domingo, 28 de octubre de 2012


MARIOLOGÍA

I. TEMAS Y HORIZONTES DE LA MARIOLOGÍ A

1. Las principales declaraciones dogmáticas sobre María

Las declaraciones doctrinales sobre María tienen su origen y su cen­tro de manera especial, en su relación con Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre y mediador de la salva­ción (María como virgen y madre de Dios). A partir de aquí, la mirada se dirige al principio absoluto de su existencia como persona humana en la gracia de Cris­to (la preservación del pecado original) y a la plenitud definitiva, tras su muerte, al ser asumida «en cuerpo y alma» en la gloria celeste (asunción).

A estos cuatro dogmas se les suma el enunciado dogmático de la confesión de la vinculación actual de María con la Iglesia de la tierra, derivada del hecho de que los creyentes se orientan por su ejemplo y suplican su intercesión. El culto y la vene­ración de María tienen, por tanto, un claro fundamento en la doctrina dogmática de la mariología y en el puesto que ocupa tanto en la historia de la salvación como en la historia de fe de la Iglesia.

De donde se siguen seis enunciados básicos:

1. María ha concebido y dado a luz al Hijo eterno de Dios sin la cooperación sexual de un varón (sine virili semine), en virtud de la acción del Espíritu (LG 52).
A esta afirmación de la virginidad antes del parto (virginitas ante partum) se le añade la doctrina de la virginidad en el parto (virginitas in partu) y de una vida virginal también después del parto (virginitas post partum).

2. En virtud de la unión hipostática y de la comunicación de idiomas, a María se le da justamente el título de madre de Dios (deipara, theotokos).

3. María ha sido preservada, ya desde el primer instante de su existencia en el seno de su madre, y en virtud de una gracia singular, del pecado original. De donde se siguen su santidad personal, la preservación frente a la concupiscencia y la liberación del pecado.

4. María alcanzó, en virtud de la gracia de Cristo, la consumación plena de su existencia humana (cuerpo y alma) al ser asumida en la gloria celeste de Dios.

5. En el contexto de la praxis eclesial del culto a los santos (cultus duliae), puede también venerarse a María e invocar su intercesión (cultus hyperduliae). No se trata de un acto necesario para la salvación pero sí es «elemento útil y constitutivo» de la piedad cristiana.

6. María (en cuanto miembro de la Iglesia) es paradigma de la persona cre­yente y adornada de la gracia y modelo de la comunidad de fe de la Iglesia (LG 53).

2. El principio mariológico básico

En el terreno objetivo puede afirmarse que el principio mariológico  se encuentra en la <<maternidad virginal divina de María>>.  Aquí se halla la fuente dinámica de su sig­nificación historicosalvífica.

En esta afirmación básica tienen su principio y desde ella se mide la impor­tancia real de los enunciados derivados de los dogmas de la concepción inmacu­lada y de la asunción, y también el relativo al culto a María. El principio objetivo de la historia de los dogmas mariológicos ha sido la especial función historicosalvífica de María. El principio subjetivo ha sido la fe de María, que fue determinante tanto para su biografía personal en el seguimiento de Cristo y para su lugar dentro de la comunidad de fe de la Iglesia.

Desde  la función historicosalvífica de María puede determinarse el radio total de los enunciados mariológicos. Como madre virginal del divino Redentor, está íntimamente unida a la actividad soteriológica de su Hijo. Respecto de la Iglesia, aparece como el primer miembro de la comunidad creyente que tiene en Cristo su principio. María es la primera y plenamente redimida (K. Rahner).

Y así, el II concilio Vaticano ha po12dido formular:

«En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y hon­rada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminen­te, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a Él unida con estrecho e indi­soluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo tiempo, ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados... por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su pro­totipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima»(LG 53).
3. Los diversos ángulos de percepción

a) La mariología como tema ecuménico

Los reformistas aceptaron y conservaron los dogmas marianos de la Iglesia antigua sobre el nacimiento virginal de Cristo y sobre la maternidad divina de María. No existía, por aquel entonces, controversia en tor­no a los dogmas de 1854 y 1950. Los enfrentamientos decisivos se centraron en el tema de la invocación de María y de su intercesión. Los reformistas entendían que la doctrina católica de la intercesión mediadora de María y de los santos cons­tituye un ataque al principio de la mediación única de Jesucristo (solus Christus) y de la causalidad única de la gracia (sola gratia, solus Deus), donde no hay lugar para los merecimientos humanos.

De ahí que en el diálogo con las Iglesias y comunidades surgidas de la Refor­ma tenga especial relevancia el tema de la «función de María en la obra de la salvación» (UR 20). Las enseñanzas marianas de la Iglesia antigua y el culto litúrgico a María ofrecen, por su parte, importantes puntos de conexión entre la Iglesia cató­lica y las Iglesias ortodoxas de Oriente.

b) María en la teología feminista

En la teología feminista hay críticas que sustentan acti­tudes negativas respecto de la función de la mariología. Esta mariología, habría servido de fundamento de la mentalidad patriarcal y de la discriminación femenina en la Iglesia, porque en ella se presenta a María como «la humilde escla­va». Esta imagen de la mujer cristiana obtenida a partir del ejemplo de María habría dado impulso a una desvalorización de la fun­ción femenina.

Otras corrientes, dentro de la teología feminista valoran positivamente la mariología, entendida como corrección de una imagen de Dios netamente patriarcal. María representaría la dimensión femenina de la divinidad. Mientras que el principio masculino en Dios, es decir, el Hijo, se encarna en el hombre Jesús, el Espíritu Santo, entendido como principio femenino, mantendría una referencia específica con María y, en este sentido, revelaría en María el aspecto femenino de la naturaleza divina. Se olvida aquí que ni Dios en el Antiguo Testamento, ni las personas divinas  tienen rasgos específicamente relacionados con el sexo. La diferencia sexual de hombre y mujer es una característica de la dimensión de lo creado y terreno, no de la dimensión de lo divino. María no forma parte de la esencia de Dios y no puede, por tanto, reve­larla.

c) María en la teología de la liberación

La teología de la liberación destaca, que Dios no se pone del lado de los dominadores y los influyentes para justi­ficar la opresión y la explotación. Su llamada va dirigida a las personas sencillas y pobres del pueblo (Abraham, los pastores, José y María). Y así, se entiende a María, mujer del pueblo de Israel, como la profetisa que anuncia «la caída y humillación de los poderosos y el ensalzamiento de los pobres y los explotados» (Lc 1,52). Con­tra todas las tentativas de interpretar de forma unilateral, desde una perspectiva política, la teología de la liberación o de utilizarla de manera equivocada, debe afir­marse que, también según esta concepción teológica, los auténticos cambios no se consiguen mediante la violencia física, sino a través de la gracia que nos hace libres y se torna eficaz en la fe y en el amor.

II. MARÍA EN EL TESTIMONIO BÍBLICO DE LA REVELACIÓN

1. María, madre del Hijo de Dios hecho hombre (Pablo)

Pablo habla de María en Gal 4,4s. como la mujer que dio a luz al Hijo enviado por Dios. Aquel niño nacido de ella es el Hijo que preexiste ya antes en el Padre (Rom 1,3), de figura y condición divina (Flp 2,6), enviado por el Padre en la imagen de la carne como «expiación por los pecados» (Rom 8,3). El escaso interés de Pablo por las noticias históricas sobre la vida terre­na de Jesús (2Cor 5,6) reaparece también a propósito de la biografía de María. Pablo no menciona la concepción virginal de Jesús en María por obra del Espíritu, ni tampoco la niega, porque, su punto de partida es la preexistencia del Hijo de Dios, y no se inte­rroga, a partir de la humanidad de Jesús, cómo esta humanidad está fundamenta­da, ya en el momento de su nacimiento, en una acción de Dios que constituye su origen.

