MARIOLOGÍA
I. TEMAS Y HORIZONTES DE LA MARIOLOGÍ A
1. Las principales declaraciones dogmáticas
sobre María
Las declaraciones doctrinales sobre
María tienen su origen y su centro de manera especial, en su relación con
Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre y mediador de la salvación (María
como virgen y madre de Dios). A partir de aquí, la mirada se dirige al
principio absoluto de su existencia como persona humana en la gracia de Cristo
(la preservación del pecado original) y a la plenitud definitiva, tras su
muerte, al ser asumida «en cuerpo y alma» en la gloria celeste (asunción).
A estos cuatro dogmas se les suma el
enunciado dogmático de la confesión de la vinculación actual de María con la
Iglesia de la tierra, derivada del hecho de que los creyentes se orientan por
su ejemplo y suplican su intercesión. El culto y la veneración de María
tienen, por tanto, un claro fundamento en la doctrina dogmática de la
mariología y en el puesto que ocupa tanto en la historia de la salvación como
en la historia de fe de la Iglesia.
De donde se siguen seis enunciados
básicos:
1. María ha concebido y dado a luz al
Hijo eterno de Dios sin la cooperación sexual de un varón (sine virili
semine), en virtud de la acción del Espíritu (LG 52).
A esta afirmación de la virginidad antes
del parto (virginitas ante partum) se le añade la doctrina de la
virginidad en el parto (virginitas in partu) y de una vida virginal
también después del parto (virginitas post partum).
2. En virtud de la unión hipostática y
de la comunicación de idiomas, a María se le da justamente el título de madre
de Dios (deipara, theotokos).
3. María ha sido preservada, ya desde el
primer instante de su existencia en el seno de su madre, y en virtud de una
gracia singular, del pecado original. De donde se siguen su santidad personal,
la preservación frente a la concupiscencia y la liberación del pecado.
4. María alcanzó, en virtud de la gracia
de Cristo, la consumación plena de su existencia humana (cuerpo y alma) al ser
asumida en la gloria celeste de Dios.
5. En el contexto de la praxis eclesial
del culto a los santos (cultus duliae), puede también venerarse a María
e invocar su intercesión (cultus hyperduliae). No se trata de un acto
necesario para la salvación pero sí es «elemento útil y constitutivo» de la
piedad cristiana.
6. María (en cuanto miembro de la
Iglesia) es paradigma de la persona creyente y adornada de la gracia y modelo
de la comunidad de fe de la Iglesia (LG 53).
2. El principio mariológico básico
En el terreno objetivo puede afirmarse
que el principio mariológico se
encuentra en la <<maternidad virginal divina de María>>. Aquí se halla la fuente dinámica de su significación
historicosalvífica.
En esta afirmación básica tienen su
principio y desde ella se mide la importancia real de los enunciados derivados
de los dogmas de la concepción inmaculada y de la asunción, y también el
relativo al culto a María. El principio objetivo de la historia de los
dogmas mariológicos ha sido la especial función historicosalvífica de María. El
principio subjetivo ha sido la fe de María, que fue determinante tanto
para su biografía personal en el seguimiento de Cristo y para su lugar dentro
de la comunidad de fe de la Iglesia.
Desde la función historicosalvífica de María puede
determinarse el radio total de los enunciados mariológicos. Como madre virginal
del divino Redentor, está íntimamente unida a la actividad soteriológica de su
Hijo. Respecto de la Iglesia, aparece como el primer miembro de la comunidad
creyente que tiene en Cristo su principio. María es la primera y plenamente
redimida (K. Rahner).
Y así, el II concilio Vaticano ha po12dido formular:
«En efecto, la Virgen María, que según
el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y
entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios
Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de
su Hijo y a Él unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con
esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la
hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de
gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y
terrenas. Al mismo tiempo, ella está unida en la estirpe de Adán con todos los
hombres que han de ser salvados... por lo que también es saludada como miembro
sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo
destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el
Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima»(LG 53).
3. Los diversos ángulos de percepción
a) La mariología como tema ecuménico
Los reformistas aceptaron y conservaron
los dogmas marianos de la Iglesia antigua sobre el nacimiento virginal de
Cristo y sobre la maternidad divina de María. No existía, por aquel entonces,
controversia en torno a los dogmas de 1854 y 1950. Los enfrentamientos
decisivos se centraron en el tema de la invocación de María y de su
intercesión. Los reformistas entendían que la doctrina católica de la
intercesión mediadora de María y de los santos constituye un ataque al
principio de la mediación única de Jesucristo (solus Christus) y de la
causalidad única de la gracia (sola gratia, solus Deus), donde no hay
lugar para los merecimientos humanos.
De ahí que en el diálogo con las
Iglesias y comunidades surgidas de la Reforma tenga especial relevancia el
tema de la «función de María en la obra de la salvación» (UR 20). Las
enseñanzas marianas de la Iglesia antigua y el culto litúrgico a María ofrecen,
por su parte, importantes puntos de conexión entre la Iglesia católica y las
Iglesias ortodoxas de Oriente.
b) María en la teología feminista
En la teología feminista hay críticas
que sustentan actitudes negativas respecto de la función de la mariología.
Esta mariología, habría servido de fundamento de la mentalidad patriarcal y de
la discriminación femenina en la Iglesia, porque en ella se presenta a María
como «la humilde esclava». Esta imagen de la mujer cristiana obtenida a partir
del ejemplo de María habría dado impulso a una desvalorización de la función
femenina.
Otras corrientes, dentro de la teología
feminista valoran positivamente la mariología, entendida como corrección de una
imagen de Dios netamente patriarcal. María representaría la dimensión femenina
de la divinidad. Mientras que el principio masculino en Dios, es decir, el
Hijo, se encarna en el hombre Jesús, el Espíritu Santo, entendido como
principio femenino, mantendría una referencia específica con María y, en este
sentido, revelaría en María el aspecto femenino de la naturaleza divina. Se
olvida aquí que ni Dios en el Antiguo Testamento,
ni las personas divinas tienen
rasgos específicamente relacionados con el sexo. La diferencia sexual de hombre
y mujer es una característica de la dimensión de lo creado y terreno, no de la
dimensión de lo divino. María no forma parte de la esencia de Dios y no puede,
por tanto, revelarla.
c) María en la teología de la liberación
La teología de la liberación destaca,
que Dios no se pone del lado de los dominadores y los influyentes para justificar
la opresión y la explotación. Su llamada va dirigida a las personas sencillas y
pobres del pueblo (Abraham, los pastores, José y María). Y así, se entiende a
María, mujer del pueblo de Israel, como la profetisa que anuncia «la caída y
humillación de los poderosos y el ensalzamiento de los pobres y los explotados»
(Lc 1,52). Contra todas las tentativas de interpretar de forma unilateral,
desde una perspectiva política, la teología de la liberación o de utilizarla de
manera equivocada, debe afirmarse que, también según esta concepción
teológica, los auténticos cambios no se consiguen mediante la violencia física,
sino a través de la gracia que nos hace libres y se torna eficaz en la fe y en
el amor.
II. MARÍA EN EL
TESTIMONIO BÍBLICO DE LA REVELACIÓN
1. María, madre del Hijo de Dios hecho hombre (Pablo)
Pablo habla de María en Gal 4,4s. como
la mujer que dio a luz al Hijo enviado por Dios. Aquel niño nacido de ella es
el Hijo que preexiste ya antes en el Padre (Rom 1,3), de figura y condición
divina (Flp 2,6), enviado por el Padre en la imagen de la carne como «expiación
por los pecados» (Rom 8,3). El escaso interés de Pablo por las noticias
históricas sobre la vida terrena de Jesús (2Cor 5,6) reaparece también a
propósito de la biografía de María. Pablo no menciona la concepción virginal de
Jesús en María por obra del Espíritu, ni tampoco la niega, porque, su punto de
partida es la preexistencia del Hijo de Dios, y no se interroga, a partir de
la humanidad de Jesús, cómo esta humanidad está fundamentada, ya en el momento
de su nacimiento, en una acción de Dios que constituye su origen.
