o despertar en sí el deseo del sacramento (votum sacramenti) y hacer la confesión sacramental en la primera oportunidad que se presente. Entra aquí también la santificación interna de la voluntad —de nuevo adornada con la gracia— mediante el dominio de sí, las buenas obras, ayunos, oración, ahondamiento en la vida espiritual y limos­nas. Con la absolución se perdona el castigo eterno merecido por el pecado, pero no —a diferencia del bautismo— las penas temporales. Por consiguiente, el cre­yente que ha recuperado la justificación debe sanar, por otros medios, y por el poder de la gracia que se le ha conferido, la herida inferida al amor de Dios.

Capítulo 15. Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la fe.  En concepto de la fe en Lulero implica que el único pecado mortal es la incre­dulidad, que se manifiesta a través de diferentes comportamientos (pecaminosos). Para el Tridentino, que entiende que la fe consiste en tener por verdaderos los mis­terios de la salvación, esta concepción es absurda. Puede ocurrir, en efecto, que alguien admita como verdadero, en el plano del conocimiento teórico, todo cuan­to la Iglesia enseña en el campo de la revelación y que, al mismo tiempo, se aleje de Dios a causa de una conducta contraria al amor que se nos ha infundido y que es el primero y universal fruto del Espíritu de Dios en nosotros. O puede también caer porque se niega a orar o a participar en los actos del culto público. O puede sucumbir porque quebranta su deber de cuidar de sus padres y allegados, o por celotipia, homicidio, adulterio, o por una indolente disipación de los talentos, por la omisión de las buenas obras debidas, etc.

Capítulo 16. El fruto de la justificación, es decir, el mérito de las buenas obras y la naturaleza del mérito.
Vuelve a insistirse aquí de nuevo, y con expresiones claras, en que el principio de todo mérito y de la recompensa de la vida eterna recae sobre la gracia de Jesu­cristo que antecede, acompaña y lleva a su plenitud las buenas obras. Pero preci­samente así se dirigen éstas teleológicamente hacia el fin de la justificación, es decir, a la unión eterna con Dios en el amor. Por tanto, los méritos propios del creyente no contribuyen en nada a su justificación. Pero una vez justificado, debe, a partir de su voluntad movida por el Espíritu Santo, contraer méritos, porque sólo por ellos está ordenado, por disposición divina, a la vida eterna. En último extremo, no pode­mos juzgarnos a nosotros mismos, es decir, no dependemos ni de nuestro juicio ni del de los demás. En el momento final, cada persona afronta en solitario el juicio de Dios. Pues sólo Dios escudriña el corazón humano y retribuirá a cada uno según sus obras.

11. Aspectos concretos de la doctrina de la gracia postridentina

a) Característica general:  La etapa que discurre desde Trento hasta la Revolución Francesa y se aden­tra en buena parte del siglo XIX estuvo profundamente marcada por la controver­sia anti-protestante. Contemplada en su conjunto, la evolución católica se movía entre los extremos del pesimismo reformista ante una naturaleza humana total­mente corrompida y la incipiente imagen opitimista, cada vez más sólidamente implantada, de esta naturaleza en el humanisno y en los primeros esbozos de la Ilus­tración. Con el transcurso del tiempo se fue dilatando cada vez más la atmósfera del pensamiento antropocéntrico inmanentista. Los representantes de la Ilustra­ción de orientación más declaradamente hostil a la Iglesia y a la revelación adop­taron una postura contraria a la visión teocéntrica del mundo y a una determinación supuestamente heterónoma de la libertad de la voluntad humana. La origi­naria bondad de la naturaleza humana a la que se refería Jean Jacques Rousseau y la idea de la capacidad natural y autónoma de alcanzar la perfección del ser huma­no se tradujeron en firmes protestas contra la doctrina del pecado original.