2. El «Hijo de Dios» como «hijo de María» (Marcos)

Marcos inicia su evangelio con la confesión de fe de que Jesucristo es «el Hijo de Dios» (Mc 1,1). Para Marcos, Jesús no es un profeta más. Es el heraldo del reino de Dios escatológico (Mc 1,15). A través de las acciones que lleva a cabo con poder divino demuestra que es el mediador de este reino (Mc 1,27). Es, por consiguiente, «el Hijo» de una manera singular y exclusiva (Mc 13,32).

Ahora bien, este Jesús no es un ser divino mitológico. Es un hombre real y ver­dadero. Con un giro inusual (en el que no se menciona al padre), dice de Jesús que es «hijo de María» (Mc 6,3). De este modo (y al igual que Pablo) en el evangelio de Marcos se expresa la historicidad del hombre Jesús de Nazaret a través de la per­sona histórica de «María, la madre de Jesús» (Mc 3,31).

En el inicio de su actividad pública, sus familiares intentaron hacerle volver a casa, porque habían oído decir —o ellos mismos pensaban— que «estaba fuera de sí» (Mc 3,21.31). También, poco antes, estaba «fuera de sí» la gente ante la curación del paralítico llevada a cabo por Jesús (Mc 2,12). El sentido teológico de esta información de Marcos consiste, pues, en señalar que no puede deducirse la misión de Jesús a partir de su origen natural religioso y familiar ni brota del suelo de la tra­dición religiosa del judaísmo contemporáneo, sino que lo desborda. Aquí se crea una nueva relación, en virtud de la cual se llega a ser «hermano y hermana y madre de Jesús» (Me 3,35) cuando los hombres se sitúan en el nivel en el que cumplen la voluntad de Dios y reconocen el poder divino y la misión de Jesús como mediador del reino de Dios escatológico.

3. La concepción de Jesús en la virgen María por obra del Espíritu (Mateo, Lucas)

a) El testimonio bíblico
         
Ambos evangelistas inician su exposición describiendo la relación filial del hom­bre Jesús con Dios, su Padre. Quieren así señalar que la esencia de esta filiación está ya fundamentada en el acto del origen del hombre Jesús derivado directamente de la voluntad divina, que ha decidido revelarse. Los dos recurren, por caminos independientes, a las tradiciones aclimatadas en el suelo del judeocristianismo pales­tino, que hablaban de una concepción de Jesús en la virgen María llevada a cabo por el Espíritu, «sin concurso de varón».

Su evidente centro de interés teológico es la afirmación de la causa­lidad inmediata del Espíritu divino en el origen del hombre Jesús en María y en su existencia histórica, su destino y sus acciones poderosas como mediador escatoló­gico del reino de Dios.

En Mateo (Mt 1-2), es a José, el esposo, a quien se le revela la profunda dimen­sión teológica de aquel acontecimiento que desbordaba las posibilidades de la natu­raleza creada y del conocimiento natural. El hijo que María espera no ha sido engen­drado de forma natural por un varón y su mujer (Mt 1,18.25), sino que ha venido a la existencia por la acción del Espíritu de Dios (Mt 1,18.20). Debe aquí tenerse pre­sente la idea bíblica de que la acción creadora de Dios no necesita presupuestos ni condiciones previas. El Espíritu, que se identifica con la esencia de Dios, no actúa como una causa creada y sensiblemente perceptible, es decir, ocupando el lugar de un progenitor masculino. El Espíritu de Dios no actúa como una causa natural y creada. Produce, como causa increada, sin condicionamientos ni presupuestos pre­vios, un efecto en el mundo creado que desborda el ámbito de las causalidades creadas. Jesús no es engendrado de una manera cuasi-biológica natural, aunque la acción del Espíritu tiene su correspondencia en el nivel de lo creado. Así, pues, en la concepción de Jesús por la virgen María sin el concurso de una con-causa humana masculina hay una señal de la acción real de Dios en ella que no es lícito diluir en simples relaciones de significados.

Aunque en Mateo se expone la prehistoria cristológica desde la perspectiva de José, el centro objetivo de la narración está ocupado por las figuras de «el niño y María, su madre» (Mt 2,11.13.14.20.21).

Lucas describe de una manera mucho más pormenorizada la significación cris­tológica y mariológica de la concepción de la virgen María por obra del Espíritu. Conoce, al igual que Mateo, el origen de la vida de Jesús sin concurso sexual mas­culino.

En Lucas es María la destinataria directa de la anunciación, en la que el men­sajero de Dios, Gabriel, transmite las palabras divinas. La afirmación decisiva del qué y el cómo de la concepción de Jesús sin intervención de un varón acontece en la escena misma del anuncio -modelada según el «esquema de revelación» paleotestamentario- (Lc 1,26-38). Ante la promesa de la presencia graciosa de Dios y el anuncio de que concebirá un hijo que será llamado «Hijo del Altísimo», plantea María la pregunta: « ¿Cómo va a ser eso, puesto que yo no conozco varón?». Y recibe la respuesta: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder  del Altísimo te envolverá con su sombra. Por eso, el que nacerá será san­to, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35).

No hay en la expresión «cubrir con la sombra» ninguna connotación sexual. La frase alude a «la nube» tras la que se encuentra la gloria divina, la presencia salvífica y la voluntad de revelación de Dios: Dios se manifiesta en la sombra de la nube (cf. Ex 13,22; 19,6; 24,16; Le 9,34; Hch 1,9).

En esta escena dialogada es determinante la respuesta de María: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Le 1,38). Esta respuesta afirmativa es la fe, posibilitada y sostenida por el Espíritu Santo y realizada en liber­tad, de la que surge Jesús como el «fruto de su cuerpo» y por la que se convierte en «madre del Señor» (Lc. 1,43).


b) La significación teológica

El acontecimiento de la concepción de Jesús en la virgen María por obra del Espíritu escapa a todo tipo de verificación empírica y científico-biológica natural. Pero esto no significa que no haya sido real, ni que se reduzca a mera interpretación. Dios no actúa materialmente, pero su acción abarca  también la dimensión corpórea y sale al encuentro de los creyentes como señal.

La realidad de la concepción por obra del Espíritu y su significación sólo se abren y descubren su contenido en el horizonte de la fe bíblica en Dios. Al asu­mir una verdadera naturaleza humana, el Dios de Israel quiere comunicarse en el curso de la historia. Dios no se une, en un momento posterior, con un hombre que posee ya una hipóstasis creada en virtud de una generación natural. En su voluntad de humanizarse es Dios mismo, inmediatamente y en vir­tud de su acción creadora (sin mediación, por tanto, de la generación natural y de la causalidad creada del origen de un hombre), el fundamento que sustenta la exis­tencia humana de Jesús en la hipóstasis increada de la Palabra divina.

             c) Inexistencia de puntos de comparación en la historia de las religiones

La concepción virginal de Jesús ha sido entendida, sobre todo desde David Friedrich Strauss como un mito (retoman­do ideas de la propaganda anticristiana de Celso y del emperador Juliano en los siglos II-IV), infiltrado en los relatos bíblicos a partir de la mitología helenista y egip­cia. En la estela de las ideas de Strauss, la escuela de la historia de las reli­giones del siglo XX ha intentado demostrar la existencia de una dependencia histórica directa de los relatos matéanos y lucanos respecto de mitologías egipcias y del Asia anterior. Las concepciones mitológicas no pasan del plano de las relaciones teógamas entre dioses y mujeres de la raza humana, de cuya unión surgen seres mixtos, semidioses, mitad hombre y mitad dios.