2. El «Hijo de Dios» como «hijo de María» (Marcos)
Marcos inicia su evangelio con la
confesión de fe de que Jesucristo es «el Hijo de Dios» (Mc 1,1). Para Marcos,
Jesús no es un profeta más. Es el heraldo del reino de Dios escatológico (Mc
1,15). A través de las acciones que lleva a cabo con poder divino demuestra que
es el mediador de este reino (Mc 1,27). Es, por consiguiente, «el Hijo» de una
manera singular y exclusiva (Mc 13,32).
Ahora bien, este Jesús no es un ser
divino mitológico. Es un hombre real y verdadero. Con un giro inusual (en el
que no se menciona al padre), dice de Jesús que es «hijo de María» (Mc 6,3). De
este modo (y al igual que Pablo) en el evangelio de Marcos se expresa la
historicidad del hombre Jesús de Nazaret a través de la persona histórica de
«María, la madre de Jesús» (Mc 3,31).
En el inicio de su actividad pública,
sus familiares intentaron hacerle volver a casa, porque habían oído decir —o
ellos mismos pensaban— que «estaba fuera de sí» (Mc 3,21.31). También, poco
antes, estaba «fuera de sí» la gente ante la curación del paralítico llevada a
cabo por Jesús (Mc 2,12). El sentido teológico de esta información de Marcos
consiste, pues, en señalar que no puede deducirse la misión de Jesús a partir
de su origen natural religioso y familiar ni brota del suelo de la tradición
religiosa del judaísmo contemporáneo, sino que lo desborda. Aquí se crea una
nueva relación, en virtud de la cual se llega a ser «hermano y hermana y madre
de Jesús» (Me 3,35) cuando los hombres se sitúan en el nivel en el que cumplen
la voluntad de Dios y reconocen el poder divino y la misión de Jesús como
mediador del reino de Dios escatológico.
3. La concepción de Jesús en la virgen María por obra del Espíritu
(Mateo, Lucas)
a) El testimonio bíblico
Ambos evangelistas inician su exposición
describiendo la relación filial del hombre Jesús con Dios, su Padre.
Quieren así señalar que la esencia de esta filiación está ya fundamentada en el
acto del origen del hombre Jesús derivado directamente de la voluntad divina,
que ha decidido revelarse. Los dos recurren, por caminos independientes, a las
tradiciones aclimatadas en el suelo del judeocristianismo palestino, que
hablaban de una concepción de Jesús en la virgen María llevada a cabo por el
Espíritu, «sin concurso de varón».
Su evidente centro de interés teológico
es la afirmación de la causalidad inmediata del Espíritu divino en el origen
del hombre Jesús en María y en su existencia histórica, su destino y sus
acciones poderosas como mediador escatológico del reino de Dios.
En Mateo (Mt 1-2), es a José, el esposo,
a quien se le revela la profunda dimensión teológica de aquel acontecimiento
que desbordaba las posibilidades de la naturaleza creada y del conocimiento
natural. El hijo que María espera no ha sido engendrado de forma natural por
un varón y su mujer (Mt 1,18.25), sino que ha venido a la existencia por la
acción del Espíritu de Dios (Mt 1,18.20). Debe aquí tenerse presente la idea
bíblica de que la acción creadora de Dios no necesita presupuestos ni
condiciones previas. El Espíritu, que se identifica con la esencia de Dios, no
actúa como una causa creada y sensiblemente perceptible, es decir, ocupando el
lugar de un progenitor masculino. El Espíritu de Dios no actúa como una causa
natural y creada. Produce, como causa increada, sin condicionamientos ni
presupuestos previos, un efecto en el mundo creado que desborda el ámbito de
las causalidades creadas. Jesús no es engendrado de una manera cuasi-biológica
natural, aunque la acción del Espíritu tiene su correspondencia en el nivel de
lo creado. Así, pues, en la concepción de Jesús por la virgen María sin el
concurso de una con-causa humana masculina hay una señal de la acción real de
Dios en ella que no es lícito diluir en simples relaciones de significados.
Aunque en Mateo se expone la prehistoria
cristológica desde la perspectiva de José, el centro objetivo de la narración
está ocupado por las figuras de «el niño y María, su madre» (Mt
2,11.13.14.20.21).
Lucas describe de una manera mucho más
pormenorizada la significación cristológica y mariológica de la concepción de
la virgen María por obra del Espíritu. Conoce, al igual que Mateo, el origen de
la vida de Jesús sin concurso sexual masculino.
En Lucas es María la destinataria
directa de la anunciación, en la que el mensajero de Dios, Gabriel, transmite
las palabras divinas. La afirmación decisiva del qué y el cómo de
la concepción de Jesús sin intervención de un varón acontece en la escena misma
del anuncio -modelada según el «esquema de revelación» paleotestamentario- (Lc
1,26-38). Ante la promesa de la presencia graciosa de Dios y el anuncio de que
concebirá un hijo que será llamado «Hijo del Altísimo», plantea María la
pregunta: « ¿Cómo va a ser eso, puesto que yo no conozco varón?». Y recibe la
respuesta: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te envolverá con su sombra. Por
eso, el que nacerá será santo, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35).
No hay en la expresión «cubrir con la
sombra» ninguna connotación sexual. La frase alude a «la nube» tras la que se
encuentra la gloria divina, la presencia salvífica y la voluntad de revelación
de Dios: Dios se manifiesta en la sombra de la nube (cf. Ex 13,22; 19,6; 24,16;
Le 9,34; Hch 1,9).
En esta escena dialogada es determinante
la respuesta de María: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra» (Le 1,38). Esta respuesta afirmativa es la fe, posibilitada y
sostenida por el Espíritu Santo y realizada en libertad, de la que surge Jesús
como el «fruto de su cuerpo» y por la que se convierte en «madre del Señor» (Lc.
1,43).
b) La significación teológica
El acontecimiento de la concepción de
Jesús en la virgen María por obra del Espíritu escapa a todo tipo de
verificación empírica y científico-biológica natural. Pero esto no significa
que no haya sido real, ni que se reduzca a mera interpretación. Dios no actúa
materialmente, pero su acción abarca también
la dimensión corpórea y sale al encuentro de los creyentes como señal.
La realidad de la concepción por obra
del Espíritu y su significación sólo se abren y descubren su contenido en el
horizonte de la fe bíblica en Dios. Al asumir una verdadera naturaleza humana,
el Dios de Israel quiere comunicarse en el curso de la historia. Dios no se
une, en un momento posterior, con un hombre que posee ya una hipóstasis creada
en virtud de una generación natural. En su voluntad de humanizarse es Dios
mismo, inmediatamente y en virtud de su acción creadora (sin mediación, por
tanto, de la generación natural y de la causalidad creada del origen de un
hombre), el fundamento que sustenta la existencia humana de Jesús en la
hipóstasis increada de la Palabra divina.
c) Inexistencia de puntos de comparación en la historia de las
religiones
La concepción virginal de Jesús ha sido
entendida, sobre todo desde David Friedrich Strauss como un mito
(retomando ideas de la propaganda anticristiana de Celso y del emperador
Juliano en los siglos II-IV), infiltrado en los relatos bíblicos a partir de la
mitología helenista y egipcia. En la estela de las ideas de Strauss, la
escuela de la historia de las religiones del siglo XX ha intentado demostrar
la existencia de una dependencia histórica directa de los relatos matéanos y
lucanos respecto de mitologías egipcias y del Asia anterior. Las concepciones
mitológicas no pasan del plano de las relaciones teógamas entre dioses y
mujeres de la raza humana, de cuya unión surgen seres mixtos, semidioses, mitad
hombre y mitad dios.