c)     La disputa de la gracia y los llamados sistemas de la gracia:  Por disputa de la gracia se entiende el enfrentamiento en torno a la relación entre la gracia divina y la libertad humana a propósito de los actos que preparan para la recepción de la gracia de la justificación. El Decreto sobre la justificación del Tridentino había descrito la justificación como santificación y renovación del hombre interior mediante la aceptación libre y voluntaria de la gracia.  Se incluyen aquí los actos preparatorios del peca­dor que desembocan en esta aceptación. Pero tales actos sólo son posibles en vir­tud de la gracia preveniente de Dios, que capacita al hombre para la libre acepta­ción. Ahora bien, esta gracia actual, ¿es sólo suficiente o es también eficaz).  En el primer caso, podría decirse que Dios se queda corto en la concesión de la gracia. En el segundo, la gracia podría doblegar e incluso eliminar la libertad. En el sistema del teólogo dominico Domingo Báñez (1528-1604) —expuesto en su comentario a la Prima secundae de Tomás de Aquino— Dios otor­ga, ya antes del libre asentimiento, una gracia actual suficiente, que confiere al hom­bre la posibilidad (la potencia) para poner el acto salvífico (que prepara para la recepción de la gracia). Pero para que esta posibilidad se convierta en un hecho real se requiere una segunda gracia actual, es decir, una gracia eficaz. Esta gracia actúa predestinando infaliblememente con anterioridad a la decisión libre de pasar desde la potencialidad otorgada en la gratia sufficciens al acto libre y salvífico realmente realizado de la aceptación de la gracia santifican­te. Se preserva la libertad porque, precisamente a una con su gracia. Dios cualifica como libre el ejercicio del libre albedrío.
El principal fallo radica en que hacen una interpretación excesivamente cosificada y mecanicista de las categorías de la causalidad. En la mentalidad dialogal personal puede entenderse la conexión (siempre instalada en el misterio) entre la libertad finita y la infinita como el don de Dios que se descubre a sí mismo, que libera para sí, en el acto de la promesa y de la reclamación, la libertad creada y la capacita para dar una respuesta en el amor. Como el contenido de la libertad es auto-donación y abandono de sí en el amor, el hombre no se siente acosado bajo la pre­sión del amor de Dios que le elige, sino que se reconoce como liberado de la prisión de la reclusión en sí y movido por una gozosa respuesta en el amor (in actu).

12. Las deficiencias de la teología de la gracia moderna y su superación

Si se entiende el concepto de causa formal en estrictos términos filosóficos y técnicos, dicha causa es lo que resulta de la aplicación de una forma. En nuestro caso, es la gracia santificante, es decir, el efecto creado (causado) por la autoco-municación de Dios a nosotros. Si se interpreta al Tridentino en este sentido, se produce una peligrosa desviación respecto de las enseñanzas de la Escritura, de la Patrística y de la Alta Escolástica, ya que entonces el Dios que se nos comunica y que habita en nosotros es, por así decirlo, el aspecto accidental de la gracia, mien­tras que la esencia de dicha gracia consistiría en el efecto creado en nosotros. Si añadimos ahora el axioma (con frecuencia mal entendido) de la doctrina de la gra­cia según el cual todas las obras de Dios ad extra son comunes a las tres divinas per­sonas, porque son propias de la naturaleza divina en cuanto tal, se concluye que la gracia creada o santificante sólo fundamenta una relación general a Dios.

Aquí apenas hay espacio para una relación específica a cada una de las personas según el orden de sus procesiones inmanentes y económicas. Sólo si mantenemos esta relación específica con cada una de ellas —no como suma de las tres, sino según el orden de su vida interna— participamos realmente de la vida divina como amor trino y somos asumidos en la vida de Dios. Los hombres comparten la vida divina si son de tal modo introducidos en la relación filial de Cristo que puedan participar en su procesión del Padre en el Espíritu Santo y en su entrega al Padre, como res­puesta, en este mismo Espíritu, en virtud de la gracia que las tres nos dan. Al afir­mar que las relaciones entre las personas divinas y el agraciado son sólo apropia­das o asignadas, pero no reales, la teología —que considera que la gracia sólo fundamenta una relación general a Dios— desligaba la doctrina trinitaria de la de la gracia. La Trinidad retrocedía al plano de un misterio especulativo que ya nada tenía que ver con el misterio de la vida cristiana.