Dios no penetra en el mundo de una manera física y cosificada, sino en virtud de su Palabra y de su acción histórica libre. Entre Dios y María no existe ninguna relación teógama, Dios no mantiene ningún tipo de relación sexual con María, sino que actúa libremente, sin condicionamientos físicos ni dependencias creadas, desde su volun­tad creadora (es decir, pneuma y dynamis). Y ello de tal modo que hace que el hom­bre Jesús comience a existir en el seno de María, su madre. Por eso se da una dife­rencia radical entre Cristo y los seres intermedios de la mitología. No es mitad hombre y mitad Dios, sino, como afirma la confesión de fe, verdadero Dios y hom­bre verdadero.

4. María, tipo de la fe (Lucas)

María es la llena de gracia, a quien Dios, como Señor, ha prometido una cercanía absolutamente excepcional, que ella acepta, a través de su respuesta afirmativa, en su propia vida y en la biografía con Jesucristo derivada de aquella aceptación. En el pasaje de la anunciación se describe la situación radical del hombre ante Dios en cuanto que Dios dirige su palabra al hombre y se invita a María a aceptar la presencia salvífica de Dios en la fe y a llevarla a cabo en el seguimiento. Es dichosa porque ha creído que se cum­plirá en ella lo que el Señor le ha dicho (Lc 1,45).

La fe no se limita a ser una aceptación pasiva de la salvación. En la fe se convierte María en co-actora de la salvación que acontece en la historia. Por eso, «desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). La gloria de Dios será reconocida en el mundo a través de sus acciones salvíficas en favor de los hombres y de la disposición de éstos a escuchar su palabra, seguir su voluntad y hacer así perceptible la salvación de Dios en el mundo.

5. María, testigo de la gloria divina (Juan)

Juan no habla de María desde el punto de vista de recuerdos biográficos. La menciona dos veces en su Evangelio: al comienzo de la revelación de la gloria de Jesús, con ocasión de las bodas de Cana, y al final de esta misma revelación, en la cruz. El fin que el evangelista se propone no es proporcionar noticias acerca de las relaciones familiares, incluidas las tensiones (« ¿Qué tengo yo que ver contigo?»). Sólo a Dios compete fijar la hora de la revelación de la gloria divina. Pero como María sabe quién es Jesús, puede en cierto modo, en su calidad de primera discípula, dirigir inmediatamente hacia él la atención de los participantes: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).

En la cruz, las pala­bras de Jesús a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y al discípulo: «Ahí tienes a tu madre», así como en la constatación: «Desde aquel momento el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,26s.), el contenido espiritual de la relación madre-hijo entre Jesús y María se traduce a la relación entre María y la Iglesia. Es patente que para las comunidades joánicas María es la figura máxima de la fe y del seguimiento per­fecto, porque fue en sí misma una referencia a Jesús, en quien se reveló la gloria de Dios. María, madre de Jesús, testifica su existencia histórica como ser humano. Es también, al mismo tiempo, testigo de su gloria y de su divinidad, de cuya pleni­tud todos hemos recibido la gracia (Jn 1,16).


6. Rasgos básicos de la imagen neotestamentaria de María

    1. María es la sierva de la llegada escatológica del Hijo de Dios, como hombre, entre nosotros.

    2. María es para la nueva alianza el prototipo de la relación del hombre con Dios, que acontece en la correlación de palabra y fe. Y así, pasa a ser el tipo y el ideal del creyente y de la Iglesia, del pueblo de Dios de la alianza nueva (cf. también la interpretación de María como tipo de Israel, hija de Sión, templo del Espíritu Santo y arca de la alianza).

    3. María es la madre del Señor (de Dios), quien ha tomado de ella su ser humano en virtud de la eficacia causal exclusiva del poder del Espíritu divino.

    4. El testimonio de la maternidad virginal divina de María es la afirmación bíblica básica y el fundamento de todos los enunciados de fe de la Iglesia sobre ella. Aquí se encuentra también el origen de todo el culto mariano.

III. LA EVOLUCIÓN DE LOS ENUNCIADOS MARIOLÓGICOS EN EL CURSO DE LA HISTORIA DE LA FE

                1. El círculo temático historicosalvífico: la antítesis entre la incredulidad de Eva y la fe de María

Se sugiere, de la mano de la tipología paulina Adán-Cristo, una contraposición entre la desobediencia (incredulidad volunta­ria) de Eva y la obediencia creyente de María (Lc 1,38; Gen 3; Rom 5,19). Dado que Dios ha vinculado su encarnación a la aceptación libre de María de ser madre de Dios, la respuesta afirmativa de la Virgen (Lc 1,38) es no ciertamente causa de la encarnación y la redención, pero sí un medio creado para su realización históri­ca aceptado por Dios. Eva fue, debido a la desobediencia de la incredulidad, cau­sa de la muerte, mientras que María es causa de la vida. Es, en un sentido verda­dero, «madre de los vivientes» (Gen 3,20).

En la perspectiva de una soteriología desarrollada a partir de la encarnación, María aparece como la compañera  y auxiliadora de Cristo. Es también, res­pecto de la Iglesia, intercesora y auxiliadora  de los hombres. Pero la cooperación de María no se entiende en el sentido de que apoye la obra de Cris­to, fundador de la nueva humanidad. También ella pertenece a la Iglesia recepto­ra de la salvación y actúa por medio de la gracia que le ha sido concedida y con su ejemplo de tal modo que hace que la Iglesia y cada uno de sus miembros se unan en la fe y el amor con Cristo, su cabeza, según el esquema de las relaciones del espo­so y la esposa, en las que se expresa la relación personal de Cristo con la Iglesia y de la Iglesia con Cristo (cf. Ef 5,23).

Puede, pues, afirmarse: «María ha sido, por su obediencia, causa de la salvación para sí y para toda la humanidad».

                      2. El horizonte de comprensión cristológico de la virginidad y la maternidad divina de María

María fue virgen antes del parto, en el parto y después del parto (de fe).

El sínodo de Letrán del año 649, presidido por el papa Martín I, recalcó los tres momentos de la virginidad de María cuando ense­ñó que «la santa, siempre virgen e inmaculada María... concibió del Espíritu Santo sin semilla, dio a luz sin detrimento [de su virgini­dad] y permaneció indisoluble su virginidad después del parto»

a) La virginidad de María

La virginidad de María como prueba de la verdadera naturaleza humana de Cristo (virginitas ante partum)

La concepción por la virgen María de la Palabra eterna de Dios como hombre en virtud del poder creador del Espíritu divino (conceptas de spirítu sanctu, natus ex María virgine) figura ya en las más antiguas confesiones de fe como firme elemento constitutivo del dogma de la Iglesia.