Dios no penetra en el mundo de una
manera física y cosificada, sino en virtud de su Palabra y de su acción
histórica libre. Entre Dios y María no existe ninguna relación teógama, Dios no
mantiene ningún tipo de relación sexual con María, sino que actúa libremente,
sin condicionamientos físicos ni dependencias creadas, desde su voluntad
creadora (es decir, pneuma y dynamis). Y ello de tal modo que
hace que el hombre Jesús comience a existir en el seno de María, su madre. Por
eso se da una diferencia radical entre Cristo y los seres intermedios de la
mitología. No es mitad hombre y mitad Dios, sino, como afirma la confesión de
fe, verdadero Dios y hombre verdadero.
4. María, tipo de la fe (Lucas)
María es la llena de gracia, a quien
Dios, como Señor, ha prometido una cercanía absolutamente excepcional, que ella
acepta, a través de su respuesta afirmativa, en su propia vida y en la
biografía con Jesucristo derivada de aquella aceptación. En el pasaje de la
anunciación se describe la situación radical del hombre ante Dios en cuanto que
Dios dirige su palabra al hombre y se invita a María a aceptar la presencia
salvífica de Dios en la fe y a llevarla a cabo en el seguimiento. Es dichosa
porque ha creído que se cumplirá en ella lo que el Señor le ha dicho (Lc
1,45).
La fe no se limita a ser una aceptación
pasiva de la salvación. En la fe se convierte María en co-actora de la
salvación que acontece en la historia. Por eso, «desde ahora me llamarán
bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). La gloria de Dios será
reconocida en el mundo a través de sus acciones salvíficas en favor de los
hombres y de la disposición de éstos a escuchar su palabra, seguir su voluntad
y hacer así perceptible la salvación de Dios en el mundo.
5. María, testigo de la gloria divina (Juan)
Juan no habla de María desde el punto de
vista de recuerdos biográficos. La menciona dos veces en su Evangelio: al
comienzo de la revelación de la gloria de Jesús, con ocasión de las bodas de
Cana, y al final de esta misma revelación, en la cruz. El fin que el
evangelista se propone no es proporcionar noticias acerca de las relaciones
familiares, incluidas las tensiones (« ¿Qué tengo yo que ver contigo?»). Sólo a
Dios compete fijar la hora de la revelación de la gloria divina. Pero como
María sabe quién es Jesús, puede en cierto modo, en su calidad de primera
discípula, dirigir inmediatamente hacia él la atención de los participantes:
«Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).
En la cruz, las palabras de Jesús a
María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y al discípulo: «Ahí tienes a tu madre»,
así como en la constatación: «Desde aquel momento el discípulo la acogió en su
casa» (Jn 19,26s.), el contenido espiritual de la relación madre-hijo entre
Jesús y María se traduce a la relación entre María y la Iglesia. Es patente que
para las comunidades joánicas María es la figura máxima de la fe y del
seguimiento perfecto, porque fue en sí misma una referencia a Jesús, en quien
se reveló la gloria de Dios. María, madre de Jesús, testifica su existencia
histórica como ser humano. Es también, al mismo tiempo, testigo de su gloria y
de su divinidad, de cuya plenitud todos hemos recibido la gracia (Jn 1,16).
6. Rasgos básicos de la imagen neotestamentaria de María
1. María es la sierva de la llegada escatológica del Hijo de Dios, como
hombre, entre nosotros.
2. María es para la nueva alianza el prototipo de la relación del hombre
con Dios, que acontece en la correlación de palabra y fe. Y así, pasa a ser el
tipo y el ideal del creyente y de la Iglesia, del pueblo de Dios de la alianza
nueva (cf. también la interpretación de María como tipo de Israel, hija de
Sión, templo del Espíritu Santo y arca de la alianza).
3. María es la madre del Señor (de Dios),
quien ha tomado de ella su ser humano en virtud de la eficacia causal exclusiva
del poder del Espíritu divino.
4. El testimonio de la maternidad virginal divina de María es la
afirmación bíblica básica y el fundamento de todos los enunciados de fe de la
Iglesia sobre ella. Aquí se encuentra también el origen de todo el culto mariano.
III. LA EVOLUCIÓN DE LOS
ENUNCIADOS MARIOLÓGICOS EN EL CURSO DE LA HISTORIA DE LA FE
1. El círculo temático historicosalvífico: la antítesis entre la
incredulidad de Eva y la fe de María
Se sugiere, de la mano de la tipología
paulina Adán-Cristo, una contraposición entre la desobediencia (incredulidad voluntaria)
de Eva y la obediencia creyente de María (Lc 1,38; Gen 3; Rom 5,19). Dado
que Dios ha vinculado su encarnación a la aceptación libre de María de ser
madre de Dios, la respuesta afirmativa de la Virgen (Lc 1,38) es no ciertamente
causa de la encarnación y la redención, pero sí un medio creado para su
realización histórica aceptado por Dios. Eva fue, debido a la desobediencia de
la incredulidad, causa de la muerte, mientras que María es causa de la vida.
Es, en un sentido verdadero, «madre de los vivientes» (Gen 3,20).
En la perspectiva de una soteriología
desarrollada a partir de la encarnación, María aparece como la compañera y auxiliadora de Cristo. Es también, respecto
de la Iglesia, intercesora y auxiliadora de los hombres. Pero la cooperación de María
no se entiende en el sentido de que apoye la obra de Cristo, fundador de la
nueva humanidad. También ella pertenece a la Iglesia receptora de la salvación
y actúa por medio de la gracia que le ha sido concedida y con su ejemplo de tal
modo que hace que la Iglesia y cada uno de sus miembros se unan en la fe y el
amor con Cristo, su cabeza, según el esquema de las relaciones del esposo y la
esposa, en las que se expresa la relación personal de Cristo con la Iglesia y
de la Iglesia con Cristo (cf. Ef 5,23).
Puede, pues, afirmarse: «María ha sido,
por su obediencia, causa de la salvación para sí y para toda la humanidad».
2. El horizonte de comprensión cristológico de la virginidad y la
maternidad divina de María
María fue virgen antes del
parto, en el parto y después del parto (de fe).
El sínodo de Letrán del año 649, presidido por el
papa Martín I, recalcó los tres momentos de la virginidad de María cuando enseñó que «la santa, siempre virgen e inmaculada
María... concibió del Espíritu Santo sin semilla, dio a luz sin
detrimento [de su virginidad] y permaneció indisoluble su virginidad después
del parto»
a) La virginidad de María
La virginidad de María como prueba de la
verdadera naturaleza humana de Cristo (virginitas ante partum)
La concepción por la virgen María de la
Palabra eterna de Dios como hombre en virtud del poder creador del Espíritu
divino (conceptas de spirítu sanctu, natus ex María virgine) figura ya
en las más antiguas confesiones de fe como firme elemento constitutivo del
dogma de la Iglesia.