A todo ello ha de sumarse que había quedado en una zona de penumbra el valor de la experiencia religiosa, a saber, la comunión interna del alma con el Dios trino. Se entendía la fe como un convencimiento intelectual del estado de gracia y un movimiento moral hacia Dios nacido de la voluntad. Pero ya no era la ejercitación viva de la unión con el Dios trino en la esperanza y la caridad según la participa­ción —garantizada por la gracia— en las procesiones y las relaciones intradivinas. La consecuencia fue una desviación hacia una visión religiosa del mundo de tipo racionalista y hacia un cierto género de ética del deber de signo estoico. Según Kant, la religión no es sino una intelección de los deberes como preceptos religiosos. Y, a la inversa, las experiencias religiosas, que siempre se seguían registrando, podían ser relegadas al campo del irracionalismo, que se presentaba a sí mismo como una corrección del concepto racionalista de la fe.

La nueva formulación sólo ha podido surgir a través del enfrentamiento con la experiencia secularizada del mundo y el sentimiento mundano del hombre moder­no, tal como está marcado por las ciencias y la técnica y por el contexto económi­co-político de la existencia humana.
Es también de fundamental importancia la dimensión ecuménica del proble­ma. Fue justamente la problemática de la gracia y la justificación la que marcó el inicio de la escisión moderna de la Iglesia de Occidente. Y tiene asimismo un enor­me alcance el redescubrimiento (aportado por la teología de la liberación) del poder de transformación y revitalización de la gracia (cf. el Capítulo 5).

La moderna doctrina de la gracia vuelve a mostrar un firme sello trinitario. La fundamentación pneumatológica garantiza la primacía de la autodonación y la autocomunicación de Dios (gratia increata) frente a los efectos creados de la gra­cia en el hombre. La gracia acontece eclesial y sacramentalmente en el espacio his­tórico y escatológico del reino de Dios que se inicia en virtud de la encarnación de Dios en su Hijo y en el envío del Espíritu Santo a los corazones de los hom­bres (cf. Rom 5,5).

IV. LA GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO:
PRINCIPIO DE LA EXISTENCIA CRISTIANA EN
LA FE, LA ESPERANZA Y LA CARIDAD

1.     La gracia como síntesis del evangelio:  La gracia es la cifra y síntesis de la totalidad del encuentro humano-divino en la autorrevelación del Padre, la encarnación del Hijo y la efusión del Espíritu San­to en nuestros corazones. La gracia es el Dios trino que se comunica a sí mismo y nos salva. En su misericordia para con nosotros hace al mismo tiempo posible que el hombre, en su respuesta, pueda referirse a él y expresar esta comunicación con él en su existencia total.

Uno de los elementos de la relación del hombre a Dios, sus­tentada por el Espíritu divino, es su efecto de recreación y liberación del hombre: la nueva criatura, el traslado total del estado de pecador al de justificado en Cris­to, la elección para la filiación divina. La gracia como unión de Dios y la criatura huma­na en el amor encierra en sí, en cuanto tiene su origen en Dios y su meta en el hom­bre, el don de la asunción y de la aceptación de esta asunción en virtud del envío del Espíritu Santo del amor a nuestros corazones (Rom 5,5). La gracia del Espíri­tu Santo es la autopromesa escatológica de Dios a nosotros, en la que el mismo Dios se convierte, con irreversible lealtad, en el principio más íntimo por el que el hombre existe, encuentra en Dios su lugar (fe) y se mueve, en la esperanza, hacia la consumación definitiva de su vida. En la fe y en la esperanza queda incluido el cristiano en la unión del amor del Padre, el Hijo y el Espíritu y llevado así a su ple­na consumación (cf. Jn 17,26). 

La justificación del pecador acontece de tal modo que «se comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, sin embargo, en esta justificación del impío, se hace al tiempo que, por el mérito de la santísima pasión, la caridad de Dios se derrama por medio del Espíritu San­to en los corazones (Rom 5,5) de aquellos que son justificados y queda en ellos inherente. De ahí que en la justificación misma, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas que a la vez se le infunden por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad».

En la concepción bíblica, la fe, la esperanza y la caridad son actos posibilitados y sostenidos por el Espíritu Santo, pero absoluta y plenamente humanos, de la auto-entrega del hombre en su existencia total, en sus acciones y en el esquema de su vida, con los que da respuesta a la autocomunicación de Dios, Padre, Hijo y Espíritu.
A través de estos tres actos existenciales básicos se dirige el hombre a las tres divinas personas.