Lo que aquí se afirma no es la excepción a una regla biológica, ni el origen de Jesús a partir de una unión teógama al modo de las que se describen en los mitos egipcios y helenistas, y cuya consecuencia es la constitución biológica de un ser mix­to humano-divino. El tema básico es aquí el proceso —superior a todas las posi­bilidades de la naturaleza y a la capacidad de comprensión humana— de la auto-comunicación de la Palabra eterna (el Hijo) de Dios en la existencia concreta de un hombre histórico sin la mediación de las dos causas creadas que actúan en la generación sexual. La concepción virginal no es la causa de la filiación eterna del Logos y de la asunción de la naturaleza humana de Cristo en la relación del Hijo eterno al Padre, sino su efecto y su representación simbólica en el marco de con­diciones de la experiencia humana. La fe se dirige inmediatamente a la acción de Dios y a su actualización en el efecto, esto es, en la concepción por la virgen María y el nacimiento de ella del Hijo eterno de Dios hecho hombre. Así, la causa meta­física de la encarnación es la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo, mien­tras que la concepción por y el nacimiento de la virgen María constituyen el sím­bolo real de dicha encarnación.

Ignacio de Antioquía menciona la virginidad de María y el parto virginal, jun­to con la muerte del Señor, como los «tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios».

Se oponen al misterio de fe de la concepción virginal de Cristo por el poder del Espíritu Santo cuatro enunciados heréticos:

1. La cristología adopcionista, ya detectable desde los inicios del siglo II, según la cual Jesús habría sido solamente un hombre sobre el que habría descendido (por primera vez) en el bautismo en el Jordán el espíritu profético (en contradicción con la pneumacristología de los Sinópticos). Frente a esta opinión, los Padres de la Iglesia declaran que la naturaleza humana de Jesús estuvo unida con la divinidad desde el primer instante de su existencia y que existe en virtud de una acción direc­ta del Espíritu.

2. El docetismo gnóstico, para el que Jesús sólo tuvo un cuerpo aparente o una vestimenta bajo la que se ocultaba la divinidad. El Logos divino habría cruzado por María como cruza el agua por un canal. Los Padres afirman, por el contrario, que sólo puede hablarse de una verdadera encarnación si el Logos ha asumido, desde la carne (desde la naturaleza humana de María), la existencia física de un hom­bre.

Según otra variante de la gnosis, el Logos-Cristo celeste habría descendido sobre el hombre elegido Jesús, engendrado por José y María.

3. La crítica judía, tal como se desprende de la controversia de Justino con el judío Trifón. Justino no se contenta con rechazar la burlona insinuación de que la concepción de Jesús sin el concurso de un padre podría compararse con las sagas y los mitos paganos.

4. La polémica con la filosofía griega. En la controversia de Orígenes con el filósofo pagano Celso se encuentran ya todas las objeciones que se han venido adu­ciendo a lo largo de la historia, desde el punto de vis­ta racionalista en contra del credo cristiano. La respuesta cristiana indica que para Dios «todo es posible». Esta res­puesta no se refiere a fenómenos naturales extraordinarios que estarían fuera del orden del universo empírico y serían atribuibles a la intervención de algún poder superior. Alude más bien al hecho, no deducible por la razón humana, de que el Dios eterno y trascendente tiene, en su realidad personal, el poder de hacerse inma­nente al mundo y de salir a su encuentro en el hombre Jesús. Y así, es él mismo quien acepta en su Palabra eterna el ser humano, que es concebido y dado a luz como hombre, padece la muerte, resucita de entre los muertos e introduce a los hombres, en el Espíritu, en su relación filial al Padre.

El sentido de la fe en la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo no se descubre en el horizonte de un caso biológico excepcional, sino tan sólo en el horizonte teológico del hecho singular de que Dios no asume un hombre ya exis­tente y se expresa a través de él, sino de que Dios mismo se hace hombre.

La virginidad de María en el parto

Desde los primeros años del siglo IV aparecen, con diversas variantes, fórmu­las trimembres acerca de la virginidad de María antes, en y después del parto. Su fundamento se encuentra en la maternidad virginal asu­mida en virtud de su disposición a creer. A partir de este enunciado cristológico sobre la virginidad de María antes del parto se sigue  la insistencia en el proceso mismo del par­to (virginitas in partu), derivada del hecho de que María da a luz realmente al Dios hombre y Redentor y de que, en la secuencia de su absoluta entrega humana al acontecimiento de la redención, no tuvo ninguna relación con José ni, por tanto, otros hijos.

El contenido de fe de la virginidad de María antes, en y después del par­to y, por consiguiente, su virginidad perpetua, está testificado por todos los Padres de la Iglesia, por ejemplo contra la secta de los antidicomarianitas (Epifanio de Salamina) y contra Joviniano (Jerónimo, Agus­tín,  Isidoro de Sevilla). Más allá y por encima de la errónea interpretación del dualismo gnóstico de la virginitas in partu entendida como negación de la realidad de la huma­nidad de Jesús, esta doctrina eclesial debe ser entendida en el sentido de la realidad de la encar­nación. No se trata, pues, de singularidades fisiológicas del alumbramiento (por ejemplo, que no se abriera el canal del parto, o que no se rompiera el himen ni se produjeran los dolores propios de las parturientas), sino de la influencia salvadora y redentora de la gracia del Redentor sobre la naturaleza humana, que había sido «vulnerada» por el pecado original.

Para la madre, el parto no se reduce a un sim­ple proceso biológico. Crea una relación personal con el hijo. Las condiciones pasi­vas del alumbramiento se integran en esta relación personal y están internamente determinadas por ella. La peculiaridad de la relación personal de María con Jesús está definida por el hecho de que su Hijo es el Redentor y de que su relación con él debe ser entendida en un amplio horizonte teológico.
En el acto del alumbramiento (como en otras realizaciones humanas básicas) se perfila una diferencia entre la pasividad del suceso a que se ve someti­da la parturienta y su voluntad de comportamiento activo, es decir, de integra­ción personal en la totalidad del acontecimiento. En perspectiva antropológica, esta diferencia se experimenta como «dolor», desintegración y amenaza. Pero en virtud de la respuesta afirmativa a la encarnación de Dios, debe contemplarse la relación de María con Jesús, incluido el acto del alumbramiento, en el horizonte de la salvación escatológica que ha acontecido en Cristo. Por consiguiente, el contenido del enunciado de fe no se refiere a detalles somáticos fisiológicos y empíricamente verificables. Descubre, más bien, en el nacimiento de Cristo los signos anticipados de la salvación escatológica del tiempo final mesiánico, ya iniciado con Jesús (cf. Is 66,7-10; Ez 44, ls.).

La virginidad de María después del parto (virginitas post partum)

A partir del siglo III (y prescindiendo de algunas indicaciones en la literatura extra-canónica), la virginidad de María también después del parto alcanza el ran­go de tema teológico.

Si la maternidad divina de María no se reduce a un simple episodio biográfi­co, sino que es el rasgo fundamental que define su relación con Dios y, por tanto, el esquema total de su vida, se plantea de forma inevitable la pregunta teológica de su género de vida. La que «por designio de la divina Providencia fue en la tierra la esclarecida Madre del divino Redentor y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor» (LG 61) se sabía obli­gada al servicio de Cristo y del reino de Dios de una manera tal que «por el amor del reino de los cielos» (Mt 19,12) renunció a la consumación del matrimonio con José, su legítimo esposo, de modo que, después de Jesús, no tuvo ningún otro hijo.