Lo que aquí se afirma no es la excepción
a una regla biológica, ni el origen de Jesús a partir de una unión teógama al
modo de las que se describen en los mitos egipcios y helenistas, y cuya
consecuencia es la constitución biológica de un ser mixto humano-divino. El
tema básico es aquí el proceso —superior a todas las posibilidades de la
naturaleza y a la capacidad de comprensión humana— de la auto-comunicación de
la Palabra eterna (el Hijo) de Dios en la existencia concreta de un hombre
histórico sin la mediación de las dos causas creadas que actúan en la
generación sexual. La concepción virginal no es la causa de la filiación eterna
del Logos y de la asunción de la naturaleza humana de Cristo en la relación del
Hijo eterno al Padre, sino su efecto y su representación simbólica en el marco
de condiciones de la experiencia humana. La fe se dirige inmediatamente a la
acción de Dios y a su actualización en el efecto, esto es, en la concepción por
la virgen María y el nacimiento de ella del Hijo eterno de Dios hecho hombre.
Así, la causa metafísica de la encarnación es la concepción de Jesús por obra
del Espíritu Santo, mientras que la concepción por y el nacimiento de la
virgen María constituyen el símbolo real de dicha encarnación.
Ignacio de Antioquía menciona la
virginidad de María y el parto virginal, junto con la muerte del Señor, como
los «tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios».
Se oponen al misterio de fe de la
concepción virginal de Cristo por el poder del Espíritu Santo cuatro enunciados
heréticos:
1. La cristología adopcionista, ya detectable desde los inicios del
siglo II, según la cual Jesús habría sido solamente un hombre sobre el que
habría descendido (por primera vez) en el bautismo en el Jordán el espíritu
profético (en contradicción con la pneumacristología de los Sinópticos). Frente
a esta opinión, los Padres de la Iglesia declaran que la naturaleza humana de
Jesús estuvo unida con la divinidad desde el primer instante de su existencia y
que existe en virtud de una acción directa del Espíritu.
2. El docetismo gnóstico, para el que Jesús sólo tuvo un cuerpo
aparente o una vestimenta bajo la que se ocultaba la divinidad. El Logos divino
habría cruzado por María como cruza el agua por un canal. Los Padres afirman,
por el contrario, que sólo puede hablarse de una verdadera encarnación si el
Logos ha asumido, desde la carne (desde la naturaleza humana de María), la
existencia física de un hombre.
Según otra variante de la gnosis, el
Logos-Cristo celeste habría descendido sobre el hombre elegido Jesús,
engendrado por José y María.
3. La crítica judía, tal como se desprende de la controversia
de Justino con el judío Trifón. Justino no se contenta con rechazar la burlona
insinuación de que la concepción de Jesús sin el concurso de un padre podría
compararse con las sagas y los mitos paganos.
4. La polémica con la filosofía griega. En la controversia de Orígenes con el filósofo
pagano Celso se encuentran ya todas las objeciones que se han venido aduciendo
a lo largo de la historia, desde el punto de vista racionalista en contra del
credo cristiano. La respuesta cristiana indica que para Dios «todo es posible».
Esta respuesta no se refiere a fenómenos naturales extraordinarios que
estarían fuera del orden del universo empírico y serían atribuibles a la
intervención de algún poder superior. Alude más bien al hecho, no deducible por
la razón humana, de que el Dios eterno y trascendente tiene, en su realidad
personal, el poder de hacerse inmanente al mundo y de salir a su encuentro en
el hombre Jesús. Y así, es él mismo quien acepta en su Palabra eterna el ser
humano, que es concebido y dado a luz como hombre, padece la muerte, resucita
de entre los muertos e introduce a los hombres, en el Espíritu, en su relación
filial al Padre.
El sentido de la fe en la concepción
virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo no se descubre en el horizonte de
un caso biológico excepcional, sino tan sólo en el horizonte teológico del
hecho singular de que Dios no asume un hombre ya existente y se expresa a
través de él, sino de que Dios mismo se hace hombre.
La virginidad de María en el parto
Desde los primeros años del siglo IV
aparecen, con diversas variantes, fórmulas trimembres acerca de la virginidad
de María antes, en y después del parto. Su fundamento se encuentra en la
maternidad virginal asumida en virtud de su disposición a creer. A partir de
este enunciado cristológico sobre la virginidad de María antes del parto se
sigue la insistencia en el proceso mismo
del parto (virginitas in partu), derivada del hecho de que María da a
luz realmente al Dios hombre y Redentor y de que, en la secuencia de su
absoluta entrega humana al acontecimiento de la redención, no tuvo ninguna
relación con José ni, por tanto, otros hijos.
El contenido de fe de la virginidad de
María antes, en y después del parto y, por consiguiente, su virginidad
perpetua, está testificado por todos los Padres de la Iglesia, por ejemplo
contra la secta de los antidicomarianitas (Epifanio de Salamina) y contra
Joviniano (Jerónimo, Agustín, Isidoro
de Sevilla). Más allá y por encima de la errónea interpretación del dualismo
gnóstico de la virginitas in partu entendida como negación de la
realidad de la humanidad de Jesús, esta doctrina eclesial debe ser entendida
en el sentido de la realidad de la encarnación. No se trata, pues, de
singularidades fisiológicas del alumbramiento (por ejemplo, que no se abriera
el canal del parto, o que no se rompiera el himen ni se produjeran los dolores
propios de las parturientas), sino de la influencia salvadora y redentora de la
gracia del Redentor sobre la naturaleza humana, que había sido «vulnerada» por
el pecado original.
Para la madre, el parto no se reduce a
un simple proceso biológico. Crea una relación personal con el hijo. Las
condiciones pasivas del alumbramiento se integran en esta relación personal y
están internamente determinadas por ella. La peculiaridad de la relación
personal de María con Jesús está definida por el hecho de que su Hijo es el
Redentor y de que su relación con él debe ser entendida en un amplio horizonte
teológico.
En el acto del alumbramiento (como en
otras realizaciones humanas básicas) se perfila una diferencia entre la
pasividad del suceso a que se ve sometida la parturienta y su voluntad de
comportamiento activo, es decir, de integración personal en la totalidad del
acontecimiento. En perspectiva antropológica, esta diferencia se experimenta
como «dolor», desintegración y amenaza. Pero en virtud de la respuesta
afirmativa a la encarnación de Dios, debe contemplarse la relación de María con
Jesús, incluido el acto del alumbramiento, en el horizonte de la salvación
escatológica que ha acontecido en Cristo. Por consiguiente, el contenido del
enunciado de fe no se refiere a detalles somáticos fisiológicos y empíricamente
verificables. Descubre, más bien, en el nacimiento de Cristo los signos
anticipados de la salvación escatológica del tiempo final mesiánico, ya
iniciado con Jesús (cf. Is 66,7-10; Ez 44, ls.).
La virginidad de María después del parto (virginitas post partum)
A partir del siglo III (y prescindiendo
de algunas indicaciones en la literatura extra-canónica), la virginidad de
María también después del parto alcanza el rango de tema teológico.
Si la maternidad divina de María no se
reduce a un simple episodio biográfico, sino que es el rasgo fundamental que
define su relación con Dios y, por tanto, el esquema total de su vida, se
plantea de forma inevitable la pregunta teológica de su género de vida. La
que «por designio de la divina Providencia fue en la tierra la esclarecida
Madre del divino Redentor y en forma singular la generosa colaboradora entre
todas las criaturas y la humilde esclava del Señor» (LG 61) se sabía obligada
al servicio de Cristo y del reino de Dios de una manera tal que «por el amor
del reino de los cielos» (Mt 19,12) renunció a la consumación del matrimonio
con José, su legítimo esposo, de modo que, después de Jesús, no tuvo ningún
otro hijo.
Esta convicción de fe se enfrenta al
problema, de tipo exegético histórico, de que en el Nuevo Testamento no existe
ningún testimonio positivo en su favor. Se diría, incluso, que a primera vista
los pasajes bíblicos que hablan de los «hermanos y hermanas del Señor» (Me
3,31; 6,3; ICor 9,5; Jn 2,12; 7,3-12) testifican en contra.