2.     «... Por la fe caminamos, no por la realidad vista» (2Cor 5,7):  En la concepción bíblica, la «fe» designa la respuesta espontánea del hom­bre, posibilitada por Dios mismo, a su autorrevelación en la historia, y la disposi­ción a dejarse guiar por su voluntad salvífica. esta fe se manifiesta como confianza (Mc 11,24), como obediencia (Gen 12,4; Rom 4,11; 10,16; 2Cor 9,13) y como cono­cimiento de Dios Padre y del Hijo (Jn 17,3 etpassim). Por la fe conoce el hombre la voluntad salvífica divina en medio de la actividad salvadora de Jesucristo, su Hijo. Por la fe llegan los discípulos a reconocer la obra salvífica de Dios Padre en favor de Jesucristo crucificado y resucitado. Sólo en la fe descubrieron la autorrevelación escatológica de Dios en Jesucristo por el poder del Espíritu Santo (ICor 12,3).

Creer significa acceder a la realidad de Dios. Ea fe es «garantía de lo que se espera, prueba de las cosas que no se ven» (Heb 11,1). Ea fe es transmitida por Jesucris­to, «autor de la salvación eterna, autor y consumador de la fe» (Heb 5,9; 12,2; Act 3,15). Por la fe comparte el cristiano el ser y el destino de Jesús. Por la fe recibe la justificación (Rom 1,17; 3,21-31; Gal 3,15-18) y participa en la gloria del Dios reve­lado en Cristo, a condición de reconocer que sólo Cristo es el camino, la verdad y la vida (Jn 14.6; 20,31 et passim). Por eso, según la definición del Tridentino, «la fe es el inicio de la salvación humana, el fundamento y raíz de toda justificación: sin ella es imposible agradar a Dios (Heb 11,6) y llegar al consorcio de sus hijos». Esta fe acontece bajo la forma de encuentro y de unión con la gracia de Dios, cuando Dios «toca el corazón del hombre con la luz del Espíritu Santo» y el hombre, guiado por este mismo Espíritu, «asintiendo y cooperando libremente» con ella (DH N 1525; DHR 797), pone su vida bajo el signo del segui­miento de Cristo en una existencia nueva dirigida por el Pneuma.

3.     En la esperanza de la gloria de Dio (Rom 5,2):  Al carácter itinerante de la existencia cristiana, a medio camino entre la pro­mesa irreversible del don de la salvación y la revelación todavía por llegar de lo que somos ya ahora, le corresponde la esperanza como actitud existencial básica. «Nos sentimos seguros en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom 5,2), porque «el Dios de la esperanza» (Rom 5,13) ha aceptado al hombre, porque Cristo es entre noso­tros la esperanza de la gloria (Col 1,27) y porque podemos alimentar en el Espíri­tu la esperanza de la justicia (Gal 5,5). En la esperanza mueve el Espíritu Santo al  hombre a la firmeza en la fe, a la acreditación y a la paciencia en toda tribulación. En la esperanza mueve el Espíritu al hombre a la oración, que le orienta, confia­do en la salvación que se le ha prometido, al mismo Dios:  (Rom 8,23-27).

4.     «Pero el mayor es el amor» (ICor 13,13): En la fe adquiere el hombre el acceso básico a la realidad trascendental de Dios y a su mediación en la historia de la salvación y en el acontecimiento de Cristo. Por la esperanza se encamina a la cobranza futura de todas las promesas de Dios en Jesucristo. Pero el amor es Dios mismo, que nos ama y con el que, amando, entra­mos en la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu: El Dios del amor se revela en «la gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu San­to» (2Cor 13,13).
El encuentro del hombre con Dios en el amor, que es Dios mismo en su eterna realización vital (Un 4,8), significa plenitud insuperable y felicidad imperecedera (cf. Rom 5,5).  El Espíritu del amor hace a quienes creen y confían semejantes a Dios (Un 3,2) y prepara para la visión de Dios «cara a cara» (ICor 13,12).

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