Esta convicción de fe se enfrenta al problema, de tipo exegético histórico, de que en el Nuevo Testamento no existe ningún testimonio positivo en su favor. Se diría, incluso, que a primera vista los pasajes bíblicos que hablan de los «her­manos y hermanas del Señor» (Me 3,31; 6,3; ICor 9,5; Jn 2,12; 7,3-12) testifican en contra.

No presenta ninguna contradicción la formulación «Y hasta el momento en que ella dio a luz un hijo, él (José) no la había tocado» (Mt 1,25), porque lo que aquí se afirma, al final de la unidad narrativa, es el hecho de que José no era el padre carnal de Jesús. Nada se dice sobre acontecimientos posteriores.

Llama la atención que de los «hermanos y hermanas de Jesús» no se diga nun­ca que fueran «hijos» o «hijas» de María o, como cabría esperar del lenguaje bíbli­co cuando se quiere indicar que se trata de verdaderos hermanos, «hijos de la misma madre» (Dt 13,7; Jue 8,19; Sal 50,20).  Según el uso lingüístico hebreo y arameo, y de otras numerosas lenguas, la palabra «her­mano» puede aplicarse a familiares del primer y del segundo grado, es decir, a los hermanos y a los primos (cf. Gen 13,8; 14,14; 24,48). Este entramado conceptual pudo pasar literalmente de la comunidad palestina a la lengua griega, en la que el vocablo indica mucho más precisamente que el hermano es el pariente en primer grado. Apoyándose en el Protoevangelio de Santiago y en Clemente de Alejandría, Orígenes entiende que los hermanos de Jesús son hijos de un primer matrimonio de José. Jerónimo, en cambio, afirma —con una autoridad que ha sido determinante para la tradición exegética occidental— que se trata de primos de Jesús.

Las ideas mariológicas de los Padres de la Iglesia respecto de la virginidad de María después del parto se formaron sobre todo en el contexto del ideal cristiano del celibato por el reino de los cielos (Mt 19,12) y del consejo evangélico en favor de este género de vida cristiano dedicado «a las cosas del Señor» (1Cor 7,25-38).
La base de la argumentación no es una ascesis hostil al cuerpo, sino la convic­ción de que María estuvo totalmente dedicada al reino de Dios. La abstinencia sexual no es un valor en sí. Es tan sólo un medio para aceptar el carisma de un servicio específico de una manera que marca la totalidad de la persona. De donde se sigue que la entrega de María al servicio de la  obra salvífica de Dios en la encarnación del Logos no puede reducirse a los momentos puntuales de la concepción y el naci­miento de Jesús. No existe una relación de secuencia temporal entre su virginidad y el matrimonio con José. Aque­lla virginidad marcó profundamente este matrimonio. De donde se sigue que debe hablarse de su matrimonio con José de una manera tal que no reduzca ni menos aún anule las características personales de María como virgen y como progenitura de Dios.

                       b) La maternidad divina de María como consecuencia de la unión hipostática

El sentido del título de theotokos  depende del problema cristológico de la unidad de las dos naturalezas en Jesús. María no dio a luz a un hombre con el que en un momento posterior se unió la persona del Logos, sino que alumbró a la persona del Logos en la naturaleza humana que tomó de ella.

En virtud de la encarnación, el Logos es el portador personal de ambas naturalezas y el principio de su unidad. El nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre no crea una relación primariamente biológica natural entre Jesús y María, sino una relación personal. Es decir, en su relación a Cristo María no es ante todo y en pri­mer término el principio biológico de la existencia corporal de Jesús. Es, más bien, la madre de una persona que subsiste en la naturaleza divina y en la humana y lleva a cabo en esta subsistencia la unidad de ambas. De donde se sigue que a María no se la puede denominar solamente anthropotokos (generadora de un hombre).

Para salir al paso de la falsa idea del nacimiento mitológico de un dios, el patriarca de Constantinopla, Nestorio, prefería apli­car a María el título de Christotokos, evitando el de Theotokos, porque se presta­ba a erróneas interpretaciones. Pero su adversario, Cirilo, recelaba que la palabra «Cristo» sólo significaba, una unidad moral, no una hipóstasis. Insistió, por tanto, en la denominación de Theotokos, que entendía en un sentido personal y concreto, no abstracto o natural. Aquella hipóstasis que María dio a luz es el Logos, que sustenta y une en sí ambas naturalezas. El sujeto de la historia de la auto-comunicación divina que acontece en la humanidad de Jesús es Dios mis­mo. No puede, decirse que María ha engendrado un hombre que tiene, en su naturaleza humana, una relación filial con Dios. La relación filial eterna del Logos subsiste en la relación del hombre Jesús a Dios y la sustenta.

No hay, pues, en Jesucristo dos hijos, sino el Hijo único de Dios en su naturaleza humana y su naturaleza divina. En la segunda carta de San Cirilo a Nestorio, aceptada y suscrita por el concilio de Éfeso del 431, se explica del siguien­te modo el sentido del título de Theotokos:

«Porque no nació primeramente un hombre vulgar de la santa Virgen, y luego descendió sobre él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne ... De esta manera los Santos Padres no tuvieron inconveniente en lla­mar madre de Dios a la santa Virgen» (DH 251; DHR llla,112; cf. también DH 252 y 272;DHR113yl42b).

3. El círculo temático de la antropología desde la teología de la gracia: la reflexión teológica sobre el inicio y la consumación de María

Los puntos de referencia básicos de la mariología son, la gracia de la maternidad virginal divina de María y su respuesta en la fe personal y en el seguimiento de Cristo. Desde este centro se plantea, el problema teológico relativo al inicio de su vida. Se plantea asimismo y a la vez el problema de cómo aquella persona humana, que vivió ente­ramente en el misterio de la gracia de Cristo, fue conformada, llegada al final del curso de su vida terrena, según la imagen del «primogénito de toda criatura» resu­citado (Col 1,15).

Las declaraciones dogmáticas que dan respuesta a estas dos preguntas, a saber, «la preservación de María del pecado original desde el primer instante de su existencia» (María immaculata) y «la plenitud y consumación de María en la gracia en cuerpo y alma» (María assumpta), no están respaldadas por testimonios expresos de la Sagrada Escritura. Se deducen de la analogía de la fe (Rom 12,6) y del sentido de las consecuencias espiritual y teológicamente extraídas por la conciencia de fe de la Iglesia  bajo la guía del Espíritu Santo. No se trata aquí de aumentos cuantitativos de contenidos concretos de la fe, sino de la comprensión explícita y refleja de los presupuestos íntimos del hecho de la maternidad divina virginal, tal como está ampliamente testificada en la Escritura y en la tradición de la Iglesia.

María sólo pudo dar su respuesta afirmativa en libertad humana bajo el supues­to de que estaba llena de la gracia que le había sido prometida (Lc l,28.41s.). Su existencia humana estuvo ya desde el primer momento tan abarcada y rodeada por la gracia de Jesucristo —que elimina el pecado original— que no tuvo necesidad de ser liberada de este pecado, sino que fue preservada de él en virtud de aquella misma gracia. De donde se sigue que estuvo también preservada, por la gracia, de la concupiscencia del pecado original y de todos los restantes pecados, tanto mortales como veniales.

El punto final de su vida proporciona una visión singularmente clara de la consumación escatológica del hombre en su integridad espiritual y corporal. La asun­ción de María al cielo significa la anticipación de la plenitud humana en su corpo­reidad pneumática.

a) María, preservada del pecado original

1. Dogma

María fue concebida sin mancha de pecado original (Dogma de fe).