No presenta ninguna contradicción la
formulación «Y hasta el momento en que ella dio a luz un hijo, él (José) no la
había tocado» (Mt 1,25), porque lo que aquí se afirma, al final de la unidad
narrativa, es el hecho de que José no era el padre carnal de Jesús. Nada se
dice sobre acontecimientos posteriores.
Llama la atención que de los «hermanos y
hermanas de Jesús» no se diga nunca que fueran «hijos» o «hijas» de María o,
como cabría esperar del lenguaje bíblico cuando se quiere indicar que se trata
de verdaderos hermanos, «hijos de la misma madre» (Dt 13,7; Jue 8,19; Sal
50,20). Según el uso lingüístico hebreo
y arameo, y de otras numerosas lenguas, la palabra «hermano» puede aplicarse a
familiares del primer y del segundo grado, es decir, a los hermanos y a los
primos (cf. Gen 13,8; 14,14; 24,48). Este entramado conceptual pudo pasar
literalmente de la comunidad palestina a la lengua griega, en la que el vocablo
indica mucho más precisamente que el hermano es el pariente en primer grado.
Apoyándose en el Protoevangelio de Santiago y en Clemente de Alejandría,
Orígenes entiende que los hermanos de Jesús son hijos de un primer matrimonio
de José. Jerónimo, en cambio, afirma —con una autoridad que ha sido
determinante para la tradición exegética occidental— que se trata de primos de
Jesús.
Las ideas mariológicas de los Padres de
la Iglesia respecto de la virginidad de María después del parto se formaron
sobre todo en el contexto del ideal cristiano del celibato por el reino de los
cielos (Mt 19,12) y del consejo evangélico en favor de este género de vida
cristiano dedicado «a las cosas del Señor» (1Cor 7,25-38).
La base de la argumentación no es una
ascesis hostil al cuerpo, sino la convicción de que María estuvo totalmente
dedicada al reino de Dios. La abstinencia sexual no es un valor en sí. Es tan
sólo un medio para aceptar el carisma de un servicio específico de una manera
que marca la totalidad de la persona. De donde se sigue que la entrega de María
al servicio de la obra salvífica de Dios
en la encarnación del Logos no puede reducirse a los momentos puntuales de la
concepción y el nacimiento de Jesús. No existe una relación de secuencia
temporal entre su virginidad y el matrimonio con José. Aquella virginidad
marcó profundamente este matrimonio. De donde se sigue que debe hablarse de su
matrimonio con José de una manera tal que no reduzca ni menos aún anule las
características personales de María como virgen y como progenitura de Dios.
b) La maternidad divina de María
como consecuencia de la unión hipostática
El sentido del título de theotokos depende del problema cristológico de la
unidad de las dos naturalezas en Jesús. María no dio a luz a un hombre con el
que en un momento posterior se unió la persona del Logos, sino que alumbró a la
persona del Logos en la naturaleza humana que tomó de ella.
En virtud de la encarnación, el Logos es
el portador personal de ambas naturalezas y el principio de su unidad. El
nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre no crea una relación primariamente
biológica natural entre Jesús y María, sino una relación personal. Es decir, en
su relación a Cristo María no es ante todo y en primer término el principio
biológico de la existencia corporal de Jesús. Es, más bien, la madre de una
persona que subsiste en la naturaleza divina y en la humana y lleva a cabo en
esta subsistencia la unidad de ambas. De donde se sigue que a María no se la
puede denominar solamente anthropotokos (generadora de un hombre).
Para salir al paso de la falsa idea del
nacimiento mitológico de un dios, el patriarca de Constantinopla, Nestorio,
prefería aplicar a María el título de Christotokos, evitando el de Theotokos,
porque se prestaba a erróneas interpretaciones. Pero su adversario,
Cirilo, recelaba que la palabra «Cristo» sólo significaba, una unidad moral, no
una hipóstasis. Insistió, por tanto, en la denominación de Theotokos, que
entendía en un sentido personal y concreto, no abstracto o natural. Aquella
hipóstasis que María dio a luz es el Logos, que sustenta y une en sí ambas
naturalezas. El sujeto de la historia de la auto-comunicación divina que
acontece en la humanidad de Jesús es Dios mismo. No puede, decirse que María
ha engendrado un hombre que tiene, en su naturaleza humana, una relación filial
con Dios. La relación filial eterna del Logos subsiste en la relación del
hombre Jesús a Dios y la sustenta.
No hay, pues, en Jesucristo dos hijos,
sino el Hijo único de Dios en su naturaleza humana y su naturaleza divina. En
la segunda carta de San Cirilo a Nestorio, aceptada y suscrita por el concilio
de Éfeso del 431, se explica del siguiente modo el sentido del título de Theotokos:
«Porque no nació primeramente un hombre
vulgar de la santa Virgen, y luego descendió sobre él el Verbo; sino que, unido
desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien
hace suyo el nacimiento de la propia carne ... De esta manera los Santos Padres
no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen» (DH 251; DHR llla,112; cf. también DH
252 y 272;DHR113yl42b).
3. El círculo temático de la antropología desde la teología de la
gracia: la reflexión teológica sobre el inicio y la consumación de María
Los puntos de referencia básicos de la
mariología son, la gracia de la maternidad virginal divina de María y su
respuesta en la fe personal y en el seguimiento de Cristo. Desde este centro se
plantea, el problema teológico relativo al inicio de su vida. Se plantea
asimismo y a la vez el problema de cómo aquella persona humana, que vivió enteramente
en el misterio de la gracia de Cristo, fue conformada, llegada al final del
curso de su vida terrena, según la imagen del «primogénito de toda criatura»
resucitado (Col 1,15).
Las declaraciones dogmáticas que dan
respuesta a estas dos preguntas, a saber, «la preservación de María del pecado
original desde el primer instante de su existencia» (María immaculata) y
«la plenitud y consumación de María en la gracia en cuerpo y alma» (María
assumpta), no están respaldadas por testimonios expresos de la Sagrada
Escritura. Se deducen de la analogía de la fe (Rom 12,6) y del sentido de las
consecuencias espiritual y teológicamente extraídas por la conciencia de fe de
la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo.
No se trata aquí de aumentos cuantitativos de contenidos concretos de la fe,
sino de la comprensión explícita y refleja de los presupuestos íntimos del
hecho de la maternidad divina virginal, tal como está ampliamente testificada
en la Escritura y en la tradición de la Iglesia.
María sólo pudo dar su respuesta
afirmativa en libertad humana bajo el supuesto de que estaba llena de la
gracia que le había sido prometida (Lc l,28.41s.). Su existencia humana estuvo
ya desde el primer momento tan abarcada y rodeada por la gracia de Jesucristo
—que elimina el pecado original— que no tuvo necesidad de ser liberada de este
pecado, sino que fue preservada de él en virtud de aquella misma gracia. De
donde se sigue que estuvo también preservada, por la gracia, de la
concupiscencia del pecado original y de todos los restantes pecados, tanto
mortales como veniales.
El punto final de su vida proporciona
una visión singularmente clara de la consumación escatológica del hombre en su
integridad espiritual y corporal. La asunción de María al cielo significa la
anticipación de la plenitud humana en su corporeidad pneumática.
a) María, preservada del pecado original
1. Dogma
María fue concebida sin mancha de pecado
original (Dogma
de fe).
El papa Pío IX proclamó el 8 de
diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis, que era verdad revelada por
Dios y que todos los fieles tenían que creer firmemente que «la beatísima
Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue preservada inmune de
toda mancha de culpa original por singular privilegio y gracia de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género
humano» (Dz 1641);
Explicación del dogma:
a) Por concepción hay que entender la
concepción pasiva. El primer instante de la concepción es aquel momento en el
cual Dios crea el alma y la infunde en la materia orgánica preparada por los
padres.
b) La esencia del pecado original consiste
(formalmente) en la carencia culpable de la gracia santificante, debida a la
caída de Adán en el pecado. María quedó preservada de esta falta de gracia, de
modo que comenzó a existir adornada ya con la gracia santificante.
c) El verse libre del pecado original
fue para María un don inmerecido que Dios le concedió, y una ley excepcional (privilegium)
que sólo a ella se le concedió (singulare).
d)
La causa
eficiente de la
concepción inmaculada de
María fue la
Omnipotencia de Dios.
e) La causa meritoria de la misma son los
merecimientos salvadores Jesucristo. De aquí se sigue que también María tenía
necesidad de redención y fue redimida de hecho. Por su origen natural, María,
como todos, los demás hijos de Adán, hubiera tenido que contraer el pecado
original («debitum contrahendi peccatum origínale»), mas por una especial
Intervención de Dios fue preservada de la mancha del mismo («debuit con trahere
peccatum, sed non contraxit»). De suerte que también María fue redimida por la
gracia de Cristo, aunque de manera más perfecta que todos los demás hombres.
Mientras que éstos son liberados de un pecado original ya existente (redemptio
reparativa), María, Madre del Salvador, fue preservada antes de que la
manchase aquél (redemptio praeserva'iva o praeredemptio). Por
eso, el dogma de la concepción inmaculada de María no contradice en nada al dogma de la
universalidad del pecado original y de la indigencia universal de
redención.
f) La causa final (causa finolis
próxima) de la concepción inmaculada es la maternidad divina de María.
El punto de partida de la experiencia
espiritual con la figura de María, con su misión historicosalvífica y con su
función actual en la comunidad de los santos, que desembocó finalmente en la
declaración dogmática de «la preservación de María del pecado original desde el
primer instante de su existencia» (en el dogma de 1854), es la antítesis
Eva-María o, respectivamente, la fe de María. En Ireneo aparece la idea de una
purificación de María del pecado en el momento del anuncio de la concepción de
Jesús. Pero fueron numerosos los teólogos que fueron haciendo retroceder hacia
el pasado de la biografía de la Virgen el momento de esta purificación, de tal
suerte que al final se habló de una santificación (de la panhagia) ya en
el seno de su madre. Algunos teólogos bizantinos indicaron que la Virgen había
sido liberada del pecado original en el momento mismo de su concepción
(pasiva).
Juan Duns Escoto (1265-1308): Dado que Cristo es el mediador
perfectísimo de la salvación, se sigue también que cada persona es redimida de
la manera que le conviene. Y no es conciliable con el honor de Cristo que su
madre hubiera estado, ni tan siquiera por un solo instante, bajo el dominio del
pecado. Debe distinguirse, no temporal sino objetivamente, entre el primer
momento de la vida y la infusión de la gracia santificante. También María
necesita, al igual que el resto de los seres humanos, la redención, pero fue
redimida prevenientemente ya en el primer instante de su existencia en virtud de los méritos de Cristo. Todos
los restantes miembros del género humano han sido redimidos del pecado
original, en el que han incurrido con la concepción y el nacimiento (es decir,
con su entrada en la comunidad de destino humana) y de los pecados actuales
personalmente cometidos. Pero María fue librada por la gracia de Cristo de
contraer este pecado y de la posibilidad de cometer pecados personales.
b) La consumación de
María en la gracia de Cristo resucitado (asunción de María al cielo)
1) Dogma
María fue asunta al cielo en cuerpo y alma.
Pío XII, después de haber consultado oficialmente el
1 de mayo de 1946 a todos los obispos del orbe sobre si la asunción corporal de
María a los cielos podía ser declarada dogma de fe, y si ellos con su clero y
su pueblo deseaban la definición, y habiendo recibido respuesta afirmativa de
casi todos los obispos, proclamó el 1 de noviembre de 1950, por la constitución
Munificentissimus Deus, que era dogma revelado por Dios que «la
Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, después de terminar el curso
de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo».
Reviste gran importancia, tanto
histórica como teológica, la última mención de María en el Nuevo Testamento,
donde se la describe, dentro del círculo de la naciente Iglesia, esperando la
venida del Espíritu Santo enviado por el Señor glorificado (Hch 1,14). No
existen noticias históricas seguras acerca del lugar, el momento y el modo de
su muerte. Las actas apócrifas del tránsito de María, del siglo VI, mencionan
una asunción corporal de la Virgen. Aunque esta noticia no tiene ningún valor
histórico, indica, de todos modos, que el tema era conocido como problema. En
Oriente se celebraba ya en el siglo VI, y en Occidente desde los siglos VII y
VII, la fiesta de la Dormición de María (koimesis/dormitio).
La fiesta del recuerdo de su muerte y de
su tránsito, unida a la idea de la incorrupción de su cuerpo, se designa en
Occidente bajo la denominación de la asunción de María al cielo. La idea de que
la muerte de María tiene una destacada significación para la fe surge como
resultado de aplicar a la Virgen las sentencias bíblicas generales sobre el
destino de los muertos (1Tes 4,14). La equiparación del bautizado con la
muerte y resurrección de Cristo (Flp 3,12; Ef 2,5; Col 3,3) y la esperanza de
la visión plena de Dios (1 Cor 13,12; 1 Jn 3,2), en conexión con el dogma de la
virginidad y la divina maternidad de María y la conciencia de su profunda
vinculación con la obra salvífica de Cristo han llevado a la conclusión de que
María está ya, como ser humano, totalmente consumada en Dios y de que en su
destino se perfila ejemplar y tipológicamente el destino asignado por Dios al
hombre.
Los grandes teólogos de Oriente defendieron,
desde los siglos VII y VIII, la doctrina de la asunción corporal de María al
cielo (Germano de Constantinopla, Juan Damasceno, Teodoro Estudita). En
Occidente se fue asentando cada vez más, en el curso de la Alta Escolástica,
el convencimiento de que el cuerpo de María, que había concebido al Logos y
había sido templo del Espíritu Santo, no podía caer bajo la corrupción derivada
del pecado original (Tomás de Aquino, exp. sal. ang.).
La mayoría de los teólogos admiten —en
contra de algunas pocas opiniones discrepantes— la muerte corporal de María.
La muerte no es sólo, en efecto, castigo por la culpa original, sino también
una realidad antropológica fundamentada en la finitud de la naturaleza, que
guía el proceso evolutivo de la libertad finita bajo la modalidad de su
consumación (la visión eterna de Dios).
Queda abierta la pregunta sobre la
muerte corporal y sobre la incorrupción del cuerpo de María, así como la
realidad de que si es la única persona
de entre todos los santos agraciada con este privilegio de participar ya
totalmente («en cuerpo y alma») de la gloria del Señor resucitado que se
manifestará en la parusía, o si tal vez participan ya de ella otros santos.
Desde un punto de vista especulativo, la
peculiaridad de la plena consumación de María no puede consistir en una
relación entre el alma y el cuerpo distinta de la de los demás seres humanos,
sino en la intensidad de su unión con Cristo y con su voluntad salvífica
universal respecto de la Iglesia y de la humanidad. El enunciado central del
dogma de la asunción dice que dado que María
tuvo, en la fe y en la gracia, una vinculación tan singular con la obra
redentora de Cristo, participa también de su forma resucitada como la primera
criatura plena y absolutamente redimida. Por tanto, su diferencia respecto
de los restantes santos consiste en que ella es, en sí misma, y en virtud de su
profunda vinculación con la obra redentora, el prototipo y modelo de los
redimidos y en que su intercesión tiene, en lo que respecta también a la
plenitud de la humanidad entera en la parusía de Cristo, una significación más
elevada, un mayor radio de alcance y una intensidad más honda.