El papa Pío IX proclamó el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis, que era verdad revelada por Dios y que todos los fieles tenían que creer firmemente que «la beatísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original por singular privilegio y gracia de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano» (Dz 1641);

Explicación del dogma:

a) Por concepción hay que entender la concepción pasiva. El primer instante de la concepción es aquel momento en el cual Dios crea el alma y la infunde en la materia orgánica preparada por los padres.

b) La esencia del pecado original consiste (formalmente) en la caren­cia culpable de la gracia santificante, debida a la caída de Adán en el pe­cado. María quedó preservada de esta falta de gracia, de modo que comenzó a existir adornada ya con la gracia santificante.

c) El verse libre del pecado original fue para María un don inmere­cido que Dios le concedió, y una ley excepcional (privilegium) que sólo a ella se le concedió (singulare).

d)   La   causa   eficiente   de  la   concepción   inmaculada   de   María   fue   la
Omnipotencia de Dios.

e) La causa meritoria de la misma son los merecimientos salvadores Jesucristo. De aquí se sigue que también María tenía necesidad de redención y fue redimida de hecho. Por su origen natural, María, como todos, los demás hijos de Adán, hubiera tenido que contraer el pecado original («debitum contrahendi peccatum origínale»), mas por una especial Intervención de Dios fue preservada de la mancha del mismo («debuit con trahere peccatum, sed non contraxit»). De suerte que también María fue redimida por la gracia de Cristo, aunque de manera más perfecta que to­dos los demás hombres. Mientras que éstos son liberados de un pecado original ya existente (redemptio reparativa), María, Madre del Salvador, fue preservada antes de que la manchase aquél (redemptio praeserva'iva o praeredemptio). Por eso, el dogma de la concepción inmaculada de María  no contradice en nada al dogma de la universalidad del pecado original y de la indigencia universal de redención.

f) La causa final (causa finolis próxima) de la concepción inmaculada es la maternidad divina de María.

El punto de partida de la experiencia espiritual con la figura de María, con su misión historicosalvífica y con su función actual en la comunidad de los santos, que desembocó finalmente en la declaración dogmática de «la preservación de María del pecado original desde el primer instante de su existencia» (en el dogma de 1854), es la antítesis Eva-María o, respectivamente, la fe de María. En Ireneo aparece la idea de una purificación de María del pecado en el momento del anuncio de la con­cepción de Jesús. Pero fueron numerosos los teólogos que fueron haciendo retro­ceder hacia el pasado de la biografía de la Virgen el momento de esta purifica­ción, de tal suerte que al final se habló de una santificación (de la panhagia) ya en el seno de su madre. Algunos teólogos bizantinos indicaron que la Virgen había sido liberada del pecado original en el momento mismo de su concepción (pasiva).

Juan Duns Escoto (1265-1308): Dado que Cristo es el mediador perfectísimo de la salvación, se sigue también que cada persona es redimida de la manera que le conviene. Y no es conciliable con el honor de Cristo que su madre hubiera estado, ni tan siquiera por un solo instante, bajo el dominio del pecado. Debe distinguirse, no temporal sino objetivamen­te, entre el primer momento de la vida y la infusión de la gracia santificante. Tam­bién María necesita, al igual que el resto de los seres humanos, la redención, pero fue redimida prevenientemente ya en el primer instante de su existencia  en virtud de los méritos de Cris­to. Todos los restantes miembros del género humano han sido redimidos del peca­do original, en el que han incurrido con la concepción y el nacimiento (es decir, con su entrada en la comunidad de destino humana) y de los pecados actuales perso­nalmente cometidos. Pero María fue librada por la gracia de Cristo de contraer este pecado y de la posibilidad de cometer pecados personales.

                        b) La consumación de María en la gracia de Cristo resucitado (asunción de María al cielo)

1) Dogma

María fue asunta al cielo en cuerpo y alma.

Pío XII, después de haber consultado oficialmente el 1 de mayo de 1946 a todos los obispos del orbe sobre si la asunción corporal de María a los cielos podía ser declarada dogma de fe, y si ellos con su clero y su pueblo deseaban la definición, y habiendo recibido respuesta afirmativa de casi todos los obispos, proclamó el 1 de noviembre de 1950, por la constitución Munificentissimus Deus, que era dogma revelado por Dios que «la Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, después de terminar el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo».

Reviste gran importancia, tanto histórica como teológica, la última mención de María en el Nuevo Testamento, donde se la describe, dentro del círculo de la nacien­te Iglesia, esperando la venida del Espíritu Santo enviado por el Señor glorifica­do (Hch 1,14). No existen noticias históricas seguras acerca del lugar, el momento y el modo de su muerte. Las actas apó­crifas del tránsito de María, del siglo VI, mencionan una asunción corporal de la Virgen. Aunque esta noticia no tiene ningún valor histórico, indica, de todos modos, que el tema era conocido como problema. En Oriente se celebraba ya en el siglo VI, y en Occidente desde los siglos VII y VII, la fiesta de la Dormición de María (koimesis/dormitio).

La fiesta del recuerdo de su muerte y de su tránsito, unida a la idea de la incorrupción de su cuerpo, se designa en Occidente bajo la denominación de la asunción de María al cielo. La idea de que la muerte de María tiene una desta­cada significación para la fe surge como resultado de aplicar a la Virgen las sen­tencias bíblicas generales sobre el destino de los muertos (1Tes 4,14). La equipara­ción del bautizado con la muerte y resurrección de Cristo (Flp 3,12; Ef 2,5; Col 3,3) y la esperanza de la visión plena de Dios (1 Cor 13,12; 1 Jn 3,2), en conexión con el dogma de la virginidad y la divina maternidad de María y la conciencia de su profunda vinculación con la obra salvífica de Cristo han llevado a la conclusión de que María está ya, como ser humano, totalmente consumada en Dios y de que en su destino se perfila ejemplar y tipológicamente el destino asignado por Dios al hom­bre.

Los grandes teólogos de Oriente defendieron, desde los siglos VII y VIII, la doctrina de la asunción cor­poral de María al cielo (Germano de Constantinopla, Juan Damasceno, Teodoro Estudita). En Occidente se fue asentando cada vez más, en el curso de la Alta Escolásti­ca, el convencimiento de que el cuerpo de María, que había concebido al Logos y había sido templo del Espíritu Santo, no podía caer bajo la corrupción derivada del pecado original (Tomás de Aquino, exp. sal. ang.).

La mayoría de los teólogos admiten —en contra de algunas pocas opiniones dis­crepantes— la muerte corporal de María. La muerte no es sólo, en efecto, castigo por la culpa original, sino también una realidad antropológica fundamentada en la finitud de la naturaleza, que guía el proceso evolutivo de la libertad finita bajo la modalidad de su consumación (la visión eterna de Dios).

Queda abierta la pregunta sobre la muerte corporal y sobre la incorrupción del cuerpo de María, así como la realidad de que  si es la única persona de entre todos los san­tos agraciada con este privilegio de participar ya totalmente («en cuerpo y alma») de la gloria del Señor resucitado que se manifestará en la parusía, o si tal vez par­ticipan ya de ella otros santos.