Del compromiso de María en la economía
de la salvación se desprende su tarea permanente en la «economía de la gracia».
«Una vez recibida en los cielos, no dejó
su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple
intercesión los dones de la eterna salvación. Por su amor materno cuida de los
hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y
luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Bienaventurada
Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora,
Socorro, Mediadora» (LG 62).
El título, utilizado desde la Edad Media
tardía, de corredentora, que
aparece también, en algunas ocasiones, en documentos del magisterio de la
Iglesia (DH 3370; DHR 1978a y nota 2), sólo pretende expresar, con otras
palabras, la cercanía de María a la obra salvífica de Cristo, pero bajo ningún
concepto borrar o difuminar la diferencia esencial —es decir, no sólo gradual—
respecto de la actividad soteriológica de Cristo, redentor y mediador único
(ITim 2,5). No obstante, dada la
posibilidad de erróneas intelecciones, el II Concilio
Vaticano evitó, expresamente, el empleo de este título.
IV
LA COOPERACIÓN DE MARÍA A LA OBRA DE LA REDENCIÓN
1. La mediación de María:
Aunque Cristo es el único mediador entre
Dios y los hombres (1 Tim 2, 5), pues él solo, por medio de su muerte en cruz,
logró la reconciliación perfecta entre Dios y ellos, con todo, no se excluye
por eso la existencia de otra mediación secundaria subordinada a la mediación de
Cristo.
Ya en la época patrística se llamó
medianera a María. Reza así una oración atribuida a San Efren: «Después del Mediador, eres medianera
de todo el universo». El título de medianera se le concede también a la Virgen
en documentos oficiales de la Iglesia, en la bula Ineffabilis de Pío IX
(1854), en las encíclicas sobre el rosario Adiutrícem y Fidentem (Dz
1940a) de León XIII (1895 y 1896), este título ha sido acogido igualmente en la
liturgia al ser introducida la festividad de la Bienaventurada Virgen María,
medianera de todas las gracias (1921).
María es llamada mediadora de todas las
gracias en un doble sentido:
a) María trajo al mundo al Redentor,
fuente de todas las gracias, y por esta causa es mediadora de todas las gracias
(sent. cierta).
b) Desde su asunción a los cielos, no
se concede ninguna gracia a los hombres sin su intercesión actual (sent.
piadosa y probable).
a. María, medianera de todas las gracias
por su cooperación a la encarnación («mediatio in universal»)
María dio al mundo al Salvador con plena
conciencia y deliberación. Ilustrada por el ángel sobre la persona y misión de
su Hijo, otorgó libremente su consentimiento para ser Madre de Dios; Lc 1, 38:
«He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra». De su
consentimiento dependía la encarnación del Hijo de Dios y la redención de la
humanidad por la satisfacción vicaria de Cristo. María, en este instante de
tanta trascendencia para la historia de la salvación, representaba a toda la
humanidad.
La cooperación de María a la redención
El título de Corredentora, que viene aplicándose a la
Virgen desde el siglo XV y que aparece también durante el pontificado de Pío X
en algunos documentos oficiales de la Iglesia, no debe entenderse en el sentido
de una equiparación de la acción de María con la labor salvadora de Cristo, que
es el único redentor de la humanidad (1 Tim 2, 5). Como la Virgen misma
necesitaba la redención y fue redimida de hecho por Cristo, no pudo merecer
para la humanidad la gracia de la salvación, según aquel principio: «Principium
meriti non cadit sub eodem mérito».
La cooperación de María a la redención
objetiva es indirecta y mediata, por cuanto ella puso voluntariamente toda su
vida en servicio del Redentor, padeciendo e inmolándose con Él al pie de la
cruz. Como observa Pío XII en su encíclica Mystici Corporis (1943), la
Virgen, como nueva Eva, ofreció en el Gólgota al Padre Eterno a su Hijo juntamente
con el sacrificio total de sus derechos y de su amor que le correspondían como
Madre de aquel Hijo». Como el citado papa dice en la constitución apostólica Munificentíssimus
Deus (1950), María, «como nueva Eva», es la augusta asociada de nuestro
Redentor.
Cristo ofreció él solo el sacrificio
expiatorio de la cruz; María únicamente estaba a su lado como cooférente en
espíritu. De ahí que a María no le corresponda el título de «sacerdote», cuya
aplicación desaprobó expresamente él Santo Oficio (1916, 1927). Como la
Iglesia nos enseña, Cristo «venció Él solo al enemigo del género humano»; de
igual manera mereció el solo la gracia de la redención para todos los hombres,
incluso para María. La frase de Lc 1, 38: «He aquí la sierva del Señor», nos
habla únicamente de una cooperación mediata y remota a la redención objetiva.
En virtud de la gracia salvadora que nos mereció Cristo, María ofreció
expiación por los hombres por haber tomado parte espiritual en el sacrificio de
su Hijo divino, mereciéndoles de congruo la aplicación de la gracia redentora
de Cristo. De esta forma cooperó a la redención subjetiva de los hombres.
b. María es la medianera de todas las
gracias por su intercesión en el cielo («mediatio in speciali»)
Desde que María entró en la gloria del
cielo, está cooperando en que sean aplicadas a los hombres las gracias de la
redención. Ella participa en la difusión de las gracias por medio de su
intercesión maternal, que es inferior sin duda en poder a la intercesión
sacerdotal de Cristo, pero que está a su vez muy por encima de la intercesión
de todos los otros santos.
Según la opinión de teólogos antiguos y
de muchos teólogos modernos, la cooperación intercesora de María tiene por
objeto todas las gracias que se conceden al hombre, de suerte que no se le
concede a éste gracia alguna sin que medie la intercesión de María. El sentido
de esta doctrina no es que nosotros tengamos por fuerza que pedir todas las gracias
por mediación de María, ni tampoco que la intercesión de María sea
intrínsecamente necesaria para la aplicación de la gracia, sino que, por
ordenación positiva de Dios, nadie recibe la gracia salvadora de Cristo sin la
actual cooperación intercesora de María.
No poseemos testimonios explícitos de la
Escritura. Los teólogos buscan un fundamento bíblico en la frase de Cristo (Jn
19, 26 s): «Mujer, he ahí a tu Hijo... He ahí a tu Madre.» Conforme al sentido
literal, estas palabras se refieren únicamente a las personas interpeladas,
que eran María y San Juan. La interpretación mística, que predominó en
Occidente desde la edad media tardía (Dionisio el Cartujano), ve en San Juan
al representante de toda la humanidad. En él se les concedió a todos los
redimidos una madre sobrenatural: la Virgen María. Y María, como madre espiritual
de toda la humanidad redimida, debe proporcionar, mediante su intercesión
poderosa, a todos sus hijos menesterosos todas las gracias que ellos necesiten
para conseguir la eterna salvación.
Testimonios explícitos de los santos
padres en favor de la mediación universal de la Virgen como intercesora de
todas las gracias, se encuentran ya desde el siglo VIII, si bien al principio
en menor escala, se hacen ya más numerosos desde la alta edad media. San Germán
de Constantinopla( 733) dice: «Nadie consigue la salvación si no es por ti, oh
Santísima... A nadie se le concede un don de la gracia si no es por ti, oh
Castísima».