Desde un punto de vista especulativo, la peculiaridad de la plena consumación de María no puede consistir en una relación entre el alma y el cuerpo distinta de la de los demás seres humanos, sino en la intensidad de su unión con Cristo y con su voluntad salvífica universal respecto de la Iglesia y de la humanidad. El enunciado central del dogma de la asunción dice que dado que María tuvo, en la fe y en la gracia, una vinculación tan singular con la obra redentora de Cristo, participa también de su forma resucitada como la primera criatura plena y absolutamente redimida. Por tanto, su diferencia respecto de los restantes santos consiste en que ella es, en sí misma, y en virtud de su profunda vinculación con la obra redentora, el prototipo y modelo de los redimidos y en que su intercesión tie­ne, en lo que respecta también a la plenitud de la humanidad entera en la parusía de Cristo, una significación más elevada, un mayor radio de alcance y una intensi­dad más honda.

Del compromiso de María en la economía de la salvación se desprende su tarea permanente en la «economía de la gracia».

«Una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcan­zándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación. Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peli­gros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abo­gada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG 62).

El título, utilizado desde la Edad Media tardía, de corredentora, que aparece también, en algunas ocasiones, en documentos del magisterio de la Iglesia (DH 3370; DHR 1978a y nota 2), sólo pretende expresar, con otras palabras, la cercanía de María a la obra salvífica de Cristo, pero bajo ningún con­cepto borrar o difuminar la diferencia esencial —es decir, no sólo gradual— res­pecto de la actividad soteriológica de Cristo, redentor y mediador único (ITim 2,5).  No obstante, dada la posibilidad de erróneas intelec­ciones, el II Concilio Vaticano evitó, expresamente, el empleo de este título.

IV LA COOPERACIÓN DE MARÍA A LA OBRA DE LA REDENCIÓN

1. La mediación de María:

Aunque Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2, 5), pues él solo, por medio de su muerte en cruz, logró la reconciliación perfecta entre Dios y ellos, con todo, no se excluye por eso la existencia de otra mediación secundaria subordinada a la mediación de Cristo.

Ya en la época patrística se llamó medianera a María. Reza así una oración atribuida a San Efren: «Después del Mediador, eres medianera de todo el universo». El tí­tulo de medianera se le concede también a la Virgen en documentos ofi­ciales de la Iglesia,  en la bula Ineffabilis de Pío IX (1854), en las en­cíclicas sobre el rosario Adiutrícem y Fidentem (Dz 1940a) de León XIII (1895 y 1896), este título ha sido acogido igualmente en la liturgia al ser introducida la festividad de la Bienaventurada Virgen María, medianera de todas las gracias (1921).

María es llamada mediadora de todas las gracias en un doble sentido:

a) María trajo al mundo al Redentor, fuente de todas las gracias, y por esta causa es mediadora de todas las gracias (sent. cierta).

b) Desde su asunción a los cielos, no se concede ninguna gracia a los hombres sin su intercesión actual (sent. piadosa y probable).

a. María, medianera de todas las gracias por su cooperación a la en­carnación («mediatio in universal»)

María dio al mundo al Salvador con plena conciencia y delibe­ración. Ilustrada por el ángel sobre la persona y misión de su Hijo, otorgó libremente su consentimiento para ser Madre de Dios; Lc 1, 38: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu pala­bra». De su consentimiento dependía la encarnación del Hijo de Dios y la redención de la humanidad por la satisfacción vicaria de Cristo. María, en este instante de tanta trascendencia para la his­toria de la salvación, representaba a toda la humanidad.

La cooperación de María a la redención

El título de  Corredentora, que viene aplicándose a la Virgen desde el siglo XV y que aparece también durante el pontificado de Pío X en algunos documentos oficiales de la Iglesia, no debe entenderse en el sentido de una equiparación de la acción de María con la labor salvadora de Cristo, que es el único redentor de la humanidad (1 Tim 2, 5). Como la Virgen misma necesitaba la redención y fue redimida de hecho por Cristo, no pudo merecer para la humanidad la gracia de la salvación, según aquel principio: «Principium meriti non cadit sub eodem mérito».

La cooperación de María a la redención objetiva es indirecta y mediata, por cuanto ella puso voluntariamente toda su vida en servicio del Redentor, padeciendo e inmolándose con Él al pie de la cruz. Como observa Pío XII en su encíclica Mystici Corporis (1943), la Vir­gen, como nueva Eva, ofreció en el Gólgota al Padre Eterno a su Hijo jun­tamente con el sacrificio total de sus derechos y de su amor que le corres­pondían como Madre de aquel Hijo». Como el citado papa dice en la constitución apostólica Munificentíssimus Deus (1950), María, «como nueva Eva», es la augusta asociada de nuestro Redentor.

Cristo ofreció él solo el sacrificio expiatorio de la cruz; María únicamente estaba a su lado como cooférente en espíritu. De ahí que a María no le corresponda el título de «sacerdote», cuya apli­cación desaprobó expresamente él Santo Oficio (1916, 1927). Como la Iglesia nos enseña, Cristo «venció Él solo al enemigo del género humano»; de igual manera mereció el solo la gracia de la redención para todos los hombres, incluso para María. La frase de Lc 1, 38: «He aquí la sierva del Señor», nos habla única­mente de una cooperación mediata y remota a la redención objetiva. En virtud de la gracia salvadora que nos mereció Cristo, María ofreció expiación por los hombres por haber tomado parte espiritual en el sacrificio de su Hijo divino, mereciéndoles de congruo la aplicación de la gracia redentora de Cristo. De esta forma cooperó a la redención subjetiva de los hombres.

b. María es la medianera de todas las gracias por su intercesión en el cielo («mediatio in speciali»)

Desde que María entró en la gloria del cielo, está cooperando en que sean aplicadas a los hombres las gracias de la redención. Ella participa en la difusión de las gracias por medio de su intercesión maternal, que es inferior sin duda en poder a la intercesión sacerdotal de Cristo, pero que está a su vez muy por encima de la intercesión de todos los otros santos.

Según la opinión de teólogos antiguos y de muchos teólogos moder­nos, la cooperación intercesora de María tiene por objeto todas las gra­cias que se conceden al hombre, de suerte que no se le concede a éste gracia alguna sin que medie la intercesión de María. El sentido de esta doctrina no es que nosotros tengamos por fuerza que pedir todas las gra­cias por mediación de María, ni tampoco que la intercesión de María sea intrínsecamente necesaria para la aplicación de la gracia, sino que, por ordenación positiva de Dios, nadie recibe la gracia salvadora de Cristo sin la actual cooperación intercesora de María.

No poseemos testimonios explícitos de la Escritura. Los teólogos bus­can un fundamento bíblico en la frase de Cristo (Jn 19, 26 s): «Mujer, he ahí a tu Hijo... He ahí a tu Madre.» Conforme al sentido literal, estas pa­labras se refieren únicamente a las personas interpeladas, que eran María y San Juan. La interpretación mística, que predominó en Occidente des­de la edad media tardía (Dionisio el Cartujano), ve en San Juan al repre­sentante de toda la humanidad. En él se les concedió a todos los redimidos una madre sobrenatural: la Virgen María. Y María, como madre espiri­tual de toda la humanidad redimida, debe proporcionar, mediante su inter­cesión poderosa, a todos sus hijos menesterosos todas las gracias que ellos necesiten para conseguir la eterna salvación.

Testimonios explícitos de los santos padres en favor de la mediación universal de la Virgen como intercesora de todas las gracias, se encuen­tran ya desde el siglo VIII, si bien al principio en menor escala, se hacen ya más numerosos desde la alta edad media. San Germán de Constantinopla( 733) dice: «Nadie consigue la salvación si no es por ti, oh Santísi­ma... A nadie se le concede un don de la gracia si no es por ti, oh Castísi­ma».