Especulativamente se prueba la universal
mediación intercesora de María por su cooperación a la encarnación y a la
redención y por su relación con la Iglesia:
a) Puesto que María nos ha dado la fuente
de todas las gracias, es de esperar que ella también coopere en la distribución
de todas ellas.
b) Puesto que María se convirtió en madre
espiritual de todos los redimidos, es conveniente que con su incesante
intercesión cuide de la vida sobrenatural de sus hijos.
c) Puesto que María es «prototipo de la
Iglesia» y toda gracia de redención se
comunica por medio de la Iglesia, hay que admitir que María, por su celestial
intercesión, es la medianera universal de todas las gracias.
La mediación universal de María por su
cooperación a la encarnación se halla tan ciertamente testimoniada en las
fuentes de la revelación, que nada obsta a una definición dogmática. La
mediación universal de María por su intercesión en el cielo se halla testimoniada
con menor seguridad, pero está en relación orgánica con la maternidad
espiritual de María y con su participación íntima en la obra de su Hijo divino,
claramente testimoniadas en la doctrina de la Escritura, de suerte que no
parece imposible una definición.
2. La Veneración de María
A María, Madre de Dios, se le debe culto
de hiperdulía (sent.
cierta).
a.
Fundamento teológico
En atención a su dignidad de Madre de
Dios y a la plenitud de gracia que de ella se deriva, a María le corresponde un
culto especial, esencialmente inferior al culto de latría ( adoración), que
sólo a Dios es debido, pero superior en grado al culto de dulía (veneración)
que corresponde a los ángeles y a todos los demás santos. Esta veneración
especial recibe el nombre de culto de hiperdulía.
El concilio Vaticano II ha declarado:
«María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada por sobre
todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la santísima madre de Dios,
que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial
culto por la Iglesia» (const. Lumen gentium, n. 66).
La Sagrada Escritura nos ofrece los
fundamentos para el culto a María, que tendría lugar más tarde, con aquellas
palabras de la salutación angélica (Lc 1, 28): «Dios te salve, agraciada, el
Señor es contigo», y con las palabras de alabanza que pronunció Santa Isabel,
henchida por el Espíritu Santo (Le 1, 42): «Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu vientre»; y, además, con la frase profética de la Madre
de Dios (Lc 1, 48): «Por eso desde ahora me dirán bienaventurada todas las
generaciones».
V. NOTAS DE LA ENCÍCLICA MARIALIS CULTUS
(PABLO VI)
1. Nota trinitaria, cristológica y eclesial en el culto de la Virgen María.
Ante todo, es sumamente conveniente que
los ejercicios de piedad a la Virgen María expresen claramente la nota
trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el culto
cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o,
como se dice en la Liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu.
En la Virgen María todo es referido a
Cristo y todo depende de Él: en vistas a Él, Dios Padre la eligió desde toda la
eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no
fueron concedidos a ningún otro.
Nos parece útil añadir una llamada a la
oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos esenciales
de la Fe: la Persona y la obra del Espíritu Santo. La reflexión teológica y la
Liturgia han subrayado, en efecto, cómo la intervención santificadora del
Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción en
la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres y
Escritores eclesiásticos atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad
original de María, « el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra » (Lc 1, 35).
Es necesario además poner más claramente
de manifiesto el puesto que ella ocupa en la Iglesia: « el más alto y más próximo
a nosotros después de Cristo »; un puesto que en los edificios de culto del
Rito bizantino tiene su gran expresión.
En efecto, el recurso a los conceptos
fundamentales expuesto por el Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la Iglesia, Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino
de Dios, Cuerpo Místico de Cristo permitirá
a los fieles reconocer con mayor facilidad la misión de María en el misterio de
la Iglesia y el puesto eminente que ocupa en la Comunión de los Santos; sentir
más intensamente los lazos fraternos que unen a todos los fieles porque son
hijos de la Virgen, « a cuya generación y educación ella colabora con materno
amor », e hijos también de la Iglesia, ya que « nacemos de su parto, nos
alimentamos con leche suya y somos vivificados por su Espíritu » y
porque ambas concurren a engendrar el Cuerpo místico de Cristo.
2. Valor teológico y pastoral del culto a
la Virgen María
La piedad de la Iglesia hacia la
Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración
que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar —desde la
bendición de Isabel (cf. Lc 1, 42-45) hasta las expresiones de alabanza
y súplica de nuestro tiempo— constituye un sólido testimonio de su «lex
orandi» y una invitación a reavivar en las conciencias su «lex credendi».
Culto a la Virgen de raíces profundas en
la Palabra revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos: la singular dignidad
de María «Madre del Hijo de Dios y por lo mismo hija predilecta del Padre y
templo del Espíritu Santo; por tal don de gracia especial aventaja con mucho a
todas las demás criaturas, celestiales y terrestres», su cooperación en
momentos decisivos de la obra de la salvación llevada a cabo por el Hijo; su
santidad, su progreso constantemente en la fe, en la esperanza y en la caridad;
su misión y condición única en el Pueblo de Dios, del que es al mismo tiempo miembro eminentísimo,
ejemplar acabadísimo y Madre amantísima; su incesante y eficaz intercesión
mediante la cual, aun habiendo sido asunta al cielo, sigue cercanísima a los
fieles que la suplican, aun a aquellos que ignoran que son hijos suyos; su
gloria que ennoblece a todo el género humano, como lo expresó maravillosamente
el poeta Dante: «Tú eres aquella que ennobleció tanto la naturaleza humana que
su hacedor no desdeñó convertirse en hechura tuya».
Añadiremos que el culto a la
bienaventurada Virgen María tiene su razón última en el designio insondable y
libre de Dios, el cual siendo caridad eterna y divina (cf. 1 Jn 4, 7-8.
16), lleva a cabo todo según un designio de amor: la amó y obró en ella
maravillas (cf. Lc 1, 49); la amó por sí mismo, la amó por nosotros; se
la dio a sí mismo y la dio a nosotros.
Cristo es el único camino al Padre (cf. Jn
14, 4-11), modelo supremo al que el discípulo debe conformar la propia
conducta (cf. Jn 13, 15). Pero la Iglesia, guiada por el Espíritu
Santo, reconoce que también la piedad a la Santísima Virgen, de modo
subordinado a la piedad hacia el Salvador y en conexión con ella, tiene una
gran eficacia pastoral y constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana.
La razón de dicha eficacia se intuye fácilmente.
La misión maternal de la Virgen empuja
al Pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a Aquella que está siempre
dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con eficaz ayuda de auxiliadora;
por eso el Pueblo de Dios la invoca como Consoladora de los afligidos, Salud
de los enfermos, Refugio de los pecadores, para obtener consuelo en la
tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora en el pecado; porque
Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus hijos a esto: a vencer con
enérgica determinación el pecado.
La santidad ejemplar de la Virgen mueve
a los fieles a levantar « los ojos a María, la cual brilla como modelo de
virtud ante toda la comunidad de los elegidos ». Virtudes sólidas, evangélicas:
la fe y la dócil aceptación de la Palabra de Dios (cf. Lc 1, 26-38; 1,
45; 11, 27-28; ]n 2, 5); la obediencia generosa (cf. Lc 1, 38);
la humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad solícita (cf. Lc 1, 39-56);
que ora en la comunidad apostólica (cf. Act 1, 12-14); la fortaleza en
el destierro (cf. Mí 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2, 34-35. 49;
Jn 19, 25).
La piedad hacia la Madre del Señor se
convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina:
finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la «Llena
de gracia» (Lc 1, 28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es
decir, la amistad con Dios, la comunión en El, la inhabitación del Espíritu. La
Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce en la
devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su
plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo,
en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre,
como prenda y garantía de que en una simple creatura se ha
realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre.
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