Especulativamente se prueba la universal mediación intercesora de María por su cooperación a la encarnación y a la redención y por su relación con la Iglesia:

a) Puesto que María nos ha dado la fuente de todas las gracias, es de esperar que ella también coopere en la distribución de todas ellas.
b) Puesto que María se convirtió en madre espiritual de todos los redimidos, es conveniente que con su incesante intercesión cuide de la vida sobrenatural de sus hijos.
c) Puesto que María es «prototipo de la Iglesia»  y toda gracia de redención se comunica por medio de la Iglesia, hay que admitir que María, por su celestial intercesión, es la medianera universal de todas las gracias.

La mediación universal de María por su cooperación a la encarnación se halla tan ciertamente testimoniada en las fuentes de la revelación, que nada obsta a una definición dogmática. La mediación universal de María por su intercesión en el cielo se halla testimoniada con menor seguridad, pero está en relación orgánica con la maternidad espiritual de María y con su participación íntima en la obra de su Hijo divino, claramente testi­moniadas en la doctrina de la Escritura, de suerte que no parece impo­sible una definición.

2. La Veneración de María

A María, Madre de Dios, se le debe culto de hiperdulía (sent. cierta).

a.    Fundamento teológico

En atención a su dignidad de Madre de Dios y a la plenitud de gracia que de ella se deriva, a María le corresponde un culto espe­cial, esencialmente inferior al culto de latría ( adoración), que sólo a Dios es debido, pero superior en grado al culto de dulía (veneración) que corresponde a los ángeles y a todos los demás santos. Esta veneración especial recibe el nombre de culto de hiperdulía.

El concilio Vaticano II ha declarado: «María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada por sobre todos los ánge­les y los hombres, en cuanto que es la santísima madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con espe­cial culto por la Iglesia» (const. Lumen gentium, n. 66).

La Sagrada Escritura nos ofrece los fundamentos para el culto a María, que tendría lugar más tarde, con aquellas palabras de la salutación angélica (Lc 1, 28): «Dios te salve, agraciada, el Señor es contigo», y con las palabras de alabanza que pronunció Santa Isabel, henchida por el Espíritu Santo (Le 1, 42): «Bendita tú en­tre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre»; y, además, con la frase profética de la Madre de Dios (Lc 1, 48): «Por eso desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones».

V. NOTAS DE LA ENCÍCLICA MARIALIS CULTUS
(PABLO VI)

1. Nota trinitaria, cristológica y eclesial en el  culto de la Virgen María.

Ante todo, es sumamente conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen María expre­sen claramente la nota trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la Liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu.

En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de Él: en vistas a Él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro.

Nos parece útil aña­dir una llamada a la oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos esencia­les de la Fe: la Persona y la obra del Espíritu Santo. La reflexión teológica y la Liturgia han subrayado, en efecto, cómo la intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres y Escritores eclesiásticos atribuye­ron a la acción del Espíritu la santidad original de María, « el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra » (Lc 1, 35).

Es necesario además poner más cla­ramente de manifiesto el puesto que ella ocupa en la Iglesia: « el más alto y más próximo a nosotros después de Cristo »; un puesto que en los edificios de culto del Rito bizantino tiene su gran expresión.

En efecto, el recurso a los conceptos funda­mentales expuesto por el Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la Iglesia, Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino de Dios, Cuerpo Místico de Cristo permitirá a los fieles reconocer con mayor facilidad la misión de María en el misterio de la Iglesia y el puesto eminente que ocupa en la Comunión de los Santos; sentir más intensa­mente los lazos fraternos que unen a todos los fieles porque son hijos de la Virgen, « a cuya generación y educación ella colabora con ma­terno amor », e hijos también de la Iglesia, ya que « nacemos de su parto, nos alimentamos con leche suya y somos vivificados por su Espíritu » y porque ambas concurren a engendrar el Cuerpo místico de Cristo.

2. Valor teológico y pastoral del culto a la Virgen María

La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Vir­gen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar —desde la bendición de Isabel (cf. Lc 1, 42-45) hasta las expresiones de alabanza y súplica de nues­tro tiempo— constituye un sólido testimonio de su «lex orandi» y una invitación a reavi­var en las conciencias su «lex credendi».

Culto a la Virgen de raíces profundas en la Palabra revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos: la singular dignidad de María «Madre del Hijo de Dios y por lo mismo hija predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo; por tal don de gra­cia especial aventaja con mucho a todas las demás criaturas, celestiales y terrestres», su cooperación en momentos decisivos de la obra de la sal­vación llevada a cabo por el Hijo; su santidad, su progreso constantemente en la fe, en la esperanza y en la caridad; su misión y condición única en el Pueblo de Dios, del que  es al mismo tiempo miembro eminentísimo, ejemplar acabadísimo y Madre amantísima; su incesante y eficaz intercesión mediante la cual, aun habiendo sido asunta al cielo, sigue cerca­nísima a los fieles que la suplican, aun a aquellos que ignoran que son hijos suyos; su gloria que ennoblece a todo el género humano, como lo expresó maravillosamente el poeta Dante: «Tú eres aquella que ennobleció tanto la naturaleza humana que su hacedor no desdeñó convertirse en hechura tuya».

Añadiremos que el culto a la bienaventurada Virgen María tiene su razón última en el designio insondable y libre de Dios, el cual siendo caridad eterna y divina (cf. 1 Jn 4, 7-8. 16), lleva a cabo todo según un designio de amor: la amó y obró en ella maravillas (cf. Lc 1, 49); la amó por sí mismo, la amó por nosotros; se la dio a sí mismo y la dio a nosotros.

Cristo es el único camino al Padre (cf. Jn 14, 4-11), modelo supremo al que el discípulo debe conformar la propia conducta (cf. Jn 13, 15). Pero la Iglesia, guiada por el Espí­ritu Santo, reconoce que también la piedad a la San­tísima Virgen, de modo subordinado a la piedad hacia el Salvador y en conexión con ella, tiene una gran eficacia pastoral y constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana. La razón de dicha eficacia se intuye fácilmente.

La misión maternal de la Virgen empuja al Pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a Aquella que está siempre dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con eficaz ayuda de auxilia­dora; por eso el Pueblo de Dios la invoca como Consoladora de los afligidos, Salud de los enfer­mos, Refugio de los pecadores, para obtener con­suelo en la tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora en el pecado; porque Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus hijos a esto: a vencer con enérgica determinación el pecado.

La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar « los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comu­nidad de los elegidos ». Virtudes sólidas, evan­gélicas: la fe y la dócil aceptación de la Palabra de Dios (cf. Lc 1, 26-38; 1, 45; 11, 27-28; ]n 2, 5); la obediencia generosa (cf. Lc 1, 38); la humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad solí­cita (cf. Lc 1, 39-56); que ora en la comu­nidad apostólica (cf. Act 1, 12-14); la fortaleza en el destierro (cf. Mí 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2, 34-35. 49; Jn 19, 25).

La piedad hacia la Madre del Señor se con­vierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina: finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la «Llena de gracia» (Lc 1, 28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la comunión en El, la inhabitación del Espíritu. La Iglesia ca­tólica, basándose en su experiencia secular, reco­noce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, como prenda y garantía de que en una simple creatura se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre. 

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